27 diciembre 2010

Es de libro (IX)

29 de septiembre

Anteayer presenté una conferencia que dio en Pamplona Juan Cruz, periodista de El País y escritor, y que además fue varios años el director de la editorial Alfaguara. Juan Cruz tiene fama de muy listo e hiperactivo, y en el poco rato que puedo verlo en acción lo confirma, antes y después de la charla y mientras cenamos. Curioso, pregunta mucho a todos los que le presentan y cuenta infinidad de anécdotas, recuerda al instante los nombres de quienes lo rodean y los saca a colación con soltura instantánea, y todo lo hace mientras maneja diestramente dos móviles con los que no para de enviar y recibir mensajes y de llamar.

Me comprometí hace tiempo a esos cuatro minutos de presentación porque sabía que eso me obligaría, gozosamente, a leer Egos revueltos. Una memoria personal de la vida literaria, que, como el subtítulo indica, son los recuerdos de Juan Cruz sobre los escritores que ha conocido en su vida —no sólo, claro, en los años en que ejerció como mandamás de Alfaguara—. El libro tiene un título formidable, y merece mucho la pena. Son recuerdos sin sangre, porque la voluntad de Juan Cruz es la contraria: celebrar lo mucho que el contacto personal con los grandes nombres de la literatura le ha dado en su vida, desde que muy joven, periodista en Tenerife, soñaba con plantarse en la casa de Guillermo Cabrera Infante en Londres, impresionado por la lectura de Tres tristes tigres.

Después de la cena y las despedidas, E. y yo acompañamos a Juan Cruz al hotel. Mañana, nos dice entre frecuentes miradas a sus móviles, tiene muchas cosas que hacer en Madrid. En los días siguientes, me entero por su blog de que está en México, en Nueva York, en Colombia, en... Y entre tanto no dejan de aparecer entrevistas que hace a personas de toda clase. Su voluntad sigue siendo la de comerse la vida con avidez, sin descanso ni freno. ¿De dónde sacará además la fuerza, la concentración y la calma que requieren la escritura de sus libros, algunos magníficos, y que por otra parte publica con puntualidad anual?


1 de octubre

Estamos comenzando la edición de un libro que cabe incluir en la casilla de los complicados. Muchas fotografías, textos de distintos tipos y autores, incluso un documentalista, un director editorial y un diseñador que debe poner en página todo lo que los demás vayan entregándole, de acuerdo con las pautas marcadas por el director. Cada uno de los que intervienen tiene sus rutinas, sus manías, su ego más o menos hinchado y sus fobias.

Mi función es la de mediador. Actúo por encima, o por debajo, de todos ellos. Y es tarea difícil, muchas veces incómoda: templar gaitas, atender a cada uno como se merece, pero al mismo tiempo vigilar que el proyecto no encalle ni se salga de madre... ¿Tengo la paciencia, la habilidad y la firmeza necesarias? Dudo.

Juan Cruz, en Egos revueltos, tiene páginas muy valiosas sobre cómo debe gestionar un editor los egos de los autores. Cómo debe ponerse al servicio de ellos, animarlos, cuidarlos, frenarlos a veces. El libro de Diane Athill que he citado en este diario también es ilustrativo en muchos fragmentos de su delicado y complejo modo de conducirse con los autores. Y recuerdo también las memorias de un editor que más me han entretenido en muchos años: Editar la vida, de Michael Korda, un libro verdaderamente cautivador. El autor cuenta sus andanzas retocando textos de novelistas, pero también de actrices, cantantes, personas con el ego no revuelto, sino desatado, hipertrofiado, personajes repletos de exigencias, fragilidades y, siempre, susceptibilidad. No conozco otras memorias de un editor tan divertidas como las de Korda.

5 de octubre

Hoy ha sido un mal día, lleno de pejigueras y exigencias estúpidas, un día extremadamente “moderno”, muy de nuestra época. Tal vez por eso, he dejado muy pronto el libro que estaba leyendo, y me he acordado de unas palabras de Philip Roth que Rodrigo Fresán recoge en su diario: “La clave no es trasladar libros a pantallas electrónicas. No es eso. No. El problema es que el hábito de la lectura se ha esfumado. Como si para leer necesitáramos una antena y la hubieran cortado. No llega la señal. La concentración, la soledad, la imaginación que requiere el hábito de la lectura. Hemos perdido la guerra. En veinte años, la lectura será un culto… Será un hobby minoritario. Unos criarán perros y peces tropicales, otros leerán».

No me gustan nada los lamentos apocalípticos. Pero me da rabia sospechar que ya soy un dinosaurio. En fin, puede que todo se reduzca a eso: ha sido un mal día.

26 diciembre 2010

Es de libro. Un diario (VIII)

18 de septiembre

Hace poco más de un año, agobiado por la proliferación selvática de libros en casa, tuve que gastarme mis ahorros (y los que no tenía, claro, para lo que obtuve “ayuda” de una caja de ahorros) en comprar un local situado justo al lado del portal en que vivo. Por su amplitud, y la altura de sus techos, podré meter ahí en el futuro varios miles más de libros. Pero bajar algunos, los que sea, de mi casa a ese local, es algo que hago con cierto sufrimiento. Siento que los libros que dejan mi casa y pasan a ubicarse en el nuevo hogar sufren una inocultable degradación que los coloca en la antesala de su eliminación, al menos de su eliminación en mi biblioteca. Es inevitable la operación, pero me incomoda.

Hoy he organizado una cita con amigos en casa, y me veo obligado a quitar, de la mesa donde cenaremos, unos ochenta libros que se han ido quedando ahí, a falta de un sitio mejor del hogar donde depositarlos. Como ésos no quiero que vivan todavía en la bajera (¡están recién comprados!), debo expulsar otros de casa para que los de la mesa encuentren acomodo. Los volúmenes camino de la bajera siento que van a una premuerte. La operación me lleva un gran rato, porque en ella me asaltan dudas constantemente, y la tarde se me va tomando decisiones que oscilan entre la dureza y la piedad.

25 de septiembre

Voy a la feria del libro antiguo y de ocasión de Pamplona. Entre ofertas que merecen un examen detenido, hay muchísima morralla. Son libros, ¡una cantidad pavorosa!, que no es que ahora estén de saldo, es que resulta increíble que hace tiempo alguien se tomara el trabajo de publicarlos. Lo primero por su contenido, claro, absurdo, disparatado, efímero. Pero también por otros factores: traducciones anónimas y delictivas de grandes obras de la literatura universal, cubiertas que provocan traumatismos oculares irreversibles, encuadernaciones tan zafias o precarias que no permiten que el libro se abra ni una sola vez sin que se descuajeringue.

Lo peor es que me compro dos libros que ya tenía. Y mucho más preocupante es que los compro entusiasmado. Uno de ellos, El último negro, de Ramón Buenaventura, tuve la intención de leerlo en cuanto lo adquirí, hace años, pero entonces cierta novela se cruzó por el camino y la de Buenaventura quedó relegada y cayó en el olvido. Hasta hoy, que la he vuelvo a comprar. El otro, El libro de mi madre, es de Albert Cohen. Vuelvo a casa, pasan varias horas, y de pronto tengo un pálpito; busco ese volumen, lo encuentro muy pronto. Incluso tiene páginas subrayadas, unas seis o siete. Está claro que lo empecé… El resto del día se me va en melancólicas fruslerías sobre el tiempo que pasa y el deterioro de mi memoria, que de joven era formidable. Ah, y en leer El libro de mi madre. Me interesa mucho, como tantos otros que abordan el recuerdo del padre o de la madre del escritor (Richard Ford, Simenon, Kafka, Paul Auster, etc.); ¡pero es que al mismo tiempo leerlo es ya una cuestión de orgullo!

25 diciembre 2010

Es de libro. Un diario (VII)

16 de septiembre

En el trabajo hemos tenido un lío de esos que se producen de vez en cuando. Un libro ha salido mal, y la culpa del desaguisado no está clara. Puede ser de quien lo compuso, de quien lo imprimió, de quien hizo de coordinador editorial en nuestra propia oficina, o puede ser que las culpas estén repartidas entre todas las partes. Como a lo peor hay que repetir la impresión, y es un libro caro, quiero hablar con todos antes de decidir nada. Eso me empuja a algo que me gusta, aunque no lo hago con la frecuencia debida: visitar la imprenta. Es una imprenta grande, con maquinaria muy sofisticada. Tratamos el problema que me ha traído, y luego, ya más relajados, la situación del sector. Entre recuerdos, algunas noticias más o menos chismosas sobre gente del oficio y algunas risas, los de la imprenta se lamentan, con datos apabullantes, de la crisis, y de cómo ha golpeado a todo el sector de las artes gráficas. Hablamos de personas que conozco, que son muy buenas en lo suyo pero han caído en el paro más negro, y ya no encontrarán otro trabajo. Vuelvo a la oficina con el ánimo sombrío. Y recuerdo un hombre que conocí cuando yo empezaba, un verdadero experto, en tiempos, en la linotipia, y luego, cuando éstas desaparecieron, en la fotocomposición. Un corrector formidable, además. Un día, tras una crisis anterior, que dejó las empresas de composición reducidas a la mínima expresión, me lo encontré cortando entradas en la puerta de los cines Carlos III. Nos sonreímos incómodamente, y no dijimos nada.

23 diciembre 2010

Es de libro. Un diario (VI)

10 de septiembre

Ayer cené en casa de una pareja de clase media, de esas que todos los meses ingresan más de cinco mil euros. Hablamos de novelas policiacas, lo cual parece ser ahora sinónimo de novelas de nórdicos. Los anfitriones son personas que están atentas a todas las novedades del género. Pero eso sí: novelas que puedan sacar de la biblioteca cercana a su casa. Porque nunca compran un libro. Todos los leen aprovechando el servicio de préstamo. No es el único caso que conozco, por supuesto. Muchos de mis conocidos se proveen de libros de la misma manera.

A veces, pero no siempre, esas personas se refieren a la falta de espacio en su casa, o, incluso, y eso ya me parece más sorprendente, a lo caros que son los libros. Estamos hablando de personas que visten buena ropa (¡que esa sí que es cara!), que viven en buenas casas, y que te asestan, a la menor, su último viaje a Estambul, Nueva York o Siria. Sé que vivimos en una época que reivindica el gratis total en la cultura, tontería que no comparto si no introducimos distingos de varias clases. Pero, hombre, lo de caro es relativo, ¿no? Al menos para ellos.

Ya sé que no sería nada fácil instrumentarlo, pero creo que el criterio debería ser muy otro: el servicio de préstamo de las bibliotecas deberían poder usarlo casi exclusivamente quienes todos los meses tienen que ajustar al céntimo sus gastos: las personas en paro, los estudiantes, los pobres. Y en todo caso, creo, y muy ocasionalmente, la ínfima minoría de los bibliómanos, aquellos que además de comprar libros sin parar tienen tal necesidad de consultar volúmenes, de probar todos los libros, que también podrían caer en la ruina si no tuvieran esa clase de ayuda para su patología.

Luego, pensando en esos acomodados que consumen sólo libros en préstamo, con lo que obstaculizan el acceso a ellos a quienes de verdad más los necesitan, se me ocurre una explicación adicional. Esas personas pertenecen a la mayoría que nunca lee algo dos veces. C. S. Lewis dice que “el signo inequívoco de que alguien carece de sensibilidad literaria es que, para él, la frase ‘Ya lo he leído’ es un argumento inapelable contra la lectura de un determinado libro”. Para esas personas, sigue Lewis, un libro leído es un libro muerto, “como una cerilla quemada, un billete de tren utilizado o el periódico del dia anterior: ya lo habían usado”.

22 diciembre 2010

Es de libro. Un diario (V)

6 de septiembre

Feria del libro antiguo y de ocasión en San Sebastián. Visito esta feria hace años por estas fechas, y siempre encuentro, a muy buen precio, cosas que no me he decidido a comprar antes, por ejemplo de editoriales tan solventes como Tusquets y Anagrama. Hay además un librero que suele ofrecer, a precios muy bajos, gran parte de lo que ha publicado el Círculo de Lectores en los últimos tiempos. Hoy, entre otras cosas, compro por nueve euros el primer volumen de la edición del Círculo de las obras completas de Vargas Llosa, con los relatos de Los jefes, las novelas La ciudad y los perros y La casa verde, el extraordinario Los cachorros, y una conferencia sabrosísima, Historia secreta de una novela. En el catálogo del Círculo yo sabía que se vende a 45 euros. Por supuesto, ya tengo en varias ediciones todos esos libros, pero por nueve euros no me podía resistir.

Veo también que por cinco euros puedo llevarme la última novela de Tomas Pynchon, Contraluz. Lástima, la compré precisamente el mes pasado en el Círculo por treinta. Y eso que es un libro que intimida. Más de mil páginas que exigen, seguro, una ardua y morosa lectura. Necesitaré mucha calma y tiempo para poder hincarle el diente a Pynchon. Algo imposible de encontrar con la vida que llevo, o que llevamos. ¿Cuándo podré leerlo?

En el prólogo del volumen que he comprado de Vargas Llosa (¡ay, qué maravillosa claridad y elegancia en su exposición!) me sorprende encontrar una reticencia del autor, varias veces expresada, hacia su segunda novela, La casa verde. Vargas Llosa, que se recuerda muy distinto en los ya lejanos años sesenta, cree que complicó demasiado esta novela, atraído por el experimentalismo formal. Ese riesgo, desde luego, lo salvó muy bien conforme fue haciéndose mayor, y desapareció del todo hace muchos años. El problema para mí es que hace muchos años que sus libros no tienen interés, y cada vez se leen peor. ¿Desde cuándo no he disfrutado de verdad con una novela de Vargas Llosa? Me parece que desde Historia de Mayta, hace 25 años. Ah, sí, me interesaron mucho sus memorias, El pez en el agua. Pero novelas… Por ejemplo, no entiendo la veneración casi general por La fiesta del chivo. No quiero ir de raro, pero es que me aburrí tanto, me pareció tan previsible… Ni una sola página me invitaba a avanzar.

PD. Hoy, cuando estoy a punto de entregar estas notas (comienzos de octubre), han concedido a Vargas Llosa el premio Nobel. Me parece justo. Acabo de leer a Javier Cercas, y dice algo que comparto sin reservas: cuando uno ha escrito tres novelas como La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en la Catedral, ya se ha ganado ese premio. Da igual lo que escriba después, su aportación ya le hace merecedor del Nobel y de los premios que haga falta. Y, por supuesto, para concederle un premio que se supone que es literario, debería dar igual lo que opina sobre el comunismo o el liberalismo, o si cambia de opiniones políticas a lo largo de su vida. Todo eso son, en estos momentos, banalidades.

Justo hoy, también, leo en el blog de Alberto Olmos, Hikikomori, algo que relaciono inmediatamente con Vargas Llosa. A Olmos lo acaban de incluir, los de la revista Granta, en la lista de los veinticinco escritores en castellano menores de 35 años más prometedores. Y reflexionando sobre su edad, la ambición inmensa que puso en sus primeros esfuerzos literarios, y lo que supone la ambición en la literatura, dice: “Dudo mucho de que los autores mejoren con los años; estoy seguro de que empeoran. Los que ya hemos publicado cinco novelas o más nos damos cuenta de que no teníamos tantas cosas que decir, y de que cada día hay menos ilusión por decirlas. De principiante, uno no piensa más que en partir la historia de la literatura en dos; no tiene que atender a minucias como qué editorial publica o quién escribe o qué críticos critican. Se escribe a lo grande, de pequeño. Pero después va dando la impresión de que no merece la pena, al menos no merece la pena el derrame cerebral, el despellejamiento del alma, el darlo todo a un papel en blanco. Vivir es bello a veces, como dice Francisco Brines. Escribir bien no es bello nunca; es dolor. Y uno a veces quiere dejar de hacerse daño”. Vargas Llosa creo que hace años que quiso dejar de hacerse daño, aunque, por lo que dicen, sí mantuvo un régimen de trabajo espartano.

21 diciembre 2010

Es de libro. Un diario (IV)

1 de septiembre

Ayer un distribuidor me regaló un libro todavía no publicado. En realidad, me dio un montón de hojas toscamente encoladas, con una falsa cubierta, de una novela francesa. Es una prueba todavía repleta de erratas. La novela se publicará dentro de unos meses. Me he sentido un privilegiado, alguien que está en posesión de un pequeño adelanto, de un secreto, del secreto de un libro que en su momento se espera que sea un best seller.

Hoy R., un amigo, me ha regalado varios libros. R. es el coordinador de la sección de críticas de libros en una revista literaria, y por ese desempeño recibe constantemente paquetes y cajas con las novedades de todas las editoriales. R. no parece tan entusiasmado como yo con esos envíos que amenazan con abarrotar su estudio en cuatro días. Y más de una vez he leído comentarios de otros críticos, también abrumados con los paquetes de novedades que no cesan de llegarles.

Así que no es raro que en la cuesta de Moyano, en Madrid, haya podido comprar este bibliómano más de una vez ejemplares que tenían dentro la tarjeta de saludo del autor, o del editor, a veces con unas líneas en las que se rogaba al crítico que reseñara el libro en cuestión. El otro día, por ejemplo, compré por internet un libro de Patricio Pron, el escritor argentino, que contenía una tarjeta de la responsable de comunicación de la editorial. En ella había escrito a mano: por deseo expreso del autor. El que lo había recibido gratis, antes de vendérselo a la librería de ocasión donde yo lo adquirí, había tomado notas de uno de los relatos que incluía, y ahí las había abandonado, tal vez porque en otro relato, en la primera página, había rodeado con un círculo todos los “que” que se había encontrado. Y eran muchos, ciertamente, aunque a mí no me molestaban.

Yo, que salvo en contadísimas excepciones me compro y pago mis libros, sí he tenido varias veces esa sensación de agobio por motivos algo relacionados: cuando he sido jurado de premios y he tenido que leer muchas cosas infumables, o cuando, sin premio por medio, he debido leer por obligación o por compromiso. Peor aún: cuando he debido opinar públicamente atendiendo no al libro, sino a consideraciones, digamos, sociales.

20 diciembre 2010

Es de libro. Un diario (III)

29 de julio

Hace dos meses me visitó una pareja. Él, cuarentón, ella de veintipocos años. Viven en Cataluña. Su aspecto es modesto, aunque en su conversación eran muy educados. Sin móvil, estuvieron mandándome correos electrónicos desde ordenadores de bibliotecas públicas de Pamplona en los que solicitaban verse conmigo. Querían saber qué pueden escribir sobre Navarra. No son de aquí, no han escrito nunca sobre esta tierra, me dijeron que trabajaban en una asesoría legal. En realidad no han escrito nunca ningún libro. Pero estaban dispuestos a tratar el tema navarro que yo les indicara. Cualquiera. Historia, geografía, etnología, naturaleza, instituciones… Parecían atreverse con todo. Yo me quedé un poco desconcertado. No sabía por dónde empezar a explicarles que las cosas no funcionan así, que es más lógico que ellos tengan claro, lo primero, qué les interesa estudiar y que luego, ya escrito lo que fuera —sin encargo previo, compromiso ni adelanto económico—, veríamos si tenía interés o no publicarlo.

La despedida fue muy correcta. Pero no debieron de quedarse satisfechos. Un compañero en otro departamento me dice hoy que acaban de visitarle a él exactamente con el mismo planteamiento. No han arrancado todavía, no tienen nada que enseñar. Pero, por lo que me ha contado, no logré convencerles en absoluto.

19 diciembre 2010

Es de libro. Un diario (II)

9 de julio

He venido, aprovechando que estoy de vacaciones muy cerca, a la Semana Negra de Gijón. Hace dos años también me acerqué un viernes, el primero de la feria, que dura diez días. Entonces todavía celebraban la cita con la novela negra y policial en la playa de Poniente, en el centro de la ciudad. Ahora la ubican al lado de otra playa, la del Arbeyal, mucho menos principal, más proletaria, en una zona en que coexisten edificios muy modernos con naves de un polígono industrial en declive, un polígono típico de ese Gijón (de esa Asturias, en realidad) que a partir de finales de los años setenta se fue hundiendo y se ha visto obligada a buscar nuevos modos de supervivencia económica y mudar su piel. La feria queda encajonada entre la playa, que hoy está muy nutrida, y un césped donde se agolpan un buen número de mujeres (sólo mujeres) tomando el sol en topless.

Lo primero que se encuentra el visitante es un real de feria. Hay barracas clásicas, como la noria, los autos de choque o los caballitos, junto a otras más novedosas. Pero domina brutalmente la cháchara estentórea del hombre de la tómbola. Parece el mismo hombre de todas las tómbolas de barracas del mundo, con el mismo tono que ya oíamos de niños, hablando de muñecas para el caballero o la señora.

Abundan los puestos de comida. Comida turca, cubana, salchichas, bocadillos de todas clases, intensas fritangas que al calorazo de la media tarde marean al visitante al revolverse con los sabores de los puestos de dulces. Y muchos puestos solidarios en los que se venden camisetas y objetos tontos de artesanía.

Libros no hay muchos, la verdad. La mayoría de las casetas venden volúmenes ajenos a la temática del encuentro. Sólo el puesto de la librería Negra y Criminal, de Barcelona, tiene la entidad que el evento reclama. Hay otros estands más modestos con oferta de algo de novela negra, y alrededor de ellos lugares donde se vende ocultismo y otras patrañas, o estudios sobre el materialismo dialéctico y el imperialismo, o biografías de revolucionarios mexicanos, cubanos y argentinos, o todos los saldos de la editorial asturiana Júcar, ya fenecida, donde siempre hay algo que merece la pena (compro, por quinta vez, Adolphe, de Benjamin Constant, maravilloso librito). Por suerte, encuentro además dos o tres puestos en los cuales el bibliópata puede hacerse, a precios bajísimos, con ediciones muy solventes de Senectud, de Italo Svevo, los Diarios de Tolstoi, El mundo de ayer, de Stefan Zweig, o La muerte de Virgilio, de Hermann Broch. Volúmenes, como se ve, escasamente policiales, pero que siempre viene bien comprar, aunque ya se tengan.

Se supone que el lugar central de esta semana es la carpa en que se celebrarán los debates entre escritores y las presentaciones de libros del género. Pero hoy los escritores estarán llegando a Gijón, calculo, en el tren que les trae de Madrid, y luego se correrán su primera juerga nocturna por la ciudad. Hasta mañana no se arrimarán a esta carpa, tardíos y resacosos. Hoy las ciento y pico sillas del lugar están vacías, y sólo dos técnicos andan probando micrófonos.

En tiempos fui un loco de la novela negra y policial. Hoy el género sigue de moda, y los editores no saben ya a qué nuevo autor nórdico publicar, embarcados en la búsqueda frenética de otro Stieg Larsson. Pero yo no soy el mismo. En los últimos tiempos sólo he leído la última pesquisa de los guardias civiles de Lorenzo Silva, La estrategia del agua, que me ha parecido peor que las anteriores, aunque su factura es solvente, y La vida fácil, de Richard Price. Pero Price, de quien recuerdo novelas buenísimas, como Clockers y Freedomland, cada vez es menos encasillable en el género. En La vida fácil la intriga no importa nada. Lo que hace Price es retratar a unos policías con vidas muy aperreadas, y en especial analizar cómo un crimen descalabra a una familia. Gran novela realista, sin más adjetivos.

18 diciembre 2010

Es de libro. Un diario (I)

En muy pocos días, la revista TK, que editan los bibliotecarios (y bibliotecarias, claro, que son mayoría) de Navarra va a publicar un pequeño diario que fui escribiendo entre junio y octubre. La idea, como cuento allí, surgió leyendo con gran placer un diario del escritor argentino Rodrigo Fresán. En ese rato de lectura se me ocurrió ir pergeñando uno yo, que recogiese historias mínimas de un bibliómano, de un hombre que vive en parte alrededor de los libros, que lee los que puede (siempre muy pocos, poquísimos, por definición), y que además trabaja haciendo libros, más exactamente moviendo todos los hilos para lograr que los libros de otros salgan bien hechos, aunque no acaba de considerarse exactamente un editor.

En este blog voy a publicar algunas de las entradas del diario. Y además intercalaré, cuando me apetezca, entradas nuevas escritas en los últimos meses, después de que entregara a los amigos de TK este Es de libro.

30 de junio

Algo cada vez más difícil de alcanzar en mi propia ciudad: el gusto de estar en una librería sin hablar con nadie, sin topar con conocidos, sin verme obligado a saludar. Ser invisible, totalmente ignorado, desconocido. No tener que mantener conversaciones con los libreros, o con amigos que me distraen de lo que quiero: vagabundear, tal vez comprar, dudar, volver sobre mis pasos, ojear y hojear las novedades, o irme sin comprar nada. La libertad asociada al anonimato.


4 de julio

Necesito poseer los libros, comprarlos, que sean míos, leerlos o reelerlos cuando quiera. Me gusta comprarlos, disfruto mucho en la operación demorada en la librería, pero tal vez no leerlos hasta años después, o comprar incluso por si acaso, o comprar algunos que me interesan dudosamente.

Tengo una amiga, sin embargo, que no tiene ningún sentido posesivo, ningún afán de conservación. Compra libros, los lee —o los abandona si le aburren—, y luego me los revende, a un precio que solemos regatear, en un juego divertido. Así me hice anteayer con el Diario del hombre pálido, de Juan Gracia Armendáriz, que tenía intención de comprar pero se me había ido quedando atrás en mis rastreos por las librerías. Bendito negocio he hecho. Es un texto lleno de sabiduría en su composición, el libro de un escritor que encuentra el tono más ajustado para contarnos su pelea de hombre enfermo que quiere ser más, mucho más que un hombre enfermo, que vive como puede, ama, hace deporte, lee y escribe, y convive con otros enfermos en sesiones de diálisis contadas maravillosamente. Un hombre que a veces se desespera un poco por las limitaciones que padece, pero casi siempre conserva la esperanza. Juan, al que conozco un poco y con el que he disfrutado algunas conversaciones sobre las lecturas de cada quien, ha conseguido no sólo su mejor libro hasta ahora, sino un libro mayor. Su lectura me ha hecho pasar un fin de semana perfecto, y me alegro de que esté teniendo una notable repercusión. Recuerdo, por ejemplo, entre las muchas referencias al libro que han ido apareciendo en suplementos, periódicos y otros medios, un magnífico y extenso post de Vicente Verdú, que vio una entrevista a Juan en CNN+ y se quedó impresionado. Este libro se merece una legión de lectores.

14 diciembre 2010

Manuel Bear y el timo de las brujas

Conozco a Manuel Bear hace bastantes años. No me atrevo a proclamarme amigo suyo, porque igual él lo considera una presunción o un equívoco. No conviene dar por hecho lo que nunca se ha hablado con claridad, y ya se sabe que los hombres gastamos un borroso pudor sobre estos asuntos. Pero sí puedo asegurar que le tengo en gran aprecio, y que he disfrutado muchas veces de su compañía y de su inteligencia, punzante e irónica como pocas.

Adicto a la prensa como soy, Manolo ya me pareció un excelente periodista cuando comencé a leerlo hace muchos años, y lo seguí en sus diversas etapas en los medios navarros en que trabajó. Pero siempre he pensado que, más allá del ejercicio del periodismo y de sus servidumbres y mangancias, en Manolo hay un excelente escritor. Recuerdo muy bien algunos sueltos en el Diario de Navarra en los ochenta, y sobre todo admiré en los noventa muchos de los breves que publicaba en el Diario de Noticias, así como algunas columnas perfectamente construidas en su breve paso posterior por El Correo. En todos esos textos refulgía, muchas veces a enorme altura, y a despecho de sus pocas líneas, el filo de una visión a veces soliviantada, otras ácida, o compasiva, o hilarante, perfectamente armada a partir de un hecho mínimo, de una metáfora bien desplegada, de una frase de algún protagonista de la actualidad. Manolo mostró entonces sus mejores artes de escritor de prensa, las propias de quien posee, sin un gramo de grasa retórica, una mirada culta, libre y acerada sobre la vida pública de esta comunidad.

Ahora Manuel Bear ha dado a la luz una magnífica síntesis sobre el mundo de la brujería, dentro de la colección que, con el expresivo subtítulo de ¡Vaya timo! -toda una declaración de principios- lleva años poniendo en las librerías la editorial Laetoli. Como advierte Manolo desde el principio, no es un libro destinado a “disuadir a nadie sobre la inconveniencia de creer” en las brujas. No, el autor sabe que hay mucha gente que tiene una relación muy problemática con la razón y el sentido de la realidad, y que las brujas son “uno de los frutos más tenaces de la imaginación”. Por eso, y más allá de convencer o no, lo que pretende en este libro es servirse de la bibliografía más solvente para trazar un panorama del origen y desarrollo de la creencia en las brujas y de la muy problemática entidad de éstas, y, al mismo tiempo, contarnos las reacciones que tal creencia provocó durante varios siglos, en especial en los poderes civiles y religiosos.

Manolo Bear no se empeña en disuadir a los que creen que las brujas vuelan, organizan akelarres y tienen poderes mágicos. Pero eso no significa ni de lejos que su punto de vista, por informado y serio que sea, acabe resultando blando, falsamente tolerante, ubicado en la equidistancia más o menos comprensiva con esas creencias, y por tanto también con las percepciones extrasensoriales, las capacidades de las echadoras de cartas o las videntes, u otras diversiones de ese jaez. Nada de eso. El libro está trufado, aquí y allí, de alfilerazos jocosos, de sarcamos muy divertidos, de sentencias fulminantes sobre este universo de fantasías. Como dice el autor, “La brujería y las artes asociadas son un diálogo equívoco y fugaz entre dos individuos que no se conocen a sí mismos, no se conocen entre sí y no conocen la materia de la que están hablando, porque de otro modo no sería un saber oculto el negocio que los ocupa”. Menos mal que esa “impostura participada” es, al menos en nuestros días, un “juego consentido, aunque no siempre inocuo”.

Pero el fenómeno de las brujas no puede despacharse sólo con ironía, o con una colección de escépticas andanadas. Ya digo que eso es más fácil hoy, porque la experiencia de tratos con las brujas modernas tiene un campo de juego bien delimitado e incruento. Vivimos un tiempo en que “la credulidad de los usuarios tiene por lo general un límite de seguridad al que se llega pronto. Nadie arriesga nada de valor por lo que le diga una pitonisa”. Sin embargo, durante siglos las cosas estuvieron teñidas de colores mucho más oscuros. Porque la supuesta realidad de las brujas fue un arquetipo misógino, muy misógino, que sirvió como coartada, en la Edad Moderna, para “un gigantesco ajuste de cuentas de los poderes civil y eclesiástico con las sociedades tradicionales”, el cual condujo a la persecución sobre todo de mujeres que, torturadas salvajemente, inventaban cualquier cosa.

Esa “caza de brujas” estuvo asociada a otros muchos factores, por ejemplo a las delaciones fantasiosas a las que el poder civil y religioso dio crédito -aun siendo con frecuencia obra ¡de niños de ocho o nueve años!-, o a los odios y venganzas vecinales como motor de denuncias y procesos, o a la histeria popular o de los poderosos ante epidemias, cambios sociales o disidencias o “herejías” religiosas, o a la activación del mecanismo del chivo expiatorio, con la iglesia haciendo desempeñar al invento del “Diablo” un papel de motor de muchos rituales, confesados por las pobres “brujas” mientras sufrían tormento… Ahí tenemos algunas de las razones que explican las torturas, condenas y hogueras en que se vio envuelta Europa durante demasiado tiempo. Esa parte de la historia está narrada, en el libro de Manolo Bear, lógicamente con acentos más graves.

En comparación con esos siglos de delaciones, procesos disparatados y violencia planificada y brutal, los siglos XIX y XX han tenido un tono inofensivo. Manolo explica muy bien la relevancia de los folcloristas y antropólogos en la adquisición de “respetabilidad” y “credibilidad” de las brujas, y se detiene con viveza y humor en algunos personajes importantes en los ritos brujeriles de estos siglos, y en las variantes más modernas del fenómeno. “La magia moderna siempre termina en un grupo de individuos ataviados con mallas de danza o en cueros que se contorsionan y recitan mantras para captar y conducir la energía, como si formaran un parque eólico viviente. Es una magia ensimismada y abstracta, con rasgos de club social y de programa de autoayuda”, resume casi al fin.

Me he reído no pocas veces con este libro, me ha hecho pensar, me ha recordado cosas que me interesaron en otro tiempo, y más de una vez me ha llenado de melancolía. Contiene el resumen de algunos episodios señeros de la historia universal de la infamia, y por otro lado, por el lado de los adeptos a esas creencias, nos recuerda que la racionalidad crítica y desprejuiciada no ha cautivado nunca a demasiada gente. Si todo eso está contado con la gracia, agilidad y elegancia que Manolo Bear despliega, qué más se puede pedir. Admirable libro, de verdad, quién escribiera así.

09 diciembre 2010

Los que van y vienen en los deportes de la COPE

Yo también me he pasado a los deportes de la COPE. Mientras conduzco, o cocino, o limpio, o como algo, me gusta escuchar la radio. Y los fines de semana soy de los que han abandonado Carrusel deportivo, de la cadena SER, para seguir oyendo (y a veces, no siempre, escuchando) a Paco González y su gente. Yo también, por seguir subido a esta ola, pienso que la SER ha cometido un grave error al echar a estos animadores de la radio deportiva. Lo peor es que todo se haya debido a un problema, parece evidente, de egos revueltos (que diría uno de PRISA y por tanto de la SER a muerte, Juan Cruz). Es decir, de chulerías enfrentadas, testículos sobre la mesa, amenazas, faroles y desplantes –en el relato del propio Paco González que leí, a las órdenes “por cojones” y a gritos del director de la SER, Daniel Anido, él respondió, en un alarde de finura, que “eso lo va a hacer tu prima la coja” y un portazo; lo siguiente fue su despido-.

Paco González, Pepe Domingo Castaño y su troupe mantienen en la COPE el estilo ya consolidado en sus muchos años de Carrusel deportivo, y que en tres meses ha producido un cierto vuelco en las audiencias: agilidad, humor, un cierto gamberrismo, peleas más o menos teatralizadas entre forofos, publicidad “vivida” y “dramatizada” por Castaño, y una poderosa masculinidad en el tono general, un ambiente de juerga de hombres, con toques inevitables de cachondina y machismo. Esto último no me gusta nada, pero también siento en lo más hondo, tal vez por mi edad, que el fútbol es una cosa de hombres. En mi infancia y juventud, al menos, que es cuando lo viví con religiosa intensidad, no había mujeres en los estadios, y una forofa era un especimen extrañísimo. Hoy las cosas parece que están cambiando, pero a estas alturas no veo claro que las cosas hayan mejorado por ello, es decir, porque las mujeres puedan ser tan bestias como los hombres en los campos; no sé si van a mejor, al menos en términos de disminución de la burricie asociada a la testosterona y el machismo.

Digo que Paco González mantiene en Tiempo de juego el estilo ya consolidado hace años, pero tengo la sensación de que lo ha acentuando. Hay más gamberrismo ahora en su programa que en los años de la SER, un tono un poco más brutico y desenfadado, y eso que todavía no ha llegado el más chulo del lugar, el por otra parte excelente radiofonista que es Manolo Lama. Y más de un día he pensado: ¿qué les parecerá todo esto a los oyentes de siempre de la COPE? ¿No vivirán un cierto conflicto entre los excelentes ingresos publicitarios que estos de deportes han traído y, por otro lado, el tono que desprenden sus programas, tan poco coherente con el de los curas, los Kikos, Cañizares y Roucos? Es cierto que durante varios años han tenido en antena a sujetos tan peculiares como el pequeño gran hombre, don Federico. Pero, dejando aparte su estilo faltón, el gritón y brillante aragonés remaba en la misma barca ideológica que la cadena. A veces adelantaba al PP por la derecha, y no era tampoco un católico muy regular, pero, matices al margen, era muy del PP. Paco González y su gente, en cambio, no parecen ser más que de ellos mismos, y su discurso suena tan escéptico, tan poco inflamado, tan disonante con el habitual en la COPE...

El otro día, en el magnífico blog del gran poeta que es Enrique García Máiquez –casi tan gran poeta como católico a machamartillo y desacomplejado hombre de derechas- encontré un post significativo sobre el rumbo de la COPE en los últimos meses. Me parece, a tenor de lo que escribe, y mucho más aún leyendo a sus hinchas en los comentarios, que a Tiempo de juego nos hemos pasado mucha más gente de la que en principio parecen indicar los datos del Estudio General de Medios. Porque unos, muchos, hemos llegado, y otros, no sé cuántos, se han ido. Parece que no deben de ser pocos los oyentes antiguos de la cadena de los obispos que han migrado a otras radios más frikis, o simplemente más coherentes, como Radio María, esRadio (la de don Federico) o Intereconomía.

08 diciembre 2010

Vecinos

Nos juntamos en una sala de la iglesia más cercana a nuestras casas, un lugar que supongo dedicado habitualmente a cursillos prematrimoniales y amenidades de ese cariz. Hace un frío que pela, y mientras dure la reunión todos permaneceremos con los abrigos puestos, y más de uno con bufanda. La luz, de fluorescentes, es muy justa, en el límite de la escasez, y esparce en el ambiente una precariedad añadida. Con todo, no es mal sitio. De vez en cuando, paseando, sorprendo otras comunidades en las que los vecinos charlan y discuten apostados en el portal, mientras se recuestan incómodos sobre los buzones o la puerta del ascensor o las jardineras, en unas condiciones pronto tan penosas que los asuntos, más que acordarse, se asesinan antes de que todos los asistentes huyan hacia arriba al trote.

Cuando llego, con trece minutos de retraso sobre la hora marcada en la convocatoria, sólo hay dos personas en la antesala, tan pocas que no se atreven a entrar. Así que soy el primero en sentarme, en una silla del fondo y de pasillo, porque así tendré más expedita la salida. En segunda convocatoria alcanzamos la cifra de nueve asistentes. Teniendo en cuenta que somos casi cien los llamados, el número de los presentes revela el impacto de la convocatoria en el ánimo de mis convecinos. Nueve personas vamos a decidir por cien.

He tenido que hacer un gran esfuerzo para obligarme a acudir a esta reunión de la comunidad de vecinos. Más de un año no lo he hecho. Pero es que hay un asunto importante en el orden del día, que afecta a un buen número de vecinos, y sobre el que urge tomar decisiones. Los presentes son los habituales, esos que ya conozco de otros años, y que siempre me sorprenden por su conocimiento detallado, casi exhaustivo, de las incidencias producidas no sólo en su portal, sino también en los de los demás. Entre ellos destaca sobremanera el presidente, un joven amable y listo que parece haber encontrado su misión vital en esta comunidad de propietarios, a la que dedica días y noches, y sobre la que conoce todo: seguros de continente y contenido, facturas, morosos, luces normales y de emergencias, cerraduras, canalones y desciegues, goteras, ascensores, bordillos y papeleras, depósitos y calderas… Nada escapa a su minucioso escrutinio y a su incansable búsqueda de mejores posibilidades y soluciones. Él se queja, aunque salta a la vista que con escasa convicción, de que hay gente que le llama o se presenta en su piso a cualquier hora, porque no hay día en que no surja alguna incidencia con el agua caliente, la temperatura de la calefacción, las bombillas o los jovenzuelos gamberros. Él siempre está ahí, al pie del cañón, y la administradora señala, entre risas y veras, el cordial pero implacable control al que la somete a ella este presidente obsesivamente entregado.

Hoy la reunión discurre con relativa presteza, y en dos horas damos cuenta del orden del día. Pero he conocido, en esta y en otras comunidades, reuniones tediosas, caóticas, desesperantes. Asambleas a las que era imposible encontrarles un orden mínimo, un solo argumento que trascendiese el interés particular más desaforado. Reuniones que han discurrido entre intervenciones soporíferas, alfilerazos, susceptibilidades, abiertos enfrentamientos, argumentos que de egoístas resultaban disparatados, y un progresivo espesamiento que terminaba dando al encuentro una calidad tan borrosa que impedía saber de qué se estaba tratando o qué podíamos votar.

Hay miles de libros sobre la democracia participativa y la democracia representativa. Y muchos también sobre la deliberación en democracia, y las condiciones ideales para esa democracia deliberativa. Recuerdo ahora, por ejemplo, un buen artículo de Félix Ovejero sobre la deliberación en el libro El saber del ciudadano, que coordinó Aurelio Arteta. Pero en ese texto Ovejero comienza hablando de una reunión de escalera, y de las condiciones para que se convierta en un ejercicio auténtico de democracia deliberativa. Uff, no por favor, podía haber elegido otro ejemplo. Yo, cada vez que acudo a una reunión de vecinos crezco en misantropía, y pienso en lo difícil que resulta que nos entendamos en la proximidad, del íntimo disgusto que nos provocan nuestros semejantes en ciertos ambientes, de cuánto podemos hablar sobre el desinterés de millones de personas en los asuntos públicos, y de cómo las reuniones de vecinos son el grado cero de la democracia y la demostración más dolorosa de que la democracia representativa, en cualquier ámbito, tiene presente pero también tiene futuro. Vaya que sí lo tiene.

06 diciembre 2010

Sherlock Holmes y nosotros

Ayer vi por enésima vez La vida privada de Sherlock Holmes, de Billy Wilder. Una de las cadenas surgidas con la TDT, laSexta Tres, nos regala cada noche películas valiosas, la mayoría de los años setenta. Y ayer tocaba esta maravilla de Wilder, de la que él abomina porque los productores se la destrozaron en el montaje final. Pero lo que podemos ver es oro puro, hasta el punto de que cabe pensar a qué alturas hubiera llegado el film si no llega a ser por los cortes que le infligieron.

Me interesa comentar sólo uno de los aspectos de esta película tan deliciosamente inglesa. Hay en ella una entrada en acción encantadora, la descripción inicial de las rutinas de los protagonistas. Esas rutinas, que tanto ayudan a vivir, especialmente en la edad adulta. Y hay en esas conductas una ilustración primera de la discreción en el trato humano, de la contención, del pudor. Holmes y Watson viven instalados en unas sólidas costumbres, muy bien cuidados por la señora Hudson. Representan la normalidad burguesa, respetable, urbana, cómoda, educada, irónica (Holmes, no Watson, que no se entera de nada o casi nada; su presencia, especular, es la modesta del testigo lerdo, siempre razonable y convencional).

Pero esa superficie de su vida y conducta esconde furores y carencias que la entrada en acción de la supuesta viuda belga permitirá aflorar con violencia. Todo el andamiaje de la personalidad de Holmes, en especial su misoginia, la seguridad arrogante que posee en sus inmensos poderes deductivos, y su autosuficiencia sentimental, sufrirán una brutal acometida. El Holmes del final ha sido derrotado en todos los sentidos, da igual que el caso haya quedado resuelto.

Por eso es tan ilustrativa la última escena. El recurso a la cocaína, que ya es muy revelador, en épocas de calma, de hasta qué punto la normalidad es precaria y epidérmica, es mucho más necesario en Holmes cuando ciertas pasiones han tambaleado los cimientos de su personalidad. No hace falta hablar con claridad, no hay que dar muchas explicaciones. Pero hasta Watson entiende, casi sin palabras, que las soluciones habituales no valen en ciertos momentos. La vida oculta es muy poderosa, y sus ansias y dolores reclaman paliativos más potentes. Un final perturbador, y muy poco edificante, para una lección sobre la vida. La de Sherlock Holmes, pero también la de todos nosotros.

30 noviembre 2010

El faro de la revolución

Los fines de semana leo, gratis, el periódico Público. Cuando salió, en 2007, lo pagué bastantes días, pero comprobé pronto algo que el tiempo me ha confirmado sin desmayo: que es un mal producto, y que representa a una izquierda desnortada, llena de buenas intenciones (no siempre, que también hay una izquierda siniestra, valga la redundancia, profundamente autoritaria) pero ayuna de ideas, carente de propuestas viables, incapaz de aportar análisis que vayan más allá de la admonición general, la indignación moralista y, sobre todo, la obviedad. Leer Público me proporciona cero vitaminas cerebrales, y creo, más en general, que tampoco alimenta ni un ápice a quien busca caminos de salida sensatos y solventes, desde una perspectiva verdaderamente progresista, a las perplejidades sobre qué hacer.

Este sábado uno de los ejes del periódico era una conferencia sobre la república organizada por el Partido Comunista de España. Había un artículo pobrísimo del secretario general de la cosa, Centella, y una entrevista a toda página con Julio Anguita, un auténtica “cráneo previlegiado”, que diría Valle Inclán. El Partido Comunista le encargó que dirigiese la ponencia para esa Conferencia Republicana (así, con mayúsculas, nada menos). Y Anguita, entre partidas de dominó y siestas, aprovecha la oportunidad para señalar a los fieles el camino que lleva al Paraíso. Un camino que pasa por la República, claro, entendida como un lugar político y mental (mejor dicho, un no-lugar: utopía), no sólo sin reyes, que eso casi es secundario, sino provisto de todas las notas económicas, sociales y políticas que implantarían el cielo en la tierra.

Anguita vio la luz hace mucho tiempo y está dispuesto a guiar al rebaño hacia la victoria. Pero la tarea no es fácil. Sería preciso que la gente normal y corriente abandonase la senda del error y comprendiera cuál es el camino, la verdad y la vida. ¡Y no lo hace! ¡Sigue ciega y tonta! Ni siquiera los más próximos al cristo de Córdoba, por ejemplo Cayo Lara, el líder actual de Izquierda Unida, calibran bien las implicaciones de la revelación. “IU adolece de no tener un sentido de colectivo estatal. No ve el horizonte en la inmediatez de un ayuntamiento”. Piensan estos comunistas del señor Cayo que se puede combinar la crítica a la política de los socialistas y el pacto con ellos en ámbitos como los municipios. Qué ingenuos…

Claro que más desaliento le causan, ya digo, los ciudadanos. A esos todo parece darles igual. No entienden nada, no quieren ver dónde está la solución. “España necesita a millones de hombre y mujeres republicanos que asuman el saneamiento político y moral de la sociedad”. ¿Y dónde están esos millones? Ay, no se les divisa en el horizonte, y así nos va. De modo que al final de la entrevista nuestro salvador se abisma en la melancolía. “Si (los ciudadanos) no quieren luchar, que se aguanten con lo que hay”. Que se jodan, vaya. Eso mismo, sin eufemismos, dijo el cordobés ya en 1993: “Hala, ahora todos a votar a CiU y a joderse”. Santiago González se refería ayer, muy justamente, a la marca de la casa en Anguita: un estilo de “desplantes entre la moralina y el desdén”. Espero que no utilice el mismo jugando al dominó.

29 noviembre 2010

Llegas y suena el teléfono

A veces, pocas, personas amigas me preguntan por mi trabajo. ¿Qué hago tantas horas al día? Para qué voy a esforzarme en dar una larga explicación si este artículo de Pedro Ugarte ya lo cuenta perfectamente.

25 noviembre 2010

Pedro Salaberri: una pintura, una moral

El día 16 de diciembre Pedro Salaberri inaugura exposición en la planta baja del Pabellón de Mixtos de la Ciudadela. Los cuadros podrán verse hasta el 6 de febrero del próximo año. Ahora mismo ya están en la página del propio artista.

En el catálogo de la muestra aparecen las líneas que siguen. No hace falta que diga que recomiendo con entusiasmo a todo el mundo que se pase por la Ciudadela. El trabajo y los resultados de Pedro merecen la visita, eso seguro.


En el estudio. Tarde de octubre, luminosa y cálida, con Pedro Salaberri. Por fin han terminado las obras en el bloque de viviendas donde el pintor tiene su estudio. Muy largas, con instalación de ascensor incluida, más de un día han puesto sus nervios a prueba y alterado su ritmo de trabajo. Pero hace un mes las cosas volvieron a su ser. Pedro, que está contento de pintar de nuevo sin interrupciones, expone en Pamplona, después de más de cuatro años sin hacerlo. La ocasión es estupenda para pasear con calma entre sus últimos cuadros y, ya puestos, charlar sobre esto, aquello y lo de más allá.

Revisiones y reconocimientos. Cuatro años es tiempo, pero entretanto Salaberri ha seguido pintando, ha expuesto en otros lugares y ha visto cómo se culminaban dos ediciones valiosas sobre él. De una parte, el libro que el Gobierno de Navarra dio a la luz en 2007 en su serie de Conversaciones con artistas navarros, y que recoge, junto a textos iluminadores de Manuel Hidalgo y Alicia Fernández, llenos de claves para conocer a Pedro y su obra, un amplio resumen de su producción de cuarenta años. “Me sorprendí viendo cuadros de muchos años atrás. Descubres cosas. Te descubres. Ves en qué has cambiado y en qué no”. El segundo material relevante fue el mediometraje Refugios, en 2009, con guión y dirección de Andrés Salaberri. Ahí Pedro habla sobre sus comienzos, sus intenciones y hábitos. De paso, Refugios patentiza los vigorosos sentimientos de cariño y admiración que Pedro suscita en mucha gente, no sólo amiga. “Queremos tanto a Pedro”, podríamos decir, parafraseando a Julio Cortázar. Por suerte, todos estos reconocimientos, y alguno más, simpático, con que le ha obsequiado la ciudad, no lo han hecho caer, ni remotamente, en la pose, la hinchazón retórica o la solemnidad. En ese sentido, Pedro no es nada “artista”.

Compromiso con la pintura. Lo cual no significa que se tome su trabajo con ligereza o escasa convicción. Es más, en estos cuatro años se ha acentuado la responsabilidad con sus cuadros. “Cada vez concedo más importancia y tiempo a la pintura, a la exigencia de hacerla bien. Es en la pintura donde tengo que apretar sin compasión, porque si no me siento fatal. Que el resultado sea bueno o malo es otra cuestión, pero la exigencia irrenunciable es hacer bien lo que yo pueda hacer”. Exigencia vital que es correlativa de un cansancio escéptico en otros ámbitos: “Me siguen interesando las políticas culturales, y en general el activismo cultural. Pero cada vez me siento menos exigido por eso, y lo veo mucho más en la distancia. Porque lo que a mí me preocupa o molesta en ese campo no puedo cambiarlo”.

Ensayando y aprendiendo. Salaberri trabaja metódicamente. Y en ese método hay una parte que se ve menos, pero que resulta esencial, y nutricia, para su quehacer más conocido: “Sigo pintando cuadros abstractos, que no están en la exposición pero son muy útiles para mí y para lo que pinto. Los pinto “para nada”. No son narrativos, sólo formas y colores que hablan de cómo me gustan las cosas. Pero no cuentan un paisaje, o la ciudad. Me permiten jugar, y me sirven mucho para la pintura narrativa. Me hacen mirarla más como pintura. Y al pintar esos cuadros, estoy ahondando en la materia, en cómo la pongo, cómo digo las cosas, cómo pongo el acento en los colores, en las líneas”.

Color, luz, perspectiva. ¿Qué trae Pedro a esta nueva exposición? Pues cuadros que mantienen una línea muy reconocible, y que al mismo tiempo revelan posibilidades novedosas, otras tonalidades y colores, y un acabado extremadamente cuidadoso (esto último es, en realidad, marca de la casa). Cuadros que, según la hora del día que los inspiró, y la luz de ese momento, parecen pálidos, como envueltos en una película que amortigua el conjunto, junto a otros de tonos más intensos, más crudos (si bien esa crudeza tampoco es primaria, sino cuidadosamente construida).

Los ejes siguen siendo la naturaleza y la ciudad. Los montes que Pedro visita (cada vez menos, cosa de los años), los campos por los que pasea, y siempre, por supuesto, la ciudad que tanto recorre. Cielos de distintas calidades (¡tan importantes!), paisajes de nuevos lugares, líneas del horizonte delineadas con mimo, edificios y avenidas que revelan mucho sólo con sus cuidados perfiles, o mediante masas muy contorneadas; el mar como posibilidad de libertad, y algún puerto, estación hacia esa huida libre. Pamplona, o la Cuenca, pero también Montevideo o Baviera, como en otros momentos aparecieron, por ejemplo, Chicago, Nueva York o Menorca.

Todo, lo cercano y lo lejano, llevado por Pedro a su terreno, pasado por el tamiz interpretativo y estilístico de un pintor que opera con planos y colores, o con planos conformados por colores. Un resultado que revela la ascesis, el despojamiento, y que, como también es norma de la casa, lo aleja del realismo fotográfico, del figurativismo puntilloso. Ese tampoco es su terreno.

Pintar es quitar. Más con menos. La trayectoria seguida en la mayoría de los cuadros conduce a Pedro hacia la pureza. La atracción de lo mínimo. “Yo empiezo dejándome llevar, queriendo contar muchas cosas. Pero luego soy voluntariamente lento. Repaso y repaso. Miro mucho los cuadros. Y voy quitando. El camino casi siempre es sustractivo. Casi nunca añado algo a un cuadro, casi siempre le quito. Hasta que llega un momento en que me siento pacificado, y ya no le digo nada al cuadro. Él me habla. Tiene vida propia. Se me ha ido de casa, como los hijos. Y me dice: déjame en paz, que ya está”.

Pintar y durar. Pedro muestra varios cuadros en los que ha trabajado intensamente, que guardan tras de sí muchas capas de reflexión, tanteos, pruebas con colores y texturas. Lo anima una ambición de largo alcance: “Quiero que lo que se diga ahí se pueda escuchar un día y otro. No que sea fácilmente aprehensible, sino que quede, que pueda volver a verse. Obras claras, limpias, fáciles de ver, pero que puedan contemplarse sin cesar. Que te puedas quedar en el cuadro. Que te dé algo hoy, mañana y pasado. Porque si el cuadro mañana no te da nada, si puedes decir ‘ya lo vi, se acabó’, mal rollo”.

A vueltas con la belleza. El esfuerzo está dirigido por la persecución tenaz de una cierta belleza. Creo que no hay que temer al concepto. Es cierto que el arte del siglo XX se ha movido, muchas veces con enorme intensidad, por otros objetivos, como la originalidad o la actualidad, y que entusiasmados en esa tarea los artistas han querido sacudir al espectador, incomodar, desconcertar, transgredir. Esa no es la ruta de Salaberri: “No creo que sea más progresista el que inquieta, el que golpea”. Él, que conoce muy bien todas esas corrientes, que está muy al tanto de lo que se viene haciendo, sigue su camino, afanado en alcanzar la belleza.

Ricardo Menéndez Salmón, uno de los escritores más valiosos de los últimos años, muy consciente también del contenido y significado de la tradición artística occidental, declaraba hace pocos días que “me gustan los escritores que siguen cultivando la pasión por la belleza, por un estilo depurado. Hay que escribir libros bellos”. En la misma dirección, y salvando todas las distancias entre artes, se mueve Pedro Salaberri: “yo a los demás quiero darles armonía y belleza, no quiero tocarles las narices. Que mis cuadros sean lugares sugerentes, mágicos, lugares donde convivir, lugares que mirar con gusto”.

Lo vivido y lo pintado. Antes hablábamos de momentos buenos en estos últimos cuatro años. Pero los ha habido también difíciles. Frente a esas oscilaciones del vivir, la voluntad de Pedro es firme: “Una cosa es lo que me pasa a mí y otra lo que yo quiero decir. Puedo empezar un cuadro en días agitados, malos, pero lo dejo por ahí y vuelvo en otro momento. No quiero que el cuadro refleje mis estados de ánimo. Quiero expresar cosas que pueda defender en cualquier momento. Hoy puedo estar chungo, y me pongo con un cuadro porque necesito pintar, pero mañana, cuando lo vea, le iré limando las aristas, lo serenaré”.

Contra la sospecha y el feísmo. Escuchando a Pedro pienso en la moderna cultura de la sospecha, que armada de un escepticismo radical ante cualquier atisbo de bondad en el mundo, concede sin embargo su más alta credibilidad a la representación de la violencia, la crueldad o el cinismo; en suma, del mal. Esa no es la dirección que le interesa a Pedro: “A la persona que vea mis cuadros quiero transmitirle eso ya tan dicho de que la pintura puede tener un poder curativo. Quiero darle satisfacciones. Es cierto que evito lo feo. Porque lo feo viene solo: el dolor, las decepciones, de eso hay la tira. Pero algunos tenemos que intentar otras cosas”.

La ética del pintor. Escribe Menéndez Salmón en su última novela, ‘La luz es más antigua que el amor’ (que es asimismo un ensayo sobre el misterio de la creación) que “Toda pintura, desde la más inocente a la más vanguardista (…) es así una tentativa que aspira al sentido, aunque sea al sentido del sinsentido o al sinsentido de la propia forma”. Esta declaración es aplicable a Pedro, por supuesto. En su caso, tras una pintura que busca la belleza, la armonía, se transparenta una manera de estar y actuar en el mundo, una moral: “No quiero ser de esos que se quejan siempre. Y que encima, precisamente por eso, por quejarse, se creen cojonudos. ‘Yo pongo el dedo en la llaga’, gritan. Pero la llaga que la cure otro. Eso no me gusta. Prefiero ser voluntariamente positivo. Que no quiere decir ser voluntariamente gilipollas. No es lo mismo. Me gustaría que mis cuadros ayudasen algo a evitar la incomodidad, el vivir mal, el morderse. No quiero contribuir a empeorar las cosas. Uno puede ayudar a que lo positivo se haga presente más o menos. Y no sólo en lo que pinto”.

Ganas de volver a los cuadros. Cae la noche en el estudio de Pedro. Mientras charlamos, nos rodean los cuadros sin terminar, que él mira y seguirá revisando. Necesitan más tiempo, más trabajo. Pedro está tranquilo y confiado. Les llegará su momento. Salgo a la calle convencido de que en diciembre, en la Ciudadela, volveré con detenimiento a sus cuadros, a esos cuadros curativos, que consuelan del dolor del mundo. Estoy convencido de que aguantarán una segunda, y una tercera, y muchas miradas más.

22 noviembre 2010

Manuel Vilas en Huarte

El viernes bajé a Huarte. Teníamos que decidir los ganadores de un concurso literario para jóvenes. Aunque en estos negociados de la literatura soy un don nadie, me ha tocado, desde hace años, participar en el jurado de unos cuantos certámenes, envalentonado por mi pasión lectora. Es una experiencia la mía, en todo caso, que no alcanza ni de lejos la de otros que han formado parte de cientos de jurados –eso por no hablar de quienes, profesionales del asunto, casi se han mantenido en algunas épocas de su vida con lo que pagan en estos menesteres en los concursos de mayor dotación municipal o provincial; así vivió años, por ejemplo, el gran poeta José Hierro-.

El otro día nos llevó su tiempo alcanzar un acuerdo. Ningún texto nos enamoraba perdidamente. A todos les veíamos fallos, desequilibrios, caídas, flojeras, y se trataba por ello de inclinarse por el relato o poemario al que más puntos de valor o promesas le encontrara la mayoría. La discusión fue viva, y se resolvió en un consenso trabajado y cordial. Lo que teníamos claro es que no debíamos dejar desiertos los premios, porque, con la que está cayendo social y culturalmente (toneladas de trivialización, estupidez social, dispersión de la mirada entre mil pantallas y entronización de unos modelos que cantan a la vida “intensa” y “activa”), hay algo grande, muy hermoso, en el empeño literario de estos jóvenes, por imperfectos que sean sus resultados.

La organización había invitado después, para que charlara con los jóvenes escritores, a Manuel Vilas, autor de varios libros de poesía y narrativa. Hacía frío en el Centro de Arte Contemporáneo, y la sala en que Vilas hablaba no se caldeó hasta que estábamos a punto de irnos. Es difícil además animarse cuando la asistencia es tan mínima como fue la de este viernes, y eso creo que nos afectaba a todos al comienzo de su charla; al escritor, lento y un tanto desganado, y a los que le escuchábamos. Pero Vilas es un poeta formidable, y cuando se arrancó con la lectura comentada de varios de sus poemas, olvidamos los pequeños detalles y la temperatura emocional subió bruscamente.

Fue una pena que tan pocos escritores jóvenes acudieran a disfrutar con Vilas. Los autores inexpertos (¡no sólo jóvenes!) suelen caer en sus textos en la oscuridad, en ocasiones en el hermetismo, y en una suerte de transcendentalismo altisonante -y eso cuando no se deslizan por un sentimentalismo blandito y ternurista-. Muchas veces lees poemas o relatos de escritores poco hechos y, amén de encontrarte con inflación de vocablos supuestamente “poéticos” (crepúsculo, tornasolado, desgarrado, tenue, cosas así), en un esfuerzo demasiado visible de que lo escrito suene “literario”, no sabes a qué carta quedarte, no aciertas a detectar muy bien qué experiencia, o emoción, o idea, anida detrás de tantas palabras “nobles”. Es cierto que el lenguaje podría ser, y lo es en grandes escritores, el protagonista esencial de su esfuerzo. Pero no es esa la intención explícita de la mayoría de los inexpertos. En ellos el lenguaje resulta, simplemente, abstracto, vago. Falta visibilidad, que dirían los buenos manuales de escritura literaria, falta esa riqueza de detalles, de acciones, que modela un texto vivo y potente.

Escuchar a Manuel Vilas les hubiera venido muy bien a quienes se mueven en esa nebulosa “literaria”. Su poesía, sin ir más lejos, representa todo lo contrario. En ella hay ironía, a veces un feroz humor negro, y más de un poema es “realista”, dicho sea para entendernos rápidamente. Es decir, hay detalles cotidianos, aparecen calles y barrios de Zaragoza o de Barbastro, hay poemas que parecen incluso pequeños relatos de experiencias corrientes (comer en un MacDonalds rodeado de gente pobre, hacer un viaje en coche por el puro placer de conducir, tomar sustancias legales e ilegales y narrar los efectos, sufrir en la mili, nadar, manejar cantidades de dinero muy precisas). Pero el realismo de Vilas es muy complejo, muy poco tradicional. Tal vez puede definirse, escribió Vicente Luis Mora, como un “realismo expresionista”, que en medio de detalles figurativos incorpora de pronto imágenes alucinadas, visiones fulgurantes, metáforas que sorprenden, que transportan la experiencia y el poema a otra dimensión. Y hay, entre otras muchas cosas, un uso muy inteligente de la autoficción, ese recurso tan moderno. Un tal “Manuel Vilas”, que vete a saber quién es, y que no está claro qué relación mantiene con el escritor nacido en Barbastro, aparece con frecuencia en sus poemas, y es el protagonista de aventuras que dejan al lector fascinado, divertido y un punto confuso.

Me apetece terminar esta nota con uno de los poemas más conocidos de Manuel Vilas, una elegía a su coche muerto, un vehículo que, tras muchos kilómetros de servicio al autor, falleció por un mal incurable en la junta de la culata. ¿Elegías al amor ausente, al amigo del alma? Pues no, en estos tiempos posmodernos, descreídos, irónicos, ¿por qué no a un ser tan presente en nuestras vidas como un coche? ¿Y por qué no entablar un diálogo con ese coche, que nos conoce tan bien y nos interpela?

HU-4091-L

Adiós, hermano mío, la grúa fúnebre te conduce
al infierno del desguace.
Majestuoso, vas hacia la destrucción subido
en una grúa roja,
como si fueses Luis XVI camino de la guillotina,
y yo detrás.
Pareces un rey.
Soy el único que ha venido a tu entierro.

Te he querido.
Rezo por ti un padrenuestro y un avemaría.
Rezo por ti y me conmuevo.
Eras el mejor.
Y lo que vivimos juntos, y las ciudades que pisamos,
y las carreteras secundarias y los pueblos
y los mares que vimos,
y los párquings subterráneos y los túneles helados
de las carreteras de montaña, con afiladas
estalactitas a la entrada,
amenazando nuestra milagrosa inocencia,
y los mendigos en las avenidas,
pidiendo en los semáforos en rojo,
y lo que nos amamos en la oscuridad de las autopistas,
fundidos en un solo ser: confundida tu carne con mi chapa.

Me salvaste de la lluvia ácida y de la nieve sin ángeles.
Con tu aire acondicionado, que está intacto
después de doce años, impediste
que me quemara vivo en los veranos españoles.
Ese aire frío que me subía por la pierna, ay.
Y eras blanco,
porque la santidad y el amor industrial y la velocidad son blancos.
Y cómo me gustaba tocarte las marchas,
y cómo te ponía la quinta, eh, y qué caña te metías,
narciso, que eras un narciso.

Y ahora todo ha acabado.

Doscientos sesenta y ocho mil kilómetros hemos estado juntos.
Fuimos felices.
Fuimos grandes y definitivos.
Te doy un beso delante del chatarrero
y de un negro
que lleva un chorreante radiador en una mano.
Te he amado más que a mis amantes,
más que a mi perro;
casi tanto, pero no tanto, eh, como al dinero.

Bueno, no te enfades,
tú también fuiste dinero,
y aún lo eres,
y yo también soy dinero.

Perdona que te humille haciendo recaer
sobre tu hermosa tapicería,
sobre tus ruedas, manguitos
y válvulas que han gloriosamente ardido,
la miseria de España:
el plan Prever, 400 euros sociales
(¿os molesta que hable de dinero o de tan poco dinero?),
para la clase media,
que ama la limosna.

Tú, que fuiste mi libertad, que me llevaste cerca del paraíso;
tú, que me hablabas por las noches y me decías
“hermano, qué bien conduces; hermano,
eres el mejor de los hombres”.

16 noviembre 2010

Abusos editoriales

Un escritor, digamos que de “Euskal Herria”, escribe un libro a lo largo de varios años. Cuando lo acaba se pone en contacto con una editorial afín a sus planteamientos nacionalistas vascos. El texto termina publicándose, y en esa parroquia tiene éxito y se vende. Pero, ay, empieza a correr entre algunos lectores, esos que sólo quieren reafirmar sus ensueños historicistas, la creencia de que la historia, aunque hayan pasado un montón de siglos de lo contado, genera derechos, deudas y legitimidades de obligada aceptación hoy por nosotros, empieza a correr, digo, un runrún de reserva o franco desagrado.

Y es que en el libro aparece una afirmación que los ortodoxos no comparten, que choca con uno de los dogmas que el nacionalismo vasco sostiene día sí día también. A alguien de la editorial se le escapó en la primera edición, o no le gustó pero la dejó pasar; pero cuando toca reimprimir el volumen, los amos del sello, presionados por algunos duros, reclaman al autor que la elimine, o que reescriba esa parte para dasactivarla. El autor le da vueltas a la petición, y les comunica que no, que no hay nada que cambiar, que él está convencido de lo que escribió y que puede sostener cualquier debate público sobre ello.

Pero la editorial decide actuar por su cuenta y el libro llega de nuevo a las librerías tras un trabajito de maquillaje, es decir, con la manipulación radical del sentido de lo que dijo el autor en ese punto. Se han pasado por el forro lo que él escribió. Así, por las bravas, contra su petición expresa y escrita de que no se tocara su texto. ¿Qué hacer? El autor está pensando medidas para denunciar este delito contra la propiedad intelectual. Entretanto, y aunque dispongo de todos los datos y nombres, debo guardar la reserva que me ha pedido y no darlos, al menos por el momento.

El responsable de la editorial ha publicado más de una vez en los periódicos artículos y cartas en los que, siempre en un tono muy agresivo, denunciaba ataques a la libertad de expresión, y también, por supuesto, las manipulaciones de la historia supuestamente cometidas por todos los historiadores “españolistas”. Ahora vemos (y no es la primera vez, recuerdo otros casos que ahora no debo citar) que sus biliosas arremetidas, llenas de grandilocuencia y repugnante (por supuesta) superioridad moral, eran instrumentales, un recurso retórico falso y oportunista. En fin, ya sabíamos que eran así. Pero de vez en cuando viene bien refrescar lo sabido.

10 noviembre 2010

Angelita Alfaro y su cocina para torpes

La editorial Oberon, del potente Grupo Anaya, ha publicado un nuevo libro de Angelita Alfaro, Cocina para torpes. Es una edición muy cuidada, llena de dibujos de Forges, que contiene 155 recetas de Angelita agrupadas en ocho apartados: ensaladas y entrantes; sopas, cremas y patatas; arroces, pasta y huevos; legumbres y verduras; pescados; carnes; postres; salsas. El libro se presentará en Pamplona el próximo viernes 19 de noviembre, y supongo que para entonces ya estará a la venta.

Conocí a Angelita hace dos años, cuando comenzamos a preparar uno de sus libros, Sabores y emociones. Verduras de Navarra. Desde entonces hemos tenido una relación muy intensa, cercana, llena de largas conversaciones. Hay veces que hacer un libro ayuda a esto, porque en el proceso se empieza un poco a tientas y hay que hablar de muchos detalles, hay que mirar muchas pruebas, hay que dudar y corregir más de un texto... Además, para un editor, es fundamental ponerse al servicio de los autores, y eso supone atenderles a veces en asuntos ajenos propiamente al trabajo editorial. Al final, si la historia acaba bien, hay que compartir la alegría, y todo lo que implica la promoción del volumen (lo más incordioso, al menos para mí). Creo que la historia del libro de las verduras salió bien, y eso reforzó nuestro entendimiento.

De Angelita admiro sobre todo dos rasgos. De una parte, su capacidad de trabajo, una dedicación y diligencia formidables que le hacen estar siempre dispuesta a cualquier esfuerzo. De otra, su generosidad. Pocas, poquísimas personas he conocido tan pródigas como Angelita. Con su tiempo, con su saber culinario y, muy en particular, con todo lo que es capaz de preparar en su pequeña cocina, que es eso, todo. No hay guiso que se le resista a Angelita. Esta mujer, para los que nos gusta comer, tiene un peligro tremendo, porque es capaz de obsequiarte con cualquier clase de ricas viandas. Su generosidad, en este sentido tan concreto y material, es apabullante.

Angelita me pidió que le escribiera un prólogo para esta Cocina para torpes, su decimocuarto libro, si no me equivoco. Y este verano lo hice encantado. Aquí está.

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Angelita Alfaro no para. Y qué suerte tenemos todos los que la queremos y admiramos de que así sea. Y también, claro, quienes sin conocerla disfrutan y aprovechan sus libros. Angelita no sabe lo que es caer en la pereza, posponer, aplazar, dar largas, dejar para mañana lo que puede hacer hoy. Se levanta muy temprano, después de poco dormir y mucho cavilar, y se pone manos a la obra en su cocina. Durante la noche se le han podido ocurrir unas cuantas variantes en una receta, o ha pensado en combinaciones que alguien le ha propuesto y que ella adaptará a sus saberes, o ha resuelto el enigma del guiso que ayer no acabó de convencerla, o ha recordado qué ingredientes debe comprar con urgencia y quién se los puede servir.

Y ahí la tenemos, desde muy de mañana, horas y horas cortando, limpiando verduras o lo que sea, pelando, atendiendo a los fuegos, probando, definiendo platos, hasta que la receta alcanza su exacta proporción. Incansable, la cocina de Angelita, ese pequeño habitáculo de su casa, se convierte en un laboratorio de altos vuelos donde se define esa cocina de Angelita que tan justa fama le ha dado desde que tituló así su primer libro, y que después, sin prisa pero sin pausa, ha diseminado en volúmenes de indiscutible éxito —no digo cuántos libros lleva publicados Angelita, y eso que son ya un buen puñado, porque no tiene ninguna intención de descansar y la cifra pronto se quedaría antigua, y además los títulos agotados se van reeditando con cambios y adiciones—.

Luego viene la generosidad. Poquísimas personas he conocido a las que, como a Angelita, retraten de modo tan justo las cuatro definiciones que de la generosidad alumbra el diccionario: inclinación o propensión del ánimo a anteponer el decoro a la utilidad y al interés; largueza, liberalidad; valor y esfuerzo en las empresas arduas; nobleza heredada de los mayores. Mucho podríamos hablar sobre el decoro de Angelita, siempre más allá del interés. O de cómo su vida es una hermosa lección de valor y esfuerzo para superar las dificultades tan espinosas que se ha ido encontrando desde su infancia. O de la emoción con que Angelita pone siempre a su madre como ejemplo y faro de su acción vital. Les aseguro que de todas estas acepciones de la generosidad Angelita es una muestra señera.
Pero es la de largueza y liberalidad la que me interesa resaltar ahora. Angelita no sólo cocina y depura recetas constantemente: es que lo hace para su familia, pero también para sus muchos amigos y conocidos, para toda la gente que le rodea y admira. Angelita se desvive por cualquiera. A todos invita sin cesar, con todos comparte sus avances, a todos aconseja e informa sin reservas ni mezquindades. Todos, gracias a la generosidad de nuestra cocinera, degustan sus platos, los más sencillos y los más complejos. Y esos círculos de personas le sirven, por mor de esa liberalidad tan derramada, como banco de pruebas de las fórmulas que, cada cierto tiempo, depuradas y pasadas a limpio, ofrece para enseñarnos cómo hacer que la comida sea un goce variado, sencillo y estimulante.

Los libros de Angelita Alfaro nunca dan miedo. He visto y leído bastantes compendios de recetas, e incluso me ha tocado editar alguno de chefs rutilantes. Es más, los hay de bellísima factura. Pero asustan un poco. Contienen recetas imposibles para el gran público, para las personas normales y corrientes que quieren comer cada día mejor y más sano, y que por eso mismo se atreven a probar nuevas propuestas. Eso sí: dentro de un orden y unos límites. Hablo de esa gente que ni tiene aparatos sofisticados ni tiempo para investigar, y, la verdad, tampoco un afán temerario de ensayar mezclas violentas, tan chocantes que se corra el riesgo de una estridente rebelión del paladar. Esos volúmenes se le aparecen al lector con ofertas tan laboriosas o difíciles o chocantes que éste, frustrado, los hojea un rato, como espectador lejano, y acaba arrumbándolos en el estante más inaccesible.

No, las recetas de Angelita no provocan temor ni frustración. Lo que no obsta para que en ellas se encuentre, con frecuencia, su punto de innovación y atrevimiento. Porque Angelita ejemplifica y reúne muy bien las dos vertientes de la gastronomía, la popular y la refinada. Sus libros, y este que presento por supuesto también, incluyen platos básicos (aunque siempre con un toque propio, un ingrediente, una preparación, una salsa, algo) y otros más elaborados, en los que Angelita muestra resultados más altos. Pero siempre son platos que el lector puede atreverse a hacer, nunca inalcanzables por su dificultad. Y es que Angelita está convencida de que los torpes a los que apela el título de este libro no tienen por qué serlo siempre: pueden aprender, avanzar y adentrarse, poco a poco, en territorios gastronómicos menos básicos.

Qué bien nos viene que Angelita no pare. Qué útil resulta para todos sus lectores que sea incansable en su cocina, que esté abierta a muchas influencias, que pregunte, que escuche, que plasme día a día sus esfuerzos sobre el papel. Y que nunca tenga desmayo en su generosidad. Así acaban llegando los resultados: libros como éste, tan práctico, tan necesario, tan bien “cocinado” por ella.

07 noviembre 2010

La resistencia de la realidad

El otro día estuve en una cena-tertulia. Treintaitantas personas se reúnen cada mes para cenar y, al tiempo, charlar sobre un asunto, siempre a partir de la intervención inicial de un experto. Esta vez se hablaba de educación. Mientras nos echábamos al cuerpo un vino muy digno y una ensalada moderna (de esas en las que cabe todo, con tal de que haya una hoja de lechuga o algo similar), el invitado del mes desplegó una brillante exposición sobre el estado actual de la educación en Navarra y en España, clara, muy bien armada, en una línea clásica de la izquierda, y con el suficiente tono polémico y vibrante como para que muchos nos animáramos después a intervenir, más estimulados todavía por el vino y unos suculentos chipirones.

Sin embargo, mientras escuchaba algunas de las intervenciones que siguieron a las palabras del ponente, y las respuestas de éste, y sobre todo más tarde, hablando con la gente que me rodeaba, me fue invadiendo una cierta desazón. Y es que me di cuenta de los profundos desacuerdos que existían en la sala, de que muchos no compartían ni de lejos el discurso del experto.

Estábamos allí un conjunto de personas bastante homogéneo: muchos docentes o exdocentes, más de un médico, algún psicólogo… Y en la conversación se mantuvo un tono muy civilizado y cordial. Pero eso sí: de acuerdo en estos negocios de la política educativa, casi nada.

Es cierto que los presentes compartíamos una idea muy general: que en la educación ha habido cambios muy profundos y positivos en los últimos años (muchos más medios materiales, más recursos y gasto público, escolarización de todos los niños y niñas, por ejemplo), pero que subsisten muchos problemas, que hay otros nuevos alarmantes, fruto de las nuevas situaciones sociales, y que en general hay cosas, bastantes, que van mal o muy mal. Pero ahí se terminaba el consenso, en el puro envoltorio del diagnóstico más vago de los problemas, y arrancaban los disensos profundos. Es decir, en el punto donde surgía el qué hacer para que las cosas vayan mejor.

Por ejemplo, no vi acuerdo en el papel y el peso que tienen o deben tener la enseñanza pública y la privada, y por tanto en cuál debe ser la actuación del Estado en este terreno y en la espinosísima cuestión de si el Estado debe financiar la libertad de los padres en la elección de centro de sus hijos. No había consenso acerca de si la enseñanza debe ser comprensiva o separadora de los alumnos (entre torpes y listos, brillantes y mediocres, navarros y emigrantes pobres…); no lo había sobre dónde escolarizar (cómo repartir) a los inmigrantes; no lo hay en el papel que deben desempeñar los padres y madres en los colegios e institutos; no lo hay en cómo trata la sociedad, y las distintas administraciones, a los docentes, y más en particular cuando hay conflictos o incluso agresiones; no lo hay en cómo abordar en el interior de los centros las cuestiones disciplinarias y en general los problemas de convivencia; no lo hay en la coexistencia o no de diversos modelos lingüísticos en un centro, ni en el peso o valor del euskera, el castellano y el inglés en la red de centros y en la planificación de los responsables políticos; no lo hay en la presencia o no de la religión en los planes de estudio, y tampoco en el significado de la asignatura de educación para la ciudadanía. Podría seguir con la lista, pero baste lo dicho para ver que, en lo tocante a cuestiones esenciales de política educativa, apenas hay acuerdos.

Las discrepancias no se quedan en el terreno de las ideas. Por supuesto que no. Y es que la mayoría de los presentes eran padres y madres que han elegido diferentes modelos de enseñanza. Los había con hijos en la enseñanza religiosa concertada, en ikastolas privadas, en centros públicos con enseñanza también en euskera, en centros públicos con castellano, y supongo que alguno también en centros que sólo admiten chicos o chicas. Y había profesores de la red pública que no dudan en escolarizar a su hijo o hija en un centro privado. Asistentes había que creían firmemente en el valor de la convivencia en la misma aula de chicos de distintos países y estratos sociales, y padres y madres que anhelan para sus vástagos lo más parecido, en las clases, a la homogeneidad social y la excelencia intelectual, por encima de cualquier otra consideración sobre el pluralismo y la integración de la diversidad social.

Esas diferencias y otras, por ideológicas que puedan ser, no se corresponden estrictamente con una división entre derechas e izquierdas. No tengo ni idea de a qué partidos votarán quienes estaban en la cena, pero estoy seguro de que sus elecciones políticas podrían cruzarse y/o chocar con sus ideas educativas, en una amplia variedad y tal vez contradicción, y sus ideas, en más de un caso, también podrían entrar en algún conflicto con las decisiones que tomaron sobre la escolarización de sus hijos.

Pensé, mientras volvía a casa, que el sistema educativo actual se sostiene en un equilibrio muy precario, un frágil armazón al que, si se le quiere mover alguna pieza, es decir, si se plantean leyes o normas que lo sacudan o transformen, resurgirán esas guerras escolares y políticas que ya hemos conocido (varias) desde la muerte de Franco.

Hace tiempo viví muy de cerca, durante menos de un año, un intento, más o menos “de izquierdas”, de cambiar algunas reglas del juego educativo, al menos en el sentido de modificar lo heredado sobre los conciertos de financiación de los centros privados y el peso que las redes pública y privada tenían en el sistema escolar navarro. Muchos profesores de la red pública, así como simpatizantes de partidos de izquierda, y por supuesto laicistas convencidos, con o sin partido, nos apoyaron y lo dijeron, e incluso pidieron mayor beligerancia en la tarea. Pero mucha otra gente, sin ir más lejos los profesores de centros privados, toda la iglesia institucional, y también los sectores agrupados en las ikastolas, organizaron una dura resistencia. Además, y como he dicho, y al margen de si eran mayoría o no, las conductas de muchos de los que nos apoyaban formalmente no se correspondían con las elecciones de centro escolar para sus hijos. Fueron unos meses llenos de tensiones, que no desembocaron en una guerra política y social abierta porque, debido a otras causas, el intento de cambio se frustró. Al margen de la torpeza y poca visión política de algunos de los dirigentes que emprendieron y atizaron la batalla, varias veces me he preguntado: ¿era una batalla que había que librar?; ¿no nos distrajo de otras menos conflictivas pero tal vez más relevantes a la larga?

No lo sé, dudo. Es cierto que parece muy razonable reclamar, por ejemplo, medidas que eviten que los centros públicos de las ciudades se conviertan en guetos, en centros donde sólo van los chicos y chicas de las familias más pobres y conflictivas, y, claro, los emigrantes también más pobres. Y que en general el “mapa escolar” español trae causa del tremendo peso histórico y social de la iglesia católica. Y que…, en fin, que podríamos seguir repitiendo razones de izquierda, o progresistas, que hemos dicho muchas veces.

¿Qué hacer? ¿Qué iniciativas pueden suscitar un consenso social muy amplio? ¿Qué tipo de pacto escolar es factible? Insisto: dudo. Pero reflexionando sobre la cena del otro día, y sobre la tozuda resistencia de la realidad a nuestros objetivos, al menos en sectores muy importantes que viven en las ciudades (en los pueblos no hay posibilidad de elección, y los conflictos se plantean en otros términos), pienso a veces, con desazón, que los que hemos defendido las ideas y las políticas clásicas de la izquierda sobre la absoluta preeminencia de lo público en la educación no hemos andado muy finos. ¿O es que, simplemente, estábamos hasta cierto punto equivocados?

02 noviembre 2010

De cine

El viernes fui al cine. Eso, a estas alturas de mi vida, resulta excepcional. Durante muchos años rara era la semana en que no veía en salas cuatro películas o más, aparte de las que la televisión nos iba dando. Pero las costumbres de muchos espectadores me han ido incomodando de forma creciente, y hoy es el día en que soporto muy mal tener cerca en una película a casi todo el mundo.

Otros cambios se han producido en mí. El cine, una pasión de juventud, escribió un escritor francés, y ya conté en este mismo blog cómo lo fue en mi vida hace tiempo. Ahora veo cine en casa (tampoco demasiado), que elijo cuidadosamente, porque mi campo de intereses en este ámbito (no en otros, por suerte) se ha ido estrechando, e incluso ya no soporto ciertos temas, al margen de cómo estén tratados.

El viernes estábamos dos personas en la sala 1 de los Golem Bayona, la más grande, la misma que he visto mil veces llena desde los primeros ochenta. Está claro que hoy consumimos imágenes en otras pantallas. Sintomáticamente, vi La red social, la película que cuenta algunas querellas que surgieron con la creación de Facebook por Mark Zuckerberg. Yo no sé si es una gran película, pero viéndola pasé un rato fantástico, sumergido y absorto en la historia como en los viejos tiempos. No creo que haya que saber casi nada de lo que es Facebook para disfrutar esta historia de ambición, resentimiento, poder, egotismo y crueldad. El guionista, el gran Aaron Sorkin, utiliza asimismo en su guión un subgénero americano que me fascina: el cine de pleitos, abogados y juicios, servido mediante unos diálogos vibrantes.

Por la noche, todavía eufórico con la película, estuve más de dos horas en internet, buscando datos y críticas sobre ella. Dos horas leyendo, podríamos decir. Pero yo sé que sólo surfeé por la información y los análisis, que me perdí por mil ramales, que leí muchas cosas en diagonal, que mi atención fue todo ese tiempo débil y muy, muy dispersa.

Ese rato antes lo hubiera dedicado a leer un libro. Al día siguiente, en Babelia, leí una entrevista con Nick Hornby en la que, además de señalar algo ya tan obvio como que con internet “nos relacionamos de manera diferente y modificamos nuestro consumo de bienes culturales”, reconocía que “la Red distrae más a los escritores”. ¡Pues no digo nada a los que no somos escritores!

11 octubre 2010

De memorias (IV). Una juventud pamplonesa

Rafael García Serrano. La gran esperanza. Leí estas memorias cuando salieron, en 1983, animado por la excelente crítica que les dedicó inmediatamente José María Romera en el periódico Navarra Hoy (y que conservo, amarillenta, entre las páginas del volumen). Sin esa incitación nunca me habría acercado al libro, y mucho menos en aquel momento, cuando el ruido de sables aún podía oírse, porque yo sabía que García Serrano, columnista diario de El Alcázar, no sólo era un falangista orgulloso: era también un propagandista del golpe de estado, de cualquier golpe —militar, por supuesto— que implantara un régimen fascista, limpio de parlamentos, partidos, comunistas, demócratas, maricones y rompespañas.

Todo ello se confirmó leyendo La gran esperanza. Seguidor entusiasta de José Antonio sin haber cumplido veinte años, García Serrano mantuvo los ensueños nacionalsindicalistas hasta la muerte, en 1988. Su mundo era el de la revolución pendiente y la democracia orgánica, un territorio de heroísmos, correajes y pistolas, cara al sol con la camisa nueva. Consecuentemente, el libro está plagado de lamentos por tanta traición a España de los que abdicaron de los sueños fascistas, y de rabia porque un caballero español tuviera que ver gobernando, a poco de la muerte de Franco, a reconvertidos oportunistas, blandengues de centro y, ay, gentuza de izquierdas.

Pero este libro tiene, también, otras dimensiones. En especial, la evocación, en un estilo vibrante, de gran escritor, de una Pamplona de la que yo quería saber lo más posible, la Pamplona de los años treinta, ultraconservadora y clerical, bien nutrida de esa gente que tanto hizo para que la guerra civil “acabara bien”. Sobre esa Pamplona mayoritaria, y más específicamente sobre el reducido círculo de los falangistas (ya se sabe que los carlistas eran muchos más, y más organizados, pero a García Serrano no le entusiasmaban, pese a su alianza guerrera), este libro aporta datos bien sabrosos y no pocos nombres.

Al hablarnos de la ciudad, del medio social e ideológico en que se movía, García Serrano escribe páginas muy brillantes: sobre su familia, sus amigos, sus compañeros de estudios, pero también acerca de su educación sentimental, o sobre las costumbres de aquella levítica ciudad. Y sobre todo el autor recuerda, nostálgico y emocionado, a sus conmilitones joseantonianos, que, en la vejez del autor, son dibujados con cariño y admiración, en estampas llenas de viveza y detalles que ayudan a conocer mucho mejor qué pasó en Navarra a mediados de los años treinta, y quiénes y cómo eran los que tuvieron algunos papeles importantes en la siniestra obra. Para eso, y para ver en acción a un escritor de verdad, estas memorias son de inapreciable valor.

07 octubre 2010

De memorias (III). Las buenas de los Baroja

Julio Caro Baroja. Los Baroja. Leí estas memorias por vez primera en 1980. He vuelto después varias veces a ellas, siempre con placer, y en cuanto vio la luz me apresuré a comprar la preciosa edición del Círculo de Lectores. Hoy mismo, aunque me había impuesto la norma de escribir estas entradas aprovechando sólo lo que mi recuerdo conservara, he orillado un rato ciertas obligaciones penosas y he vuelto al libro, a gozar con sus evocaciones de lugares o personas, o con sus reflexiones desencantadas o destempladas sobre el tiempo político e intelectual que le tocó a don Julio, o con la difícil manera de estar en el mundo de un hombre siempre de poca salud, huidizo, un poco raro desde niño, reticente ante cualquier entusiasmo colectivo, enfadado con personas y sucesos por su renuencia ante la vulgaridad o fanatismo. He vuelto a comprobar esa veladura, pura reserva, que el memorialista derrama sobre los conflictos familiares; o las evocaciones tan emocionadas de su madre, tan poco feliz como vivió, o de su famoso tío, tan especial, o de su otro tío, Ricardo, una figura poderosa pero que aquí queda en sordina. También aparece con frecuencia en el libro la tortuosa sentimentalidad del propio Caro Baroja, torpe, reprimida, sublimada y al cabo pacificada… Y he admirado de nuevo una manera de contar sencilla, engañosamente como de andar por casa en zapatillas, pero rica, jugosa, capaz de encandilarnos y conseguir, como hoy me ha pasado, que las horas discurran gustosas y el día se salve.

06 octubre 2010

De memorias (II). Un acontecimiento

Juan Goytisolo. Coto vedado y En los reinos de Taifa. Que yo sepa, la aparición de estos dos volúmenes de Juan Goytisolo marca un antes y un después en la literatura autobiográfica en castellano. A mediados de los años ochenta creo que nadie (¿o alguien sí?) había escrito sobre su vida y entorno con el atrevimiento y la radicalidad que él mostró. La historia de su familia, o la asunción de su homosexualidad, o el relato de su extrañamiento de la patria casposa y franquista, o retratos tan inolvidables como el de Jean Genet, son fragmentos de estos libros que tengo guardados en un lugar especial de mi memoria. En otros idiomas claro que había para entonces muchos libros como los de Goytisolo. En castellano, no. El escritor no se anda con paños calientes, ni con los pudores, delicadezas o autocensuras tan obvios en otros ejemplos del género. Pronto, su hermano Luis polemizó con él a propósito de la infancia de ambos, y ciertos episodios con su abuelo que los dos recordaban de modo muy distinto. Pero esta disparidad conduce a otro tipo de cuestiones muy complejas sobre las trampas de la memoria, las confusiones de la infancia, o la distinta impronta que las mismas experiencias graban en las personas. No me voy a meter por esas veredas. Baste ahora con el recuerdo admirado de estos volúmenes.

01 octubre 2010

De memorias (I)

En esta relación un pelín comentada (en dos entregas, o más, no sé) de algunos libros de memorias escritos en castellano (salvo las de Sagarra, escritor catalán), me he dejado guiar por la memoria -perdón por la redundancia. Quiero decir que no he podido revisitarlos ahora, que el tiempo no me alcanza. Me interesa dejar aquí únicamente, incluso con posibles fallos del recuerdo, y contando con mis limitaciones, la impresión que me causó su lectura, hecha en algunos casos muchos años atrás. Hablo, claro, de los libros que he leído, aunque al final citaré –sólo citaré- algunos que no he disfrutado pero me han sido recomendados en diversas ocasiones por gente que aprecio.

El repaso mental que he hecho de los libros que reseñar confirma un aserto ya tópico: en castellano, el género de las memorias, y no digamos las memorias íntimas, se ha cultivado muy poco hasta hace escasos años. Si bien los últimos tiempos han conocido un florecimiento del género muy relevante y desinhibido.

Otra cosa: al ceñirme en exclusiva a las memorias, he dejado de lado a muchos escritores que han cultivado otros géneros del yo. Por ejemplo, los diarios. Y aquí me acuerdo de Manuel Azaña. Sus diarios tienen un valor extraordinario, y son de obligada lectura por mil razones. Y aunque durante muchos años se publicaron, mutilados, con el título de Memorias políticas y de guerra, no son eso, unas memorias, sino el conjunto de anotaciones que Azaña iba tomando en caliente, al hilo de su acción política.


Rafael Cansinos Assens. La novela de un literato. Cansinos Assens vivió a fondo, antes de la guerra civil, el mundo de los literatos y periodistas que, como él, pululaban por los cafés o las redacciones de las muchas cabeceras que había en Madrid. Un mundo cutre, con muchos escritores de los que no ha quedado nada, directores de periódico malandrines y editores de medio pelo, bohemios sablistas, gente así. El resultado, escrito muchos años más tarde, en la madurez avanzada de Cansinos, es un conjunto de pequeñas historias, de apuntes muy vivos y apasionantes sobre esa vida literaria tan llena de sombras. Son memorias en las que el autor no es el personaje más importante. Más bien juega Cansinos a testigo de las vidas de otros, de las industrias, marrullerías y alguna grandeza de los demás.

Pío Baroja. Desde la última vuelta del camino. Las memorias de Baroja son un cajón de sastre donde cabe todo, un batiburrillo en el que, en su vejez, el escritor metió muchas cosas sin orden ni concierto. Fragmentos autobiográficos conviven con opiniones del escritor sobre otros colegas, o sobre sus lecturas, y también se incluye lo que algunos críticos dijeron sobre el mismo Baroja. A estas destartaladas memorias no se les puede pedir orden, y tampoco sé si mucha sinceridad; sí, en cambio, arbitrariedad, teorías u opiniones poco fundadas pero muy tajantes, ciertos ajustes de cuentas, un muestrario de prejuicios a veces irritante… Hay en Baroja, sin embargo, una forma de contar que atrapa, directa, tosca incluso, una manera de juzgar que a mí al menos me hizo pensar, un tono nada lírico, nada blandengue, que me resulta muy atractivo.

Josep Maria de Sagarra. Memorias. Sagarra rememora, cuando ya es muy cincuentón, sus primeros 24 años de vida. Y comienza adentrándose en la historia de su familia. Esta primera parte del libro, la memoria de un hombre orgulloso de sus orígenes y consciente de la continuidad familiar, estuvo a punto de fatigarme. Pero luego, metido el autor ya en su propia vida, y en la de muchas personas que le rodearon en su infancia y juventud, y dueño como es de un estilo muy poderoso, alcanza alturas magníficas. Sus retratos de amigos, profesores o conocidos son perfectos. No son unas memorias íntimas, y se detienen cuando Sagarra tendría que haberse internado en terrenos peligrosos (su madurez de hombre de múltiples placeres, aun con los condicionantes de la República, la guerra y la postguerra), pero la ironía, la fabulosa capacidad descriptiva de personas o de ciertas situaciones, justifican de sobra este gran libro. Indispensable.

Francisco Ayala. Recuerdos y olvidos. Ayala no es un escritor que haya leído nunca con gran entusiasmo. Puede ser (lo será, muy probablemente) una limitación de mi intelecto. Pero sus memorias, sin haberme causado una honda impresión, se dejan leer muy bien. ¿Puedo decir algo más? Pues no. Las leí con gusto, en especial la parte referida al exilio, pero me parecieron un poco mundanas, un poco, perdón, como las de Carlos Blanco Aguinaga. Mejores, sin duda, pero en esa línea.

Carlos Barral. Años de penitencia. Los años sin excusa. Cuando las horas veloces. El primer volumen de estas memorias de Barral, Años de penitencia, no sé si es exacto o veraz en todo lo que cuenta (esa duda asalta en realidad al lector en todos los libros de memorias), pero es bellísimo, y tiene muchos fragmentos de gran lucidez. Las largas vacaciones del 36 del vástago de una burguesía presta a pactar sin problemas con los sublevados para seguir con sus negocios tras la guerra brutal, la infancia en un franquismo primero y feroz, la primera juventud burguesa… Todo conforma una narracion absorbente, servida en un estilo muy elegante. El volumen segundo también es bueno, pero ya no sé si tanto como el primero, y eso que recoge los años más gloriosos de la carrera de Barral como editor de prestigio internacional. Y el tercero, dictado, se deja leer perfectamente, pero me pareció algo más flojo, y paradójicamente más triste. Ya no habla casi del negro franquismo, pero sí registra que Barral no tuvo, al menos social, económica y profesionalmente, una buena madurez. Sí, hay un camino ligeramente descendente en estas memorias, lo que no obsta para que hablemos de una obra mayor del género, de un esfuerzo memorialístico muy hermoso.

Carlos Castilla del Pino. Pretérito imperfecto y Casa del Olivo. Las memorias de Castilla del Pino no tienen nada que ver con las de Baroja o Cansinos Assens, en primer lugar porque son en verdad unas memorias, con una composición y un rigor impecables. Sobre todo en el primer volumen, hay una voluntad férrea de aunar, con riqueza de detalles, la peripecia individual con la colectiva. La niñez, la guerra civil, la postguerra y el aprendizaje de la psiquiatría, el hediondo territorio del franquismo, en Madrid y luego, desde 1951, en Córdoba, con la psiquiatría al servicio de lo más rancio y represivo, las frustraciones profesionales de Castilla del Pino (sobre todo la de no alcanzar la condición de catedrático de universidad en su debido tiempo: el mayor batacazo de su existencia), las complicadas relaciones familiares... Lo que más recuerdo de estas memorias es la firme determinación de Castilla del Pino de no permitir que los golpes de la vida, los golpes políticos, profesionales, familiares, le destruyeran ni apartaran de sus objetivos, ni vital ni profesionalmente. Su fuerza a veces parece casi inhumana, pero al mismo tiempo admirable. Estas memorias dejan huella en quien las lee, sin duda.