29 mayo 2007

La calidad de unas columnas

El viernes comienza en Pamplona la Feria del Libro, y en ella, y supongo que también en cualquier librería, podrá adquirirse a un muy módico precio Rascacielos, libro editado por el Ayuntamiento de Pamplona que recopila columnas de prensa y otros escritos de Pedro Charro Ayestarán. Lo que sigue es la presentación que preparé para esa gavilla de textos. Advierto únicamente que, si bien Pedro es buen amigo, estoy seguro de no haberme dejado ofuscar por la philía a la hora de redactar.

«Hace casi veinte años, mucho antes de conocer personalmente a Pedro Charro, yo mantenía con él ya ese trato especial, pero con frecuencia de una rara intensidad, que otorga la lectura de escritos de alguien que sentimos poderosamente afín. Y es que este libro, Rascacielos, recopila columnas aparecidas los lunes del último año y pico en el Diario de Navarra –y algunos textos del blog que Pedro alimenta, ay, irregularmente—. Pero cuando entonces, que diría Onetti, Pedro publicaba artículos en el fallecido Navarra hoy que, por el tono y los asuntos que abordaban, yo leía con fruición, hasta el punto de que a más de uno, por ejemplo de los que comentaban o partían de libros que él y yo conocimos en ese tiempo, le rendí el homenaje particular que los enfermos del papel prensa no era extraño que tributáramos en las épocas previas al fabuloso archivo que es internet: recortarlo y guardarlo allí donde más lógico me parecía, entre las páginas del libro en cuestión.

Sin embargo, entre aquellos artículos de juventud y las columnas que el lector encontrará en Rascacielos hay, por fortuna, visibles diferencias. Escribir, según el gran Julio Ramón Ribeyro, «más que transmitir un conocimiento, es acceder a un conocimiento. El acto de escribir nos permite aprehender una realidad que hasta el momento se nos presentaba en forma incompleta, velada, fugitiva y caótica». Pero tal ejercicio de aprehensión, ese «escrutar en nosotros mismos y en el mundo con un instrumento mucho más riguroso que el pensamiento invisible», cada escritor lo efectúa a su manera, con un determinado tono y ritmo, con un modo específico de manipular el fondo común de las palabras. Esta manera se forja en una práctica por lo general larga, exigente y difícil. Pues bien, en un libro que Pedro publicó el pasado año, Dos centavos —un diario personal dentro del cual integraba con naturalidad algunas de las columnas escritas en 2004—, hay un momento en que registra con júbilo el hallazgo de su propio estilo en la escritura, el que mejor se ajusta a sus aspiraciones. Una columna de igual título que el libro, Dos centavos, marca en cierto modo un antes y un después. Escribe Pedro sobre ella que «siento la extraña sensación de haber llegado al final, es decir, al principio. Que algo ha cristalizado, se ha precipitado; que, sin pensarlo, he aprendido a escribir de otra forma, (...) he encontrado un cierto estilo. (...) Todo camino lleva a alcanzar mayor ligereza, a desprenderse de peso, a hacerse más desenvuelto, a mostrarse natural, a parecer fácil. Debería dar saltos de alegría si no tuviera este pánico a perder de pronto el don».Y aquí retomamos la nota de Ribeyro. No estoy convencido de que Pedro haya dejado, merced a la escritura, de ver la realidad en forma «incompleta, velada, fugitiva y caótica». Más bien creo que esta se le sigue resistiendo cada dos por tres, y que su estrategia ha sido la de adecuar su escritura a esa rebelión. Lo real es, más si se coge tan al vuelo como exigen los periódicos, demasiado complejo y multiforme como para encerrarlo en esquemas teóricos perfectos, en la gran explicación en que creíamos de jóvenes; de ahí que su escritura guste de la aproximación fragmentaria, más sugestiva que sistemática. La columna de prensa resulta, escrita así, un género que le va como anillo al dedo porque le autoriza a mostrar más que a demostrar, apuntar y no sentenciar. Le permite un estilo depurado con el que decir mucho cada vez con menos, un modo narrativo o ensayístico en el que la sugerencia es más potente que la explicitud. Como señaló Bela Bartok, y tomo la cita del propio Charro, «cuanto más madura uno, más experimenta la necesidad de proceder por medios económicos, de expresarse más simplemente».

Claro que otros columnistas edifican, dentro de las pocas líneas que el género impone, mínimos tratados, escritos feroces y combativos inspirados, en los casos más nobles, por la indignación que los males del mundo provocan, y en los menos por «la paz del más absoluto dogmatismo», por la aplicación de recetas que siempre, milagro, acaban explicando todo con mecánica sencillez —y ello aunque se den casos donde la calidad de la escritura, o su eficacia expeditiva, resultan indiscutibles—. Pedro Charro, desde luego, va por otro lado. Lo suyo, lo comprobará el lector, son con frecuencia apuntes enlazados casi por asociación azarosa, por recuerdo involuntario, por libre evocación. Una noticia política casa sin estridencias con un episodio de la infancia recuperada, las declaraciones rabiosas de una parlamentaria son tamizadas por el solecillo que acaricia la nuez de quien las escucha, la desolación causada por la muerte de un ser querido reaviva el fastidio por el extravío de unas gafas de sol que permitan llorar con pudor, y el asombro ante una incógnita vital dolorosa puede amortiguarse, menos mal, con el majestuoso espectáculo de unas anchoas rebozadas. Esta manera de relacionar no tiene nada de arbitraria o absurda. Porque, como señala el propio Pedro, y volveremos enseguida a ello, nada es más importante, en el devenir de nuestras vidas concretas y singulares, que las pequeñas trivialidades, lo más ordinario, los minúsculos placeres, las sensaciones elementales.

El empeño en sugerir sin gritar, y en atender a lo particular, engasta a la perfección con la vocación literaria de Pedro, quien compone bastantes de sus columnas, sin querer queriendo, como pequeñas piezas narrativas, microrrelatos que guardan el margen de sutil resonancia, y de equilibrio entre lo dicho y lo callado, que la buena literatura desprende a su paso. Vemos que frente a nosotros hay un escritor, alguien capaz de apreciables y galardonados cuentos, que se ha atrevido prometedoramente con el teatro y que, con seguridad, nos regalará a su debido tiempo una estupenda novela. Los textos del blog, por ejemplo, son casi todos escuetos pero potentes relatos.

Pedro no vocifera ni dogmatiza en sus columnas. Al contrario, atiende con frecuencia, ya lo he dicho, a un amplio catálogo de perplejidades, el cual no cesa de aumentar, porque el mundo cambia y muchos días lo sentimos demasiado complejo, confuso e incierto. Así que el articulista posa su mirada cada semana en la realidad y observa con sentimientos encontrados fenómenos, sin ir más lejos, como la globalización imparable, o los avances técnicos que están modificando nuestras relaciones personales o la misma idea de la inteligencia —cabe que esos avances, sospecha Pedro con Vicente Verdú, entronicen en los niños y en muchos adultos una «continua atención parcial», o sea, un déficit de atención—. Observa el columnista, por otra parte, la masiva llegada de inmigrantes, la cual nos obligará, no sin conflictos, a enfrentarnos a situaciones inéditas, y también al racismo larvado o abierto que comienza a manifestarse. Tampoco acaba de estar claro, en la mente y el corazón de Pedro, y me atrevo a decir que en los de casi nadie, algo en lo que sin embargo nos va muchísimo, nada menos que el camino hacia la felicidad —si es que tal aspiración no es absurda e irrealizable—, o el interrogante de si alguna vez nos atreveremos, como más de un día deseamos, a cambiar radicalmente de vida, coger el portante y huir para empezar de nuevo (pero ¿hay que hacerlo? ¿No cargaríamos en el viaje con el miedo y la culpa, y sobre todo con el lastre más pesado, nosotros mismos?).

Muchas dudas, muchas incógnitas. Pero al mismo tiempo hay un puñado de cosas que Pedro, que dista mucho de ser un escéptico radical, tiene claras y que saltan aquí y allá. La lectura ordenada y seguida de esta colección de columnas me ha ayudado, como seguro que lo hará a cualquier lector del libro, a encontrar hilos que vertebran las vacilaciones y oscuridades, pero también las certidumbres. Al fondo siempre está la reivindicación del individuo, de sus derechos, de su mayoría de edad, y por tanto la crítica implacable de los totalitarismos y los paternalismos que ahogan su libertad y responsabilidad («Nadie se toma en serio la libertad del individuo, incluido muchas veces el propio individuo, y así la autoridad siempre está dispuesta a llenar este vacío y decirnos lo que nos conviene, no sea que no caigamos en ello»). En esta misma dirección, es lógico que Pedro levante, a media voz, la hermosa enseña del humanismo en su texto sobre las memorias de Sandor Marai, el cual «se puede resumir en la idea de que el hombre es la medida de todas las cosas, (lo) que no puede pasarse por alto a la hora de llevar a cabo proyectos y acciones, supuestamente en su beneficio, sedicentemente en pro de su liberación (...) No me liberen, por favor, podría ser un clamor que recorre la historia». En coherencia con esta certeza, Pedro ya se inclinaba en Dos centavos hacia lo mejor del inagotable y poliédrico liberalismo: «Ponerse de parte del individuo y de la libertad conduce con el tiempo a abandonar la izquierda y colocarse en un liberalismo más o menos radical, en un posibilismo lúcido y un poquito desencantado».

El lecto va a encontrar en el libro más proclamaciones y críticas. Me resulta imposible no dejar constancia de una fundamental: su denostación del nacionalismo (“ha ganado la batalla y se le consiente todo, aunque cometa los mismos errores que el peor oscurantismo del pasado. Debe ser para compensar. La verdad es que donde lo identitario avanza imparable, el ciudadano sale por la puerta de atrás”) y de la catástrofe del terrorismo. Frente a éste Pedro abandona cualquier tono dubitativo o ambiguo, aunque sepa abordarlo con un tono muy medido en columnas como, escojo una, la titulada Líquido. Claro que la historia del terrorismo no hubiera sido la misma sin la comprensión o el consentimiento activo o pasivo de tantas gentes. Pedro se atrevió a sentenciar en Dos centavos que «esta historia hedionda (la de la indiferencia y el desprecio ante el sufrimiento provocado por el terrorismo nacionalista vasco), esta realidad que no quisimos ver, esto que clama desde entonces es, quizás, el acontecimiento central de todos estos años».

Hay más, mucho más, y por suerte más ligero, incluso irónico, y sobre muy diversas cuestiones, en este Rascacielos. Pero creo que es hora de que me calle para que ustedes pasen y vean. La cultura, ha escrito Gabriel Zaid, es conversación. Escribir —lo que ha hecho Pedro—, leer –lo que les animo a hacer a ustedes—, pueden ser, entre otros, procedimientos para echar «leña al fuego de esa conversación, formas de animarla». Como he contado al comienzo, yo conversaba con Pedro sin conocerle cuando leía en tiempos sus artículos. Ahora, este libro arroja leña al fuego de la conversación que seguimos manteniendo, enriquecerá la charla que muchos lectores más o menos apresurados ya tuvieron con él cuando paladearon sus columnas en el periódico, y a quienes no las conocían les permitirá entablar un diálogo que, con su reunión en Rascacielos, gana además en hondura y gracia. Lo que Pedro Charro aporta a la conversación da juego, no me cabe duda».

23 mayo 2007

Los días de diario

«Un hombre que aspira a ser justo, sentado al fresco de su jardín, una mañana de verano, con un perro a sus pies. La serenidad procede del bienestar de los suyos, de su amor correspondido, de su salud aceptable y de su moderada solvencia económica. También del hecho de que se dedica a un trabajo que le gusta mucho y por el que obtiene un razonable reconocimiento, si bien no se obsesiona con él ni está dispuesto a sacrificarle los otros dones de su vida».

Leemos este «autorretrato provisional firmado el 30 de julio de 2005» en Días de diario, un librito de Antonio Muñoz Molina de apenas sesenta páginas de pequeño formato, un fragmento de las notas que, suponemos, toma el escritor habitualmente sobre su acontecer y pensamientos. Pero el título, más que la condición de diario del texto, da la impresión de subrayar el carácter corriente y banal de lo contado. Aquí no se registran sucesos extraordinarios, esos grandes mojones de dolor o dicha que pautan nuestra vida; sólo se recogen algunos detalles del discurrir y sentir de un hombre al que, en esos meses, nada excepcional le pasa.

Al principio, el hombre sereno está de vacaciones en Madrid, y aprovecha el asueto para iniciar la escritura de una novela. Un año antes abandonó otra, insatisfecho, y ahora quiere levantar la memoria de cierto periodo de su adolescencia en Úbeda, alrededor de 1969, que él liga en el recuerdo íntimo con el impacto de la llegada a la luna de los astronautas norteamericanos. Es un libro que tolerará en su mismo planteamiento deslizamientos hacia la ficción, y que sin embargo tendrá que ser fuertemente personal. «No parece que haya más historia que la mía ni más personaje que yo mismo». No es la primera vez, por supuesto, que Muñoz Molina se interna en el territorio de la memoria personal y familiar. El jinete polaco o, no digamos, Ardor guerrero, también se construyeron literariamente con materiales de su vida. Es un camino en el cual el escritor se siente cómodo, guiado por modelos como Saul Bellow o Philip Roth, los cuales, dice, «no parece que inventen demasiado».

En 2007 ya sabemos que el empeño llegó a buen puerto, porque el otoño pasado se publicó el resultado, la novela El viento de la luna. Pero cuando Muñoz Molina toma sus notas le atemoriza la eventualidad de un nuevo fracaso, toda vez que, admite, «en estos tiempos creo que es imprescindible y urgente para mí terminar una buena novela. Vital para mi buen nombre y para mi confianza en mí mismo, tan debilitada últimamente».

Escribe con ilusión, porque los comienzos son prometedores, pero también con miedo. Por suerte, se impone la alegría a medida que teclea, con el concurso gozoso de las vacaciones y la libre disposición del tiempo. «Ponerse cada tarde a escribir una novela es una felicidad para la que en el fondo no hay sustitutivos. (...) Escribir y escribir. Con felicidad, sin orden, dejándome llevar, descubriendo personajes, situaciones, matices inventados que parecen recuerdos. (...) Ya llegará el tiempo de corregir».

Esa plenitud asociada a la concentración se resquebraja cuando mes y medio más tarde Muñoz Molina retorna a su trabajo en el Instituto Cervantes en Nueva York. Antes de abandonar Madrid ya se lamenta: «Ay, si yo tuviera todo el verano y todo el otoño sólo para escribir». Pero no lo tiene, y los pocos meses que se anotan en la ciudad americana son difíciles en lo que se refiere al avance de la novela. El libro gozosamente posible en vacaciones se le figura, en momentos de abatimiento, «quizás improbable». Se aprovechan los fines de semana, los benditos puentes, las noches, pero las dificultades se acrecientan con el cansancio y la discontinuidad del esfuerzo. Cierta mezcla de la tenacidad imprescindible en un escritor y de desazón por las dificultades le lleva a tomar nota de que «este es el momento del miedo, el de empezar a escribir y sentirse sin fuerzas para hacerlo, sin inspiración, con un abatimiento que no parece posible vencer. Éste es el momento que hay que salvar siempre, como se da un salto para salvar una zanja, sintiendo de golpe toda la torpeza y la cobardía del cuerpo».

La historia de la escritura de su nueva novela vertebra Días de diario, libro que se interrumpe sin más. Pero, como corresponde al género, hay en sus pocos folios escuetas anotaciones sobre otros asuntos. Me ha llamado la atención uno en especial, tal vez porque el reservado Muñoz Molina desnuda en él una habitación de su intimidad. El periódico El País le ha encargado una entrevista nada menos que a Philip Roth, pero el encuentro no puede ser más decepcionante para el español. El americano no tiene ni idea de quién es su entrevistador, y su impaciencia y casi fastidio en la hora en que permanecen frente a frente humilla y descentra a Muñoz Molina: «No tengo ya costumbre de ser tratado sin el menor rastro de la consideración que suele depararme mi nombre. No estoy acostumbrado a estar con personas del mundo literario para las que soy un desconocido. Lección difícil de humildad». Un poco más tarde reconoce, pensando en el encontronazo: «lo que me mortifica con respecto a Roth es la sensación de haber quedado como un tonto delante de alguien a quien admiro mucho. Un deseo frustrado de agradar al maestro, yo, que durante toda mi vida me he especializado en esa habilidad no siempre noble, desde que era un niño en la escuela. No ser mirado como un colega por otro escritor: ni siquiera ser visto como una persona inteligente». Una constatación lacerante que le conduce, en otro pasaje, a admitir algo que yo he leído con pena e identificación: «no sé por qué, pero a mí los complejos se me acentúan según me hago mayor». Comprendemos por ello de corazón al hombre (hasta cierto punto) sereno que se emociona por la fuerza con que le abraza en plena calle su amigo el gran escritor rumano Norman Manea. Y es que «está uno muy privado de las satisfacciones profundas de la amistad».

El recorrido del escritor por su propia vida, o por la actualidad, o simplemente por las calles de Nueva York, le abocan también al cuaderno. Así, el padre muerto poco tiempo atrás se le aparece en varios sueños, más todavía al formar parte esencial de la memoria que está convirtiendo en novela. Sus viajes en el metro le hacen toparse con unos versos de Yeats que explican mejor que un largo tratado muchos aspectos de la acción humana y del triste estado del mundo: «Los mejores carecen por completo de convicción, los peores están llenos de apasionada intensidad». Su irritación por el terrible incendio que unos domingueros provocaron en Guadalajara le lleva a dictaminar que «la irresponsabilidad cívica en España es una cosa escalofriante». Y el espectáculo cainita de la política española, que al mismo tiempo no puede dejar de atender, como ciudadano consciente que es, provoca su lamento: «La política, en países como España, es echar sal en las heridas y gasolina en el fuego, y encender hogueras donde no las había». Menos mal que la belleza del amor, la lectura y la escritura se complementan con la que le inunda cuando visita los maravillosos museos neoyorquinos o escucha una música (clásica o jazz o flamenco) que siempre le acompaña y transforma benéficamente.

Como siempre, es mejor leer el libro que esta notita mía. Sólo diré que el aire modesto y sin pretensiones de Días de diario me ha atrapado en un grado mayor que la lectura de sus grandes libros. Y es que con Muñoz Molina me sucede, dejando aparte ahora otras consideraciones (manierismo, artificiosidad y mimetismo de ciertas tramas o personajes), lo mismo que, por ejemplo, con Luis Landero. La calidad de escritura de cinco páginas de la mayoría de sus libros casi siempre me embelesa. Pero las partes son mucho mejores que el todo, y trescientas embotan mi gusto, como si me hubiera dado un atracón de exquisito chocolate. Algo que no ha sucedido ni una vez en el rato que me ha llevado devorar este cuaderno.

20 mayo 2007

Libertad

Para Borges la realidad yacía en los libros; en leer libros, en escribir libros, en hablar de libros. Íntimamente tenía conciencia de estar prolongando un diálogo iniciado miles de años atrás. Un diálogo, a su juicio, interminable. Los libros restauraban el pasado. (...) Adolfo Bioy Casares me dijo una vez que Borges era el único individuo que, en lo que respecta a la literatura, «nunca se entregó a las convenciones, al hábito o a la pereza». (...) Jamás se sintió obligado a leer un libro hasta la última página. Su biblioteca (que, como la de cualquier otro lector, era asimismo su autobiografía) reflejaba su creencia en el azar y en las leyes de la anarquía. «Soy un lector hedónico: jamás consentí que mi sentimiento del deber interviniera en una afición tan personal como la adquisición de libros».

Alberto Manguel. Con Borges. Alianza editorial.

Los blogs y la libertad de expresión

La negativa de “El País” a publicar el artículo de Fernando Savater motivó ayer que varias personas (seguro que la mayoría lectoras del periódico, como yo) trataran de manifestar su queja y enfado insertando comentarios dentro del blog de Lluis Bassets, director adjunto y responsable de sus páginas de opinión. Es cierto que ese blog trata de política internacional, pero parece muy racional que, siendo Bassets alguien que probablemente ha participado de forma decisiva en el veto a Savater, más de uno eligiera su bitácora para patentizar el rechazo. Pues bien, Bassets no permitió durante varias horas que ninguno de esos comentarios críticos pudiera leerse, hasta que, quién sabe por qué motivo, les dio vía libre al atardecer. Hoy me he fijado en que en ese blog, y antes de que a cualquiera se le ocurra meter algo, se advierte que “Los comentarios están moderados y no aparecerán en el weblog hasta que el dueño los haya aprobado”.

Este Bassets, no olvidemos que responsable de opinión en el principal periódico de España, no ha entendido nada de cómo funciona internet y mucho menos los blogs, y quiere aplicar al suyo los mismos mecanismos de selección y filtro que a la edición en papel. Rechaza así la libertad irrestricta habitual en la inmensa mayoría de las bitácoras. Además, se siente obligado a proclamar que “no tengo interés alguno en perder el tiempo ni en discutir con lectores anónimos, que se amparan en el antifaz de los nicks, y están estimulados por supuestas noticias ni comprobadas ni contrastadas, difundidas por otros blogs, en algunos casos vinculados a la competencia. Éste es un espacio de debate de buena fe, no una plaza donde pelearse y agitar para ver quien hace más ruido con sus consignas. Menos todavía para actuaciones partidistas y militantes”.

¿Quién le ha exigido que discuta con sus lectores? ¿Nadie le ha informado de que eso no es obligatorio, y de que basta con que deje libre paso a lo que cada uno escriba, por estúpido o desinformado que a él le parezca? ¿No confía en sus propios textos, que son el motivo primero por el que accedemos al blog? ¿Por qué censuró comentarios firmados con nombre y apellido y que, cuando hemos podido leeerlos, vemos que son sensatos y mesurados aunque discrepen de la decisión censoril sobre Savater? ¿Tiene intención de publicar únicamente los comentarios que él juzgue “de buena fe”? ¿Está prohibido que alguien que lea periódicos o blogs “de la competencia” pueda opinar en el suyo? ¿Sus propios textos, muy interesantes por otra parte, no son legítimamente partidistas y militantes, por ejemplo los que ha publicado sobre Sarkozy? En fin, ya puestos, ¿por qué no aclara, dada su situación en el periódico, qué pasó con el artículo de Savater?

Es ridículo y formulario, y suena falso de toda falsedad, que su nota termine con un “Gracias por leerme y gracias por participar con vuestros atinados comentarios”. ¿Cuáles son los comentarios atinados y cuáles no? ¿A quién diablos da las gracias?

Fernando Savater y la censura de "El País"

Me dicen que este artículo de Fernando Savater, que pudimos leer hace días en el sitio web de Basta Ya, la dirección del periódico "El País" se ha negado a publicarlo. Tal vez sea la primera vez que le censuran a Savater en más de treinta años de colaboración con el medio. Algo se está estropeando gravemente con la política sobre el terrorismo que lleva ZP, y a un puñado de lectores de siempre de "El País", casi el mismo periodo en mi caso, nos hace falta digerirlo y pensar qué hacer en el futuro -además de ponernos furiosos por la censura, claro, y tratar de que se difunda al máximo el texto-.

16 mayo 2007

Más nombres

Lila Downs. La cantante mexicana de moda. Su voz poderosa y cálida, y su guiso feliz de temas populares con nuevos y sorprendentes condimentos, prometían una buena tarde. Pero vino a Pamplona en baja forma, y entre la garganta dañada y la escasa pericia de los técnicos de sonido, resultó que sus músicos la tapaban y no se entendía una sílaba. Mejor nos olvidamos del directo y continuamos haciéndole voces en casa. El público, como casi siempre en el Gayarre, parecía recién llegado de la sala de profesores (y profesoras, mayormente) de una ikastola pública. Ya sé que exagero, pero sólo una miaja. Enseñantes, profesionales, abundantes funcionarios, progres y nacionalistas, todos y todas con sandalias y camiseta. Gente, no se piense, de un excelente pasar, que planea ya sus vacaciones en países exóticos, pero, eso sí, con la buena conciencia a rebosar. En ese ecosistema peculiar, de una ortodoxia estomagante, alguien no avisado puede imaginar que la lengua de Pamplona es el euskera. Por si el cantante que viene no se ha percatado -suele pasar-, siempre el más listo del euskaltegi le interpela en esa lengua. Es importante que a los forasteros les quede claro que somos muy de aquí. Lila Downs no entendía nada, pero, lista ella, olió el etnicismo y se arrancó en la lengua de su madre, india mixteca. Fue un momento de consternación. “La vida no vale nada / no vale nada la vida / empieza siempre llorando / y así llorando se acaba”, nos había recitado. Pero como su voz daba para poco y las cuerdas sangraban en los bises, tras mucho saludo en el vestíbulo de la gente maja (iepa, zer moduz, ze ba y otras contraseñas por el estilo), todos a la calle, a tomar unos potes y cumplir con el primer mandamiento del mundo moderno, el de divertirse hasta morir. La vida no vale nada.

Juan Cruz. El País ha tardado mucho en incluir blogs en su web, pero ahora que se ha lanzado no podía faltar el de Juan Cruz, un hombre siempre de la empresa y que, entre cuarenta o cincuenta ocupaciones, ejerce o ha ejercido las de reportero, corresponsal, columnista, entrevistador y tertuliano en la radio, editor en Alfaguara, alto ejecutivo y autor de una porrada de libros. ¿Pero de dónde saca el tiempo? Con su cáracter y sus contactos, está claro que Juan Cruz es la persona más adecuada para alimentar con veinte líneas al día una cierta clase de cuaderno de bitácora en apenas cinco minutos. Si yo llevara su vida, como soy más lento necesitaría el doble, diez minutos. Pero el procedimiento estaría chupado. Bastaría con, un día normal y corriente, narrar mi desayuno con García Márquez y otros escritores del boom, mi café de media mañana con Vargas Llosa mientras esperamos a Almudena Grandes hablando de los goles de Ronaldinho, el almuerzo con Carlos Fuentes en el que éste me transmitiría los saludos de Clinton, y la cena con Saramago, la conciencia vigilante de la humanidad. Entre medio, cabría una alusión a alguna de doscientas llamadas de móvil mantenidas, o cinco palabras sobre el encuentro inesperado con algún otro famoso en el puente aéreo, o referencias a mi intervención en alguna mesa redonda vespertina o a una discusión con alguno de los veinte o treinta taxistas a quienes habría parado en las calles de Madrid por la mañana o de Barcelona por la tarde. Y, al día siguiente, Gunther Grass en su casa del norte de Alemania, antes de volar a Malmoe para ver a Hening Mankell y volver pitando a opinar sobre el Getafe en El larguero. En fin, es un estilo de blog. Vladimir Nabokov, en un texto de presentación de su guión cinematográfico de Lolita, anotó los lugares, días y horas exactas de salida y llegada de sus muchos viajes, siempre con su esposa, e indicó puntualmente los números de litera o de camarote ocupados en cada tren o barco. ¿Para qué? «Si reproduzco estos detalles, y otros, recogidos en mi agenda, no es sólo por lo reconfortante que me resulta recordarlos, sino porque lamentaría muchísimo que permanecieran ignorados y desaprovechados». Pues eso.

15 mayo 2007

Nombres

Aurelio Arteta. Asistí el otro día a su charla en homenaje y memoria de Tomás Caballero, asesinado por ETA en 1998. Aurelio habló sobre —resumiendo demasiado— la clase de “justicia política” que se merecen unas víctimas en concreto, las directas o indirectas del terrorismo vasco. Fue una intervención magnífica, llena de razones y distingos (por ejemplo, entre distintos tipos de terrorismo, o entre diferentes clases de víctimas), y al mismo tiempo animada por la pasión que Aurelio lleva en sí y transmite a sus palabras y escritos. Hablar de Aurelio no me resulta fácil –aunque, justicia obliga, ha comparecido y volverá a hacerlo más de una vez en este blog—. Y es que no sólo es un amigo; es también lo más parecido a un maestro que he tenido en mi vida, en el sentido más alto que da a la palabra, por ejemplo, George Steiner. Aurelio es públicamente muchas cosas: el profesor minucioso y concienzudo que conocí en los tiempos gloriosos de Zorroaga, el ciudadano consciente que se ha tomado tan en serio, con tanto valor y tantos argumentos causas como la denuncia incansable del nacionalismo etnicista, o el autor mayúsculo de, entre otros, dos libros que es imprescindible leer antes de decir algo sobre la compasión y la admiración, sentimientos que pueden ser también virtudes morales. En fin, Aurelio, que vive aquí pero tiene unas preocupaciones y una dimensión intelectual que sobrepasan años luz las mugas de la provincia, sigue trabajando con una vitalidad estupenda. Aún nos queda mucho que aprender de él.

Rosa Belmonte. Los sábados leo el ABC, sobre todo por el suplemento de cultura, el mejor de la prensa española. En principio me pillaba muy lejos y no tenía ninguna referencia de ella, pero poco a poco me fui fijando en Rosa Belmonte, una escritora que no suele aparecer en el canon de columnistas pero que pergeña artículos formidables, por bobo o chorra que sea el tema elegido –que casi siempre lo es, la Belmonte es una especialista en hurgar en datos banales—. Su mirada no es dulce ni amable ni doliente. Pero atiende con mimo a los detalles, y lo hace poseída de un sentido del humor, una acidez y una mala leche extraordinarias. Con esas armas nos enseña la cara grotesca de ciertos famosos, de muchas costumbres modernas, de tantos tontos tópicos que circulan como mercancía intelectual de primera categoría. Encima, este sábado, y dentro de una nota nada tierna ni edificante sobre los niños, recordaba al gran W. C. Fields: “Ah, escuchar esos pequeños pasos andando por la casa. No hay nada como tener un enano de mayordomo”.

Thorton Wilder. Veo que se ha publicado La mujer de Andros, novela de Wilder que permanecía inédita en castellano.Y me acuerdo con pena de Los idus de marzo, del mismo autor. Pena porque ya la he leído tres veces, la última este verano, y no puedo a estas alturas descubrirla. Otra novela de Wilder, El puente de San Luis Rey, o Nuestra ciudad, una gran obra teatral sobre la que vi también una bonita película, me interesaron mucho. Pero se nota en este blog, supongo, que me adscribo a la corriente de los epicúreos no convencionales, aquellos que pueden decir, con González Iglesias, “La puerta del jardín no la cerramos nunca/ porque nos apasiona la política”. Y Los idus de marzo es una reflexión señera sobre el poder, y por tanto sobre las virtudes, vicios, tentaciones y peligros del político y de sus secuaces o enemigos. Cartas y notas de toda condición le ayudan al escritor americano a, más allá de la historia, imaginar un artefacto en el que aparecen, bien vivos, el carisma, la egolatría, la ambición, el sentido de la oportunidad y de la elección, y toda suerte de cálculos e intrigas. Ya digo, qué bonito sería leerla por vez primera.

10 mayo 2007

Coda sobre políticos y 'negros'

Escribo sobre los asesores y me encuentro al día siguiente en El País con datos muy apetitosos sobre Henry Guaino, un ‘negro’ muy listo que ha estado detrás de las grandes comparecencias públicas de Nicolas Sarkozy. Con sus discursos, argumentarios y consejos ha contribuido no poco al triunfo del político. La tarea era complicada: «Había que cambiar la imagen del ministro del Interior, del hombre duro, ambicioso y antipático, del policía de la porra, por la de un futuro presidente, un hombre carismático, humano, capaz de ser amado, de entrar en el imaginario del país. Guaino sentó a Sarkozy en el diván del psicoanalista y le pidió que le contara cosas, que le explicara experiencias de su infancia, que recordara instantes en los que se hubiera emocionado. El candidato recordó su visita al memorial del Holocausto, el Yad Vashem, y también el viaje al convento de Tibéhirine, en Argelia, poco después de que siete monjas trapenses fueran degolladas por fanáticos islamistas. Y también, probablemente, más de un episodio de su infancia que no ha trascendido. De aquella sesión nace el famoso 'he cambiado', una frase repetida hasta diez veces el 14 de enero (día en que Sarkozy se presentó como candidato), justificada por el hecho de "haber sufrido". El sufrimiento, la victimización. Dos elementos que han sido claves en esta campaña en la que, ante todo, estaba en juego la propia personalidad de Sarkozy, "inquietante", según se dejaba caer tanto desde el campo enemigo como —muy a menudo— desde su propio campo».
La propia noticia resulta, en sí, contradictoria con la condición esencial de un asesor, de un 'negro', el cual debe permanecer siempre en la oscuridad, fuera de los focos, innombrado. Cuando el asesor salta al escenario no sólo traiciona en buena medida su cometido; erosiona además la credibilidad de su contratador, de su jefe. ¿No estaremos contemplando en ese momento la vanidad del asesor, quien no se habrá resistido a esparcir insinuaciones entre allegados y periodistas sobre la verdadera autoría de la pieza teatral representada por Sarkozy?

Me llama la atención la profesionalidad con que Guaino se preparó para su aportación. Muchos 'negros', sea por su misma lejanía del político, sea por resistencias de éste, no llegan a conocerlo con la profundidad suficiente como para poner en su boca palabras que realmente parezcan de él. Hacen, con frecuencia, un trabajo 'estándar', afincado en los tópicos y las generalidades. En cambio, Guaino, se nos dice —supongo que figuradamente—, “sentó a Sarkozy en el diván del psicoanalista y le pidió que le contara cosas”. Ese esfuerzo de documentación tuvo una incuestionable utilidad dentro del esfuerzo de construir una hermosa careta para el político, de manera que éste pudiera presentarse en el teatro con las palabras y rasgos más apreciados por los electores. La mascarada urdida por el asesor presentó a Sarkozy como “un hombre transformado”, “humano”, “capaz de ser amado”, “sufriente” y, como es ley de hierro actualmente, “víctima” –cuántas comillas necesitan las palabras en este teatro político para adelgazarlas de engaño—. La máscara taparía su ambición, dureza, antipatía y, según han contado muchas personas que conocen al ahora presidente, iracundia. En el mercado político, en el cual la televisión gana peso sin cesar, las personas que en tiempo de elecciones despidan siquiera un ligerísimo aroma de arrogancia o irascibilidad, por muy competentes y honradas que sean, tienen las de perder. En cambio, mostrarse sufriente, y no digamos víctima, cotiza muy alto –en las elecciones y en el conjunto de la vida, claro—.

No dudo de que Segolene Royal también habrá ensayado con sus asesores las formas más adecuadas de construirse una identidad electoralmente atractiva. No veo diferencias notables, en punto a seducir, entre los diferentes políticos, todos ellos obligados a someterse a las mismas exigencias espectaculares, que en Francia han incluido, más allá de las cualidades “personales” citadas (se posean verdaderamente o no, eso poco importa), una definición entusiasta sobre la identidad, Francia, su origen y su destino. Así que me quedo con unas palabras de Zygmunt Bauman en su libro Modernidad líquida: «Ahora que el reino de la política se reduce a la confesión pública, a la exhibición pública de la intimidad y al examen y censura públicos de las virtudes y vicios privados; ahora que el tema de la credibilidad de la gente en público reemplaza la consideración de qué es y qué debería ser la política; ahora que la visión de una sociedad buena y justa está ausente del discurso político, no es raro que (tal como observara Sennett hace ya veinte años) las personas “se conviertan en espectadores pasivos de un personaje político que les ofrece sus sentimientos y sus intenciones, en vez de sus actos, para que los consuman”. Sin embargo, los espectadores no esperan mucho más de los políticos, tal como sólo esperan de otros personajes ante las candilejas nada más que un buen espectáculo. Y así el espectáculo de la política, al igual que otros espectáculos públicos, se convierte en un mensaje incesante y monótono que repite y repite la prioridad de la identidad sobre los intereses, o en una constante lección pública que reitera que la identidad es lo que importa, y que lo que cuenta es quién es cada uno y no lo que hace».

08 mayo 2007

Zapatero, versión oficial

Hace tiempo trabajé como asesor de un político. Fue sólo un año, pero me pareció que habían transcurrido décadas, repletas además de jornadas laborales de doce o catorce horas. Es un desempeño de límites imprecisos, en el que los cometidos se perfilan al albur de las necesidades del jefe. Redactas sus discursos o sus intervenciones parlamentarias, escribes prólogos de libros o catálogos, o artículos de opinión, textos que firmará él, o bien informes reservados sobre asuntos pendientes o problemones que surgen de pronto; le organizas asimismo algunos viajes, con programa de encuentros, encaje de bolillos protocolario y hasta reserva de restaurantes; eres el intermediario con otros jefes menores que te transmiten sus quejas o a los que hay que hacer entender lo que el mandamás desea; gestionas peticiones, enchufes o reclamaciones de gente de lo más variopinta; te conviertes en interlocutor especial de ciertos periodistas, para los que a veces ejerces como garganta profunda; llamas a personas con quienes hay pendencias, por lo que es conveniente negociar, pero que el jefe no quiere ni ver... No sé, por ahí van las cosas. Aunque es cierto que el elenco de cometidos se amplía en ciertas personas en curiosas direcciones. Conocí asesores que exhibían cualificaciones más resultonas, del género amigotes de timba o karaoke en las noches del político, o títulos poco universitarios, del estilo correosos secuaces a la hora de ingerir espirituosos de más de cuarenta grados, o expertos en peinados o en nudos de corbata. En general, el asesor es también alguien con quien el jefe se desprende de la máscara oficial, cambia de registro verbal hacia zonas más populares de la lengua y da rienda suelta a su ironía, sarcasmo o furia con adversarios, alcaldes y concejales, subordinados y correligionarios (ya dijo Andreotti que en la vida hay tres clases de personas: los amigos, los enemigos y los compañeros de partido).

Aprendí mucho, y la experiencia espoleó mi reflexión sobre las formas concretas que adopta el ejercicio del poder, aun en un ámbito modesto. Me ayudó a pensar, por ejemplo, en la distancia que media entre las palabras públicas y las privadas, o en la dificultad de calibrar las situaciones en su verdadera complejidad, o en el instinto que es preciso desarrollar para saber cuándo y cómo actuar frente a un determinado problema, e incluso en cómo retroceder ante las resistencias a un proyecto, o en la manera en que hay que medir los tiempos y prever las reacciones de los actores políticos y sociales. Creció entonces mi pasión no sólo por el estudio de los grandes pensadores del arte de lo posible –Maquiavelo siempre al fondo-, sino también, más humildemente, por las películas o series o libros que muestran la relación entre los dirigentes y sus asesores, sean estos jefes de gabinete o de prensa, expertos en comunicación o como quiera llamárseles.

En el caso de los libros, es sabido que los propios políticos, cuando se embarcan en la tarea de rememorar su andadura, se deslizan muchas veces hacia el repertorio de justificaciones y autoalabanzas –hay excepciones excelsas, faltaría más; me viene a la cabeza un modelo en castellano, la potencia descriptiva y reflexiva de Azaña-. En cambio, el testimonio de quien ha permanecido a su lado suele aportar una mirada más objetiva, más descarnada o cruda de las costumbres, elecciones, justificaciones o miserias del que manda. Franco, sin ir más lejos, hubiera perpetrado unas memorias autocomplacientes y bien trufadas de las obsesiones que anidaban en su pequeña alma, y por tanto a la medida de su estatura moral (no hay más que ver su guión de la película Raza, festín para cualquier psicoanalista). Su primo, Franco Salgado-Araujo, registró sin embargo un arsenal de datos que ayudan a entender más ricamente lo terrible y grotesco del tipejo de Ferrol y el tiempo que protagonizó.

Viajando con ZP, un libro de Javier Valenzuela (editorial Debate) recién editado y sobre el que me abalancé, decepciona profundamente. Valenzuela fue durante veinte meses el jefe de prensa de Rodríguez Zapatero para las relaciones internaciones. Le acompañó en ese periodo en sus más de cincuenta viajes a distintos países, asistió a casi todas las entrevistas oficiales de Zapatero con mandatarios de todo el mundo, le asesoró y fue una suerte de portavoz en su área, al tiempo que le organizaba los encuentros con periodistas de medios extranjeros que visitaban la Moncloa. Estuvo por tanto en situación de hablar muchas veces con el presidente, sus ministros y otros colegas asesores, de vivir los intríngulis de sus reacciones y decisiones. Y le tocó escuchar, no cabe duda, reflexiones y anécdotas que podrían regalarnos claves para entender mejor a los políticos que tuvo próximos, empezando por el propio protagonista del libro.

Casi nada de eso asoma en el volumen. Valenzuela anuncia al comienzo que se ha guardado información. Ya se nota, ya. El Zapatero del libro, esa marca ZP que actúa como reclamo en el título, sólo comparece aquí en el escenario, nunca en las bambalinas. El autor dice que “el presidente del gobierno español es mejor en privado que en público, donde cierta timidez parece envararle, dándole a veces un aire frío y destartalado”. Sin embargo, el personaje que nos encontramos leyendo a Valenzuela sólo compone la figura oficial, y a lo largo de las páginas emite casi en exclusiva la clase de declaraciones genéricas y de buenas intenciones que se evacuan de normal tras las entrevistas con otros mandatarios. Las transcripciones de reuniones entre jefes de estado o de gobierno están preñadas de idéntico tono diplomático, entendido este adjetivo como sinónimo -lo dice el diccionario- de circunspecto, sagaz, disimulado. Uno barrunta, mientras lee, que si nadie habla con más claridad, esas reuniones al más alto nivel en la política internacional son una turrada. O eso, o que se nos ha escamoteado aquello que hubiera tenido un tono más personal y sabroso, los fragmentos de discurso más sutil, o más crudo, que, seguro, los políticos se arrojan en sus encuentros.

Es verdad que en algunos momentos, y dentro del espíritu nítidamente elogioso que muestra Valenzuela hacia la figura y actuación de Zapatero, se espolvorean apuntes críticos. Este, dice el autor, no sabe trabajar en equipo ni repartir responsabilidades con orden y concierto, y es bueno en la corta distancia y en la visión estratégica pero no tiene una visión a medio plazo de los problemas, a meses vista, con lo cual puede acabar liquidándolos a matacaballo (como aconteció con el estatuto de Cataluña). Todo ello, según Valenzuela, es fruto de la sensación que transmite de disfrutar de una excesiva seguridad en sí mismo y una igualmente desmesurada confianza en su suerte, en su baraka. Pero esas gotas de acíbar están aisladas, no guardan relación con lo narrado en el resto del libro ni se deducen de lo que en él se explicita.

Valenzuela reserva un gran lujo de detalles, el grueso del texto, a su propia idea de una determinada política exterior, que identifica con la del mismo Zapatero. En ese rimero de análisis –sobre las prioritarias relaciones con Europa, América Latina o el Magreb, o sobre la guerra de Irak y las tormentas con Bush y sus neocons, o acerca de la necesidad de respetar la política interna de cada país, por distantes ideológicamente que se hallen sus dirigentes, sean estos Putin, Berlusconi o Buteflika, por ejemplo-, que no dejan de albergar interés por momentos, se consume el libro. Pero, ¿y Zapatero? ¿Dónde está? ¿Es un hombre que habla en privado como si se estuviera dirigiendo a la asamblea de la ONU? ¿Nunca cambia de registro? No lo creo, por su bien y el nuestro.

Únicamente nos está permitido asistir a la política espectáculo, a la que iluminan los focos, al universo tedioso de las ruedas de prensa y las declaraciones oficiales. Nunca oímos una palabra que no sea protocolaria, no atisbamos otra verdad, no se nos regala ni una charla off the record. Así que nada raro resulta, a la postre, que Valenzuela facilite un día en Barcelona a Chirac y Zapatero que, como es costumbre de hace mucho tiempo en Berlusconi, se maquillen antes de presentarse ante los medios. No sé por qué muestra Zapatero cierta renuencia. Por obra de Valenzuela, su maquillaje en este libro, como el del resto de dirigentes que aparecen, abarca mucho más que el rostro.

04 mayo 2007

Juan Antonio González Iglesias

Javier Fresán, que atiende a tantas cosas, y a todas muy bien, me deja leer una preciosa entrevista que le ha hecho al poeta Juan Antonio González Iglesias con motivo de la aparición de su último libro, Eros es más. La euforia de la lectura me conduce de nuevo a dos libros anteriores de González Iglesias, Esto es mi cuerpo y Un ángulo me basta. El título de este último viene de un verso de la Epístola moral a Fabio que Andrés Fernández de Andrada escribió a comienzos del siglo XVII. Un ángulo me basta lo descubrí un tórrido día estival de 2003, y se convirtió para mí en un texto de guardia y auxilio, como las farmacias, o como una puerta de socorro. Al mes siguiente tuve la fortuna de toparme por dos euros con la impecable, agotada y para mí desconocida edición que el sello Crítica dio a la luz hace años de la Epístola. En ella, además del largo poema de Fernández de Andrada se encuentran páginas muy penetrantes de Dámaso Alonso y Francisco Rico, dos sabios de la filología y el análisis literario.

Este conjunto de cabos que se han ido entrelazando en mis lecturas tiene mucho que ver con el aliento que quisiera insuflar a este intermitente blog. Por eso le puse el nombre que lleva, con el ánimo horaciano que González Iglesias anuncia en el prólogo de su libro. Ahí dibuja cabalmente un programa vital —otra cosa es que en mí tal programa no pase de ser una aspiración, una tendencia llena de retrocesos y contradicciones—. Ángulo, dice el poeta, «es un hermoso término romano para nombrar nuestro lugar en el mundo. Las dos líneas que lo delimitan muestran de modo geométrico nuestra búsqueda de la felicidad. En todas partes –dice el proverbio latino— busqué la tranquilidad, pero en ninguna la encontré, sino en mi rincón y con un libro. Ángulo es el lugar para la serenidad, porque, entre otras cosas, es el lugar para la lectura». En nuestro idioma, termina, «un ángulo me basta sigue siendo una expresión sencilla y algo enigmática. (...) Sigue indicando desentendimiento de las vanidades del mundo y protección frente a sus amenazas».

Me gustan y conmueven los poemas de González Iglesias. Así que me voy a permitir reproducir uno, que además bascula en buena medida sobre esos objetivos que tantos buscamos. La felicidad libre de euforia es la felicidad que casi no se nota pero nos regala serenidad, la tranquilidad de los días sin dolor que tejen una trama humildemente gozosa.

Una felicidad libre de euforia

Dame pobres placeres repetidos,
no un único diamante en la memoria (José Luis García Martín)


Existe
una felicidad libre de euforia,
una felicidad
sostenida de días, que suceden
sin sucederse, libres
de vértigo también,
una felicidad que no atrae
la atención de los dioses, porque apenas
es. Los que la transitan,
paso a paso, no notan el camino.
Una felicidad sin entusiasmo,
sin acontecimientos. El amor,
como el sol en la fronda, se difunde
humildemente.
Esos días el sueño significa
dormir, más que soñar. En sus dominios
nunca hay que levantarse a medianoche
para limpiar las sábanas de arena,
porque no ha habido playa
ni combate. Mas sí serenidad
de otra manera,
como lo que perdura. Y no es inercia.
Ni llama. No hay herida,
y no ciega la espada al mensajero.
Últimamente pienso mucho en esto.
No sé si la he tenido. No recuerdo.
He encontrado dos líneas en que pido
una felicidad libre de euforia.
Y, si no la he tenido, me pregunto
por qué sé describir tan justamente
ese país en el que nunca he estado.

El modelo british y sus enemigos

Inquieta mucho a los nacionalistas vascos que en la enseñanza pública navarra el gobierno pueda impulsar con vigor el modelo lingüístico british, que combina como lenguas vehiculares del aprendizaje el castellano y el inglés, esta última con un 30 o 40 % de presencia en las clases. Temen que haya familias que lo encuentren mucho más atractivo para sus hijos que el modelo D, de inmersión en el euskera, que los nacionalistas llevan años defendiendo como el único válido.

¿Válido para qué? Pues sobre todo para que los alumnos acaben aprendiendo más o menos euskera, claro, según ellos la lengua propia de Euskal Herria, aunque no sea la materna ni la de uso habitual de más del 85% de los navarros. Y válido, tal vez por eso mismo, para contribuir a ciertos objetivos políticos esenciales. Como suele decir un amigo, el euskera es un idioma que viene con los contenidos puestos, como de fábrica. Y en Navarra, de modo particular, se trata de que la conciencia nacionalista vasca se fortalezca y extienda, de modo que se asienten las bases de la tan anhelada unión política de la gran Euskal Herria. Al final, como ha escrito Manuel Montero, el quid se halla en avanzar en la construcción nacional, o sea, en “amoldar la sociedad conforme a los esquemas que según los criterios nacionalistas son los propios de la identidad vasca”.

¿Y si hay padres que se siente atraídos por el modelo british? A ellos tal vez les deje fríos tanta construcción y tanta identidad, y deseen simplemente que sus retoños estudien en un modelo que podría proporcionarles un cierto dominio de la lengua inglesa, cada vez más imprescindible para encontrar trabajo y relacionarse en este mundo ancho y ajeno. En su ignorancia, pueden pensar esos padres que el inglés es la llave que permite acceder a una inmensa habitación, llena de riquezas y posibilidades de comunicación, mientras que el euskera, en fin, abre un habitáculo diminuto.

Como estas aspiraciones le estropean al nacionalismo sus designios, el tono del artículo del Diario de Noticias de Navarra donde leo la noticia es de un insidioso y despectivo que deja bien claras las intenciones prohibicionistas que le excitan. No quieren que coexistan modelos, sino que se eliminen los que no les agradan. Su plan, como decía Montero, “implica una notable agresividad”, dado que nos hallamos ante “un proyecto de actuación social que pasa por eliminar pluralidades e identidades, hasta que quede tan sólo la ‘personalidad colectiva’ del gusto del nacionalismo”.

En este ánimo coinciden todas las ramas del nacionalismo vasco. El periódico, tan proclive a la coalición Nafarroa Bai, echa mano sin remilgos, en su andanada contra el modelo british, de los juicios de dos miembros bien conocidos de Batasuna. Ahora que se habla tanto de las expectativas prometedoras de Nabai en las próximas elecciones, no puedo por menos que atender a las intenciones del vocero: “está por ver si el nuevo Gobierno que salga de las elecciones mantiene esta línea”. El nuevo gobierno con Nabai dentro, claro.