28 marzo 2008

Azcona, el escéptico

Como a Jose Mari Romera, la muerte de Rafael Azcona me hizo volver el mismo martes a Memorias de sobremesa, el libro que Angel Sánchez-Harguindey preparó hace diez años a partir de unas conversaciones entre el gran guionista y Manuel Vicent. Los dos y el editor comieron varios días en un buen restaurante, y el fruto depurado de sus charlas, grabadas tras el yantar, es este libro, irregular, desequilibrado, pero con páginas muy amenas, nutrido de peripecias biográficas de los dos escritores, de historias mínimas y chuscas que nos devuelven al negro franquismo, de algunas reflexiones más o menos jugosas sobre el éxito, el amor, la vejez, la muerte o el patriotismo y, como es de rigor en una sobremesa relajada de amigos, con anécdotas traídas con mucha gracia por Vicent o Azcona.

Da pena que un volumen tan entretenido ande descatalogado hace tiempo. Incluso en los grandes sitios web de venta de libros (iberlibro y uniliber) sólo quedan dos ejemplares. Por eso me atrevo a reproducir unas líneas que considero significativas de las actitudes movían a Rafael Azcona, “un escéptico de todo”, como dice, “y, sobre todo, de mi propio escepticismo”. Se comprende así que admirara la respetuosa y descreída conducta de un barbero ampurdanés que “antes de meterle al cliente la tijera le preguntaba amablemente: ‘¿Con conversación o callado?’ Si le pedían que mantuviera cerrada la boca no despegaba los labios, pero si el cliente deseaba conversación, el barbero inquiría: “¿Dándole la razón o con controvesia?”.

El escepticismo de Azcona no era fúnebre ni agónico, sino vitalista, sensual y ajeno a cualquier palabra inflamada o solemne: “abrir los ojos por la mañana y notar que no me he muerto me produce una sensación muy placentera, y no comprendo el lío que se ha armado tanta gente intentando buscarle un sentido a la existencia: la vida no tiene otro sentido que ése, el que le da vivirla”.

En ese planteamiento tan elemental, y la consiguiente aversión hacia las grandes palabras, o hacia el patriotismo o el heroísmo, encaja el rechazo, que tantas veces apareció en sus guiones, a los uniformes, los militares, el servicio militar y la guerra. Azcona recuerda a propósito una historia que no precisa comentario: al estallar la guerra civil, un pastor, un chico de dieciséis o diecisiete años, estaba en el monte, como casi todo el año, cuidando el ganado. “Un día el alcalde del pueblo, que por cierto era el sacristán, sube al monte y le dice: ‘Tienes que bajar a Logroño, que te llaman para el servicio militar’. El chico, que no había salido nunca de aquel monte, va a Logroño, se presenta en el cuartel, le dan un uniforme que le sobra por todas partes, lo meten en un tren, llega al frente del Ebro y nada más bajar del tren, y sin saber ni siquiera a quién debía considerar ‘enemigo’, lo matan de un morterazo”.

25 marzo 2008

Me estoy quitando de la prensa

Este sábado no había periódicos. Ya saben que eso sucede sólo tres fechas en el año. Para alguien amante de las rutinas, que disfruta desayunando siempre en la misma cafetería y consume en ese rato bastante café y su buena dosis de papel prensa, el sábado (santo) empieza de manera algo desconcertante. Lo mejor es cambiar de pastelería y arriesgarse por otras zonas del pueblo. Acabo encontrando por casualidad a una persona que aprecio mucho y que, al tener costumbres similares, también ha salido a desayunar un poco desorientado. Pasamos una hora cafeteando, al tiempo que nos encendemos y reímos con las miserias que la política navarra expele a tutiplén.

De todos modos, hace pocos años los días sin prensa eran más desazonantes. Acabaré quitándome del vicio. Mi atención mientras leo va siendo cada vez más leve. Me apasiona la política, pero la información que hoy puede leerse al respecto oscila entre dos degeneraciones: el periodismo de declaraciones –yo digo una enormidad en una rueda de prensa o en un acto de partido o en el parlamento, tú me contestas, y el intermediario reportero, vago él, se limita a transcribir esas bobadas y titular con la más llamativa—, y las suposiciones, filtraciones e intoxicaciones “de fuentes generalmente bien informadas”, que conforman un análisis político de ínfima calidad. Ni siquiera se hace un digno periodismo de combate. Hoy recuerda Arcadi Espada que el gran Furio Colombo añoraba aquel tiempo en que los diarios se ponían a la cabeza de la opinión pública y la conducían allá donde creían razonable. Y apostilla Arcadi: “nada que ver con nuestros días, donde los periodistas, a imitación de los políticos, se limitan a ponerse delante de la pancarta, sin interés ni fuerzas para levantarla”.

No tengo ni de lejos un periódico de referencia. Ninguno me convence tan siquiera medianamente. Acabo atendiendo sólo con cierto cuidado a la información cultural y a ciertos articulistas. Lo demás..., yo qué sé, me empacha, pero con ese tipo de hartura que proviene no de una buena comida, sino de un atracón de patatas fritas de bolsa o de ganchitos. Información basura. Porque, al margen de la política, me estragan los demasiados sucesos, la crónica rosácea, los tediosos deportes que saltan a la primera página cada dos por tres y los penosos suplementos finisemanales en colorines, que fijan una imagen de la mujer estúpida y degradante (con la complicidad de millones de féminas, por lo visto).

Al final no sabemos qué pensar. Como dice Marcelo Figueras en su magnífico blog, “viviendo en un mundo que chorrea ‘noticias' a toda hora y por todos sus orificios —creo que lo más sensato es cuestionar el carácter verdaderamente noticioso de los factoides con que se nos bombardea—, el hombre y mujer comunes ‘saben' más cosas que nunca, que nadie —y a la vez entienden poco y nada”—.

21 marzo 2008

Curiosidad por las vidas ajenas (II)

Sigo con mucho gusto el blog de Rafael Reig. A veces me carcajeo con sus maldades sobre el mundillo literario, en ocasiones discrepo de las enormidades que suelta, y hay días que admiro o me repele el personaje un tanto autodestructivo y baldragas que compone este Reig.

Desde luego lo que aplaudo sin reservas del blog es su carácter de diario nítidamente personal, tan autobiográfico que el escritor no teme adentrarse en nimiedades. Las andanzas con su hija Anusca, los concursos de paellas con su novia, las partidas de ajedrez con sus amigos, las anécdotas en sus viajes, el trasiego desbocado de whiskis y licores varios, las rutinas menudas en diferentes bares (según el día de la semana o el compañero de bebidas que se tercie), esas fotos tontas que salpican las crónicas y en las que posan hijas, hijastras, novias, primos, compinches y conocidos..., todo eso, contado con la gracia que se trae Reig, me entretiene y divierte casi siempre.

¿Que por qué digo esto? Porque me sigue asombrando el desdén que encuentro de vez en cuando a mi alrededor por las vidas ajenas. ¿Sentido exagerado de la discreción? ¿Autismo? ¿Satisfacción por vivir exclusivamente en las alturas de las excelsas teoría, o de las generalidades sin nombres ni detalles particulares?

La educación de Oscar Fairfax, una novela de Louis Auchincloss que recomiendo con ganas, se abre con unas líneas de Madame Du Deffand que me han hecho cavilar en la misma dirección. No me describen aún con propiedad (a estas alturas de mi inmadurez y curiosidad intelectual me parecería una estúpida jactancia hacerlas mías), pero puede que con el tiempo acaben dibujándome: “Todas las historias universales y las investigaciones sobre la causa de las cosas me aburren. He agotado todas las novelas, los cuentos y las obras de teatro; tan sólo las cartas, las vidas y las memorias escritas por aquellos que narran su propia historia me divierten y despiertan mi curiosidad. La ética y la metafísica me aburren intensamente. ¿Qué puedo decir? He vivido demasiado”.

20 marzo 2008

Lo que ocultamos

"Las relaciones humanas, cuando las contemplamos en sí mismas y no como adorno social, vemos que están dominadas por un espectro: excepto de una manera precaria, no nos entendemos entre nosotros, no sabemos revelar nuestro interior, ni siquiera cuando lo deseamos; lo que llamamos intimidad no es más que algo improvisado; el conocimiento perfecto es una ilusión. Pero en la novela podemos conocer a las personas perfectamente y, aparte del placer normal que proporciona la lectura, podemos encontrar una compensación de lo oscuras que son en la vida real. En este sentido, la ficción es más verdad que la Historia, porque va más allá de lo visible, y cada uno de nosotros sabe por propia experiencia que existe algo más allá de lo visible; incluso si el novelista no lo consigue del todo, bueno..., por lo menos lo ha intentado. (...) Y por eso es por lo que las novelas, incluso cuando tratan de seres malvados, pueden servirnos de alivio; nos hablan de una especie humana más comprensible y, por tanto, más manejable; nos ofrecen una ilusión de perspicacia y de poder".

E. M. Forster
Aspectos de la novela

19 marzo 2008

La experiencia turística

«Sabemos que la creciente amplitud de nuestro mundo de experiencia no lleva pareja la profundidad de lo vivido. Y, aunque sea enormemente complicado comparar con tiempos pasados sin que asomen falsas nostalgias de lo que nunca fue, quizás en este caso sí podría ser verdad que a más extensión, más superficialidad. Posiblemente, el mejor ejemplo de lo que digo pueda encontrarse en la experiencia del turista que, simplemente por el hecho de mirar, sin saber nada, cree ya conocer. . (...) La pregunta es: ¿hasta qué punto la “experiencia turística”, la del que mira sin llegar a ver, invade el propio mundo cotidiano, penetrando hasta los espacios más cercanos y hasta las mismas relaciones cara a cara? ¿Somos cada día más unos turistas sin movernos de casa?

Se me hizo clara esta sensación cuando, participando el viernes pasado en la extraordinaria ceremonia religiosa del entierro del abad Cassià Maria Just, no paraban de entrar y salir grupos de turistas, la mayoría gente mayor, que se contentaban con mirar sin entender nada. Entraban en la basílica, descubrían con sorpresa la multitud –sin atender a que seguía muy emocionadamente la liturgia-, intentaban colarse a codazos hasta donde podían, no llegaban a ver ni a escuchar nada y se retiraban después de algunos minutos sin haberse ni enterado de que se trataba de un entierro. Hacían ruido, hablaban entre ellos, les sonaba el móvil, sacaban fotos, pero no preguntaban nada a los que intentábamos mantener la concentración, no por no atreverse, sino porque nos consideraban atrezzo del espectáculo que estaban viendo. En realidad, tenían bastante con dar un vistazo, como quien se agolpa detrás de un grupo de curiosos para saber qué miran.

(...) En la basílica de Montserrat, el contraste era especialmente intenso por la distancia que había entre la profundidad religiosa, artística y de sentimientos que tejía y vehiculaba aquel ritual que agrupaba a la mayoría de los asistentes y la levedad de la experiencia de los que entraban y salían. Por si fuera poco, los portadores de la superficialidad no eran adolescentes a los cuales es tan fácil achacar este tipo de males, sino gente mayor. (...) En el fondo, me pareció estar ante una metáfora de lo que es el estilo de vida actual, aplicable por igual a la política, a las creencias, no digamos al ocio, y a las propias relaciones personales».

Salvador Cardús i Ros
La Vanguardia, 19 de marzo