31 diciembre 2008

Charlatanería sobre el siglo veintiuno

Cuenta Yasmina Reza en su libro sobre Nicolás Sarkozy que un día, entre bambalinas, antes de que Sarkozy intervenga en el mitin que le toca, están charlando casi en susurros el entonces candidato a presidente y Henry Guaino, redactor de sus discursos más notables. En un momento de exaltación el político le dice a Guaino:

«Henry, mi discurso del 15 ante los jóvenes, quiero ser completamente distinto, me gustaría empezar diciendo que quiero ser el presidente del siglo veintiuno…

Me río (dice Yasmina Reza).

(Sarkozy) -Te ríes. Vete a la mierda. ¿Sabes lo que quiere decir eso?

Y más tarde, en un aparte:

-Yasmina Reza, ¿me dirás por qué te hace reír lo de presidente del siglo veintiuno?».

Hoy, mientras como algo, escucho La ventana en la cadena Ser. Previamente al pequeño diálogo filosófico semanal entre Manuel Cruz y Manuel Delgado, han estado hablando otras personas de Cuba, en un tono ciertamente crítico con el régimen de los ancianos totalitarios (¿o eran revolucionarios?) que copan el cogollito. Manuel Delgado, molesto con el tono de lo que ha venido oyendo antes de entrar él en antena, se lanza a una defensa del régimen castrista que en pocos segundos es tórrida. Cuando le van a cortar, habla de Cuba como de «el socialismo del siglo XXI».

Yo recuerdo entonces la definición de Harry Frankfurt de bullshit, lo que podríamos traducir más o menos como charlatanería. Palabras o expresiones basura para referirse a algo que no es verdad ni mentira. Es peor. Corrupción semántica y moral del lenguaje.

30 diciembre 2008

Eduardo Galeano

En Los años contados, las memorias de José Luis Giménez Frontín, aparece Eduardo Galeano, de quien el autor cuenta una sabrosa anécdota. Eduardo Galeano… Su nombre fue importante para mí hace muchos años, cuando leí Días y noches de amor y de guerra, conjunto de fragmentos sobre amor, literatura y mucha política que saboreé de a pocos, con delectación. Galeano, exiliado entonces en España, después de haber tenido que salir a la carrera de su país, Uruguay, en 1973, y seguidamente, con la muerte en los talones, de Argentina al comenzar la dictadura militar en 1976, era ya una figura muy notable de la izquierda intelectual latinoamericana. Una izquierda, claro, castrista, revolucionaria, filocomunista. Cuando a mediados de los ochenta leí su libro más conocido, Las venas abiertas de América Latina, ya no veía las cosas tan claras como años antes, y no fue difícil encontrar, entre la evidencia morosamente detallada de los horrores indudables que los yanquis habían cometido con tantos países del centro y el sur del continente, más de una simpleza, más de una omisión, más de una generalización radicalmente discutible.

Con los años, Eduardo Galeano dejó de interesarme. Lo que he leído de él después me ha parecido flojo, brumoso, de un tono más o menos blandengueseudopoético. No me interesan los vehículos narrativos de los que se vale: fábulas con moraleja, historietas siempre bien dirigidas en el mismo sentido ideológico. Su último gran éxito, Espejos, una suerte de recorrido por la historia que arranca en la noche más remota de los tiempos, me pareció, hasta donde llegué, un catecismo para progres, un prontuario con las píldoras que la gente maja debe tragarse sobre la marcha y el sentido del devenir humano.

La anécdota que presenció Giménez Frontín (vástago rebelde él mismo de de una familia ranciamente burguesa y acomodada en el franquismo) me interesa porque no rezuma sangre, traición, lucha o miseria trágica. No, va de algo mucho más corriente y civil, y por lo mismo más elocuente.

“De pronto Galeano –recuerdo que lucía una americana de muy buen corte y una deslumbrante camisa color salmón de pura seda, naturalmente sin corbata— tal vez en respuesta a una pregunta de alguno de sus jóvenes oyentes, fuera verdad o sólo calculado guiño al auditorio, el caso es que soltó que él siempre se las había ingeniado para no pagar impuestos, eludiendo así conceder su apoyo moral y patrimonial al Estado. Al punto me acordé de aquellas memorables comilonas de Navidad de mi infancia, donde Galeano habría cosechado el más cerrado aplauso de todos los adultos. En el auditorio de la Pedrera, nadie se escandalizó, nadie le preguntó quién pagaba entonces en Uruguay la sanidad, las comunicaciones o la enseñanza. Nadie observó que la conversión de los ciudadanos defraudadores en ciudadanos solidarios era sencillamente obscena. Todos los presentes se mostraron encantados y, como dignos nietos de la burguesía de los años cincuenta, aplaudieron con indecible entusiasmo” (José Luis Giménez-Frontín. Los años contados)

09 diciembre 2008

Soluciones de izquierda

En El Mundo escriben sobre una concentración el día 6, en Donosti, de Ezker Batua –los chicos de Javi Madrazo, para entendernos- en la cual otro dirigente del grupo, Mikel Arana, reclamó una reforma del texto constitucional. La reseña contiene este fragmento:

(Mikel Arana) denunció que la sociedad se encuentra ante un ‘auténtico fraude constitucional’, porque ‘han vaciado de contenido’ la Constitución de 1978 ‘en todo lo que tiene que ver con el modelo de Estado, los derechos sociales y la planificación económica’, recortando así las competencias de las autonomías (las negritas son mías). ‘Desde el búnker constitucional que han construido PP y PSOE han usurpado competencias a las CCAA’.

Supongo que el salto argumentativo que he subrayado, y que convierte el párrafo en disparatado, hay que cargarlo en el debe de la escasa pericia sintáctica de la periodista. En todo caso, le viene que ni pintado a esta Izquierda Unida de Madrazo, completamente sometida a los dictados de Ibarretxe. Porque vamos a ver: las promesas incumplidas de la Constitución, si las miramos desde el ángulo de la izquierda, ¿se solucionan con más competencias de las autonomías? ¿Esa es de verdad la gran tarea pendiente en el desarrollo constitucional? Y eso lo dicen los de Ezker Batua, estas luminarias de la izquierda, el mismo día en que, en la página siguiente, nos enteramos de que Ibarretxe gastó apenas 124.000 euros en un viaje a la República Dominicana y Argentina en octubre pasado, con un séquito de 19 acompañantes. Menos mal que, “entre otros aspectos”, Ibarretxe dio a conocer a los mandatarios de esos países “nuestras propuestas de lucha contra la crisis”. Más competencias, sí.

08 diciembre 2008

Lo que todo militante debe leer

Diario de Noticias traía el domingo un reportaje sobre los veinte años de la editorial Txalaparta. Leyéndolo, un lector desinformado podría pensar que Txalaparta es, sin más, una editorial independiente, es decir, no vinculada a los grandes grupos, al estilo de otras pequeñas pero tan valiosas como El Asteroide, Impedimenta o Periférica. En ningún momento del texto la periodista –sea por la ya habitual ignorancia de muchos jóvenes, sea por militancia- alude a un dato fundamental: Txalaparta es una editorial muy directamente ligada al proyecto político de Batasuna. Su responsable es un ideólogo agresivo y notable de esta formación, y en Txalaparta han ido saliendo, en estos años, libros de etarras como De Juana Chaos o Iñaki Gonzalo, historias de eta laudatorias a más no poder, biografías de jefes de la banda como Argala (en realidad, más una hagiografía que otra cosa), o memorias de dirigentes batasunos como Jokin Gorostidi o Jon Idígoras.

Es cierto que Txalaparta ha publicado a otros muchos autores. Pero la inmensa mayoría son o bien escritores españoles que apoyan explícitamente la lucha de Batasuna y la de los pistoleros, o bien autores muertos que ya no pueden decir nada sobre dónde ser editados, o bien autores (por ejemplo, muchos latinoamericanos) que participan activamente de esa mezcolanza de antiimperialismo, guerrillerismo, peronismo matonil, izquierdismo cubano, chavismo y, en fin, nacionalismo radical y terrorista, que anima a diversos grupos en todo el mundo.

Txalaparta cumple una misión nada baladí en la tarea de cohesionar ideológica y vitalmente a la comunidad del nacionalismo terrorista vasco. Dentro de sus posibilidades, elige muy bien a los autores que un militante o simpatizante de esa comunidad debe leer, esos autores que reforzarán su adhesión vibrante a la causa. En un reciente libro de Constantino Bértolo, marxista estalinista de los que quedan pocos, hay una defensa, precisamente, de la utopía política que él denomina una comunidad. Es una utopía que, visto lo visto en los últimos cien años, me atrevo a calificar de totalitaria, pero que, sin embargo, creo que encaja muy bien con lo que representa el pequeño mundo del establo nacionalista batasuno. Un mundo cerrado y autosuficiente en el que el tibio calor comunitario proporciona, al menos a los más brutos o carenciales, seguridad y certidumbres frente a los embates del exterior. Periódicos, radios, grupos musicales, boletines, herrikotabernas, acampadas, manifestaciones y otras concentraciones rituales, posibilidades de ligue y editoriales como Txalaparta, son algunas de las formas de socialización que integran armoniosamente a sus miembros en la comunidad, una comunidad en la que siempre está claro quiénes son los héroes y los mártires, pero también los herejes y renegados. Una comunidad en la que está siempre claro qué es lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo aceptable y lo inaceptable.

Una última nota: en el reportaje se habla de algunos de los libros que mayor éxito han dado a Txalaparta. Me llama la atención que no aparezca en esa lista la escritora nicaragüense Gioconda Belli. Su novela La mujer habitada fue, sin duda, un pequeño bestseller para Txalaparta en sus inicios. Pero Gioconda Belli hace años que, como otros veteranos sandinistas, denunció la deriva de tipejos como el violador Daniel Ortega, presidente ahora de nuevo de Nicaragua tras unas elecciones amañadas, corrupto y repulsivo pero amigo del faro de la revolución mundial, Hugo Chávez. ¿Es casual el olvido de Gioconda Belli en este reportajillo sobre Txalaparta?

“Entiendo por comunidad un conjunto de personas que no sólo viven en común, sino que participan activamente de una misma visión de sus vidas y comparten por ello una escala de valores. Una comunidad política y no una simple comunidad “natural”. La comunidad como un espacio social dotado de las siguientes características: capacidad para legitimar los actos de cada uno de sus componentes; capacidad para definir lo bueno y lo malo por encima de los criterios personales; presencia de un proyecto común desde el que delimitar la bondad o la maldad. La comunidad sería ese espacio donde se funden la vida privada y la vida pública (…) Esto implica que la comunidad actúa como un espacio legitimado para imponer criterios. Si no hay criterios, o si el criterio reside en que no haya criterios, no puede haber comunidad”. (Constantino Bértolo. La cena de los notables. Páginas 159-160)

25 noviembre 2008

Debatir en la red

Desde hace tres años estoy suscrito a Apuntes, una lista de correos (electrónicos) donde se debaten cuestiones de lenguaje. Es la más conocida y veterana en este ámbito, me parece, y fue creada por la agencia Efe, aunque ahora la mantiene y modera la Fundación para el Español Urgente, Fundéu, que nació a partir de la agencia, con dinero del BBVA, y que ofrece servicios de asesoramiento lingüístico a particulares, empresas e instituciones. En estos momentos unas cuatrocientas personas podemos enviar y recibir correos en Apuntes (subscribirse es muy fácil, no se exige ningún requisito, pero los moderadores pueden expulsar a quien burle con descaro los objetivos de la lista). En la práctica son muchos menos quienes plantean dudas y aportan sus criterios u opiniones. La mayoría intervenimos muy esporádicamente; nos limitamos a leer, con más o menos atención, los correos que circulan, y que pueden ser diez los días más silenciosos y sobre cincuenta los de mayor calor participativo.

En Apuntes he asistido a polémicas largas y encarnizadas sobre, sin ir más lejos, el uso de las maýusculas —la mayusculitis, convertida en una plaga del lenguaje administrativo y pomposo, tal vez es la enfermedad que más dudas y enconos suscita en Apuntes—, la introducción en el castellano de vocablos o giros provenientes del inglés, el sentido diverso de determinadas palabras en España y en los países americanos, la mejor forma de verter al castellano expresiones de otras lenguas, el empleo pertinente de cada preposición, e incluso sesudos debates sobre el subjuntivo o los complementos directos e indirectos. En todo caso, Apuntes me permite conocer con frecuencia opiniones muy bien argumentadas, correos espléndidos con los que he aprendido algo de sutilezas lingüísticas, o de lo que es correcto e incorrecto en la lengua que usamos a diario. Apuntes reúne a personas de un montón de países (España, Argentina o México, pero también Finlandia, Canadá o Italia), enzarzadas en un debate riguroso y animado.

En Apuntes, como en cualquier grupo de discusión presencial o virtual, hay criterios con más peso que otros, opiniones que según de quién vengan son aceptadas o comentadas con más o menos respeto. No tiene la misma audiencia, por fijarnos en un ejemplo extremo, un correo de José Martínez de Sousa, el santón de todos los que trabajamos en labores editoriales, que el de un chico que se inicia como traductor freelance con 25 años. Eso es normal, porque, en efecto, la manera de argumentar de Sousa y del joven no poseen habitualmente el mismo rigor, o no están sustentadas por la misma cantidad y calidad de información. Como también es lógico hasta cierto punto que algunos lingüistas o periodistas latinoamericanos hayan abandonado la lista, al advertir en varios de sus pesos pesados (ligados a la RAE o a Efe), con razón o sin ella, un signo muy castellanista, muy defensor de la norma del castellano de España frente a sus variedades americanas.

Pero lo que más me llamó la atención en Apuntes fue, desde el principio, el modo en que si bien se trata de una lista “poco conflictiva”, hay personas en ella con una habilidad portentosa a la hora de esparcir discordia con sus mensajes. Antes que Apuntes, conocí Editexto, otra lista para correctores y locos del lenguaje, organizada por personas que habían desertado, enfadadas, de la lista de Efe. Pero en Editexto brotaron enseguida, junto a intervenciones notables, conflictos y roces que la llevaron a morir por abandono de muchos de sus mejores elementos. Y es que en ella mandaban correos, y además con una asiduidad elevada, gentes que, por encima o debajo de su indudable saber, incluso de su brillantez descollante, introducían frases tan despreciativas hacia el discrepante, marcas o detalles de tal agresividad o desdén, que provocaban con presteza respuestas dolidas, airadas o insultantes, o sencillamente la huida de la lista de los atacados. A la manera del protagonista de Reunión, el cuento de John Cheever que cité aquí hace menos de dos meses, su manera de dirigirse a los demás, en este caso por escrito, envenenaba cualquier intercambio intelectual.

Recuerdo, por dar un ejemplo relativamente conocido, a Carlos Manzano, excelente traductor al castellano de autores como Proust, Celine, Henry Miller, Giorgio Bassani et al, pero autor de correos tan despectivos, agrios y dogmáticos que, triste fama la suya, ha sido expulsado de todas las listas en las que ha querido colocar sus opiniones. Manzano, o la misma coordinadora de Editexto, Silvia Senz, una verdadera experta en trabajos editoriales, u otros más, eran con frecuencia adictos al correo destemplado o brutal. Y no se trataba, me interesa distinguir, de que enviaran mensajes hirientes porque habían caído presas de ese calentón que el correo electrónico facilita por su misma inmediatez, y que constituye un verdadero peligro en las relaciones laborales o personales. No, en ellos era algo más asociado a su manera habitual de afrontar cualquier debate intelectual. Cuando Editexto desapareció, varios de estos belicosos retornaron a Apuntes, pero pronto volvieron las broncas, así que fueron expulsados nuevamente por los moderadores o abandonaron motu proprio.

Menos mal, insisto, que en Apuntes hay aspectos mucho más aprovechables. Por ejemplo, siempre he admirado los correos de un tal Vazman, que no sé quién es ni falta que me hace. Son mensajes muy bien trabados, de indudable vigor argumentativo. Pues bien, este Vazman alimenta, hace un tiempo, otro blog, Historias de Hispania, donde da rienda suelta a su saber histórico (él dice que de puro aficionado). Ahí firma como Juan de Juan. El otro día Vazman-JdJ colgó un post gigantesco, un texto que en PDF ocupa 96 páginas, sobre los últimos meses de Franco y su régimen, con especial atención al mes y medio agónico y final. Me parece que, sin decir nada nuevo, el texto de Vazman es un resumen sobresaliente del mundo postrero y grotesco del dictador.

19 noviembre 2008

Justicialismo

“El juez Baltasar Garzón ha fracasado en su intento de escarnecer treinta años de democracia haciendo resonar las trompetas del Juicio Final a la dictadura de Franco.

El objetivo de la altisonante causa general contra el régimen militar y nacionalcatólico era claro. Se trataba de presentar a los líderes políticos de la transición, y a los que han venido después, como unos cobardes incapaces de ajustar cuentas con la tiranía. Sin riesgo alguno, puesto que ninguno de los autores del golpe de estado del 18 de julio de 1936 sigue con vida, se trataba de contraponer dos categorías, dos estaturas morales: el nervio de un juez sin fronteras frente a la necesaria imperfección y provisionalidad del compromiso histórico. La eterna y obsesiva peregrinación en pos de lo absoluto ante la accidentalidad de la política democrática.

Esa es la clave del moderno justicialismo: el empequeñecimiento de la política en beneficio de una nueva alianza entre la judicatura y la opinión pública. Una mediática refundación de la antiquísima figura romana del tribuno de la plebe (…) Como todo moralismo exacerbado, el justicialismo tiene gran capacidad de perforación social. Pero la historia de España, densa, trágica, compleja y contradictoria, es dura de roer. Su simplificación no es nada fácil. La política imperfecta ha triunfado esta vez y ello es una buena noticia ante los tiempos ásperos que se avecinan”.

"Tropieza el justicialismo". Enric Juliana. La Vanguardia, 19 de noviembre

16 noviembre 2008

La memoria de las nietos

A mi abuelo lo mataron en la guerra. No era un hombre de partido, ni siquiera estaba afiliado a la UGT. Pero sí era, de una manera elemental y entusiasta, un hombre de izquierdas. Y era además concejal de su pueblo, Larraga. Huyó en cuanto comenzó la sublevación y estuvo escondido un mes, hasta que lo detuvieron, casi seguro porque lo había denunciado alguien de su mismo pueblo, o puede que de su familia. Lo trajeron a Pamplona, y en la cárcel permaneció hasta la primera semana de noviembre. Entonces lo liquidaron, con otros, en una cuneta cerca de Ibero.

Esta es la versión que he ido construyendo a lo largo de mi vida. Hay datos comprobados, como el fusilamiento en Ibero, porque a principios de los años ochenta los restos de ese grupo de asesinados fueron exhumados y los huesos de mi abuelo están ahora enterrados en Larraga. Pero de su huida del pueblo y del mes que estuvo escondido me faltan todos los detalles, y lo que conozco lo he sabido de mala manera, porque no era un asunto del que se hablara mucho en casa. Las familias, ya se sabe, están llenas de silencios, conversaciones veladas y alusiones.

Tenía cinco hijos. Mi madre, la mayor, tuvo que ponerse a servir con diez años, y por supuesto ninguno de sus hermanos tuvo posibilidad de estudiar. No sé cuál hubiera sido la situación económica de la familia con el padre vivo; pero lo cierto es que, sin él, vivieron años de enorme estrechez. Mi madre pasó los años cuarenta en Olite, en una casa de gente con más ínfulas que posibles y generosidad. A mí me parecía un milagro (pero suele ser un milagro bastante habitual en los seres humanos) que cuando hablaba de aquellos años contase penurias y resignación, pero también muchos momentos de alegría, de disfrute, pese al mucho trabajo, la pobreza y el alejamiento de su familia; que hablase, pese a todo, de placeres básicos, de las ilusiones modestas que nadie pudo arrancarle ni entonces ni después.

Mi abuela, la viuda, nunca hablaba de la guerra o la posguerra, y no tenía conciencia política. Pero sí la recuerdo pesarosa por un detalle que marcó sus últimos años: al haber sido su marido “paseado” por rojo, no tenía pensión de ninguna clase. Y cuando abandonó el pueblo, porque todos los hijos e hijas ya habían tenido que buscarse la vida en Pamplona y Bilbao, no le quedó más remedio que estar muchos años alojada de casa en casa, siempre sin dinero propio. Murió pocos meses antes que Franco.

Si la dictadura franquista no hubiese durado tanto, las reparaciones se habrían hecho en su verdadero momento, cuando tenían pleno sentido y la memoria auténtica, la personal, la de cada viuda o represaliado, estaba en carne viva porque se hallaba vinculada directamente a los destrozos sufridos. Si al acabar la segunda guerra mundial, o cinco años más tarde incluso, el régimen hubiera sido derribado con ayuda internacional, habrían podido restituirse a su debido tiempo derechos, libertades, propiedades, cadáveres. Pero nada de eso sucedió. Por el contrario, Franco siguió controlando sin piedad ni especiales sobresaltos la situación, los años fueron pasando, muchas viudas e hijas, muchos detenidos o depurados, fueron haciéndose viejos y muriendo, y el país fue cambiando. No es que los tormentos de la represión se olvidasen por entero, claro que no, pero la memoria del horror y los crímenes, dentro del conjunto de preocupaciones que se tenían en 1975-77, ya no tenía el mismo peso ni sentido que en 1939, 1945 o 1950. ¿No es comprensible que el tiempo hiciera una labor de zapa implacable y al mismo tiempo misericordiosa? ¿Cómo va a ser lo mismo lo simbólico, lo de segunda o tercera mano, que lo real? Más en concreto: ¿cómo va a ser igual la memoria de los protagonistas que la de los hijos o nietos, la que se guarda o se construye muchos años después?

Cuando llegó la transición, yo sí quería un ajuste de cuentas implacable con los franquistas, y entre ellos, claro, con quienes habían participado, como ejecutantes o delatores, en los crímenes de Larraga. Pero mi radicalidad no había brotado de influencias familiares, ni de una memoria lacerante asociada a la peripecia de mis abuelos o mi madre. Era una radicalidad ligada a lo que yo conocía y me sublevaba en esos estertores del franquismo e inmediato posfranquismo, y a mi ideología marxista leninista de entonces –tan sectaria y poco compasiva, por otra parte-.

Mi familia, en cambio, no quería saber nada de ajustes de cuentas, ni de resucitar aquellos hechos o luchar por una justicia reparadora. Eso sí, nada de votar a la derecha. Fueron, la mayoría, votantes del PSOE. Y por supuesto que recordaban lo que había sucedido. Pero no estaban dispuestos a involucrarse en ningún contencioso que pusiese en peligro el relativo bienestar adquirido en los últimos años del franquismo, por modesto que fuera. La mirada hacia atrás podía ser triste, dolorida, incluso indignada. Pero no era una mirada que condujera a reivindicaciones políticas, a sumarse a un programa de castigo o de justicia penal por los crímenes del pasado. Ni siquiera creo que hubiera un especial afán en la tarea, que en Navarra se hizo a su debido tiempo, de exhumar tumbas y recuperar huesos. Cuando los restos de mi abuelo pasaron de la cuneta de Ibero al cementerio de Larraga, no se produjo ninguna convulsión emocional en la familia. Leo ahora lamentos doloridos de personas casi obsesionadas por desenterrar e identificar los restos de sus antepasados, y me invade cierta perplejidad. ¿Era muy especial mi familia, muy poco representativa? Yo creo que no.

Yo sí quería bronca. Pero la transición se hizo con la relación de fuerzas políticas y sociales que había, que no era ni por el forro tan favorable a los demócratas radicales como nos hubiera gustado. Quisiera haber contemplado los juicios a los jerarcas franquistas que vivían, que aún eran muchos, y que se hubiera compensado económicamente a los represaliados o sus familiares directos. Y por supuesto me hubiese gustado ver, con el final del franquismo, una investigación pública, encargada por el poder democrático, para determinar con la máxima claridad lo que había pasado, quiénes habían muerto o desaparecido, dónde estaban enterrados. Pero no se pudo hacer. Yo creo que con buen criterio se abordaron en esos años cosas mucho más útiles para los que vivíamos en 1977, y no en 1936. Y la amnistía libró a todos los franquistas -que había muchos, por cierto- de cualquier rendición de cuentas.

¿Es justo lo que se hizo? No, claro que no. Pero nadie ha dicho que la historia, lo que sucede efectivamente, tenga nada que ver con la justicia, o con nuestros deseos, casi peliculeros, de que las cosas acaben con un final feliz y reparador. En la realidad, muchas historias no acaban, o tiene finales chapuceros, deshilachados, de componenda o resignación. Una justicia limpia y cortante pocas veces se da en la historia, y muchísimo menos se podía dar en España cuando Franco había muerto en la cama después de mandar durante cuarenta años, sin que nadie lo hubiera echado del poder, y el franquismo político y sociológico, por interés propio y sólo en cierta parte por una presión social, se estaba haciendo el harakiri. La desaparición del entramado de la dictadura no fue, al menos de manera decisiva, producto de ningún movimiento popular incontenible y radical. En esos cuarenta años, muchas víctimas de la guerra habían muerto, incluso ya muchos de sus familiares, y el país había ido cambiando. Y, dentro del campo de fuerzas y posibilidades que se abría, se cambió en esos años de la transición lo que se pudo, tanto con la UCD como con Felipe González -que no fue poco en absoluto-.

La transición se hizo razonablemente bien teniendo en cuenta lo que entonces llamábamos la correlación de fuerzas. Y no sólo, quede claro, porque Franco hubiese muerto en la cama. Es que gran parte de las gentes de España lo que quería era un cambio de signo inequívocamente democrático, una reforma (más profunda conforme pasaban los años), y no la ruptura radical que deseábamos algunos. No había suficiente mayoría social que luchara por otra cosa, no había unas fuerzas populares rupturistas mayoritarias, y no había ningún apoyo del ejército, algo que sí hubo en Portugal, para el corte quirúrgico con el que soñábamos los militantes de la extrema izquierda.

Ahora, ya no cuarenta años después, sino setenta, vuelve al primer plano mediático una lucha que persigue, según quién hable, objetivos muy distintos, lo cual está dando lugar a una auténtica ceremonia de la confusión. Porque, ¿de qué se trata en este momento? ¿De reabrir un proceso penal, por genocidio, por crímenes contra la humanidad, a los responsables del franquismo que todavía se pille vivos? ¿De reabrir todas las fosas y tumbas para establecer la verdad en este ámbito y cerrar la herida con nuevos enterramientos, según la voluntad de los descendientes? ¿De indemnizar económicamente a esos familiares? ¿De dictar sentencias que inviertan las firmadas en la guerra y la posguerra, y por tanto de “ganar” la guerra ahora, imaginariamente, al menos en el terreno jurídico? ¿De que al menos se cierre simbólicamente el franquismo con alguna declaración solemne en un acto protocolario? ¿Qué valor tendría tal declaración, más allá de lo proclamado enfáticamente en la ley de Memoria Histórica?

La pelea más viva, la línea de fuerza más llamativa en la confusión actual, es la que se centra en la exhumación de los restos que quedan en tumbas anónimas, colectivas. Pero ya he dicho que no comparto en absoluto el fetichismo de los restos. La memoria de los muertos puede mantenerse muy viva aunque no se visite nunca un cementerio, y aunque no se sepa dónde está enterrado el abuelo. Me resulta difícil entender el complejo esfuerzo que puede suponer el rastreo que quiere activarse con las actuaciones del juez Garzón. En ese ambiente frenéticamente exhumatorio, hoy mismo he leído un artículo de Benjamín Prado en el que reclama que vuelvan a España los restos de Antonio Machado y de Manuel Azaña, supongo que para montar actos a los que acudan las fuerzas vivas junto a intelectuales como él. ¿Pero es necesario, útil, valioso, hacer estos montajes, en más de un caso contra la opinión de los propios herederos? ¿Para qué organizar más actos simbólicos? ¿No es infinitamente más valioso leer a los dos autores que Prado trae a colación, aprender de sus obras, facilitar que circulen sus testimonios?

En Larraga, en fin, y por terminar con un detalle penoso, el otro día una asociación títere de Batasuna, Ahaztuak, organizó un homenaje a los fusilados republicanos y de izquierdas (nunca nacionalistas) del pueblo en esos años, el recuerdo sectario rendido por aquellos que llevan años aplaudiendo los paseos de hoy, los que nos ha tocado vivir y sufrir en los últimos cuarenta años. No creo que merezca la pena ensuciar esta pobre reflexión dedicando más líneas a la impostura que tal ceremonia supuso.

“De ordinario, las políticas de la memoria son parte de peleas más o menos desapacibles y resultaría difícil imaginar que llegasen a ser otra cosa. En general constituyen venganzas incruentas encaminadas a invertir simbólicamente el pasado, haciendo de las derrotas victorias morales y de los triunfos fracasos aplazados. A veces dichas políticas son guerras de papel o de juguete (una bendición al lado de las de verdad) que evitan males mayores. (…) Desenterrar muertos quizá sea un buen medio, al fin y al cabo, para no tener que apresurarse a enterrar a otros nuevos. Como procedimiento justiciero de rectificación del pasado –y en particular de las guerras civiles- la memoria histórica es, desde luego, más recomendable que el desencadenamiento de nuevas guerras, civiles o no, aunque eso no la convierte en una operación muy desinteresada ni demasiado piadosa. La memoria histórica puede servir de cura homeopática de ciertos odios, pero avivarla cuando éstos ya habían llegado a extinguirse es una iniciativa temeraria que, lejos de buscar el descanso de los muertos, hace de ellos deslumbrantes trofeos y afilados proyectiles” (Antonio Valdecantos. Nietos de verdugos).

10 noviembre 2008

Dos hombres al sol

Esta mañana de sábado paso por los Golem y me fijo en un puñado de gente agolpada en el vestíbulo de los cines o ya en la calle. No han visto en preestreno ninguna película. Así de golpe reconozco a varios cargos de Batasuna, como la alcaldesa de Mondragón, o el exalcalde del mismo pueblo, veterano miembro de sus mesas nacionales. Incluso anda por allí, tan contento, un individuo patilludo que cada semana dispara en Pásalo, el programa de ETB, su justificación del abertzalismo terrorista.

Al lado, dos hombres del grupo que acaba de salir de la reunión (no tengo ni idea de para qué se han juntado) charlan con gran relajo. Uno es dirigente de Batasuna. El otro es viejo militante nacionalista, antes del PNV y luego de EA. Incluso tiene ahora un cargo institucional en representación de Nafarroa Bai. Mientras se fuma un purito, atiende con calma y simpatía a las palabras del amigo de los justicieros altruistas. La actitud entre ambos indica que perfectamente podrían ser compañeros de partido, colegas. No sólo han venido a la misma cita, hay entre ellos afinidades más hondas.

El otro día los amigos del dirigente de Batasuna, a los que este hombre defiende siempre y en todo lugar, estuvieron a punto de causar una matanza en la universidad privada de la misma ciudad donde ahora él departe al sol con el de EA. Pero ese asuntillo, entre tantos otros que podrían citarse, al dirigente de EA-Nabai no debe de importarle gran cosa, ni le provoca ninguna repugnacia que impida la charla cordial, a juzgar por la actitud con que habla y escucha mientras sigue dando caladas a su purito.

Está claro que la comunidad nacionalista es una comunidad de sangre, y que en esa comunidad de lazos tan “animales” la discrepancia en los métodos es puramente adjetiva. El nacionalismo terrorista no hubiera podido sobrevivir tantos años sin el apoyo personal, afectivo y político constante, la colaboración en múltiples ámbitos y la justificación doctrinal básica que le ha prestado y le presta el otro nacionalismo vasco.

En fin, hoy es sábado, luce un sol muy agradable, y todos los asistentes a la reunión, incluidos estos dos sujetos en los que me he fijado, se dirigen a los muchos bares de la zona a tomar un pote, que tampoco va a ser todo trabajar. Qué hermosa es la camaradería.

03 noviembre 2008

Montaigne en Tudela

Los miércoles doy una clase en Tudela. Mis alumnas (todos los años las mujeres son una abrumadora mayoría; los hombres no sé dónde andan) son mayores, alegres, participativas, inquietas. Han leído poco, y por ello hay que elegir con cuidado los objetivos de la asignatura, los contenidos y hasta el mismo tono. Pero sus ganas de estudiar, aprender y leer ilusionan a cualquiera –al menos a cualquiera a quien enseñar y aprender no le resulten tareas tediosas o rutinarias-. Aborrezco conducir, y más en invierno y de noche, y llego a Tudela cansado, bien cargado de cafés para evitar distraerme en la autopista. Pero las dos horas que pasamos juntos desdeñan las incomodidades, resultan provechosas y estimulantes, para ellas y para mí.

Desde el principio decidí que, junto a los literatos de los siglos XVI, XVII y XVIII que marca el programa oficial de la materia, iba a dedicar un día a Los ensayos de Michel de Montaigne, lo cual no sé si es muy ortodoxo en un programa en el cual debemos hablar de novelas, poemas y dramas. Pero ese escrúpulo me parece irrelevante, entre otros muchos motivos por lo pertinente que resulta conocer el ensayo, lo que de específico posee esta forma de escritura. Además, Montaigne, lo he comprobado, ejerce un poderoso efecto sobre mis alumnas, aunque sólo lleguemos a él en unos pocos fragmentos. Y es que, como apunta Antoine Compagnon en el prólogo de la magnífica edición que publicó El Acantilado, “junto al Montaigne de la escuela, el Montaigne de los profesores, hay otro Montaigne que cuenta más, el de los lectores capaces. Éstos lo comprenden a su manera, aunque, en el fondo, lo que todos buscan, generación tras generación, no sea más que un poco de ‘sabiduría humana’, una ética de la buena vida, una moral de la vida pública así como de la vida privada”.

Los escritos de Michel de Montaigne no son tratados perfectamente cerrados. El de Burdeos no fue un pensador sistemático; además estaba radicalmente en contra de la jerga, las reglas estrictas, la grandilocuencia y la afectación. Son escritos en los que habla mucho de sí mismo, y pone en cuestión lo que otros dan por cierto, y hace todo tipo de digresiones. Son, y se nota, el intento del autor de captarse a sí mismo en el acto de pensar y escribir: ofrecen el progreso del pensamiento más que sus conclusiones. Por eso Montaigne los llamó ensayos: esfuerzos, tentativas, experiencias.

Los ensayos de Montaigne están atestados de citas, cerca de mil cuatrocientas, que convocan ejemplos, pensamientos de otros, fragmentos cogidos aquí y allá, en especial en los clásicos latinos, a los que Montaigne veneraba -es más, hubiera preferido vivir en la época gloriosa de Roma que en la Francia que padeció, dividida por sangrientas guerras de religión-. Claro que las citas, reconoce Compagnon, “igual que los añadidos, distienden los razonamientos al acumularse; enturbian el pensamiento porque algunas veces lo confirman, pero otras también lo impugnan y lo desorientan. El lector actual ya no sabe muy bien cómo comportarse frente a esas citas. El lector común –yo mismo— tiene tendencia a saltarse las citas, como si no formaran parte del pensamiento del autor, como si constituyeran una sobrecarga”.

Pero ya digo que lo que nos interesa de Montaigne en clase es la ‘sabiduría humana’, su moral de la vida pública y privada. Y como ejemplo vigoroso de su pensamiento hemos leído el ensayo sobre la soledad, incluido en el libro primero. Para no distraernos, suprimo en la versión que les entrego las citas y simplifico algo más, muy poco, la traducción de Jordi Bayod aparecida en la editorial El Acantilado. Lo que ha quedado, lo esencial de la indagación de Montaigne, llena de estoicismo, de defensa de una vida guiada por la razón que busca la serenidad gustosa, da lugar, tras una lectura cuidadosa del texto, a una viva discusión. ¿Hasta qué punto el discurso de Montaigne es necesario, o conveniente? ¿Es posible alcanzar tal estado de autarquía y calma vital? ¿Qué peso tienen en nuestra vida las pasiones y las relaciones con los demás? ¿Cuál es el sentido que otorga Montaigne a la soledad?

Las dos horas no agotan, por supuesto, los interrogantes que brotan. Pero no importa. Y tampoco me da miedo haber incurrido en el pecado de la simplificación de un ensayo, el de Montaigne, lleno de matices y sinuosidades. Vuelvo de nuevo a Antoine Compagnon: “Un gran texto sobrevive a los azares de sus lecturas. Se ha leído todo lo que se ha querido en Los ensayos, y está muy bien así: es una prueba de la fuerza de la literatura. Si dejamos de discutir a propósito de su sentido y de su contrasentido, quiere decir que se nos vuelve indiferente. No seré yo, pues, quien se lamente del uso ni del abuso que se hace de Los ensayos, a menudo a pesar de su contexto. Me inquietaría más que se dejara de interpretarlos en contra de ellos, porque esto significaría que ya no nos hablan. La mejor defensa de la literatura es la apropiación, no el respeto estremecido”.

Postdata: “Es inevitable que el alma se recoja y se asile en sí misma: tal es lo que constituye la soledad verdadera, que puede gozarse en medio de las ciudades y de los palacios, pero que se disfruta, sin embargo, con mayor comodidad en el aislamiento. Y pues tratamos de vivir solos, prescindiendo de toda compañía, hagamos que nuestro contento dependa únicamente de nosotros. Desprendámonos de todo lazo que nos sujete a los demás; ganemos conscientemente el arte de vivir conforme a nuestra satisfacción.

Tenga quien pueda, y en buen hora, mujeres, hijos, bienes, y sobre todo salud. Mas no se ligue a ellos de tal suerte que en su posesión radique su dicha. Es necesario reservar una trastienda que nos pertenezca por entero, en la cual podamos establecer nuestra libertad verdadera, nuestro principal retiro y soledad. En ella precisa buscar nuestro ordinario mantenimiento moral, sacándolo de recursos propios, de tal suerte que ninguna comunicación ni influencia ajenas alteren nuestro propósito. Hay que discurrir y reír como si no tuviéramos mujer, hijos, bienes ni criados, a fin de que cuando llegue el momento de perderlos no nos sorprenda su falta. Tenemos un alma que puede replegarse en sí misma; ella sola es capaz de acompañarse; ella sola puede atacar y defenderse, puede ofrecer y recibir. No temamos, pues, en esta soledad, que la ociosidad fastidiosa nos apoltrone”.

“Retírate en tu interior, pero primero prepárate para acogerte. Sería una locura confiarte a ti mismo si no te sabes gobernar. Uno puede equivocarse tanto en la soledad como en la compañía. Hasta que no te hayas vuelto tal que no oses tropezar ante ti, y hasta que no sientas vergüenza y respeto por ti mismo, ten siempre a la vista ejemplos reales de virtud. Sin apartar la vista de ellos examina tus actos; si éstos no son rectos, la reverencia de aquellos varones te conducirá al buen camino. Ellos te sostendrán en la dirección verdadera, que no consiste sino en contentaros de vosotros mismos, en no buscar nada que de vosotros no provenga, en detener y sujetar vuestra alma en el recogimiento, donde pueda encontrar su encanto”. (Montaigne. Los ensayos)

27 octubre 2008

De Alberti, escuderos y viudas

El País traía el miércoles un reportaje sobre el modo en que la viuda de Rafael Alberti, María Asunción Mateo, está administrando los derechos de las obras del escritor, que le pertenecen por herencia. Peticiones económicas desorbitadas por autorizar el uso de cualquier poema en antologías o canciones, reimpresión bloqueada de antologías poéticas agotadas, censura y manipulación de las memorias del escritor, falta de placet para documentales en los que aparezcan palabras de Alberti… La consecuencia de este peculiar secuestro de la obra, la imagen y la memoria del artista por parte de su viuda es que, según muchos de los antiguos amigos del gaditano, la lectura y la presencia pública de Alberti estén desapareciendo. “Ya apenas se oye, ni se sabe de él”, resume su hija Aitana, enfrentada hace años con la viuda.

Este asunto fue tratado por extenso en la última parte de un libro de Benjamín Prado publicado en 2002, A la sombra del ángel. 13 años con Alberti, en el que el autor contaba cómo, después de haber estado muy cerca del poeta del 27 durante varios años en la década de los ochenta, haciendo para él de acompañante, chófer, amigo y casi chico para todo, Alberti se había alejado de él, y de otros amigos poetas como Luis García Montero o Luis Muñoz, a partir del momento en que Asunción Mateo apareció en su vida y comenzó a controlarla. Según Prado, el declive físico de Alberti discurrió a la par que el progresivo dominio de su compañera y luego esposa (desde 1990) sobre cualquier dimensión de su existencia. Algo que también corrobora Mario Muchnik en el primer volumen de sus memorias, el más interesante sin duda, Lo peor no son los autores, donde cuenta las trapacerías censoriles y manipuladoras de la Mateo en los distintos volúmenes de La arboleda perdida, las memorias del escritor.

En el libro de Benjamín Prado el más interesante no es el último tramo, sino el primero, aquél que reconstruye los años en que estuvo muy cerca de Alberti. Son páginas, muchas, que rebosan admiración por el poeta gaditano. Su libro es el de un joven escudero, alguien que sorbe todas las historias del genio, del personaje que ha tratado a tantas celebridades de la literatura y de la política. Prado es un joven autor deseoso de aprender, un ayudante a quien no le importa acompañar y atender a Alberti en mil y una circunstancias, e incluso someterse a todos sus caprichos. A la postre, como le dice Julio Cortázar: «¿Vos querés ser escritor? Aquí, al lado del genio no lo serás, porque es difícil correr hacia delante mientras mirás hacia arriba. Pero y qué. Disfruta no más. Ahora es como si estuvieses apilando leña».

Alberti aparece en A la sombra de un ángel como un viejo seductor, a veces tierno y afectuoso, a veces coqueto, desordenado, torpón en la vida práctica, dependiente, cariñosamente evocador de mil y una historias. Pero también es vanidoso, egocéntrico, cobarde, colérico, celoso de todos y de todo, absolutamente seguro de su propio genio y al mismo tiempo necesitado enfermizamente de reconocimiento perpetuo. Alberti vive, a la edad tan avanzada en que Benjamín Prado le sirve, le lleva y trae, le escucha y atiende, en buena medida de recuerdos, ocupado en perfeccionar incesantemente la narración de sus anécdotas y de sus encuentros con los protagonistas del siglo XX. Es un hombre acostumbrado a ocupar de manera natural el centro del escenario. Y cuando no es así, sencillamente se duerme, se echa un sueñecito, porque casi nada le interesa ya de lo que digan o hagan los demás.

Desde luego, el retrato de Benjamín Prado es admirativo, aunque todo lo que acabo de enumerar, la otra cara del poeta, aparece también en su texto. Por eso, aunque compré el libro cuando salió, en 2002, lo leí en las pasadas navidades, estimulado directamente por un artículo bilioso de Antonio Muñoz Molina sobre Alberti. Un artículo, todo hay que decirlo, en que se notaban las ganas de Muñoz Molina de responder con un navajazo a la pequeña herida que en su orgullo le infligió Alberti cuando él era un joven escritor desconocido en la Granada de los años ochenta. Sólo que, al margen del ajuste de cuentas, Muñoz Molina, que, claro es, no formaba parte del grupo de “admiradores fervientes y aduladores obsequiosos” del viejo poeta (Prado sí, obviamente), acertaba de lleno, me parece, en su descripción de las claves que mueven a una vieja gloria cuando se convierte en “parodia de sí mismo”. Benjamín Prado no estaría de acuerdo con esta crueldad de Muñoz Molina, seguro, pero me temo que hay una cierta complementariedad entre lo que recoge su libro y el artículo del autor de El jinete polaco.

«Las caras privadas, en público, son más sabias y gratas que las caras públicas en privado. Siempre en público, rodeado siempre de admiradores fervientes y aduladores obsequiosos, el escritor viejo —y no tan viejo— se deja convertir, por la omnipresencia del halago, en parodia de sí mismo. Ya no quiere o no sabe estar solo, porque en la soledad no hay público; y poco a poco incluso para estar en privado elige a quien al actuar de público alimente la íntima impostura, la representación del personaje» (Antonio Muñoz Molina).

19 octubre 2008

San Sebastián

Sábado de otoño en San Sebastián. Después de Pamplona, es la ciudad donde más tiempo he pasado. Aquí estudié un tiempo, en el alto de Zorroaga, en los gloriosos inicios de la carrera de filosofía en la Universidad del País Vasco, cuando la facultad acogía a un plantel de profesores formidable, una rara conjunción que duró poco. Sobre esa época creo que todavía no se ha escrito lo suficiente. Algunos de los que entonces nos daban clase deberían contar desde dentro cómo fueron aquellos años. En unas aulas que se caían a pedazos, se producía a diario el milagro de la pasión intelectual, de la lección verdaderamente magistral que nos inyectaba una energía en vena. Salíamos y corríamos hacia los libros, hacia un saber que comer con glotonería.

Cuántas veces llovía sin cesar en Donosti y no quedaba otro remedio que hacer dedo al pie de la cuesta, justo donde acaba Anoeta, para que algún compañero con coche nos subiera a la antigua residencia de ancianos. Cruzábamos lodazales antes de acceder a un edifico que se caía a pedazos, unas desvencijadas aulas con goteras de obsceno caudal. Allí Fernando Savater, manos finísimas y anillo de oro, elegante capa y gorra tipo Sherlok Holmes, pero zapatos embarrados hasta el calcetín, se disponía a emprender un moroso y fascinante recorrido por la Ética a Nicómaco. Y Víctor Gómez Pin pensaba en voz alta sobre Kant, hasta que, a lo mejor en la clase siguiente, su discurso, ya perfilado y sólido, se volvería cautivador. Puedo hablar de otros muchos profesores, pero prefiero, para no ser injusto y dejarme a gente muy valiosa, cortar la enumeración.

La ciudad tiene merecida fama por la bahía de la Concha. Pero en aquellos tiempos conocí otro Donosti: Eguía, o Herrera, o Intxaurrondo, barrios donde la ciudad se desliza por la fealdad incluso sórdida. En Pamplona, ya entonces, no había zonas tan desastradas como los que enseñaba San Sebastián en cuanto se salía del circuito turístico.

Entre mis compañeros de clase, el primer día, precisamente en la clase de arranque de Savater, había un tipo que, de pronto, se subió a la tarima y nos habló en euskera, como si aquello fuera el comienzo de una asamblea. No sé qué dijo, porque mi pobre euskera daba y sigue dando para poco y nadie respondió a sus palabras. Era Txelis, José Luis Alvarez Santacristina, y en adelante intervino muchas veces en el aula. Como un líder natural e indiscutido les hablaba de tú a tú a algunos profesores, siempre en euskera, en particular al arrollador Gómez Pin, que tanto ha escrito sobre él después. Hasta marzo del año siguiente su verbo fue omnipresente. Un día dejó de venir y todos entendimos el motivo. Y más tarde lo vimos en los papeles como un jefazo de Eta, antes de que, ya en los noventa, lo expulsaran de la banda y se diera a la religión más desaforada.

Hoy, en este día tan suave y soleado de octubre, en el que sólo el viento norte pone un toque poco veraniego, he vuelto a encontrarme, como el año pasado, con el grupo espontáneo que canta melodías populares vascas por la parte vieja y que el año pasado cité en este blog. No he podido cantar, en el buen rato en que me he unido a la comitiva, los temás que más me gustan, los sentimentales y más melancólicos. Pero incluso en Egun da Santi Mamiña, o en Iturringo arotza lo he hecho con ganas, como siempre que de cantar varios se trata.

Luego paseamos por la parte vieja. No hay una mesa libre en las terrazas. La gente aprovecha el solecillo tan dulce de las dos de la tarde. Encuentro, como en ninguna otra ciudad, y como siempre aquí, muchos perros que parecen abandonados. Perros de pinta desaseada y cara de mucha hambre.

Llegamos al Ganbara. Vamos a comer en el pequeño sótano en el que caben apenas seis mesas. Arriba, en el bar, ocho camareros, que lo justo entran en la barra, pegados unos a otros, atienden a la gente hacinada ante el fastuoso despliegue de pinchos.

La comida del Ganbara es excelente, la compañía mejor, y el precio del cubierto digamos que como muy de San Sebastián. Cuando salimos, bien satisfechos, echando unas risas, una moza cubana o dominicana limpia con amoniaco, rodilla en tierra, la chapa que termina el mostrador junto al suelo, y que la gente ha manchado al poner los zapatos en la barra apoyapiés que sobresale a unos quince centímetros de altura y otros tantos del mostrador.

La tarde discurre limpia, luminosa, pero el viento norte desanima pronto a quienes se atreven a despojarse del jersey en la playa. Aunque, faltaría más, seis o siete mayores se bañan o toman el sol o hacen vigoroso ejercicio, desdeñosos siempre de las inclemencias metereológicas.

Me queda la visita a la librería Lagun. Recuerdo, ya desde antes de Zorroaga, mis estancias en el pequeño local que tenían en la Plaza de la Constitución. Allí compré, en 1979, por cincuenta pesetas, un ejemplar de Recuerdos y reflexiones, las memorias del teórico marxista del arte Ernst Fischer, que un atentando fascista había dejado maltrecho, con la cubierta quemada. Luego, ya se sabe, la librería de los Recalde-Castells-Latierro sufrió los repetidos atentados de las hordas etarras, hasta que el acoso los obligó a emigar a otra zona de la ciudad menos “liberada” por el socialismo nacional. En Lagun siempre estoy bien, entre otros motivos porque mantienen la vocación de librería de fondo, de librería abarrotada no sólo de novedades sino también de títulos aparecidos hace más tiempo, y que Ignacio Latierro tiene perfectamente almacenados en su memoria.

Hoy compro, entre otros, un libro de Karmelo Iribarren, un poeta donostiarra que escribe en castellano y que ha publicado casi todos sus libros en la editorial sevillana Renacimiento. Iribarren es un poeta al que se le entiende todo, tanto que en ocasiones se despeña por un prosaísmo chato. Pero de pronto consigue poemas que me interesan. A la vuelta, ya en casa, después de dejar ya cansados una ciudad que a las siete y media de la tarde tiene todas las calles atestadas, abro el libro y encuentro este, tan representativo de Iribarren, y, ay, tan áspero, en la escuela de la sospecha de los grandes moralistas franceses:

Pobres diablos

Aunque nos cueste admitirlo
cómo nos alegra
comprobar
que aquel viejo colega
—al que no habíamos visto
desde vete a saber cuándo—
tampoco ha llegado
a ningún sitio,

que en el fondo no es más
que un pobre diablo,
como nosotros,

y que el cabrón de él
se alegra de lo mismo.

El Nafarroa Oinez y los pobres de Zaragoza

Hace más de veinte años –pero la cosa duró mucho tiempo—, un numeroso sector de enseñantes de la red pública, no pocos de ellos profesores en euskera (modelo D), se encorajinaban cuando llegaba el Nafarroa Oinez. Se trata de una fiesta que, según quienes la organizan, reivindica y apoya económicamente a “EL EUSKERA”, así, a lo grande y sin más matices. Pero, quiá, lo que se monta cada octubre es la recogida de dinero para construir o mejorar el edificio de una ikastola privada, bien privada, un colegio que, por otra parte, tiene todas sus aulas concertadas con la Administración –o sea, pagadas generosamente por el Gobierno, como cualquier otro centro privado de Navarra—.

Hoy las críticas feroces que hacíamos a este montaje parece que han quedado en total sordina. Mucha gente se ha cansado de ir contra la corriente, y por otra parte no pocos profesores de la enseñanza pública, cuando sienten y deciden como padres y madres, cambian de registro: prefieren mil veces escolarizar a sus infantes en un centro privado, y además euskaldun y distinguido, más ahora que los centros públicos se han poblado de inmigrantes. Eso, y por supuesto que la enseñanza privada, sea en euskera, castellano o chino mandarín, le está ganando la batalla organizativa e ideológica a la pública. Signo triste de los tiempos, sobre el que habría mucho que hablar y escribir.

Pero lo de este año es muy fuerte. El Oinez de 2008 ayuda a las arcas de la ikastola Francisco de Jaso. Conozco a mucha gente que lleva sus hijos a Jaso. Personas incluso muy cercanas a mí, a las que me unen bastantes cosas. Gente de clase media tirando a muy acomodada, con un pasar mucho más que holgado. El otro día el director del centro dijo: “somos una ikastola de barrio”. ¿De barrio? ¿De qué barrio? ¿De qué barrio vienen todos los días los autobuses y coches particulares que en triple y cuádruple fila atestan las calles que rodean a la ikastola en las horas de entrada y salida del alumnado? Confieso que la maniobra del director, es decir, asociar Jaso a las connotaciones de sencillo, popular, cercano, entrañable, casi menesteroso, que vienen a la mente con la expresión “de barrio” me pareció una genialidad, una sutileza –o manipulación— lingüística que Orwell no hubiera mejorado.

Por eso, cuando hoy salgo de casa hoy y paso por el evento, y les veo trabajar para que, por encima del sostenimiento oficial de su colegio, les dé pasta EL EUSKERA, y la gente que ha venido de toda Euskal Herria, recuerdo el lema de un concierto que ciertos grupos rojeras aragoneses organizaron en la época ochentera de eclosión de los grandes eventos musicales de ayuda a Africa y a todas las nobles causas: Concierto de los pobres de Zaragoza a beneficio de los ricos de Nueva York.

05 octubre 2008

La verdad de las mentiras

1.- Me preguntaba el otro día el señor de Passy por mi opinión acerca del Dietario voluble de Enrique Vila-Matas, que he traído a colación en las dos últimas entradas de esta bitácora. Debo decirle que me ha interesado bastante más que sus novelas. Formo parte del grupo de los que piensan que el escritor de Barcelona (ciudad con la que, se ve en este libro, mantiene una relación cada vez más conflictiva) goza hoy día un prestigio exagerado en la sociedad literaria. Tengo en el recuerdo dos libros suyos de valor digamos que dudoso, Lejos de Veracruz y París no se acaba nunca, y otro, Bartleby y compañía, de tema apasionante (el de los escritores sin obra o recluidos en un voluntario silencio tras su fulgurante arranque), pero en el cual Vila-Matas hilaba el recorrrido casi ensayístico por esos “raros” con una trama novelesca que más que otra cosa molestaba. En cambio, en el Dietario voluble hay momentos excelentes, fragmentos que, cierto, conviven con otros más flojos, algo que también sucede en sus novelas. Pero esos desequilibrios, esas graves caídas, que en una novela pueden hundirla, en una dietario, variado y disperso por naturaleza, son más justificables. Me ha bastado aquí con encontrar un puñado de referencias a libros y autores que me interesan, unos pocos momentos de vida muy bien narrados, y un catálogo de indignaciones por la marcha del mundo que, se compartan o no (comparto la mayoría), revelan una personalidad poderosa y atrayente.

2.- Pero el libro de Vila-Matas, sobre el que poco puedo añadir a lo que se está escribiendo en muchos medios de papel y blogs, me ha hecho pensar en otro asunto. Hace días un amigo decía que el personaje Vila-Matas que aparece en este diario tiene poco que ver con el Vila-Matas de carne y hueso, que a saber cuánto ha inventado el escritor en las cuitas, manías y admiraciones que vertebran al protagonista del dietario, un personaje tal vez urdido como cualquier otro de los que pueblan sus novelas.

3.- ¿Importa esta cuestión? ¿Desmerece algo el libro si está trufado de invenciones, o al menos de retoques en sus peripecias? Mientras leía Dietario voluble, La Vanguardia publicó un artículo sobre David Carr, un periodista americano que ha publicado unas memorias de sus años salvajes de politoxicómano y maltratador. Lo llamativo del libro es que Carr, «como no se fiaba de sus recuerdos, decidió investigar su propia vida: durante más de dos años entrevistó a sus camellos, a sus colegas de farra, a sus novias y a los jefes que le despidieron, y consultó también archivos médicos y judiciales». Es decir, Carr «ha verificado todos los datos de su biografía, consciente de que sus recuerdos están llenos de lagunas, y de que las historias que se contaba sobre sí mismo se iban transformando cada vez que las recordaba, ‘hasta convertirse en poco más que quimeras’». El libro resultante de sus pesquisas se titula La noche de la pistola, título que viene de un episodio que le sucedió tras uno de los varios despidos que sufrió por sus adicciones. Ese día Carr se lanzó al desenfreno, y acabó intentando entrar en casa de un amigo suyo que quería quitárselo de encima. Harto del acoso, el amigo sacó una pistola. O eso es lo que recordaba Carr. Porque «cuando veinte años después entrevista al amigo, este le dice que que nunca ha tenido pistola».

4.- Volvemos a lo mismo. Yo no conocía a David Carr, y las historias que nutren su libro son totalmente privadas. ¿Qué le añade a la obra que nos garantice, como si dijéramos ante notario, que todo lo que cuenta es totalmente cierto, comprobado, cotejado, garantizado por testimonios cruzados de amigos y amantes? ¿Y a mí qué? La historia de la pistola, por ejemplo, igual no le sucedió. Pero seguro que le pudo pasar a otro toxicómano como él. En la vida, en la ‘realidad’, siempre sucede lo más extraño y raro que podamos imaginarnos. Y, sobre todo, y como tantos escritores han dicho –por ejemplo Vargas Llosa-: ¿no cabe una verdad más honda en la mentira que en la realidad mostrenca y notarial? ¿No podemos aprender algo más hondo y perturbador en una ficción sobre un toxicómano y maltratador que en la cotidiana crónica de sucesos?

5.- ¿Es tan importante saber si las cosas ocurrieron exactamente así en el caso de los recuerdos familiares o más íntimos de alguien? Un gran escritor, Tobias Wolff, no se ha cansado de repetir que en sus textos memorialísticos (Vida de este chico, o En el ejército del faraón), quiso ceñirse fielmente a sus recuerdos, sin maquillarlos, exagerarlos o insuflarles unos perfiles ‘novelescos’ que no poseían. Sin embargo, su empeño por marcar con claridad las normas del juego deja, diríamos que por fuerza, algunos cabos sueltos. Así, ya en los agradecimientos con que arranca Vida de este chico admite su resistencia a modificar en el texto final algunos puntos que otras personas recordaban de modo diferente, «porque éste es un libro de memorias, y la memoria tiene su propia historia que contar», con lo cual abre una puerta a las deformaciones del recuerdo o, quién sabe, a la irrupción de elementos ficticios. Pero ¿no puede esta posible deformación enseñarnos algo universal, algo que, aunque no le sucediera exactamente así a Wolff, nos muestra una verdad que nos atañe de manera muy directa?

6.- Testimonio en contrario: hace años, Arcadi Espada alertó sobre lo que, para él, era un grave peligro de los libros de recuerdos, de las memorias, y también, cabría decir, de dietarios como el de Vila-Matas: la ‘novelización de los hechos’, una ‘infección literaria’ que, según Espada, aqueja ya hoy al periodismo -el cual, apunta, tras A sangre fría, el célebre reportaje novelado de Truman Capote, ha sufrido mucho por esta enfermedad-. Arcadi reivindicaba una nítida distinción entre lo real y lo ficticio, una delimitación que consideraba nuclear en los periódicos. Pero, y esto es lo que nos interesa más ahora, Arcadi reclamaba asimismo esa clara demarcación en el género memorialístico y en cierto tipo de historias semiliterarias. Según él, que tomaba pie en Soldados de Salamina, de Javier Cercas, y en Vivir para contarla, las memorias de García Márquez, «es muy importante distinguir entre lo que es real y lo que no. ¿Cuándo sabemos qué ocurrió y qué no, dónde está la línea divisoria? Quiero que me digan dónde empiezan los hechos y dónde las ficciones».

Espada abominaba pues de la tentación de adornar o recrear nuestra vida, de la búsqueda del efecto dramático o de la invención del dato que redondee lo contado, que le confiera un orden y un sentido que la vida real, la vida que nos toca vivir, en su inacabamiento, en su carácter informe, no posee. El autor, claro que sí, en ocasiones se ve seducido por una lógica narrativa que regale brillo, orden o un final efectista a episodios vitales que no gozaron de tales cualidades.

7.- Y, sin embargo, yo creo que la exigencia de verdad no es de ningún modo la misma si pensamos en la vertiente pública, política, social, de ciertas las personas, que si leemos historias privadas o íntimas. No debemos pedir lo mismo si se nos cuentan las conversaciones con otros hombres públicos, o su actuación en sucesos de trascendencia política o social, que en el caso del recuerdo de alguien sin relevancia pública, alguien que nos cuenta la vida de su familia, o anécdotas sentimentales, o sus andanzas con el alcohol u otro tipo de drogas.

Nos gustaría, por ejemplo, que Santiago Carrillo hubiera escrito unas memorias más llenas de verdad que las que urdió, tramposas a más no poder. O no digamos Manuel Fraga, o muchos otros dirigentes políticos que han maquillado incontables episodios en los que tuvieron una actuación que ahora les interesa tapar o desfigurar. En casos así, no tengo duda de que hay que reivindicar la necesidad de la verdad. Como dice David Carr, y creo que es perfectamente aplicable y necesario a las memorias de personas con proyección socio-política, «la verdad es singular y las mentiras son plurales, pero la historia, los hechos tal como sucedieron, es a la vez inmutable y en gran parte imposible de conocer. Hay una camino no hacia la Verdad, sino hacia menos mentiras».


Coda (que tiene que ver más con anteriores entradas que con ésta): «Siempre sintonizaré más con un hombre perdido en el último muelle del último puerto del mundo que con un coro de hombres de acción tratando, por ejemplo, de cambiar la patria. ¡Los hombres de acción! ¡Los activos! Me acuerdo de lo que pensaba Flaubert de esa buena gente: ‘Hay que ver cómo se cansan los hombres de acción y nos cansan a los demás por no hacer nada. ¡Y qué vanidad más boba la que nace de una turbulencia baldía! ¿Qué ha quedado de todos los Activos, de Alejandro, de Luis XIV, etc.? El pensamientos es eterno, como el alma, y la acción es mortal, como el cuerpo’.» (Enrique Vila-Matas. Dietario voluble)

28 septiembre 2008

Menos fiestas, por favor

En Pamplona ha sido noticia de primera página durante varios días (y empezamos alucinando sólo por eso) la pendencia entre el ayuntamiento de la ciudad y cierta comisión “popular”, a propósito de la competencia para organizar o prohibir las fiestas de san fermín txikito de la zona de la Navarrería. Desde luego, hay que dar la razón al consistorio en su empeño de que los etarras y sus primos hermanos dejen de ser, por fin, y en cuanto amos de esas comisiones de fiestas, quienes decidan lo que hay y no hay en ellas. Los batasunos llevan años controlando las entidades supuestamente populares (basta con cuatro y el del txistu para montar una y arrogarse una representatividad que nadie les ha dado), y lo hacen en el casco viejo de Pamplona y en los demás barrios. No hay asociaciones de vecinos que funcionen de verdad ni mucho menos que sean plurales, porque, sencillamente, la gente no quiere participar en ellas ni nada de nada. De modo que los batasunos, que se bastan a sí mismos, llevan años, con su activismo incesante, aprovechando una carcasa vacía, la de esas asociaciones que tuvieron cierta vitalidad en otro tiempo, para llevar el agua a su molino. Organizar las fiestas no es más que un vehículo para exaltar a los del ramo de la pistola o la cloratita, para contratar a otros de los suyos para los diversos espectáculos, y de paso para mostrar una imagen euskaldun dizque normalizada de la ciudad que es más irreal que su voluntad democrática.

Pero lo que me tiene harto, por encima y debajo de este nuevo capítulo de la lucha contra la suplantación de la ciudadanía, es que nadie, de ningún sector o ideología, discuta algo más grave, más profundo y absolutamente generalizado, algo que les vienes de perlas a los de los “organismos populares”: la exaltación de la fiesta, la proliferación de festejos a cuento de lo que sea, o a cuento de nada, que es lo mismo. ¿No tenemos ya demasiadas fiestas, en Pamplona, en Navarra y en todos los lados? ¿No es el momento de que, al menos los ayuntamientos, recorten drásticamente el gasto y la permisividad con tanto rollo fiestero, tanto incordio a algunos vecinos que no participan del mandato moderno de "divertirse hasta morir", tanto cohete enharinado y con champán karry, tanta vaca, procesión, charanga, batucada, verbena, comida y cena popular, ronda copera, juegos para los críos, carreras en calzoncillos o con los cutos, lanzamiento de martillo o de rabiosa, chocolatada y toro de fuego? ¿Hasta cuándo la exaltación de la desmesura, la mierda y los decibelios, y eso en cualquier época del año y en todo lugar?

Durante mucho tiempo fui músico de verbena, y sé de lo que hablo. Recuerdo días en los que tocábamos por la mañana para cinco muetes, noches en las cuales no bailaba nadie porque todos estaban emborrachándose en los bares o en los piperos, procesiones que hubieran hecho las delicias de Buñuel o de Berlanga, ratos tediosos con las vacas parriba y pabajo… Así son muchas jornadas festivas, muchos días, en tantos pueblos españoles. Muchas veces pensaba que aquello no era más que un penoso remedo de la diversión, que sobraban días del programa en casi todos los sitios, que las festak, en el mundo actual, ya no cumplen la función excepcional y liberadora que pudieron tener en otras épocas, que componíamos una escena patética en la cual los papeles de la alegría y la juerga los representaban unos actores pésimos que fingían fatal.

En Navarrería, allí donde se ha montado este último cirio, no hacen falta fiestas, ni de sanfermín txikito ni del grande, las organice el ayuntamiento, o los etarroides o rita la cantaora. Ya tienen en la zona, y todo el año, bares, música, ruido, drogas, broncas, tipejos impresentables pasados o ciegos, hombres y mujeres matando el rato de mala manera cualquier fin de semana mientras sueltan gansadas o banalidades y esperan, en el mejor de los casos, no se sabe qué. ¿Fiestas? Ez, eskerrik asko. Ya vale, joder.

Coda: “Horroriza el nivel de ignorancia de este país y, sobre todo, de satisfacción con esa ignorancia. Es un país con mucha inquina y mucha mala leche, de escasa –por no decir nula- categoría moral. Y a mí me parece que si eres mínimamente culto, estás perdido. Barcelona, por su parte, era una ciudad que al menos antes miraba a Europa y que tenía vida interesante, sobre todo intelectualmente. Pero la ciudad está espantosa ahora, por muy de moda que esté en el mundo. Está de moda, por otra parte, por esa permisividad que no están dispuestas a conceder otras ciudades europeas más importantes y más serias. Aquí a Barcelona viene todo el mundo a cagarse en la calle, y hasta les aplauden. La ciudad se ha vuelto un parque temático y no pienso tardar mucho en irme de ella para empezar una nueva y mejor vida”. (Enrique Vila-Matas. Dietario voluble)

23 septiembre 2008

La segunda conversación

En un cuento del escritor americano John Cheever, Reunión, un hijo que no ha visto a su padre en tres años se reúne con él en Nueva York para pasar hora y media, aprovechando una escala en un viaje. Al hijo, el narrador, le emociona el encuentro con el padre divorciado, e imagina un futuro donde los dos hombres renovarán y soldarán hasta la muerte los lazos que los vinculan. Pero la cita resulta un completo desastre. Bien sea en los bares a los que van, bien en el puesto donde quiere comprar un periódico, el sencillo acto de pedir una ginebra o la prensa lo acompaña el padre de mensajes adicionales repletos de desprecio, chulería, arrogancia y agresividad. En cada conversación, por breve que sea, el padre enfurece a las personas a las que se dirige, y el ambiente bronco, destemplado y casi explosivo que de inmediato origina se le hace a su hijo insoportable. “Aquella fue la última vez que vi a mi padre”, termina, harto, el narrador.

Me ha venido a la memoria el cuento de Cheever observando cómo se comportan algunas personas que tengo cerca últimamente, y que poseen la misma cualidad siniestra que ese padre. Son gentes que saben introducir, en conversaciones banales, en intercambios que bastaría con que fuesen civilizados, cargas constantes de hostilidad, observaciones ajenas a la conversación principal, pero entrelazadas con ella, que pronto enrarecen la atmósfera, que la van electrizando y estropeando de la peor manera posible. Su tono, sus pullas, su altanería, sus ganas de regalar a la menor una lección que nadie les ha pedido, o sus muletillas sobre la propia conversación (no me interrumpas que estoy hablando, parece que no entiendes lo que te digo, te he dicho mil veces, tú como siempre, qué fácil es decir eso, etcétera) crean, como si dijéramos, una segunda y tensa conversación adicional que con frecuencia acaba desplazando a la primera, la cual pierde importancia en beneficio de esa segunda cada vez más conflictiva.

Como dice Enrique Vila-Matas, esas personas se merecen una actitud que no siempre es fácil: no darse por enterados ante sus ataques, practicar la indiferencia.

Observación colateral: “Es insoportable lo que me produce la búsqueda diaria de personas amables, educadas, con buen carácter. Cada día me siento más fatigado de todos esos seres que nos tratan tan mal. Es insoportable el malhumor general, la mala educación reinante. Cuanto más avanzamos en el estado del bienestar, más horrible y malhumorada se vuelve la gente. Tal vez es consecuencia de que ese bienestar lo estamos alcanzando por medio de luchas encarnizadas. Lo cierto es que el buen carácter es, de todas las cualidades morales, la que más necesita nuestro mundo, y seguramente el buen carácter es consecuencia de la tranquilidad y no de progresos bestiales”. (Enrique Vila-Matas. Dietario voluble)

21 septiembre 2008

Ignacio Soldevila

Hace muchos años, todavía en el franquismo, y gracias a un familiar que influyó mucho en mí leí La calle de Valverde, novela de Max Aub que, con algunos cortes de la censura, había publicado una editorial catalana, Aymá. Me causó, dentro de mi poca competencia lectora adolescente, una impresión imborrable. Fue el comienzo de mi devoción por Max Aub.

Pocos años después, muerto ya Franco, la editorial Alfaguara, en la época dorada de Jaime Salinas, publicó todo el ciclo de novelas de Aub de El laberinto mágico. Soy de los que piensan que sobre la guerra civil no se ha escrito, todavía hoy, algo tan potente, de tanta calidad.

Como para entonces ya tenía dinero para comprar libros, no sólo me hice con El laberinto mágico y otras novelas de Aub, sino también con un estudio sobre la narrativa de este autor con el que me había topado aquí y allá, en bibliografías y notas al pie. Su autor era Ignacio Soldevila Durante. Es un estudio soberbio sobre el mundo de Max Aub, un libro luminoso y concienzudo, un libro que al lector de Aub le ayuda muchísimo a entender sus constantes narrativas, o por ejemplo su estilo tan peculiar, seco y concentrado —hasta el conceptismo— y rico al mismo tiempo.

Desde entonces he leído otros textos de Ignacio Soldevila, no sólo sobre Max Aub –merece la pena citar un largo estudio sobre la novela española desde 1936—. Pero mi simpatía y afinidad con él siempre fue de la mano (sin conocerlo, claro), de su pertenencia señera a la comunidad de lectores fervorosos del autor de las novelas del Laberinto mágico, o de La calle de Valverde, o de La gallina ciega, ese diario que, como dice Soldevila, rezuma “la amargura de un reencuentro fallido con España; país extraño y extrañado tras tantos y tan duros años de exilio y distanciamiento”.

En marzo de 2004 la Universidad Pública de Navarra organizó unas jornadas sobre Max Aub, alrededor de la representación, por el aula de teatro del centro, de una de sus obras. Y Enrique Jaurrieta, entonces responsable de las actividades culturales, pensó en traer a Ignacio Soldevila para que nos hablara a los admiradores de Aub de la común pasión. Soldevila, jubilado ya de su puesto universitario en Canadá, pasaba largas temporadas en Alicante, y aceptó muy amablemente venir hasta Pamplona. Anticipé, con ilusión, que habría así oportunidad de aprender de él, de escucharle, de preguntarle mil y un detalles.

Pero el día que Soldevila, en su viaje desde el Levante, debía cambiar de tren en Atocha para llegar a Pamplona fue el once de marzo, el maldito 11M. De común acuerdo, la charla quedó pospuesta. Nunca tuvo lugar.

Ayer noche me enteré, en La nave de los locos, el blog de Fernando Valls (los blogs están demostrando diariamente que su agilidad y atención a ciertas noticias supera a la de los medios convencionales) de que Ignacio Soldevila murió en Montreal el jueves pasado. No lo conocía, no lo había visto nunca ni en foto, y sin embargo su muerte ha puesto de nuevo en acción muchos recuerdos. Los libros, como dice Alfons Cervera en el correo que reproduce Fernando Valls, generan una poderosa unión, se esté donde se esté.

Las rutinas del género

John Banville, escritor muy notable, pasa por Madrid. Presenta su última novela, aunque en realidad no es la más reciente de este orfebre de “joyas líricas, introspectivas, estáticas, evocadoras y dolientes”, como las califica el periodista y escritor que ha estado con él, Jesús Ruiz Mantilla. La novela que trae es de su alter ego, Benjamin Black, autor de novelas policiacas. El escritor John Banville puede tardar de tres a cinco años en pulir una de las obras de ficción que le han hecho justamente respetado. Pero cuando se pone, de vez en cuando, la máscara de Benjamin Black, le bastan tres meses, dice, para urdir una trama criminal y policial.

Pocas veces he leído un argumento más demoledor contra las novelas policiacas, o negras, o de enigmas y crímenes, o como queramos denominarlas. Reconoce el irlandés que “a Banville le pone enfermo esa rapidez de Black. No puede soportarlo. Le exaspera”. Pero mientras que Banville escribe con un ritmo, ya lo dice Ruiz Mantilla, paciente, lento, minucioso, propenso al deleite poético, me temo que Black sólo necesita aplicar ciertas fórmulas, recursos que en las novelas policiacas se repiten indefectible y mecánicamente. El escritor, cuando se sumerge en el género, sabe que hay un camino en gran medida trillado, unas formas estructurales sólidas que dan cauce seguro, pero rutinario, a su imaginación.

No todas las novelas policiacas son iguales, claro. Las hay mucho mejores que otras. Y la novela negra de los verdaderamente grandes, los clásicos (Hammet, Chandler, Thompson, por ejemplo) produjo personajes ya convertidos en arquetipos, diálogos inolvidables, tramas de magnífica densidad. Pero creo que, establecido el género, deviene en fórmula básica que respetar. Y no olvidemos que el lector exige al escritor, y este obedece, que en lo fundamental no se salga de las normas, que los detectives o los policías sean escépticos, duros pero nobles, desengañados pero con su punto sentimental, y, algo esencial, que al final se aclaren todos los extremos del enigma o acertijo planteado, de modo que nos enteremos de quién es el asesino, de los móviles que le impulsaron a matar, y de la manera en que procedió. Todo debe quedar claro, resuelto, liquidado.

Mercedes Castro, autora de una novela policial de este mismo año, Y punto, contaba hace unos meses en Pamplona que cuando ha ido a charlar sobre su novela a los abundantes clubes de lectura de novela negra o policial, se ha encontrado con no pocas reticencias por parte de los forofos o fanáticos del género. Estos le han echado en cara que su libro incluya fragmentos que les desconciertan, incluso que les sacan de sus casillas, de las casillas del género en las que quieren seguir instalados.

¿Qué gana Banville escribiendo novelas policiacas ortodoxas? ¿Lectores, dinero, fama? ¿Qué está ganando José María Guelbenzu enfrascado en la mediocre serie de la jueza Mariana de Marco? Sólo entiendo esta deriva a medias. No me extraña que el propio Banville confiese en la entrevista que cuando escribe una de sus novelas exigentes y cuidadosas, y "nota alguna intromisión de Black se enfada muchísimo. Debe empezar de nuevo”. Pues eso.

11 septiembre 2008

Conservadores en música

Querida Z:

Pues no, no tengo entradas para escuchar a Juan Diego Flórez en el Baluarte. Las que salieron a la venta se agotaron en cinco horas, y ya sabes lo perezoso que soy en lo tocante a recordar o anotar el día en que hay que estar atento para adquirirlas, o pasar por taquilla, o, no digamos, hacer cola durante horas. Eso no quita para que hubiese disfrutado mucho escuchándole. Qué voy a decirte que no sepas sobre este cantante de voz dulce, potente, delicada, perfecta. De hecho, recuerdo cuando hace años me leíste su nombre en una respuesta de Pavarotti, en El País Semanal, quien lo consideraba su sucesor más cabal.

Ay, hubiera sido fantástico escuchar a Flórez en noviembre, deleitándonos por ejemplo con Rossini. Estás aburrida de oír que mi tiempo musical predilecto es el que va de 1700 a 1850. En eso, como en casi todo, soy de una normalidad estadística absoluta. Disfruto con obras compuestas antes (no demasiado antes) y después (tampoco muy posteriores) de ese siglo y medio. Pero vuelvo y vuelvo a Bach, Haendel, Mozart, Haynd, Bethoven… Y, siempre, la ópera de ese mismo periodo: Mozart, siempre, pero también Haendel, Gluck y los benditos italianos: Rossini, Bellini, Donizetti, el primer Verdi.

Lo que me hace sospechar de mí mismo es que, por encima o debajo del placer indudable, más de una vez he tenido la certidumbre de estar varado en ese tiempo, detenido en una música que tiene casi (o más de) doscientos años. Lo cual no es exactamente que me preocupe, pero sí me hace consciente de las graves limitaciones de mi gusto. Hace meses me tocó leer con cuidado, por cosas del trabajo, un libro de Tomás Marco, La creación musical en el siglo XXI, que es en realidad un pequeño recorrido crítico por la música culta, o seria, o clásica, del siglo XX. Y con esa lectura, que me informó de estilos y autores de los que apenas me sonaba el nombre, volvió la gran sensación de extrañeza que me inunda cuando compruebo por enésima vez que soy un analfabeto casi total en la música contemporánea. No oigo nunca, o casi nunca, ya no digo a Xenakis, Berio o a Pierre Boulez, o a Luis de Pablo, o a Ligeti: es que tampoco a Schönberg, Alban Berg, John Cage, Stockhausen… A nadie del siglo XX, vaya. Bueno, sí a Schostakovich y Richard Strauss, pero muy poco más.

Esa desanteción general a lo más contemporáneo no sucede en otras artes. Por supuesto, no en la literatura, en la cual ni yo lo he hecho ni es habitual, en términos generales, quedarse detenido en el siglo XIX. Cualquier lector medianamente culto puede con la literatura del siglo XX o con la de ahora mismo. Y tampoco en artes plásticas, donde, siquiera sea al nivel del aficionado justico, sí que me siento concernido e impactado muchas veces por las obras de gente valiosa de hoy.

Puedes decir que mi caso no es más que una simple ausencia de educación musical, pura ignorancia, pura estulticia incluso. Pero, aunque el consuelo sea magro, es evidente que con la música culta contemporánea mucha gente mantiene una relación incómoda, difícil, de extrañeza y alejamiento. Vamos, que en mi incultura en este ámbito tengo muchísimos compañeros que se consideran a sí mismos melómanos, y que están tan apegados al pasado como yo. La experimentación con nuevos sonidos, con nuevas tonalidades, con armonías novedosas, ha abandonado a la mayoría del público culto en el camino. Ese público ha dado la espalda a los compositores actuales, que viven gracias a otros empeños musicales, o a lo sumo porque las instituciones les encargan esporádicamente nuevas obras. ¿Cuánta gente escucharía a Juan Diego Flórez si en lugar de cantar a Rossini preparase un programa con música vocal de Pierre Boulez? ¿Cuánta gente quiere oír una ópera escrita hoy mismo, en lugar de volver mil veces a Verdi o Mozart o Bellini? ¿Se agotarían las entradas para un programa de la Filarmónica de Berlín tocando exclusivamente composiciones de los últimos diez años? En Pamplona, desde luego, no. Y en una gran ciudad, como Madrid, complicado lo veo.

Sé bien que este asunto se ha tratado infinidad de veces y que no te descubro nada. Por ejemplo, Félix de Azúa ha sido atacado con crudeza en los últimos años por músicos de hoy por tratar sin temor el divorcio entre la música contemporánea y el público culto medio. Lo que incluso le llevó a afirmar que “¿es en verdad posible que una obra de arte sea extraordinariamente valiosa, aunque nadie o muy poca gente quiera oírla, verla o leerla?”. Y el otro día, Gerard Mortier, el gran programador de festivales musicales, se quejaba con amargura de que las propuestas contemporáneas, por ejemplo los grandes espectáculos operísticos de compositores actuales que él quisiera que alimentaran los festivales de verano, son rechazadas por el público, que prefiere seguir acudiendo a representaciones de Rossini o Verdi o, como mucho, Wagner. Ese público acepta, y no siempre, las innovaciones que idean los directores de escena más transgresores, pero, ay, la música que no me la toquen. Los cantantes podrán salir desnudos o simulando defecar, pero lo importante es que suene Mozart.

Me dices que escuchamos de forma masiva música popular contemporánea del siglo XX, empezando por el rock. O sea, que alternamos la música de 1780 con la música popular de hoy. Claro, pero es que esta última es música que continúa en las formas armónicas dieciochescas, que perpetúa los mismos modelos y las mismas tonalidades. Salvo el jazz, que sí supone un avance, lo demás es tradición, por muchos instrumentos y efectos modernos que se empleen. (Y, por cierto, será Woody Allen, pero si en lugar de hacer agradable y dulzona música dixie de los años veinte con su clarinete, interpretara jazz, no sé, de John Coltrane, ¿cuántas personas acudirían a oírle?)

El tema, también lo sabes, da para mucho, para muchísimo, y esta carta no puede, sencillamente, adentrarse más en él. Pero me parece claro que somos, en gustos musicales, unos conservadores de tomo y lomo. Estamos atascados en un pasado que se va haciendo casi remoto. ¿No debemos preocuparnos de verdad por esa férrea querencia por lo clásico, por el pasado, o es que el problema lo tienen sólo los entusiastas de la vanguardia?

Seguiremos en otra ocasión, Z., dándole vueltas al asunto. Un saludo muy cordial

07 septiembre 2008

Carlos Pérez Conde y el fin de una época en la radio

Hoy domingo, en su columna semanal del Diario de Noticias, cuenta Carlos Pérez Conde, el veterano radiofonista pamplonés, que le han jubilado, de grado o de fuerza, en Radio Pamplona, la emisora local de la Cadena Ser. Se acabó su programa y se acabó su trayectoria de más de cuarenta años en la radio, primero en la Cope y después en la Ser.

A mí el estilo de Pérez Conde siempre me ha resultado antipático. Pocas veces, y mira que le he oído años, resultaba un locutor cálido y cercano. Rígido, envarado, poseído casi siempre de un tonillo entre redicho e irónico, y en ocasiones con querencia por lo enigmático tirando a oracular, Pérez Conde, además, no se cortaba un pelo últimamente a la hora de editorializar en su Club de las siete como si fuera un portavoz más de Nafarroa Bai.

Y, sin embargo, la expulsión de Pérez Conde del dial no me parece una buena noticia. En absoluto. Sobre todo porque la alternativa, estoy seguro, va a ir en la línea de aumentar la banalidad, la nadería. La radio en Pamplona, al menos en los años setenta y ochenta —y menos en los noventa— tenía trabajadores magníficos que conducían programas en los que era posible escuchar entrevistas de una cierta extensión y profundidad y hasta reportajes elaborados con calma. La selección musical dejaba de lado los odiosos cuarenta principales, y algunos colaboradores podían tener espacios o secciones donde el cine, o los libros, o las músicas menos convencionales, o el debate de ideas, guardaban su sitio. Todo eso ha desaparecido. Ahora el conjunto es homogéneo: ligero, superficial, rápido, ágil, blando, cada vez más inane. Y no digamos nada de la desaparición del sentido crítico.

Igual que cuando dejó Javier Pagola la emisora que ahora abandona Pérez Conde, no puedo dejar de sentir cierta melancolía. Ambos preparaban sus entrevistas a conciencia, incluso se notaba, ¡increíble!, que habían leído, cuando era el caso, el libro del que iban a conversar con el invitado, podían hacer que ese diálogo durara más de veinte minutos si alguien tenía verdaderamente cosas que decir… Su estilo era culto, serio, pausado, lento, poco moderno. Nada que ver con las pildoritas simpáticas y veloces con que nos alimentan las cadenas en estos tiempos.

Acabo de oír el anuncio de La ventana de Navarra, el programa que sucederá a El club de las siete. Se nos promete para el futuro, y con un presentador muy adecuado para ello, un poco de todo, un magacín ágil y sin aristas. O sea, nada de nada. ¡Añorar a Pérez Conde! Eso da la medida de que los tiempos actuales, para quienes tenemos cierta edad e interés por el crecimiento espiritual, van dejando de ser los nuestros en aspectos nada anecdóticos. ¿Pero es nuestra irritación síntoma únicamente de envejecimiento?

Coda: «El esnobismo… es una virtud, me parece, ¿no? Yo creo que hay que defender ciertas palabras que tienen una mala prensa. Una es esnobismo, otra es pedantería. Es bueno ser pedante, y es bueno ser esnob. Porque el esnob es una persona que no puede crear valores, pero sabe cuáles son. Esnob viene del latín sine nobilitate: no tiene nobleza, pero sabe qué es la nobleza. En Oxford, a los estudiantes que venían de las clases bajas, en la puertita del dormitorio les ponían el cartelito “sine nobilitatis”, cuya abreviatura era “snob”, que en inglés se pronuncia esnob. Entonces, en literatura el esnob es aquel que no podría escribir un cuento como John Updike, pero se ha enterado de que en este momento Updike es el cuentista norteamericano más famoso, y entonces habla con toda familiaridad de Updike. Eso es esnobismo. Pero quiere decir que el tipo está reconociendo la calidad de Updike. Por eso digo yo que es mucho mejor ser esnob que ser un resentido. Porque el resentido es el que niega, el que rebaja… Y es ignorante, además». Enrique Anderson Imbert

03 septiembre 2008

Suprimir un programa

Leo a Diego Manrique hace muchos años. Vi además, en tiempos, sus programas en la televisión. Pero sobre todo escucho los que hace en la radio pública. Manrique, experto en casi todas las músicas, siempre merece la pena, cuando escribe y cuando conduce programas tan valiosos como El ambigú, en Radio 3, donde su selección de temas y estilos resulta, cada día, sorpresiva y estimulante.

Ahora Diego Manrique tiene un cargo en Radio Nacional, no sé bien cuál, junto a Lara López, otra histórica del medio. De manera que seguro que alguna responsabilidad ha tenido en los cambios profundos que arrancan este mes en Radio 3. Y como es muchísimo más que un pinchadiscos, puede que su juicio haya influido en toda la programación musical de la radio pública. Total, que el lunes arremetía en El País contra el modo airado y victimista en que determinados conductores de programas de radio reaccionan cuando les suprimen su espacio. Creo que Diego Manrique se refería en especial, sin dar su nombre, a Fernando Argenta, quien ha dirigido durante treinta y dos años Clásicos populares. Le acusaba de aprovechar los últimos tiempos del programa para atacar a los que le han jubilado y calentar a los oyentes para que se insurreccionaran; y citaba sus intentos de que políticos poderosos entraran en su bronca particular y obligasen a los responsables de la radio a mantener el programa –y, no lo olvidemos, otro programa, El conciertazo, que Argenta hacía los sábados en Televisión Española, y que para él iba forzosamente en el paquete por el que cobraba-.

Yo también escuchaba Clásicos populares, lo he seguido más incluso en la última época, y creo que es un acierto que desaparezca. El programa estaba agotado. El propósito de acercar una cuidada selección de música culta a un amplio público es loable, por supuesto, pero el estilo de Argenta se había ido haciendo cada vez más destartalado, casi caótico. Sin el contrapeso de Araceli González Campa, Argenta cocinaba un programa mal medido, repleto de lapsus, gracietas, frases inacabadas, anecdotillas, digresiones irrelevantes y píldoras constantes sobre sus andanzas por España en calidad de difusor de sus programas y embajador de la memoria de su padre, Ataúlfo Argenta. Ir de gracioso siempre es difícil, y si encima se mezclan las ocurrencias con dardos contra los enemigos la mezcla se espesa. El miniespacio semanal dedicado a su padre despedía un aroma entre el NODO y las vidas de santos, con un locutor de tono rancio y desdichado, y las entrevistas interminables con Luis Sagivela u otras viejas glorias del canto estaban hechas a la diabla.

Otra cosa son programas como Juego de espejos, de Luis Suñén, que lleva años navegando en Radio Clásica por distintos horarios. Cada semana un invitado ajeno al mundo profesional de la música lleva sus discos más queridos al programa, y el diálogo biográfico y musical que Suñén entabla con él tiene un registro cercano, divulgativo, cálido y serio que da gusto, que enseña, que incita, que consolida melómanos. ¿Sobrevivirá el espacio a los últimos cambios? En todo caso, tiene razón Diego Manrique: “el mundo no se acaba con la desaparición de un espacio: pasan los directores, cambian los jefes de programas y los buenos profesionales vuelven a la superficie. Al menos, quiero creer en esa teoría”. Y lo dice un superviviente de mil cambios, destituciones y mudanzas.

01 septiembre 2008

Embaucadores en Ochagavía

Diario de Noticias (de Navarra) de ayer domingo traía en cubierta una fotografía, con pie de texto, que adelantaba una información interior generosa sobre cierto evento que tuvo lugar el sábado en Ochagavía. Se leía en ese pie que “la práctica totalidad de este coqueto municipio del valle de Salazar retrocedió 100 años hasta convertirse en una fiel reproducción de cómo se vivía en el año 1908. Todos los oficios y trajes de la época quedaron reflejados en esta peculiar fiesta, que embauca (la negrita es mía) a sus numerosos visitantes”.

El diccionario de la RAE recoge que embaucar es, y no hay otro sentido, "engañar, alucinar, prevaliéndose de la inexperiencia o candor del engañado”. De modo que usar el término en la información me pareció, así, a primera lectura, una muestra de la penosa falta de preparación profesional de la chica que firmaba la noticia. Un ejemplo más de la ignorancia de tantos y tantas periodistas. El mismo sábado citaba Arcadi Espada a un lector de sus artículos que le escribió, a propósito de la cobertura que hizo la televisión pública española del accidente de Spanair, que esa “falta de preparación técnica, y hasta psicológica, y de pudor de las muchachitas que la redacción de los informativos mandó al frente es tan obviamente indecente que ninguna televisión regional de Alemania o de Francia, en mi opinión ni siquiera de Italia, las contrataría, ni como estudiantes en prácticas para programas de televentas”.

Pero luego caí en la cuenta de que la chica había acertado de pleno. Lo que el sábado se organizó en Ochagavía fue una ceremonia de embaucamiento, un ritual mentiroso en el que no sé qué diablos había que celebrar. ¿La vida en 1908? ¿Nostalgia de qué? ¿Retorno a algo valioso, o más bien a una visión edulcorada, embellecida, del pasado? Me temo que "prevaliéndose de la inexperiencia o candor del engañado”, los del pueblo, o los que viven en la capital, montaron, ya lo dice la RAE, algo, claro que sí, de “alucinar”.

30 abril 2008

El mundo es un gaztetxe

Aupa! K tal?
Así, con la puntuación y contracción de palabras de un sms, saludaba el otro día el alcade de mi pueblo en su última carta buzoneada a los vecinos. Abajo, junto a la firma, y supongo que para que veamos que, pese a su rango de alkatea, no ha dejado de ser un tío majo, el regidor añadía, como es norma en él, y en mayúsculas, su diminutivo, el que emplearán sus familiares y colegas: XENTXO. ¿Xentxo es nuestro alcalde? ¿Por qué no Pirritx, Porrotx, Nabucodosorcito eta Txiribiton?

Este señor piensa que el pueblo-ciudad-barrio en el que vivo es un gaztetxe. Y que los serios problemas que padece el municipio hay que discutirlos y resolverlos al modo en que los majos los abordan en el gaztetxe, con una peculiar y simple manera de entender la “democracia participativa”. De tal confusión han venido algunos de los problemas más llamativos de este mandamás municipal.

El viernes pasado Xentxo dejó de ser alcalde. ¿Por qué? No ha dicho o hecho, en sus diez meses de mando, algo inesperado en él. No ha habido sorpresas en su actuación, se le conocía bien en el ayuntamiento. Sigue siendo el joven que era el pasado año, pegado aún en tantos aspectos al mundo de Batasuna. Pero el mismo Partido Socialista que en junio de 2007 obligó a sus concejales a votarle (incluso con presencia de un comisario político en la sala, no fuera que los ediles olvidasen la orden de la dirección), les ha permitido ahora que lo descabalgaran. Diez meses perdidos, muchos proyectos parados, ayuntamiento funcionando a medio gas.

Al fondo sigue latiendo la actuación de los socialistas en aquellos dos meses, y su entusiasmo por el pacto con Nabai en el tiempo en que Xentxo fue elegido. ¿Qué pasó para que se rectificara sobre la marcha? En rigor, ni idea. Hemos oído tonterías, farfolla retórica, balbuceos del entonces candidato. Por lo visto no merecemos una explicación digna sobre las razones de aquella negociación y sobre el cambio de rumbo.

Xentxo, uno de los afectados por el volantazo, ya es concejal en la oposición. Veremos si los años lo sacan del gaztetxe mental en que parece vivir. ¿Bien está lo que bien acaba?

29 abril 2008

Antonio Herrero, maestro de periodistas

A ratos, en librerías y grandes superficies –no pienso comprarlo-, leo el volumen escrito por Luis Herrero, periodista y ahora europarlamentario del PP, sobre su amigo y colega Antonio Herrero, fallecido en 1998, cuando era una de las estrellas de la COPE. Yo recuerdo bien el estilo de Antonio Herrero, brutal, chulesco, vociferante, atrabiliario y arbitrario. Su amigo cree, en cambio, que fue el mejor periodista radiofónico español de los últimos cincuenta años. Y eso lo afirma la misma autoridad que en varios pasajes confiesa haberse equivocado de medio a medio en su actuación profesional, en juicios sobre hechos y personas y en muchas de sus previsiones políticas y personales. Su ensalzamiento de Antonio Herrero creo que entraría muy bien en esa holgada bolsa de deslices.

Un detalle me ha llamado la atención, porque creo que revela mucho sobre el estilo informativo de Antonio Herrero. Le preguntaron en una revista, poco antes de morir, sobre el número de veces que había sido invitado por Aznar a tertulias gastronómicas en la Moncloa. Con rotundidad, proclamó que jamás había compartido mesa palaciega ni con el presidente conservador ni, por supuesto, con el anterior inquilino monclovita, Felipe González. Su declaración era una mentira, y de hecho el libro reproduce varias fotos en las que posan en la Moncloa Aznar, los dos Herrero, José María García y Federico Jiménez Losantos antes o después de uno de sus encuentros con menestra y lubina por medio. Luis Herrero le afeó su trola en cuanto la leyó. Era muy fácil que lo pillaran, le dijo, cualquiera podía filtrar las fotos. Antonio Herrero simplemente se encogió de hombros y cambió de tema.

Así concebía el trabajo periodístico este adalid de la denuncia y la verdad. Así continúan entendiéndolo esos predicadores que todos los días se desgañitan en la misma emisora cristiana. ¿Qué importa la realidad si uno disfruta tronando y componiendo figura de incorruptible?