30 julio 2007

Goleada

«Ya sabéis que en nuestra tierra, en un partido de fútbol, cuando un equipo va ganando 5-0 sus hinchas todavía cantan eso de Todos queremos más», dicen que dijo Arnaldo Otegi en la última de las reuniones celebradas entre los socialistas vascos, el PNV y Batasuna en el otoño de 2006.

Su frase pretendía «aligerar la tensión», cuentan los periódicos dentro de un relato de las conversaciones que a estas alturas, si atamos cabos, resulta decididamente creíble. Pero pocas veces ha estado más acertado el batasuno. Su equipo iba ganando 5-0.

Simplemente la lista de cuestiones de que se habló esos dos meses, y todos y cada uno de los cinco puntos de las Bases para el diálogo y el acuerdo político allí redactadas, aun si damos por supuesto que después se hubieran introducido muchos matices, ya determinaban una victoria del nacionalismo vasco por goleada. Cinco puntos, cinco goles. ¡Esa es la idea que el comentarista del Diario de Noticias tiene de lo que significa «aproximar posiciones»!

Los tres partidos consensuaron además algo que los propios voceros del periódico califican eufemísticamente de “curioso”: que el «único ejemplar del acuerdo definitivo» (¡como si se tratara de las tablas de la ley enviadas por el Altísimo!) «fuese depositado en el Vaticano de manera oficial. Se trasladaría así a la Iglesia la custodia del documento que podía poner punto final al conflicto». Mecagüentó, canta Georgie Dann, qué tropa.

22 julio 2007

Mañana de sábado

Miguel Leache nos lleva a Pedro Manterola y a mí a ver “Nostalgia del suceso”, la exposición que ayer inauguró en Aoiz/Agoitz. La mañana es ventosa y llena de nubes, sólo muy remotamente veraniega. Como Miguel conduce despacio, disfrutamos en el trayecto del modesto e insípido paisaje, que nos gusta mucho, y que no varía, dice, hasta que bastante más arriba de Aoiz confluyen los ríos Irati y Urrobi. Las grandes -por calidad y tamaño- acuarelas de Miguel pueden contemplarse en la Casa de Cultura / Biblioteca (dígase en euskera también, por favor), un edificio muy amplio, moderno y muy reciente construido donde antes estuvieron el juzgado y la cárcel del pueblo. ¿Hay muchas dotaciones levantadas en Aoiz y pueblos cercanos a modo de compensación por el “sacrificio” y las afecciones que ha exigido el Pantano de Itoiz? Lo digo porque a la entrada del pueblo he visto también un Centro de Salud de última generación. La pregunta queda en el aire, aunque Miguel alude de pasada los seísmos que cada dos por tres sacuden a la zona y a las grietas que les van abriendo a las casas.

En la sala de exposiciones/erakusketak la empleada, una chica joven, como no hay nada ni a nadie que vigilar aprovecha el tiempo para leer, absorta, ayudándose de una interna diminuta que recorre velozmente las líneas. La figura que compone es muy hermosa. Cuando la moza abandona un momento la sala, mi curiosidad vence a la educación y me acerco a ver la cubierta del libro que la tiene enganchada: uno de Barbara Wood, autora angloamericana de novelas de misterio con gotas de divulgación histórica y mucha pasión amorosa. “En las librerías ahora todo es Nefertiti”, dirá más tarde Pedro. “Y templarios”, añado.

Las acuarelas de Miguel me parecen muy valiosas, y varias de ellas extraordinarias. Además, veo que se ha internado por caminos nuevos, que prueba y arriesga, que esta exposición es distinta y hermosa. Pero como me da pánico hablar o escribir de arte una sola palabra, prefiero deleitarme escuchando el diálogo entre los pintores sobre las dificultades de la técnica de la acuarela, la prehistoria e historia de la realización de éstas que tenemos enfrente y, en particular, acerca del motivo que vertebra el proyecto, el tiempo, la distinción entre el acontecer y el acontecimiento, el tiempo como acontecer sin sucesos frente al tiempo que de pronto explota en acontecimientos, en sucesos que marcan nuestra vida para bien o para mal. ¿Qué sería la nostalgia del suceso? ¿Es que necesitamos sin remedio que nos sucedan muchas cosas, intensas, maravillosas, que nuestra vida esté repleta de acontecimientos? Recuerdo que un día Pedro Manterola nos dijo que para él la única forma de escaparse del tiempo era la rutina. “Agarrarse, abrazarse a la rutina como un desesperado, que nada cambie, que no exista ni un solo acontecimiento en mi vida”.

En la sala, además de ver las acuarelas de Miguel, uno puede colocarse auriculares y escuchar fragmentos de una conversación sobre estos espinosos negocios del tiempo, el suceso y el acontecer (al fondo, la muerte, claro) que mantuvieron unos individuos que conoce el artista. El montaje de pequeños fragmentos de aquella charla es muy solvente, pero los que hablan, no sé, deben de ser de esa clase de hombres a los que uno no invitaría ni a un fanta de naranja. Pedro sostiene que las acuarelas de Miguel valen por sí mismas y no le acaba de convencer la posible complementariedad o interacción entre lo que las obras dicen o sugieren y lo que largaron los de la charleta. Miguel en cambio está satisfecho con esto que sale de los auriculares.

Cuando dejamos Aoiz/Agoitz el conductor desvía unos minutos el coche para ver (he venido mil veces a Aoiz y nunca he hecho esta levísima incursión) lo que queda del pequeño conjunto de naves del Aserradero, una empresa muchos años próspera que trabajaba la madera traída por los almadieros. El Aserradero quebró hace tiempo y el conjunto, que incluía varias casas para empleados, es ahora un conjunto lógicamente desolado, en avanzado estado de descomposición y semiderribo, una triste muestra de arqueología industrial.

Mientras volvemos a Pamplona, yo sentado atrás, disfruto con la conversación variada del conductor y el copiloto. Recuerdan a familiares y conocidos que trabajaron en Aoiz, y luego charlan algo sobre el nacionalismo y sobre cierto artista notable que pasó por Pamplona hace poco, un hombre al que Pedro disecciona con brillante crueldad. Qué bien estoy así, pienso, sólo escuchando y ocasionalmente preguntando. Y se me ocurre que tengo que escribir algo sobre esta mañana fresca de verano. Lástima que deje de lado, por ignorancia, lo más importante, el análisis del objeto de la excursión, esas acuarelas de Miguel Leache que se merecen un comentarista más competente.

21 julio 2007

Uniforme

Fui un rato a las dantescas fiestas de San Fermín. Una simple mirada alrededor cuando llegué al parque temático en que se convierte esos días el centro, y caí en que mi atuendo, pantalón oscuro que serviría también en invierno y camisa a cuadritos, formalica, como de cuñado, me emparentaba con esos hombres cetrinos que el día seis acuden a vender caballos en las afueras de la ciudad desde Novallas, provincia de Zaragoza, o desde Espartinas, por la parte de Sevilla. Aunque también me unía con ciertos sujetos que uno suele ver montando las barracas en lo que antes llamaban el Real de la Feria. Junto a mí todo el mundo iba de blanco nuclear, y por supuesto con faja y pañuelico. Todos y todas, faltaría más, que las mujeres tienen mucha más andadura en lo de someterse a las modas, a cualquier moda.

Tanta unanimidad me da un poco de miedo, me ubica de pronto en una película de terror. ¿Es que a nadie le resulta humillante o por lo menos algo vejatorio seguir de pe a pa la norma, una norma además, como quien dice, de hace cuatro días? ¿No se supone que las fiestas pamplonicas son el paraíso de la libre explosión y de la subjetividad desaforada, el paréntesis loco en el manso discurrir de la levítica ciudad? A este paso muy pronto reprenderán y amenazarán a los que no vamos de nada -y no por ganas de incordiar, sino porque ni siquiera nos acordamos de la cada día más férrea regulación vestimentaria-.

20 julio 2007

Aceptación de lo imperfecto

"Al pasar del siglo XX al siglo XXI una constatación elemental acredita la desaprobación de las utopías y honra la asunción de lo imperfecto. El siglo XX aprobó las revoluciones más maximalistas –el comunismo y el nazismo— en demérito de lo posible, de la reforma, del cambio que atiende a la naturaleza imperfecta de lo humano. Incluso la posibilidad de un retorno de lo religioso está por ser tenida en cuenta si constatamos que somos lo que somos y no lo que, en nombre de una ideología abstracta, debiéramos ser. En el siglo XX las guerras, las hecatombes y los genocidios alcanzaron su punto histórico más álgido porque operaban de espaldas a la realidad finita de lo humano, a las especificaciones de –pongamos por caso— el Sermón de la Montaña. No es una mera especulación del pragmatismo: la entrega ideológica impugnaba la concreción del amor, los postulados de la piedad, la tangibilidad del otro como semejante y no como enajenamiento colectivizado. Ésa es la apuesta por un futuro imperfecto que puede asumir todos los avances tecnocientíficos y todas las evoluciones sociales sin esperar que el mundo logre su acabado lineal y abstracto. Mejoran o empeoran las instituciones, en la medida de lo practicable, pero el ser humano, el animal humano de Darwin, no resulta ser más bueno ni tiene por qué ser más malo. En definitiva, el mal es inextinguible y el hombre es como es en ese futuro, imperfecto. Nadie ha impuesto a la realidad intramundana –dice Ortega en Una interpretación de la historia universal— la obligación de terminar bien, como es obligatorio en las películas norteamericanas: nadie tiene el derecho de exigir a Dios que prefiera hacer de la historia humana una dulce comedia de costumbres en vez de dejarla ser una inmensa tragedia. Dicho de otro modo: el hombre es un sistema de deseos imposibles en este mundo".

Valentí Puig
Por un futuro imperfecto
Los retos políticos en el umbral del siglo XXI

Páginas 25-26
Editorial Destino

Las perlas de la desinformación

El País del domingo 15 venía con una página entera elaborada por Carlos E. Cué, uno de los redactores importantes del medio, de los que firman habitualmente en las páginas de política. Su texto (al cual, desde donde estoy, lástima, no puedo enlazar) recogía, bajo el supuestamente gracioso e impactante título de “Aznar o la reserva moral del PP”, algunas ideas enunciadas por participantes en unas jornadas de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES).

Dejemos de lado ahora que el escrito de Cué ejemplificaba muy bien una de las lacras intrínsecas del periodismo, su dificultad (tal vez imposibilidad) para sintetizar en poco espacio, sin traicionar ni vulgarizar, planteamientos trabados, complejos y extensos sobre problemas de amplio alcance. Esa es una limitación del periodismo muy visible en la página de Cué, pero también en otras muchas que podemos leer en mil medios. Lo peor de la deposición del redactor, lo más irritante, era su tonillo omnipresente de “miren ustedes qué cosas tan raras y tan fachas andan diciendo estos amigos de Aznar”.

Por lo que el mismo Cué señalaba, los asistentes a las jornadas de la FAES hablaron sobre cuestiones tan delicadas como, por ejemplo, la integración de los inmigrantes en las sociedades avanzadas y la respuesta multiculturalista que muchos han defendido, el islam realmente existente y los desafíos conflictivos que suscita, o el relativismo axiológico y sus orígenes y consecuencias. Son asuntos acerca de los cuales se han escrito miles de páginas con ideas que, por muy ideologizados que estemos, no resulta nada fácil encasillar –más bien es ridículo y absurdo- en un modelo binario y simple de izquierda y derecha políticas, y no digamos en un esquema PP-PSOE. ¿Son de izquierdas los que defienden el multiculturalismo? ¿Son de derechas forzosamente los que abominan de Marx o de Freud o defienden la herencia cultural cristiana o le dan vueltas al nihilismo o al relativismo ético? Yo creo que esas simplificaciones son un disparate y no sirven verdaderamente más que para evitarse el duro expediente de pensar. Incluso si nos adentramos en problemas más coyunturales, ¿puede decirse que son forzosamente de izquierdas los que están encantados con la evolución de los acontecimientos en Irlanda del Norte, otro asunto abordado en las jornadas? ¿No es y ha sido cierto no sólo en Irlanda sino en otros muchos sitios que, aunque a veces nos repugne, como dijo un ponente “los asesinos de hoy son los líderes políticos del mañana”? O todavía en un campo más doméstico: ¿Quién sabría decir si la política con los inmigrantes (las políticas, mejor, porque ha habido en estos años cambios dictados por los sondeos de opinión), ejecutada por Consuelo Rumí y el PSOE es mucho más justa, acertada y progresista que la que llevaron a cabo los gobiernos del PP, los cuales actuaron también de muy diversos modos y en buena medida empujados por una realidad que, como a los socialistas, también les sobrepasaba?

Yo no conozco respuestas claras e rotundas a estas y otras cuestiones, y no creo que, salvo los infectados por la pasión partidista, sea fácil hallarlas. Leo, pienso, les doy vueltas porque me interesan muchísimo, pero el repertorio de dudas que acumulo supera con mucho al de certezas. Por supuesto que todo lo que en esas jornadas se dijo puede y debe discutirse y admitiría muchas matizaciones o impugnaciones. Estos mismos días, sin ir más lejos, y por eso me fijé en el reportaje de Cué, he leído un libro de otro de los asistentes a las jornadas, Valentí Puig, Por un futuro imperfecto. Los retos políticos en el umbral del siglo XXI, que recomiendo sin dudar, y me he visto con frecuencia debatiendo mentalmente lo que me encontraba, echando en falta ciertos factores en su análisis, y en otros momentos asintiendo sin ningún reparo.

Cué, en cambio, tan feliz e indocumentado, fue al encuentro de la FAES, oyó a varios intelectuales y políticos hablar y, como piensa, en línea con la empresa en que trabaja, que todo lo que tiene que ver con Aznar y las organizaciones del PP se ubica en la “derecha extrema”, pues yuxtapuso algunas frases más o menos llamativas (él las llama “perlas”: el matiz peyorativo apesta) y se quedó tan ancho. Claro, él no pretendía informar, sino hacer propaganda inquisitorial.

¿Es necesario repetir, al margen de todo ello, que la figura política de Aznar me resulta muy antipática y lejana? Me temo que sí, que hay que decirlo para que a uno no lo etiqueten erróneamente. Pero, por favor, que un periódico como El País tenga más cuidado con vicios intelectuales como el que Cué perpetró el domingo y a página completa.

11 julio 2007

El cine, ¿pasión de juventud?

El otro día alquilé El ciclo Dreyer, una película de Alvaro del Amo que, con el gélido desdén del público, pasó por las salas como una exhalación hace siete meses. Yo creo que en mi ciudad ni se estrenó. Pero me animé a llevármela a casa porque, amén de haber leído con provecho durante años y en varias revistas textos sobre cine de Alvaro del Amo, me cautivó su anterior obra, Una preciosa puesta de sol, conjunto de diálogos y gestos muy bien medidos de una abuela, su hija y su nieta, tres mujeres que se quieren como es usual en las familias, con una mezcla inextricable de cariño solícito y repentinos y estruendosos estallidos de rencor, mezquindad y memoria envenenada.

El ciclo Dreyer presenta a cuatro jóvenes, uno de ellos nada menos que un sacerdote, que en las semanas en que se proyectan y comentan en un cineforum varias películas del genial director danés son sacudidos por seísmos emocionales bien trufados de culpa, escrúpulos religiosos, conciencia del deber, angustia e indecisión. Como se ve, una constelación de sentimientos y creencias que guardan una relativa analogía con la que alberga el mundo de Dreyer. La película de Alvaro del Amo es irregular, tal vez fallida, pero su ambición y algunas de sus escenas la elevan sin ninguna duda muy por encima de la media de lo que se nos ofrece habitualmente en las salas, al menos en las de Pamplona, y merece un pase.

Alvaro del Amo ubica la trama en los años sesenta, lo que ha calculado muy bien para que los amores y desamores tortuosos contengan dosis precisas de verosimilitud. Porque estamos hablando de universitarios burgueses en quienes contendían entonces a brazo partido una formación católica entreverada de ideales heroicos y banales ortodoxias -en un paisaje donde no podían faltar curitas jóvenes, dinámicos y proféticos como de novela de Martín Vigil-, y por otro lado unas urgencias feroces, al menos en algunos, de reventar el sólido y sórdido cuadro familiar y social y experimentar una plenitud sentimental y sexual -y tal vez política- liberada de los mil enconsertamientos que su clase les había ceñido al cuerpo y a la mente. Al fondo, el cambio económico, cultural y moral que, aun dentro del franquismo, ganaba terreno en el país, y la añoranza de una Europa libertina y democrática atiborrada de tesoros intelectuales (como ese ejemplar de Cahiers du Cinéma que dos protagonistas se pasan en la película como una valiosa mercancía).

Y el cine, claro, el cine como valor en sí pero también como emblema y vehículo de algo más, por muy censurado que llegara: cenáculo para conocer nuevas ideas, costumbres y personas, ocasion para pensar y hablar (a veces, por la época, en clave, crípticamente), ventana abierta al mundo y sus tentaciones en el casposísimo y tenebroso solar patrio, lugar de encuentro con gentes afines, y siempre la promesa que la fábrica de sueños ha abierto y sigue abriendo desde los tiempos de Melies y Lumiere, pero con la tonalidad particular que la época, católica, burguesa y dictatorial -pero protorrebelde- imprimía.

Sé de lo que hablo. En 1971, casi en la época en que se cuenta El ciclo Dreyer, yo era un adolescente que comenzaba a acudir con enorme interés y timidez al Cine Club Lux, un invento de los jesuítas me parece que de los años cincuenta pero que alcanzó su edad de oro y su primacía absoluta en el reino de los cineclubs pamploneses poco antes de que yo lo conociera, y las sostuvo hasta que la democracia del 77 lo hirió de muerte y vació sin remedio el gran salón del colegio, de más de mil localidades. Este se llenaba sólo en la denominada Semana del Cine, siete películas especiales presentadas por forasteros prestigiosos que paladeábamos a finales de enero como un evento de primera magnitud (lo era asimismo en la ciudad, algo ahora inconcebible). Ahora bien, el resto del curso, en las proyecciones de los viernes, las más concurridas (las de los sábados eran, no sé, como de menor rango), podían juntarse perfectamente más de trescientas personas para algo que hoy –en, por ejemplo, el admirable intento que conozco de un amigo querido- no convoca más de diez forofos: deglutir filmes franceses, italianos, alemanes, rusos, polacos, húngaros, checos, suecos, japoneses y a veces, pocas, norteamericanos, la mayoría en versión original subtitulada –supongo que este último detalle gracias a que algunos distribuidores alimentaban no sólo los cineclubs, sino especialmente, a partir de 1967, las llamadas salas de arte y ensayo, una modalidad de exhibición complementaria pero paralela-.

En el Lux, además de la presentación a veces muy extensa de la cinta, tenía lugar un coloquio tras ella al que nos quedábamos no menos de cincuenta locos del cine para perorar sobre el fondo y la forma en André Delvaux, los mensajes ocultos o explícitos en el polaco Wajda o en el primer Milos Forman, el compromiso en Pasolini o Visconti, el humor surrealista del inigualable Buster Keaton o, claro, la densidad metafísica de Ingmar Bergman, la estrella de los cineclubs de la época. Nos daban fácilmente las once de la noche en la ceremonia, me parece que no del todo laica. En ella la mayoría de las ocasiones ni la claridad conceptual ni el humor ni la ligereza eran plantas muy lozanas, pero nuestra pasión por lo que allí estaba en juego no mermaba ni un gramo.

Yo no pasaba de ser un advenedizo en ese mundo. No era de familia bien, no estudiaba en los jesuítas y, al menos los primeros años que asistí sin fallar un solo viernes, no hubiera podido pagarme la entrada –menos mal que un familiar favorecía, digamos, mis propósitos-. Pero, eso sí, en esa primera juventud convivían en mí y en tanta otra gente una avidez inaplacable de saber y una presencia difusa y confusa, la del fantasma de la religión -y aquí retomo el cabo de El ciclo Dreyer-. Bueno, en mí y en el cineclub, y no únicamente a causa de que el alma y motor primero del Lux fuera el incombustible y verborreico jesuíta Padre Ciriano. Recuerdo a muchos otros directivos-presentadores del cineclub, antiguos alumnos del colegio, que dejaban adivinar en sus gestos y palabras una formalidad y moderación que desprendían un inocultable tufillo a congregación de cristo, por muchas “inquietudes” que les acuciaran. Uno de los más conspicuos, sin duda un sólido estudioso del cine al que yo escuchaba con reverencia, en pocos años se ordenó, y creo que por ahí anda, de párroco.

Pero ni la religión ni nuestras limitaciones ni miedos ni perplejidades empequeñecían la intensidad emotiva e intelectual del evento de los viernes. En el decorado miserable e ineludible del franquismo, agredida nuestra pasión, no hay que olvidarlo, por la odiosa censura que prohibía tantas películas y mutilaba las que autorizaba, unos jóvenes se sumergían hasta el cuello en el cine y lo sorbían con delectación, y hablaban sobre él, al modo de los protagonistas de El ciclo Dreyer, poniendo en el empeño una cuota adicional de interés y ansiedad. El cine oficiaba de motor de la conciencia crítica, de dispositivo de sublimación de otras carencias y frustraciones, en fin, de camino prestado por el que transitaban y se calmaban o exacerbaban pasiones multiformes.

La mezcla de todo ello en cada persona era, insisto, muy confusa, y muy diversas las dosis de cada elemento. Es verdad que junto a los modosos y conservadores directivos del cineclub andaban por allí personas con ideas más claras y firmes. Sin ir más lejos, casi siempre aparecía Montxo Armendáriz, lanzado ya entonces a la militancia antifranquista clandestina. Pero la mayoría necesitó más tiempo hasta que se despejaron ciertas nieblas de la juventud, la religión desapareció de nuestro corazón o al menos se resituó en él, la situación política cambió y nuestro acceso al cine no estuvo tan mediatizado por ella, y, en suma, para que nuestras vidas adquiriesen los rumbos que han ido tomando con los años. La cinefilia se depuró con todo ello y adquirió un peso más ajustado en esas trayectorias adultas.

El cine, una pasión de juventud, escribió cierto escritor francés. No, no debería ser así, sería una pena, y aunque ahora nos expulsen de las salas los nuevos modos de diversión y un nutrido puñado de antropomorfos que no cesan de producir sonidos de toda índole mientras las películas transcurren, tenemos ya (¡y los que vamos a tener en el futuro!) nuevos y benéficos modos de conocer muchos filmes ajenos al circuito comercial y que disfrutaremos en una relajada privacidad. Pero lamento que, al menos para mí, maldita madurez, el cine no tenga ya la potencia y la particular calidad moral y sentimental que ganó en aquellos años convulsos, cuando toda la semana aguardaba con ilusión la sesión del viernes y sorbía hasta la última gota de las palabras que escuchaba en unos coloquios que, poco a poco, la gente iba abandonando. Y es que hacía mucho frío en un salón que nunca se acababa de calentar bien y, la verdad, la discusión se estaba liando.

09 julio 2007

Sartre, por Annie Cohen-Solal

He leído la pequeña monografía de Annie Cohen-Solal sobre Jean-Paul Sartre que publicó en castellano Anagrama hace año y pico. De la misma autora ya devoré en el año noventa su gran biografía del pensador francés, muy rica en detalles y en brío narrativo, y que hace poco reeditó Edhasa. Pero este librito, perteneciente en su versión original a la magnífica colección Que sais-je?, es capaz en 130 páginas de dibujar la zigzagueante trayectoria de un hombre y un escritor que logró fascinar a tantos en el mundo entero durante más de cuarenta años. Da un mucho de vergüenza decir algo a estas alturas sobre un gigante al que se han dedicado tantísimos libros. Sólo diré que el de Cohen-Solal permite recordar que Sartre fue un especialista en entusiasmos que, como buen grafómano, le empujaban al papel, pero sobre todo en rupturas y broncas. Un tipo que, entre otras varias adscripciones, fue sucesiva o simultáneamente un individualista de un pesimismo sin resquicios, anarcoide y ensimismado, un resistente mediano frente al nazismo, un célebre compañero de viaje de los comunistas y luego fustigador radical de ellos, un anticolonialista implacable al que odiaron por ello tantos franceses, un maoísta en el 68 y al final, simplemente, un lúcido enfermo y ciego abandonado al escrutinio cruel de Simone de Beauvoir. Un hombre que nunca aguantó muchos años en ningún lugar ideológico, un provocador, un incómodo que a veces de puro revolucionario resultaba de un oficialismo de jefe de estado, aunque indefectiblemente acabara abominando de lo que antes había defendido. Sartre, sobre el que se cebaron casi todos los intelectuales tras su muerte, fue toda su vida, creo, un auténtico tocapelotas en perpetua reacomodación, un equivocado genial, un feroz debelador de la familia y los amores convencionales y un adelantado en la defensa de los homosexuales, los inmigrantes y los pueblos que se sacudían en la segunda mitad del siglo veinte la dominación colonial (aunque luego acabaran padeciendo regímenes tan brutales y corruptos como el del colonizador expulsado). Y fue, muy especialmente, para lo que ahora nos queda como lectores, un prolífico increíble que manchó miles de páginas en todos los géneros y formatos, unas de circunstancias pero otras muchas inolvidables.

Annie Cohen-Solal ha sido tildada de poco objetiva en su relato del devenir sartriano, y en este mismo librito se reproduce en apéndice un artículo de Xavier Antich que considera que su magna biografía está lastrada "en exceso por la fascinación ante el personaje y sus historietas”. No estoy seguro de que este juicio sea muy justo. Cohen-Solal simpatiza abiertamente con su biografiado, cierto, pero es lo suficientemente honesta como para ofrecer tanta y tan variada información sobre él que coloca al lector en situación de forjarse su propio juicio. Y en esta breve monografía hay, entre otras muchas páginas valiosas, un capítulo que es modelo, creo, de objetividad y de cuidado en el matiz: el relato de las opuestas actitudes ante la guerra de descolonización de Argelia que mantuvieron Camus (“autóctono, sensibilizado, desgarrado, perfectamente consciente de la realidad”, paulatinamente silencioso y ausente) y Sartre (“el metropolitano, el extranjero, el teórico”, el intelectual de izquierda simbólico, el profeta de la guerra, el principal apoyo intelectual en Francia de los argelinos rebeldes).

De todo eso y mucho más se habla en las pocas páginas del libro, a través del cual aparece un Sartre que la autora considera “en primer lugar un modelo, una práctica, antes que una doctrina o una obra”. Sartre sigue siendo “perturbador para algunos por su permanente labor de zapa, saludable para otros y, más que nunca, brújula ética.”

Por cierto que, muy animado por este pequeño volumen, me he asomado también una buena ración de horas a El siglo de Sartre, de Bernard-Henry Lévy (se salda ahora en muchos sitios, ¡ay!, a tres euros este interesantísimo libro), y a Sartre y Beauvoir, de Hazel Rowley, otro estudio de los líos amorosos y sexuales de la pareja que quiso ser transparente y distinta. Los dos libros tienen partes muy recomendables. Pero desde que leí el primer libro de Annie Cohen-Solal, esta autora pasó a ser mi acompañante preferida en los merodeos por la vida y obra de Sartre.

06 julio 2007

Soberbia del viajero

Los españoles asesinados el otro día en Yemen, ¿eran turistas o aventureros? Si esto último -y parece que al menos los dos vascos, los guías, vivían poseídos por el nomadismo arriesgado-, lo sucedido sería sólo uno de los avatares posibles. Los aventureros saben que la muerte forma parte, con naturalidad, del abanico de opciones abierto por su pulsión vital.

En todo caso, unos viajeros que han sido advertidos del gran peligro que corren (y que hacen correr a otros: nadie habla estos días de los yemenís muertos), pero deciden arriesgarse, eso sí, escoltados por militares del país, ¿no enseñan una de las muchas caras de la soberbia colonialista que tanto se denosta de boquilla? ¡Menudos aventureros! ¿Es que nuestro afán de vivir experiencias “intensas” e inolvidables no tiene límite ni prudencia, y es el único legislador moderno que reconocemos? ¿No estamos ante la enésima versión del “divertirse hasta morir”, convertido en el primer mandamiento del occidental, y más del progre acomodado?

No, no es verdad que estos turistas y aventureros sean, como dice un lector en El País, “luchadores contra el aislamiento, el miedo y la ignorancia”. Viajar no garantiza, en sí mismo, ni más inteligencia o sentido solidario, ni más amplitud de miras o de conocimiento, ni mayor rigor vital ni analítico. Se me agolpan en la mente ejemplos vivientes que contradicen este tópico.

Una variante del lugar común reza que “el nacionalismo se cura viajando”. Mentira. Sin ir más lejos, y por lo que he leído estos días, me temo que ni los mismos aventureros vascos asesinados, ni muchos de los que han manifestado su pesar e incluso se han manifestado en la calle contra el crimen, han entendido nada de lo que pasa en su mismo país con el terrorismo etarra y han aplicado un rasero moral muy diferente al que aplican ante la muerte cercana. ¿Que lecciones básicas de humanidad han consolidado en sus periplos por el remoto mundo, si la primera y elemental se les resiste obstinadamente?