28 febrero 2011

Pensamiento positivo

Hoy hemos sabido que Uxue Barkos, la diputada y concejala de Nabai, padece un cáncer de mama. Y hace unos días Esperanza Aguirre también anunció que sufría la misma dolencia. Ambas han declarado que se retiran “unos días” para someterse a la operación y al tratamiento que necesitan. Pero que enseguida, eso, en unos días, están de vuelta en la lucha política.

¿Unos días? ¿Cómo el que tiene una gripe y falta una semana al trabajo?

Ojalá fuera cierto, lo digo de verdad, y seguro que hay casos donde así sucede efectivamente. Pero en la experiencia de muchas mujeres, las cosas no son así ni por el forro. Muchos tipos de cáncer se curan, o al menos se curan para tantos años que, entre medio, pueden sobrevenir otras enfermedades, otras ocasiones de muerte. Pero en general los tratamientos y las curaciones llevan tiempo, incluso mucho tiempo. Y en ese transcurso las y los enfermos de algún cáncer sienten, por ejemplo, terror, rabia, muchísimas incomodidades, profunda tristeza; y su equilibrio psicológico se tambalea, porque su vida ha sufrido un seísmo de gran magnitud.

En ese anuncio de las políticas de que la cosa se solucionará “en unos días” puede haber valentía, esperanza, optimismo. Vamos, pensamientos positivos. Y está muy bien sentir todo eso. Está muy bien que la vida te haya regalado la enorme suerte de una personalidad positiva. Y siempre es preferible y loable tener esperanza y fuerza en el trago.

Pero, por favor, no caigamos en la crítica implícita, o en la culpabilización, de todas aquellas personas enfermas que se sienten muy, muy desgraciadas, al menos unos meses de su vida, que sufren por los efectos secundarios. En fin, que aunque quisieran, no consiguen en absoluto sentirse alegres ni “positivas”.

De eso hablaba el otro día Elvira Lindo. Mucho cuidado con el pensamiento positivo obligatorio.

26 febrero 2011

Aguirre, el magnífico

Al comienzo de Aguirre, el magnífico, cuenta Manuel Vicent que Jesús Aguirre, en 1985, siendo ya Duque de Alba, se lo presentó al Rey diciéndole: “Majestad, le presento a mi futuro biógrafo” –a lo cual, por cierto, el Rey contestó, carcajeándose: “Coño, Jesús, pues como lo cuente todo, vas aviado”.

Veinticinco años después, Vicent ha publicado este libro, que no es desde luego una biografía, pero que que pivota alrededor de la figura de Jesús Aguirre, un personaje verdaderamente llamativo. Y creo que digo bien al llamarle personaje porque en Aguirre hubo siempre, allí por donde pasó, un juego de representaciones teatrales, máscaras, histrionismos, ocultaciones e imposturas, de modo que nadie, o casi nadie, podía distinguir, entre tantas brumas y veras, su auténtica personalidad, sus ambiciones, dolores y sentimientos más genuinos.

Sobre este hijo de madre soltera, que estudió en Alemania en los años cincuenta gracias a la ayuda de algunos ricos, ordenado sacerdote en los años sesenta, secularizado al acabar la década, y que se erigió en personaje clave de la edición de ensayos de calidad en España (en una época gloriosa de la editorial Taurus), leí elogios casi hiperbólicos ya en los primeros setenta en varios lugares, por ejemplo en la revista Triunfo o en el primer libro de Fernando Savater, loas insertas en pasajes que entonces ya citaban su vasta cultura y su lengua afilada. Con la Transición, Jesús Aguirre fue nombrado Director General de Música en el primer gobierno de la UCD, en 1977, lo que le sirvió, entre otras cosas, de trampolín para intimar con la Duquesa de Alba, hasta el punto de enamorarla y casarse con ella, y por tanto convertirse en Duque de Alba hasta su muerte, en 2001. Y todo ello mientras mantenía, toda su vida, relaciones homosexuales más o menos constantes y apenas discretas. (Juan García Hortelano, dice Vicent, le advirtió un día: “Jesús, tú no eres Duque de Alba. En realidad sólo has conseguido la beca Alba y si te vas de la lengua y no te portas bien, te la van a quitar”. Y eso que Aguirre se había metido tanto en el personaje aristocrático que, por ejemplo, al despedirse esa misma velada le dijo a Hortelano: “Mañana parto para el Milanesado”. ¡Como si fuera un duque del Medievo o del Renacimiento!)

Ya he dicho que Vicent no ha escrito una biografía, ni por asomo. Más bien ha recopilado una sucesión de estampas, en bastantes de las cuales, eso sí, Aguirre es el eje. Vicent fue testigo de algunas, y de otras no sabemos si ha hecho una reconstrucción fidedigna o se ha dejado llevar por la pulsión ficcional. Pero además de Aguirre, hay en el libro otros personajes (sin ir más lejos, el mismo Vicent, joven indeciso y un poco desorientado, la galerista Juana Mordó o una supuesta novia de entonces, Vicky Lobo, que más parece un arquetipo o resumen de muchas mujeres de la Transición), y varios pasajes donde Vicent ensaya una crónica muy sintética del momento político y social de España entre los 50 y los 80.

Con esta mezcolanza, el libro pierde fuerza. De hecho, esa misma sensación me asaltó hace años leyendo otros libros aproximadamente memorialísticos de Vicent, como Tranvía a la Malvarrosa o Jardín de Villa Valeria. Su estilo es muy poderoso, pero lo que funciona de maravilla en una columna, un relato de viajes o un retrato de alguien en tres folios, géneros en los que Vicent es un maestro, no sirve igual para un libro. Y los libros de Vicent acaban descoyuntados, porque el estilo no lo salva todo, no es suficiente para armar un gran libro.

Además, Aguirre, el magnífico tiene fragmentos donde Vicent suena a ya leído, como esos de ambiente o síntesis de época, y otros que, valiosos aisladamente, no acaban de tener pleno sentido en el conjunto. Es más, ese fluir de la memoria del autor parece querer establecer unas relaciones entre sucesos sociopolíticos y avatares biográficos de Aguirre que, en mi opinión, distan mucho de estar claras. Esas páginas de Vicente donde resume en pocos párrafos la historia de España son, insisto, como sus columnas. Pero aquí sobran.

Porque sobre la vida y las actitudes de Aguirre, que habrían bastado para llenar el libro, caben mejor interpretaciones psicológicas, o psicoanalíticas, que sociopolíticas. Su origen, en un ambiente cerradamente tradicional, como hijo de una madre soltera que debe pedir ayudas varias para que su hijo estudie, lo que no obsta para que Aguirre la desdeñe y casi oculte en sus épocas más rutilantes; la ausencia radical y despreocupada del padre, que tanto le afectó; su vanidad y afectación desatadas, o, sobre todo, su tremenda ambición de ascenso social, que no cejó ni siquiera al alcanzar la cumbre en la casa de Alba, son aspectos de una personalidad compleja, muy compleja, que los retazos que construye Vicent, por desopilantes o llamativos que sean, no alcanzan a describir cabalmente.

Porque el cura y duque fue muchas cosas más. Jesús Aguirre, me parece, se le ha escapado vivo al autor. Y no sólo porque él fuera un maestro en ocultarse, un especialista en escapismos, un enigma tras su brillantez verbal y social, sino porque Vicent quería otra cosa, montar un discontinuo retablo esperpéntico, y no un verdadero intento de comprender y explicar a Jesús Aguirre en todas sus facetas, incluso, que las hubo, en las más nobles o menos grotescas. (Al margen: no hay casi nada en el texto sobre los años en que, mucho antes de acabar los ochenta, pareció habérselo tragado la tierra. No publicó ningún libro más, dejó de ver, parece, a todos sus antiguos amigos, y se sumergió en otro mundo, o en otras ocupaciones. ¿Qué pasó? ¿Qué sintió e hizo en esos últimos quince años de su vida? ¿Estuvo deprimido? ¿Su matrimonio se hundió? ¿Siguió escribiendo, aunque no publicara? No sabemos nada, y desde luego Vicent casi no ha entrado en ese periodo en que él ya no lo trató.)

A Vicent le ha quedado, no obstante, un libro en general entretenido, que contiene anécdotas muy jugosas, episodios esperpénticos divertidos, y algunas frases, de Aguirre, o de sus “amigos”, que muestran un ingenio y una malicia en el uso del verbo que a los lectores nos hacen pasar un buen rato. Lástima que con todo ello no alcance para un libro de más calado.

21 febrero 2011

A menos

El otro día leí con interés una página del Diario de Navarra que analizaba el fracaso de José Antonio Camacho como entrenador del Osasuna. Entre otras cosas, el periodista, J. M. Esparza, resumía y ponía en claro comentarios que, de forma más discreta, ya habían ido apareciendo estos años pasados en los medios locales.

El periodista acusaba a Camacho de haber sido un vago en Pamplona. El de Cieza vino con mucho nombre, pero los jugadores pronto comprobaron con estupor que no preparaba los partidos, no daba instrucciones de estrategia y les solicitaba directamente que se autoorganizaran en el campo. “Sois profesionales y sabéis qué debéis hacer”, les decía. Con Camacho se instaló tal ambiente de flojera en los entrenamientos y en la preparación de los partidos que al final de su primera temporada todos los jugadores ya pidieron al presidente que lo echara.

No sé si las cosas sucedieron exactamente así. No soy ahora tan forofo como para haber seguido el asunto en detalle. Pero me interesa mucho la historia. En primer lugar como un ejemplo, muy verosímil, del fenómeno de la impostura, del abismo entre la imagen pública y la actuación privada y real de muchos personajes notorios.

Por no salir del terreno del deporte, así a botepronto me acuerdo de dos ejemplos un tanto extremos. En una película del siempre interesante Mario Camus, La vieja música, un entrenador de baloncesto con un supuesto prestigio notable en ligas norteamericanas llega a Lugo a dirigir al equipo local, y su segundo, su ayudante, descubre pronto que en realidad es un tipo que no tiene ni idea de cómo entrenar, que estamos ante un hombre que, bajo su seriedad y su prestancia, esconde una ignorancia absoluta del baloncesto. Más recientemente, otra película, Damned United, cuenta la historia de un entrenador de brillante trayectoria hasta que, sin la ayuda decisivo de su segundo, que se ha hartado de él, comprende aterrado que también carece de cualquier idea clara sobre lo que debe hacer con el Leed United, y fracasa con estrépito. Claro que en Osasuna la contribución del ayudante no ha sido tal: el segundo de Camacho, Pepe Carcelén, ha tenido todavía más fama de vago y jacarandoso que el murciano.

El episodio de Camacho tiene otra vertiente que me interesa más. Camacho fue de joven un gran lateral, trabajador, peleón, seguro, pero su trayectoria como entrenador, muy prometedora en sus inicios, dibuja con los años una pronunciada cuesta abajo, un declive que parece imparable.

¿Cuánta gente que conozco no va sufriendo una evolución similar a la de Camacho, de camino hacia versiones de sí mismo progresivamente peores? ¿Cuánta gente no es menos conforme pasan los años? Dejando de lado el inevitable declive físico, ¿cuánta gente tenía, o lo parecía al menos, más fuerza vital de joven, más arrojo, más curiosidad, más interés y más ganas de hacer cosas?

18 febrero 2011

Post-it

“Te ha llamado Magaly Marín”. Tengo un post-it sobre mi mesa de trabajo desde hace diez días que empieza así. Magaly, siempre tan amable, quería hablar conmigo de un asunto no muy urgente. A los dos días me la encontré en la calle y cruzamos tres palabras, porque ambos llevábamos prisa, y quedamos en ver cuándo podíamos charlar con más calma de lo que había motivado su llamada. No será posible. Esa misma jornada Magaly tuvo un ataque que la dejó agonizante, y a los tres días murió.

No me decido a tirar el post-it. No sé muy bien por qué, pero ahí lo tengo, inútil a estas alturas.

Hoy, al comienzo de una crítica de cine, leo en El País que “nuestras vidas penden de un hilo. Por mucho que nos aferremos al control, a la estabilidad, a la seguridad que nos ofrecen ciertos detalles de nuestro entorno, todo se puede ir a pique por un golpe del destino, por el azar, por un par de segundos arriba o abajo”.

Esto, ya sé, es un tópico, ese tipo de generalidades ciertas pero inevitablemente manidas. Sin embargo, yo miro con frecuencia el post-it.