23 septiembre 2013

Nada nos pertenece

Mi padre salió de casa por su propio pie, el lunes 26 de agosto, y ya no volvió. No volverá nunca al piso en que ha vivido los últimos cincuenta años. Ese día me cité con él a las nueve de la mañana en la puerta del centro de salud de la Milagrosa, y mientras esperábamos a que nos tocara la consulta aún hicimos algunos comentarios banales.

Pero en veinte minutos estaba en Urgencias del hospital. Le operaron de urgencia de una obstrucción intestinal, y le pronosticaron una rápida recuperación. Pero dos días después sufrió un ictus, y en ese momento arrancó un vertiginoso deterioro que nueve días más tarde terminó con su muerte.

Esos nueve días mi padre osciló entre la angustia y desazón por la insuficiencia respiratoria que se le había disparado y que le extenuaba, los penosos esfuerzos por comunicar sus demandas, ya que con el ictus su voz descendió al nivel de un susurro apenas inaudible, y la perplejidad con que verificaba que los nuevos problemas que aparecían a diario le transformaban en un enfermo cada vez más sufriente. Sólo la morfina, catorce horas antes de morir, alivió y disimuló el desastre que su cuerpo expresaba.

Mi padre apreciaba mucho su independencia, y había conseguido alcanzar los ochenta y siete años en una libertad muy gustosa. Aunque muy sociable y jovial, en especial con aquellas amigas y vecinas con las que podía quitarse el traje de padre formal, casi circunspecto, no tenía ningún temor a la soledad, incluso cuando se quedó viudo. Disfrutaba en casa del periódico, del café y los frutos secos, de las películas del oeste y el fútbol, e incluso, hasta un año antes de su muerte, de las horas de ensayo con el saxofón alto que había aprendido a tocar en su pueblo casi de niño y que le ayudó no poco a mantener a la familia en varias épocas. En el piso ha quedado un montón de cintas de casete que se grabó tocando boleros, jotas y valses. Además escribía: recuerdos del pueblo, de la gente que había conocido, de su vida de músico. Escribía mucho y a la diabla, en papeles que luego revolvía con fotografías, facturas y recortes de periódico.

Ese mañana del 26 de agosto mi padre dejó su piso atiborrado, desordenado, con mil papeles y enseres por aquí y por allí, casi convencido (y digo casi porque los días anteriores un leve temor lo acosaba, al haber perdido su tradicional buen apetito) de que en un rato retornaría para desayunar y leer la prensa. Seguro que si se hubiera sentido seriamente enfermo habría sido más cuidadoso antes de abandonar el domicilio.

El otro día decía el escritor Juan Pedro Aparicio, sobre su habitación de trabajo algo que, me parece, se puede aplicar a una casa entera, al piso de cualquiera: “De un tiempo a este parte tengo una fuerte conciencia de que nada de lo que me rodea me pertenece, pues todo quedará cuando ya no esté. Y así, este lugar, estas cuatro paredes que consideré tan mías, que hasta me parecieron yo mismo, empiezo a sentirlas como ese autobús del que uno se baja tras hacer un recorrido entre paradas”.

Ahora nos queda a sus hijos el esfuerzo de desbrozar lo que merece la pena y no entre lo mucho que ha dejado mi padre. Ya nada le pertenece. Él vivió muchos años en ese piso, pero se ha muerto dejando todo abandonado, en el apresuramiento del que piensa que ya habrá tiempo para volver a sus pertenencias, para revisarlas y depurarlas, para dejarlas bien ordenadas, en perfecto estado de revista.

24 julio 2013

Gratis total

Escucho este último mes con insistencia Lobos sin dueño, una antología en tres cedés de los mejores temas de Pablo Guerrero. Disfruto con este cantautor desde hace cuarenta años, cuando, preadolescente -un poco raro, la verdad-, conocí el LP que incluía el mítico A cántaros, un vinilo que machaqué tanto que dejé para el arrastre. Ahora, a sus casi sesenta y siete años, la voz de Pablo Guerrero es apenas un hilo ronco, un hilo que se quiebra con frecuencia y tiene vedados muchos registros. Así que el músico Luis Mendo, en funciones de arreglista, ha optado en esta selección por respetar, en muchísimos cortes, la voz del cantautor extremeño tal como se recogió en las grabaciones de estos cuatro decenios, y mezclarla ahora con nuevas bases instrumentales. Este compromiso limita las posibilidades de Mendo. Impide, sobre todo, que las canciones más antiguas sean renovadas radicalmente, cantadas de otros modos o con otros ritmos. Pero peor hubiera sido forzar a Pablo Guerrero a interpretarlas con su voz actual, que da para muy poco, y que sólo se acomoda bien a sus últimas composiciones, ideadas ya en función de sus posibilidades vocales presentes.

30 euros me ha costado el estuche de Pablo Guerrero. Los he pagado con gusto, porque algo de ese dinero, espero, terminará llegándole al músico y (magnífico) poeta. El mundo de la cultura vive tiempos terribles, y me temo que a Guerrero le saldrán ahora muy pocos recitales. Así que, más en esta situación, piratear su música, bajármela gratis, me hubiera parecido como robarle a un músico callejero el dinero que la gente le ha ido echando en el estuche de su instrumento. Bien sé que Warner, la disquera que distribuye este recopilatorio, retendrá un buen porcentaje. Pero quiero que cobren algo Guerrero y todos aquellos que han intervenido, empezando por el gran Luis Mendo, el viejo músico de Suburbano. Y el todo gratis instalado hoy en el acceso a la música grabada no veo cómo puede ayudar a estos artistas a que obtengan algún ingreso por su esfuerzo. ¿Están obligados muchos músicos viejos, para sobrevivir, a subirse a un escenario aunque les fallen las fuerzas, ya que nada deben esperar de sus grabaciones?

Todo gratis, acceso universal y libre a la cultura. Engañiflas, bellas palabras que encubren la pillería del que, simplemente, puede arramblar gratis con algo y lo hace, al margen de cualquier otra consideración. Muchos quieren teorizar este proceder, y por tanto justificarlo. Ya.

22 julio 2013

Kate Atkinson

Para las vacaciones, por pocos días que sean, uno fabula grandes planes. Mientras se trabaja siempre falta tiempo para leer con calma y profundidad. Pero entonces se transita de un libro a otro de forma nada conflictiva. Los hay que resultan maravillosos y los hay que resultan un fiasco. Normal. Pero en vacaciones uno quiere acertar de pleno, y hacerlo además con esos libros densos, incluso físicamente voluminosos y pesados, que no pueden leerse tirados sobre un sofá o hamaca, sino sobre una mesa, y que durante el año han sido relegados en favor de lecturas más breves (que no más ligeras, o no siempre).

Cuando llega el momento de la verdad las cosas no son tan sencillas: hace demasiado calor, la pausa vacacional siempre la manchan algunas pejigueras domésticas, brotan las dudas, uno no sabe qué leer primero, y puede que justo en ese momento los libros más extensos y duros se resistan, o se empiece con ellos pero a lo peor se hagan cuesta arriba.

En ese estado de ánimo un tanto desazonante, un día de muchísimo calor y tras dos arranques de ensayos que no acababan de engancharme, choqué con una novela comprada hace tiempo a sugerencia de mi amiga B. Ella trajo a colación un día el nombre de Kate Atkinson, novelista inglesa que no me sonaba de nada.

Descubrí que casi todos sus libros —que no son muchos— estaban traducidos, incluidos los cuatro que ha escrito sobre policías, detectives y asesinos (los dos primeros en la editorial Circe y los más recientes en Lumen). Son novelas criminales, estas cuatro, de lectura adictiva, pero con una altura literaria que desborda las fronteras del género. En todas ellas la autora mueve a muchos personajes, urde varias historias entre las que poco a poco descubriremos sus conexiones. Y en todas el pasado de los personajes continúa invadiendo su presente. Porque en los tiempos pretéritos sus familias fueron cualquier cosa menos felices, y hay demasiados muertos reales y metafóricos mal enterrados en la memoria, niños que quedaron marcados de varias maneras, dolores antiguos que siguen atravesando las pieles más resistentes, asuntos que no se cerraron o lo hicieron en falso y que en el presente de la historia se convertirán en bombas que acaban explotando.

En las cuatro novelas el hilo conductor es el detective Jackson Brodie. Pero un rasgo que distingue las tramas de Atkinson de las de otros cultivadores del género es que Brodie no coloniza todas las historias. Al contrario: su presencia casi nunca es decisiva, o lo es sólo en momentos muy específicos. El detective se integra en el tapiz narrativo como uno más en el vasto mundo de conflictos afectivos y sociales al que accedemos. A Brodie, que aporta sus propios traumas y perplejidades, las cosas no le salen muy bien, y su imagen dista mucho de la del detective omnipresente y sagaz que protagoniza tantas novelas negras.

De las cuatro novelas, la mejor es, creo, la primera que he leído, Esperando noticias. Pero las otras tres, Expedientes, Incidentes, y la última, publicada este mismo año, Me desperté temprano y saqué al perro, se inscriben igualmente en la mejor tradición inglesa de las novelas psicológico-policiales, una rama literaria en la que, en tiempos, aprecié mucho ciertos títulos de Ruth Rendell, autora muy prolífica pero en sus mejores momentos nada menor.

He vuelto al trabajo. He dejado sobre la mesa libracos que deberán seguir esperando, al menos hasta agosto, cuando pueda pillar más días de asueto. Pero no me arrepiendo de haber dedicado una semana a las novelas de Kate Atkinson. Ricas, complejas, llenas de detalles inteligentes, de personajes poderosos y muy bien matizados —los niños, por ejemplo, siempre son magníficos—, de conflictos nada sencillos, de referencias a ese pasado inglés de los sesenta y setenta que tanto me interesa… Bueno, al final no han sido días desperdiciados, qué va.

02 julio 2013

Remordimiento

El sentido de un final, de Julian Barnes, cuenta la historia de un hombre nada especial. Anthony (Tony) Webster es relativamente culto y ha tenido en la vida un buen pasar, pero él mismo se conceptúa como no demasiado brillante ni perspicaz. En su primera juventud, años sesenta, sufrió por su torpeza con las mujeres. Ese tiempo, para él igual que para muchos más, no fue el de gran liberación, sino todavía el de las dificultades de relación y la penuria sexual. Por suerte, Tony no ha sido un hombre arrebatado, de extremos emocionales. Lo ha protegido su robusta capacidad para sortear grandes decepciones y tormentos, para desenvolverse en las zonas templadas del sentimiento, al abrigo de dolores intensos. Pero en la jubilación debe padecer la rememoración parcial, confusa, intrigada y a la postre preñada de remordimientos de ciertos episodios de aquella lejana juventud.

Dos motivos recorren este narración y desencadenan la aflicción y el malestar del protagonista: la escasa fiabilidad de nuestra memoria y la deficiente comprensión de lo que nos sucede. En la primera parte Tony Webster resume los hechos esenciales de su juventud, incluidos aquellos que, pasados cuarenta años, comprobaremos que exigen una revisión. Porque ni la memoria acredita una gran solvencia ni, lo que es más grave, Tony interpretó adecuadamente las relaciones con sus amigos o con su novia de entonces y la familia de ésta. Un joven inseguro, acomplejado, resentido y torpón difícilmente podía captar con justeza el entramado de relaciones en que vivía, y por tanto mal podía responder con la suficiente amplitud de miras.

El problema es que la imagen que se ha forjado Tony Webster de sí mismo como alguien moderadamente dichoso, tranquilo, al que nada conturba en demasía, salta por los aires al enfrentarse a su conducta de cuarenta años antes, cuando enseñó ante su novia y el amigo más admirado un rostro «agresivo, celoso y maligno». Tal vez sofocado por el resentimiento y la inseguridad, escribió cosas que ahora le remuerden vivamente y le hacen reconocer que «mi yo más joven había vuelto para abochornar a mi yo más viejo con lo que aquel había sido, o era, o en ocasiones era capaz de ser». Con el agravante de que Tony comprende que entonces sus palabras no pudieron ser más hirientes y premonitorias. Y esa constatación lo desestabiliza: «La misma acción de nombrar algo que posteriormente sucede —de desear un mal específico, y que ese mal acontezca— produce todavía un escalofrío de otro mundo». De ahí su intenso remordimiento.

Reconocer que en la historia que se había contado de su propia vida (a sí mismo y a los demás) había «astutos cortes» produce en Webster otro grado de remordimiento más corrosivo y hondo. Y es que le obliga a repensar la versión plácida, abundante en pequeños placeres y carente de grandes dolores, que se había construido de su propio acontecer. El resultado del nuevo examen no puede ser más desolador: «Yo renuncié a la vida, desistí de estudiarla, la tomé como venía. Y así, por primera vez, empecé a sentir un remordimiento más general —algo entre la compasión y el odio a mí mismo— por toda mi vida. (…) Había querido que la vida no me molestara demasiado, y lo había conseguido; y qué lamentable era. (…) Una medianía era lo que había sido desde que dejé el colegio. Una medianía en la universidad y el trabajo; una medianía en la amistad, la lealtad, el amor; un mediocre, sin duda, en el sexo». No es extraño que Anthony Webster termine su historia hallando en sí mismo «desasosiego, un gran desasosiego».

He leído con pasión esta novela de Julian Barnes. Me he dejado llevar por su serena fluidez, por su agudeza a la hora de interpretar nuestros motivos y actos. Barnes es un grande de la novela —he admirado muchas suyas anteriores—, pero navega también con comodidad por el ensayo y la filosofía, y en sus novelas (buenas historias, eso siempre) tal unión de registros está muy bien engastada.

Pero hay algo más importante y profundo. Por encima o debajo de cualquier examen de sus méritos literarios, todos los lectores encontramos de tanto en tanto novelas que nos tocan algún nervio vital. Esta ha sido para mí una de ellas.

25 junio 2013

La credibilidad del mal

Escribe Félix de Azúa en Jot Down, a propósito del último volumen de los diarios de Andrés Trapiello: «¿Qué nos ha sucedido para que resulte tan difícil darle interés literario a la dicha, al júbilo, al furor de vivir? ¿Por qué es tan aburrida para los modernos la afirmación y el homenaje?»

Tiene razón. Pero yo añadiría que no sólo la felicidad y la afirmación de la vida tienen poco crédito en la ficción contemporánea. También la bondad es vista con sospecha. Y la misma sospecha reina sobre cualquier sentimiento noble. Sospechamos sin cesar, sospechamos de todo: de la felicidad, del júbilo de vivir, de la bondad, de la amistad, del amor.

Es cierto que hay una ficción mayoritaria (novelas, pero sobre todo películas), en particular americana, que todavía triunfa con esas cartas “positivas”. Familias felices, amores de verdad, finales donde todo se arregla y triunfa el bien, reconciliaciones maravillosas, nobleza que obtiene su recompensa, etc. Pero todo eso lo conceptuamos como entretenimiento de masas, banal, “buenista”. Sospechoso o directamente falso. Y más que aburrido, deleznable e increíble.

Tiene mucho más prestigio en el arte contemporáneo (al menos en la ficción) lo cruel, lo maligno, lo morboso, lo siniestro, lo violento. Detrás de cualquier acción o gesto aparentemente bondadoso sospechamos que anidan siempre motivos menos limpios, intereses bastardos, pasiones siniestras. No nos creemos nunca lo que parece ser limpio, lo que se muestra radiante y bello. ¡Seguro que detrás estarán los motivos auténticos, por fuerza interesados, turbios y feos! Concedemos crédito inmediatamente, sin embargo, a la mostración de la crueldad, de lo siniestro o brutal. Ese mal no esconde un envés limpio y noble. No, ahí funciona la credibilidad: la apariencia y el fondo son la misma cosa. El mal es la verdad, lo que aparece es lo cierto.

Recuerdo tres libros excelentes, sin embargo, en los cuales no triunfaba ese perfume que desprende el mal. En lugar seguro, de Wallace Stegner, La comedia humana, de William Saroyan, y Puente de los Suspiros, de Richard Russo. Los leí casi seguidos, y me sorprendió, en los tres, que mientras disfrutaba con su lectura —son literatura de la buena, sin duda— estaba en todo momento esperando que el escritor me mostrara el fondo maligno que explicaría las acciones de sus protagonistas, ese fondo maligno que sería la auténtica realidad. Y me extrañó que no apareciera.

No son historias ingenuas, en absoluto. Hay en ellas mucho dolor, expectativas decepcionadas, fracasos, errores y muerte. Pero la amistad es amistad, por ejemplo en En lugar seguro; el amor es amor (en la misma novela, pero igualmente en Puente de los Suspiros), y los actos de bondad despiden un sabor auténtico y conmovedor en La comedia humana. No son señuelos destinados a desconcertar o engañar al lector, estrategias o artimañas narrativas hasta que, de súbito, comparezca la verdad, es decir, el pozo de miserias e iniquidades y brutalidades que explicaría la acción humana.

No sé, sólo quisiera plantear mis dudas. Así que termino parafraseando a Félix de Azúa: ¿Qué nos ha sucedido para que resulte tan difícil darle credibilidad e interés literario a la bondad? ¿Por qué es tan aburrida para los modernos?

20 junio 2013

Alan Bennett

En cuatro ratos, aprovechando sólo el tiempo que paso a diario en el transporte público, he devorado el último libro de Alan Bennet, sus Dos historias nada decentes. Ya disfruté mucho con las anteriores historias cortas de Bennet, en particular con La ceremonia del masaje, Una lectora nada común y La dama de la furgoneta. Con estas de ahora estaba tan absorto que en todos los trayectos de la villavesa a punto he estado de saltarme mi parada.

Porque La señora Donaldson rejuvenece, la primera historia, exhibe los mejores recursos de Bennet como humorista y autor dramático. Brilla, ante todo, su maestría en los diálogos. Los fragmentos que discurren en el hospital en el que la señora Donaldson interpreta distintos papeles de paciente para unos estudiantes de medicina que hacen prácticas de consulta —un marco de situación que revela enormes posibilidades dramáticas— están hilados con tanta ironía y gracia que merecen ser leídos veinte veces para ver de atrapar el secreto de los buenos diálogos.

Pero en esta historia lo que me maravilla en Bennet es la manera tan contenida —irónica, no cómica— en que narra las andanzas de una señora Donaldson alterada, intrigada y excitada. La vertiente sexual de su cambio vital podía haber despeñado el relato por una comicidad de sal gorda y cachondina. Bennet, muy inglés, se frena: opta por la suavidad, casi por la frialdad, y por esas cualidades que el diccionario asocia a la sutileza: lo delgado y delicado y, siempre, lo agudo, perspicaz e ingenioso.

Y eso que la vida de la señora Donaldson se anima desde que empieza a trabajar de “paciente” (casi actriz) ante los estudiantes, y aparecen en su aburrida vida los jóvenes, y con ellos las emociones asociadas a la curiosidad lasciva. ¿Emociones prometedoras? Tampoco nada del otro mundo. Porque ni ella ni ninguno de los personajes que conoce en este nueva etapa de su vida albergan nada particularmente exaltante. Bennett, suave pero ácido, casi feroz, olvida cualquier emoción torrencial; pero también cualquier sentimiento elevado, nobleza o solemnidad.

La segunda historia, La ignorancia de la señora Forbes, más breve aún, es más desmadrada, y la acumulación de enredos la desliza, en mi gusto, hacia un vodevil caricaturesco. Un vodevil que da para un rato muy entretenido, pero, creo, menos feliz en sus resultados. Tal vez porque en su brevedad el escritor ha concentrado demasiadas peripecias, demasiadas piezas que encajar en un frenesí de sexo, engaños, falsas ingenuidades y chantajes. Pero se lee de un tirón, y la sabiduría de Bennet siempre está presente en este cuento antimoral, una apología del engaño y la hipocresía. Y sólo las maldades y pullas clasistas y racistas de la señora Forbes, esos diálogos con su marido, justifican la lectura.

Entre las dos historias, sólo hay un personaje decididamente cretino, Graham, un lerdo narcisista que el autor retrata con crueldad. Los demás lo que desean es apañárselas, entretenerse, pasar el rato del mejor modo. Ninguno es tonto o ingenuo. Todos están al cabo de la calle de lo que se oculta por discreción, pero todos navegan en el fingimiento, en las conveniencias, en los sobreentendidos. Y sean jóvenes o mayores, vanidosos o mezquinos, representan la mediocridad vital, el ir tirando y una concepción muy en sordina de la aventura. El final, por ejemplo, de la primera historia parece prometer un salto en la carrera liberadora de la señora Donaldson. Pero sin alharacas. De hecho, casi le tienta más seguir leyendo un buen libro. Y en La ignorancia de la señora Forbes, ya he dicho, domina el fingimiento, porque a todos les conviene jugar a que saben mucho menos de lo que saben. Como dice Bennett en una entrevista en La Vanguardia: «si usted pudiera ver todo lo que en realidad hacemos, las vidas secretas de cada uno, ¡sería un terremoto! Si emergieran, se irían muchas cosas a pique, tal vez no estamos preparados para eso».

En la entrevista el autor inglés se queja de su estatus en la literatura inglesa contemporánea: «Como escribo mucho teatro parece que no sea uno de los grandes escritores. Me ven como parte del mundo del espectáculo». ¿Parte del mundo del espectáculo, por supuesto en sentido peyorativo, alguien capaz de escribir obras de teatro tan geniales como La locura del rey Jorge o The History Boys, o relatos como Una lectora nada común o La señora Donaldson rejuvenece? No, este es un autor como una casa.

16 junio 2013

Maestros

Me aburre y encrespa la discusión, que reaparece cada dos por tres —ahora mismo, con el último libro de Luis Goytisolo—, sobre si la novela ha muerto o está en las últimas, o si es sólo el realismo el que debe ser arrumbado por el viento de la historia, o el argumento el que carece de sentido porque el futuro se halla en el protagonismo lingüístico, en el puro entrechocar de significantes, dado que es preciso a estas alturas olvidarse de los personajes y la trama. Y no digamos la polémica, resucitada cada quincena, que en términos análogos inquiere sobre la muerte del arte, regia cuestión que a veces deriva en, por ejemplo, si la pintura de caballete es hoy absurda y obsoleta y sólo el arte conceptual, o las instalaciones, o el videoarte, o lo que sea, está a la altura de nuestro tiempo.

Estas discusiones, que caricaturizo un poco (pero sólo un poco) son un peñazo, una bonita manera de darle vueltas a un molino que, al menos a mí, me tiene harto. Y un feo procedimiento, en muchos autores o críticos, de camuflar gustos particulares (inclinaciones nacidas a partir de múltiples factores biográficos, temperamentales y de entorno) para que aparezcan como el único canon estético aceptable.

Al juego de establecer edades o periodos en las artes, para acabar dictaminando acerca de lo que está vivo o muerto, en términos implacables y excluyentes, es muy aficionado Félix de Azúa, así que afronté la lectura de Autobiografía de papel con prevención. Pero al libro lo salvan sus muchos fragmentos magníficos, sus fogonazos tan sugerentes, sus paradas en determinados autores, sus pullas brillantes, irónicas, malvadas o crueles sobre libros, autores o momentos en la creación literaria. Y siempre, siempre, su estilo. Uno saca mucho de este libro, aunque deseche o perdone sus implacables juicios sobre lo que hoy tiene sentido o no, sobre lo que merece la pena en la literatura y lo que ya está superado por la historia (regiones inmensas, Azúa dixit).

Un pequeño fragmento, sin embargo, ha disparado por encima del resto mi interés. Dedica Félix de Azúa unas páginas estupendas a explicar el magisterio que Juan Benet ejerció sobre él y otros jóvenes. Benet, el maestro, les «enseñó cosas esenciales para un novelista adolescente». Y enumera unas cuantas, algunas graciosas («con qué gesticulación se debe preparar la primera bebida de la noche», o «cuál es la carretera con menos socavones de la provincia de Madrid»), pero otras más enjundiosas: «cuáles son los ridículos imperdonables en cualquier escritor español y quién los comete con mayor frecuencia», por ejemplo. Porque, aclara, el contenido de la enseñanza verdadera no es «la materia misma del arte —eso se aprende mirando con atención una y otra vez—, sino el modo de ser, la vestimenta, el trato social, la música favorita, el comportamiento, la actitud moral del artista».

Vale decir: un maestro no sólo enseña la materia misma que domina, y con una profundidad y elocuencia que provoca la admiración de sus discípulos. También es capaz de poner en la enseñanza su personalidad entera, su sentido del humor, sus entusiasmos e irritaciones, sus gustos en múltiples terrenos, sus exploraciones por terrenos que tantea hasta que halla la luz y sabe transmitirla fascinando, sus reflexiones sobre el dinero, la comida, la vestimenta, el sexo, el deporte y muchas otras industrias sobre las que tiene opiniones rigurosas, originales, inesperadas, excéntricas, y en todo caso sugerentes y fértiles para los discípulos.

A éstos, a los discípulos, nadie les librará de su esfuerzo individual, cuanto más exigente mejor —esa “materia misma del arte”, o del pensamiento, a la que se refiere Azúa, y que se aprende «mirando con atención una y otra vez», o, dicho de otro modo, estudiando con denuedo—. Pero el saber necesita también del encuentro, del diálogo, de la exploración conjunta en la cual se enseña y se aprende, incluso a veces de maneras oblicuas, mientras se disfruta en compañía. Esos tiempos compartidos en el arte de la conversación en los cuales tanto se puede aprender.

De más está decir que los discípulos, con el tiempo, no siempre compartirán lo que sostiene el maestro. Y que igual llegan a defender lo contrario que él en ciertos puntos. Eso, que incluye el alejamiento, es ley de vida en gente viva. Pero esa distancia, si es que llega, siempre se creará al mismo tiempo que se reconoce todo lo que el maestro regaló, lo que enseñó, sea en contextos formales (dando clase), sea en informales (charlando en una cena o bebiendo o visitando algo que el maestro sabe mirar con una agudeza superior). En todo caso, el maestro siempre será, en el espíritu del discípulo, una referencia insoslayable, un modelo al que se debe mucho.

Yo no tuve maestros en bastantes años de estudio, primero de adolescente con los curas y luego en Magisterio. Pero más tarde, y gracias a la filosofía, disfruté de profesores excepcionales, algo que ya nos acerca a los maestros. Escribí aquí de José Luis Rodríguez Sández, el gran profesor en el COU, y también me he referido más de una vez a los mejores que tuve en Zorroaga, en la Universidad del País Vasco, como el mismo Félix de Azúa, Fernando Savater, Tomás Pollán o Víctor Gómez Pin.

Pero maestros en el sentido mucho más amplio con que evoca Azúa a Juan Benet, con una influencia que va mucho más allá del profesoral, he tenido dos. Uno, Aurelio Arteta, la influencia más sólida, primero profesor pero luego amigo sin dejar de ser nunca una referencia intelectual y moral. Y también he considerado varios años un maestro a Pedro Manterola, con quien, alrededor de una mesa, o con ocasión de sus cuadros, tanto he aprendido y disfrutado. No está nada mal, qué va, he tenido mucha suerte de conocer y tratar a estos dos maestros sobre los que el pudor me impide extenderme todo lo que debería.

10 junio 2013

Enric González

En noviembre del año pasado, el periodista Enric González fue despedido de El País junto a otros 128 trabajadores. En realidad, su caso tuvo connotaciones particulares puesto que González era el único de los que echaron (un domingo por la tarde, por correo electrónico: así se despide ahora) que podría haber continuado en el periódico; incluso hasta el último momento tuvo la puerta abierta para seguir trabajando en él. Pero Enric González había anunciado, casi un mes antes, que lo dejaba, que estaba harto de varias cosas y personas y necesitaba cambiar de aires. Eso sí, pedía ser despedido con los demás para poder acogerse a la misma indemnización.

¿Por qué tuvo El País con él una paciencia y unos miramientos que no había tenido con otros muchos? Pues tal vez porque la empresa sabía que perdía a un gran periodista y escritor, un hombre con una notable habilidad, demostrada en 27 años de trayectoria en el mismo diario, para decir mucho con poco, para contar lo que pasa con buenos datos, distancia, ironía, concisión y profundidad. Esas mismas cualidades adornan una suerte de recuento a vuelapluma de su vida laboral que ahora publica, Memorias líquidas, y que edita, en papel, la magnífica revista digital Jot Down. (Lo cual no obsta para que me entren ganas de mandar a galeras una buena temporada a su diseñador, y también a la empresa por vender el volumen, de muy holgadas 180 páginas, a 23 euros.)

Memorias líquidas, de Enric González, cuenta la quiebra de confianza, el proceso de irritación y hartazgo de un trabajador respecto a ciertos jefes de su empresa, y a las decisiones que tomaron (en particular Juan Luis Cebrián), las cuales han contribuido decisivamente a que El País, y todo el grupo Prisa, se encuentre hoy en una situación económica muy difícil, aunque, es curioso, sus prebostes cobren cada vez más. Enric González no tuvo nunca el altísimo grado de identificación con la empresa que sí mostraron buena parte de sus compañeros. Y eso que su libro certifica que hubo grandes momentos, que ha aprendido mucho de los muy buenos periodistas que eran sus compañeros, y que además, nobleza obliga, él tiene mucho que agradecer a la empresa por la formación que le permitió adquirir y su ayuda en momentos personales complicados. Ah, y porque le pagaran fantásticamente: en los últimos años ¡siete mil euros mensuales netos! Pero la historia, si no de amor sí de respeto y admiración, ha terminado mal, muy mal.

¿Identificación con la empresa? Quiá. Enric González es de los que mantienen que “el mejor lugar del mundo es el que está más lejos de los jefes”. José María Huertas Clavería, un gran periodista catalán, tituló sus memorias Cada mesa, un Vietnam. Y esa “doctrina Huertas” ha guiado siempre a González: “cada mesa de la redacción debía ser una trinchera de resistencia frente a la empresa y los demás poderes. (…) La legitimidad de un periódico radica en su redacción, no en los intereses de sus propietarios. (…) Hay que resistir, hay que intentarlo siempre. Al periodista le pagan para que haga de periodista. Para lo otro están los jefes”.

¿Y qué es lo otro? Pues “el compadreo entre los intereses de la empresa y los del poder”, una sucia alianza de conveniencias que conspira para amordazar al periodista, para que cada dos por tres se pacte el silencio de informaciones incómodas para el poder político o empresarial a cambio de que las empresas de comunicación alcancen beneficios por otros lados. Enric González rememora penosas censuras que sufrió en sus años más jóvenes, bien por presión de la policía, bien de los convergentes de Jordi Pujol. Y también recuerda su incomodidad ante el tratamiento que El País, que ya en los años ochenta era muy poderoso y quería convertirse en un gran grupo mediático, dio a varias informaciones cocinadas en función de sus intereses empresariales, intereses sectarios defendidos sin rubor.

Pero este no es un libro de tesis, sino de buenas historias de periodistas. Enric González no tiene ningún título académico, empezó en un periódico con 18 años y todo lo aprendió en la calle, o leyendo (“me parece que un periodista ha de leer como si le fuera la vida en ello, porque le va la vida en ello”), o de otros compañeros, preferiblemente trabajando en colaboración: “Para mí, una redacción necesita un continuo debate colectivo, sincero y todo lo bronco que haga falta (…) Un diario es eso, un tumulto, una tormenta de ideas y sandeces. Si cada uno hace lo suyo, ignorando lo que hacen y piensan sus compañeros, la redacción pierde su fuerza multiplicadora y el periodista es más débil”.

Con esos elementos se fue afinando un narrador de raza. Enric González sabe contar, posee talento para definir un personaje o una situación en tres palabras. Y sabe mostrar lo bueno y lo malo de las personas (que suele ir unido) con justicia y ecuanimidad. Y ello igual cuando habla de otros como cuando habla de sí mismo. Porque Enric González no siempre se trata bien a sí mismo. Y puede que, como otros periodistas a los que admira, no sea un tipo de trato fácil ni haya escrito siempre sobrio.

Hay mucho alcohol en el oficio, parece. Y también sumisión a los poderes, y tentaciones económicas (intentos de soborno, vamos) y mezquindades en las que caen colegas. Y hay buenos redactores maltratados por sus medios, o envidias mal disfrazadas, o arrinconamientos o despidos de gentes valiosas que las empresas no han sabido aprovechar. Pero hay asimismo el recuerdo de los buenos momentos de una vida laboral ya larga y que ahora continúa en El Mundo. Esos momentos en que, aunque él no lo diga, nosotros recordamos (al menos los que hemos sido lectores habituales de El País) que el periodista redactó crónicas casi perfectas, en Barcelona o en Madrid pero también en las varias capitales del mundo donde ejerció como corresponsal. Crónicas tan suculentas como lo son son estas memorias líquidas, que, ay, nos dejan con ganas de más.

03 junio 2013

Cine de barrio

En un estado de semitontuna, y con la pereza metida en el cuerpo, he visto en Cine de barrio, en poco tiempo, dos películas que no conocía y que, hasta que llegó Torrente, fueron los mayores éxitos de la historia del cine español: No desearás al vecino del quinto y La ciudad no es para mí. La primera la emitieron con motivo de la muerte de Alfredo Landa. La segunda, porque Paco Martínez Soria, parece, siempre es un valor seguro.

En 1970 vivía yo junto a la calle Gayarre. Allí estaba el Aitor, un cine de estreno fundamental en la Pamplona de entonces, pese a su ubicación en un barrio obrero, lejano, relativamente, del centro de la ciudad. Hoy eso sería impensable. Y me acuerdo de las muchas semanas en que me comí con avidez, en las carteleras del Aitor, las imágenes de No desearás al vecino del quinto que acompañaban al cartel promocional. En el umbral de una adolescencia muy ingenua, esas fotografías con mujeres en ropa interior eran el condensado del erotismo, la promesa de una experiencia sexual remota, terrible. Pronto cambiaron mis gustos cinéfilos: en 1972, y también en el Aitor, ya vi por ejemplo El padrino. Pero durante varios meses del setenta la película no vista pero soñada con Afredo Landa y un pésimo actor francés, y sobre todo aquellas mujeres, me turbaba en mi constante trajín por la calle Gayarre.

Ver hoy No desearás al vecino del quinto es una experiencia intelectual y moral muy dura, tan empinada que sólo en el atontamiento del sábado por la tarde puede soportarse. Con motivo de la muerte de Landa se han elogiado mucho, y con justicia, sus dotes actorales. Pero también más de uno ha aprovechado para reivindicar el cine que tanto tiempo hizo el pamplonés, ese landismo de calzoncillos y bragas, boinas y marianos, suecas, criadas parlanchinas con uniforme, jóvenes modernas pero formales hasta llegar al matrimonio, discoteques y clima aldeano como de Crónicas del pueblo (¿se acuerda alguien de tal serie de la tele?). Esa reivindicación me parece gravemente errada, lindante con la estupidez.

El respeto a la labor actoral no debe ocultar las simas artísticas, culturales y morales en que aquel cine caía sin remedio. Alfredo Landa era un gran intérprete. La inmensa mayoría de sus películas fueron una bazofia. Podemos hacer distingos, matizaciones, clasificaciones más cuidadosas. Y por supuesto no se trata de adoptar una actitud perdonavidas, desdeñosa, hacia la gente que trabajó en el cine español en el franquismo. (Alfredo Landa, tenía, en la mala leche que tantas veces sacaba en el trato, un componente de agrio resentimiento, en los años “prestigiosos”, hacia todos los que habían machacado el cine franquista e indigente que había protagonizado). Pero el esfuerzo de discernimiento no invalida el juicio general: el landismo fue la expresión enferma, culturalmente repugnante, de una sociedad sojuzgada pero también enferma y conservadora hasta el delirio.

La ciudad no es para mí también se las trae. Vista hoy, su baturrismo de caricatura, su simplista contraposición entre la vida pueblerina, honrada y noble y devota, y la de ciudad, viciosa y libertina, y su omnipresente y desacomplejado conservadurismo moral, son rasgos demasiado obvios y fáciles de desmontar.

Pero lo que más me intriga de esta película deleznable es que el autor de la obra teatral en que se basa fuera Fernando Lázaro Carreter, gran lingüista, ocho años presidente de la RAE y autor de best sellers sobre el mal uso del idioma castellano. Lázaro Carreter, que ya había ganado mucho dinero escribiendo libros de texto para Germán Sánchez Ruipérez, su amigo y editor de Anaya, pegó otro pelotazo con esta obra y seguro que hizo ganar mucho más a Paco Martínez Soria. Sin embargo, siempre tuvo con ella una relación pudorosa, incómoda e huidiza. La firmó con seudónimo (Fernando Ángel Lozano), y las contadísimas ocasiones en que se refirió a La ciudad no es para mí la consideró un pequeño reto personal («un pecado venial», diría años después) que, reza la leyenda, ejecutó en menos de una semana en el verano de 1962. Francisco Rico escribió que Fernando Lázaro, “que se sabía de corrido el teatro universal, aceptó el envite como una diversión, como una muestra de dominio, con distancia, sin involucrarse afectivamente”.

No sé, me faltan datos sobre la relación entre Lázaro Carreter y el éxito con esta obra. Lo cierto es que con La ciudad no es para mí terminó su carrera de autor teatral, a pesar, seguro, de las muchas ofertas que debió de tener para repetir con obras similares. Cabe suponer que su finura crítica en los estudios que dedicó a muchos autores de la literatura castellana pudo colisionar con el chocarrero nivel alcanzado en su obra propia. ¿Prefirió Lázaro Carreter no dar lugar a odiosas comparaciones entre lo que encontraba y desmenuzaba en otros creadores y lo que él podía llegar a producir? Tengo delante una de sus obras magníficas, la recopilación de estudios que publicó en 2002, poco antes de morir, bajo el título de Clásicos españoles. De Garcilaso a los niños pícaros. La releo y pienso: ¿Es el mismo hombre el que escribió estos trabajos y el de la baturrada de Cine de barrio?

31 mayo 2013

De Los ilusos a Chusé Izuel

El fin de semana vi dos veces Los ilusos, una película de Jonás Trueba hecha a lo largo de varios meses, casi en ratos libres, con actores amigos y aprovechando material sobrante de otras películas. Los ilusos está confeccionada con muy poco y posee un hilo argumental débil. Un joven, León, que, se nos dice, ya dirigió una película, y que, mientras lo vemos leer, comer, dar clases de cine, charlar con amigos, emborracharse y ligar, planea su próxima historia, la de un joven que se suicida al ser abandonado por su novia. León cuenta alguna vez el proyecto, y lo vemos leyendo libros de o sobre suicidas (Edouard Levé, Chusé Izuel). Eso es todo: el deambular del director, y de algunos de sus amigos y amigas, en el entretiempo poco definido en que piensa ese segundo film. Y ello en Madrid, una ciudad fea, a veces horrible, decrépita, con vallas de obras, zanjas y comercios clausurados con las persianas bajadas y sucias de pintadas, una ciudad sin la más mínima muestra de modernidad lujosa.

Los ilusos enseña repetidamente su condición de artificio. No sólo por la claqueta que abre o interrumpe varias escenas; también por los momentos en que las voces no corresponden con la imagen, u otros en que el propio Jonás Trueba aparece dando instrucciones a los actores sobre la entonación adecuada en una frase o su actitud en una secuencia. Además, incluso en momentos de alto voltaje hay fundidos en negro, que no sé si responden a que hubo que rodar una escena en momentos muy alejados, o a la intención tenaz de recordar el carácter “construido” de lo que se cuenta.

Con esos materiales tan modestos el director ha llenado la pantalla de verdad y fuerza emotiva. La historia, su autenticidad, vence a cualquier esfuerzo de distanciamiento. Trueba ha rodado una película a veces divertida, a veces suavemente amarga, siempre con un alto poder de sugerencia. Lejos de la negrura, las peripecias de León y sus amigos y amores enseñan mucho sobre la desorientación, la incertidumbre ante el futuro, la decepción por el derrumbe de ciertos sueños laborales, los amores líquidos en una juventud demasiado larga y precaria, o la fértil relación entre la ficción y la vida. No hay tesis, no hay conclusiones, no hay seguridades. Todo queda abierto. Incluso la escena en que la joven Aura Garrido, gran actriz, lanza una breve soflama contra la irresponsabilidad de la gente en España y la necesidad de comprometerse en algo y tener hijos, dista de ser un mensaje; queda más bien en el ámbito del dibujo del personaje, esa joven igual más ilusa, por su edad, que los demás —ilusa en el sentido, no peyorativo, de idealista, claro—.

Me gusta todo en esta película menesterosa, felizmente francesa, como de lo mejor de los años sesenta o setenta. No me molesta su aire deslavazado, su ritmo tan pausado. Incluso me entusiasman los riesgos de ritmo que arrostra Trueba en escenas como la de la larga canción que interpreta el grupo El Hijo en el domicilio de alguien, y que disfrutamos entera, sin que suceda en esos minutos ninguna otra cosa reseñable. O, por supuesto, la escena tan absurda, onírica y graciosa alrededor del cineasta Javier Rebollo y su empeño por huir de un conocido; o la aventura con las cintas en VHS que carga León por la ciudad (la cultura como una carga física pesada) y que acaban teniendo un uso sorprendente.

No es Los ilusos una película áspera, oscura, desesperanzada. Pero León, he dicho, prepara su película sobre un suicida, y en el curso de la historia se cita más de una vez a Chusé Izuel, quien se tiró desde el balcón de un quinto piso en Barcelona en 1992, a sus 24 años. Así que, espoleado por la película —y alejándome de ella, porque con el suicidio nos internamos en una atmósfera de enorme gravedad, que no es la de Los ilusos—, el domingo me lancé sobre Amarillo, el libro en que Félix Romeo merodea sobre Chusé Izuel, su amigo desde la infancia y compañero de piso, del piso donde se tiró, en aquellos años barceloneses de tanteos literarios.

El recuerdo de Chusé Izuel que cose Romeo está lleno de datos sobre el suicida y de palabras de él entresacadas de sus cartas, relatos y artículos. Pero ante todo rebosa culpa al no haber calibrado bien la desesperación en que vivía su amigo, y dolor por lo irremediable. Ante un suicidio, además, la pregunta por las causas se llena de incomprensión, de hipótesis y de enigmas que explotan y se llevan dentro muchos años después. Es un libro el de Romeo que no quiere ser una biografía, que no busca el dato exacto ni el retrato más acabado que hubiera podido componerse con los testimonios de otra gente cercana a Izuel. Félix Romeo se abandona sólo a su memoria personal, lacerante, al recuerdo de lo que vivieron juntos, de lo que lo vio sufrir, aun sin tomarse en serio ese sufrimiento, de lo que sólo supo o intuyó al morir su amigo, y de lo que transparentan los relatos de éste sobre sus aflicciones y violentos conflictos interiores, y a veces exteriores.

Tengo veinticuatro años y soy un anciano que agoniza, que se atraganta con su propia saliva, que se caga en los calzoncillos, que se tropieza con sus pies, que busca la salida última, que le tiene pánico a su mismo nombre”. Esto escribió Chusé Izuel poco antes de morir, aunque la última noche la pasó bebiendo, fumando y hablando tranquilamente con el tercer inquilino del piso, Bizén Ibarra, y a las siete de la mañana, con hambre, se comió una tortilla francesa. Seguidamente se tiró desde ese quinto piso. No iba a ser un genio como escritor, y el abandono de su novia dos años antes lo había golpeado con una dureza extrema. ¿Se mató por eso, tal como parece revelar el texto que se lee en Los ilusos y que coloco aquí debajo? ¿Qué sabemos nosotros? ¿Qué podemos decir sobre la angustia de un suicida sin correr el grave riesgo de despeñarnos en el error o la tonta presunción?

Puede que me equivoque, pero existe un momento en la vida, sólo un momento, en que somos conscientes de que somos genios o enamorados. O una cosa u otra, imposible ambas. Y cuando ese momento llega tenemos la vaga certeza de que arrastraremos nuestra carga, sea la que fuere, hasta el final de los días. Yo superé ya el momento. Sé que nunca alcanzaré las cimas de la genialidad y, lo más abrumador, acongojante aun, sé que el momento del amor se escurrió entre mis dedos para siempre. Así, ni tengo nada ni espero nada”.

21 mayo 2013

Los premios, para los amigos

En 1944, al escritor Ignacio Agustí, miembro del núcleo originario de la revista Destino y de la editorial del mismo nombre, se le ocurrió que sería bueno crear un premio que estimulase la escritura de novelas en castellano. Tuvo que vencer ciertas resistencias, porque no todos los miembros de ese grupo de Destino lo veían claro —Josep Vergés, el gerente y hombre clave en la editorial y en la revista, era un tacaño reconocido—, pero al fin nació el premio Nadal, llamado así en honor de Eugenio Nadal, redactor jefe de la revista muerto aquel mismo año. Agustí redactó en solitario las bases del premio y en agosto la revista lanzó la primera convocatoria, con una dotación de cinco mil pesetas y la fecha en que se haría público el fallo: la noche de Reyes del año siguiente.

Residía entonces en Sitges César González Ruano. El escritor, renombrado sobre todo por su faceta de articulista de prensa, había retornado a la España franquista después de un periplo de diez años por distintos países europeos no exento de episodios muy turbios. González Ruano, que coqueteaba, zalamero, con la gente de Destino porque quería publicar en la prestigiosa revista, se enteró de la convocatoria del premio y comenzó a escribir rápidamente una novela, convencido de que las cinco mil pesetas iban a ser suyas. Es más, comenzó una campaña, poco sutil, de extensión de la especie de que ya era prácticamente seguro su triunfo. Ninguno de los cinco miembros del jurado, cuenta Agustí en sus memorias, le había prometido nada, pero él propaló, incluso entre la gente de Sitges, el rumor de que su novela, escrita a la diabla, y engordada con líneas y más líneas de diálogos banales, contaba ya con el premio. Él tenía una trayectoria conocida detrás, llevaba muchos años escribiendo, su novela transcurría en el mismo Sitges, y la escribía a la vista de todos en un café del pueblo costero. ¿Quién tenía más títulos para alzarse con el galardón?

Los originales fueron llegando a Destino, y el día en que terminaba el plazo llegó el último de los veintiséis recibidos, el de una chica desconocida, Carmen Laforet. Su novela Nada entusiasmó a Agustí y a otros miembros del grupo y decidieron premiarla. Así se proclamó en la cena del seis de enero de 1945, la primera de una historia que llega hasta hoy mismo.

Al día siguiente, Ignacio Agustí pensó que debía cumplir un incómodo trámite: explicar a González Ruano lo sucedido, y los méritos que adornaban a la ganadora, Carmen Laforet. El escritor, como era previsible, los recibió furioso y enseguida lanzó sobre Agustí y Rafael Vázquez Zamora, que lo acompañaba, toda su rabia por haber sido relegado en beneficio de una primeriza, “esa señorita Pastoret o Mistinguet o Espinet”. Debemos, dijo:

estar entrando en la era gloriosa de la féminas que escriben. ¿Y escribe tan gloriosamente esa jovencita para que su obra prevalezca sobre la de autores consagrados, que llevan años rompiéndose los cuernos para escribir libros, que tienen los artículos por millares, con la audiencia de centenares de lectores? Díganme: ¿la obra premiada merece el bofetón público que acaban de darme?

No había argumento que calmase a González Ruano, imposible. Pero su enfado alcanzó el punto culminante cuando Agustí le pidió que antes de seguir bramando leyese la novela de Carmen Laforet. Era, le aseguró, sobresaliente, excepcional. González Ruano explotó:

Pero ¿es que no sabéis que en España, desde tiempo inmemorial, los premios se han dado siempre a los amigos? ¿Es que estamos soñando? ¡Dónde se ha visto que un premio sea para el que nos parezca mejor! Los premios se dan a los amigos, se convocan para los amigos, y así será siempre, afortunadamente. ¡Adónde iríamos a parar! ¿Es que pretendéis cambiar los hábitos del país? ¡Aviados estáis! ¡Pues estaría bueno…!

¿Por qué recuerdo esta historia? Pues porque me ha venido a la cabeza con frecuencia desde que la leí en las memorias de Ignacio Agustí, Ganas de hablar. He participado en varios jurados de premios, casi todos en el ámbito de la provincia, y en ese espacio, donde el conocimiento, el trato y la vigilancia mutua son más estrechos y pegajosos, he encontrado más de una vez enfados como los del escritor madrileño. Y no sólo brotaban, tras la concesión del premio, en concursantes con solera, preteridos por ganadores a los que despreciaban, gentecilla que no podía lucir galones como ellos. Hasta ahí, todo normal. Lo incómodo es que la postura de González Ruano la defendieran en las deliberaciones, con más o menos explicitud, otros miembros del jurado que acudían con su decisión tomada en virtud de similares prejuicios, pactos, compromisos o conveniencias. Sólo les faltaba a esos jurados un detalle: el desparpajo de González Ruano, su carencia desacomplejada de frenos hipócritas.

13 mayo 2013

De mierda

Hace unos días disfruté un buen rato con Jesús Pagola, el mejor encuadernador artesano que conozco en mi ciudad, un maestro en su oficio. Jesús es metódico, riguroso y detallista hasta el extremo, lleno de amor por su trabajo, lo que se advierte cuando mima los objetos que maneja con suma habilidad, o pondera morosamente papeles, cartulinas o telas. He visto unos cuantos trabajos de Jesús Pagola, y le he encargado otros, y sus encuadernaciones especiales, siempre de acabado perfecto, otorgan a los libros que él viste con nuevos ropajes una presencia delicada y magnífica.

Jesús me citó para regalarme “un ejemplar de su libro”. ¿De qué libro, pensé? E imaginé una edición fastuosa de algún texto de otro autor. Pero no: el libro está escrito por el propio Jesús Pagola, lleva el título y subtítulo de El retrete. Estancia poética y contiene un conjunto de poemas jocosos, quevedescos, sobre, digamos sin ambages, la mierda y el cagar. Con estricta sujeción a los principios de la métrica (me dijo que en su tiempo leyó con pasión la Métrica española de Antonio Quilis), Jesús ofrece en su libro décimas, sobre todo, pero también sonetos y otras formas, siempre relativas al zambullo y el acto defecatorio.

Casualidades de la vida, había comprado yo días antes un volumen recién publicado, La materia oscura. Historia cultural de la mierda, de Florian Werner, excelente, lleno de información y análisis sobre un acto indispensable para el mantenimiento de nuestro metabolismo, el de defecar, y sobre la materia que excretamos, la mierda. Werner comienza proporcionando datos básicos sobre la materia oscura, su composición y peso real y metafórico en el mundo, pero pronto se introduce en las formas históricas de tratar socialmente con ella, y por tanto en la construcción cultural y social de la vergüenza y del asco. Y es que no siempre y en todo lugar, ni mucho menos, ha provocado la mierda las reacciones que motiva hoy en nuestras sociedades. Es bien llamativo el estudio de las formas modernas, al compás del “proceso de civilización” que estudió genialmente Norbert Elias, de hacer cada vez más reservado (vocacionalmente secreto) y casi invisible un acto esencial para la vida de todas las personas de cualquier época, lugar y condición social. Hoy podemos decir que se han generalizado los sentimientos que una princesa francesa manifestó en 1694: “A los acarreadores, a los soldados de la guardia, a los portadores de litera, al pueblo de esta índole, se lo concedo. Pero: los emperadores cagan, las emperatrices cagan, los reyes cagan, las reinas cagan, el Papa caga, los cardenales cagan, los príncipes cagan y los arzobispos y obispos cagan, los curas y los vicarios cagan. ¡Admitámoslo!, ¡el mundo está lleno de personas repugnantes!”. Es decir, vergüenza y asco —lo cual, insisto, está lejos de ocurrir en todo el mundo—, pero también disolución del orden social jerarquizado e inmutable de tantos siglos.

Sin embargo, la mierda, omnipresente pero cada vez mejor escondida, ha dado lugar a muchas teorías y asociaciones. De la realidad de la mierda, o de sus extensiones metafóricas, han escrito los médicos, pero también los ingenieros, los curanderos y chamanes, los teólogos, psicólogos y psicoanalistas, los poetas y artistas de vanguardia. Por ejemplo, sobre cómo aprovecharla para curar enfermedades, o explotarla en el humor, o de sus vínculos con la religión y la demonología, o sobre su significado en el psicoanálisis freudiano o en el arte contemporáneo más provocador. De todas estas cuestiones se ocupa Florian Werner en su paseo intelectual, documentado, ameno y riguroso.

Como señala el ensayista alemán, «probablemente pocas cosas sean tan capaces de provocar hilaridad en nuestro círculo cultural como una cagarruta, un chiste acerca de una cagarruta o simplemente un pedo escuchado desde lejos, al menos mientras la caca, la broma o el pedo no se acerquen demasiado al que se está riendo y el marco social permita tal hilaridad». La tradición humorística siempre recuerda nuestro ser terrenal y mortal y destruye cualquier seriedad dramática: no hay drama, como dice Werner, en el que los personajes interrumpan sus cogitaciones dolorosas para echarse un pedo o ir a cagar. Esa acción desliza el tono sin remedio hacia lo cómico o grotesco, y rebaja con deliberación varios grados a los humanos.

En esa tradición humorística se inscriben los poemillas de Jesús Pagola. En la literatura española sobran antecedentes de su empeño, desde los gloriosos como Quevedo a los de cualquier anónimo con ganas de ridiculizar o injuriar. Jesús Pagola sólo pretende divertirse y divertirnos; eso sí, recordando que, por mucha vergüenza o disimulo que gastemos, aquí se trata de algo en lo cual, literalmente, nos va la vida.

Mientras tengas buena mierda
que sacar el culo pueda,
todo irá como la seda.
Tenlo presente y recuerda
si no quieres que sea lerda
tu existencia como humano;
pues si quieres estar sano,
ten en cuenta que en tu vientre,
todo aquello que entre
debe salir por el ano.

08 mayo 2013

Escribir (o no)

Gracias a los enlaces que coloca el náuGrafo, llego al excelente blog de Miguel Angel Hernández, de quien yo también estoy leyendo Intento de escapada. Y me gusta mucho su última entrada por el momento, Una vestidura incómoda, en particular por el empeño que (de)muestra de escribir, escribir, lo que sea, “no importa el contenido. Sólo escribir. Poner palabras una detrás de otra”. Yo no he publicado ninguna novela interesante, como sí lo es la de Hernández, y por la cual, presumo, anda de aquí para allá en tareas promocionales. Pero también me ha faltado tiempo en la última quincena para llegar a este blog, y no quiero pararme de nuevo, abandonar unos meses otra vez, dejarlo dormido de nuevo. Aunque, recurrentemente, han influido en el silencio, además, las dudas paralizantes, esa sensación que me asalta con frecuencia de que otros ya han dicho mucho mejor, infinitamente mejor, cualquier cosa que yo pueda apuntar en este ángulo.

* * * * * * * * * * * * * * * * * *

Por ejemplo: En abril tuve dos excelentes lecturas (entre otras decepcionantes), propuestas por la tertulia de Barañain: la enésima de Los muertos, el relato de Joyce, que en su brevedad es inagotable, y Los enamoramientos, de Javier Marías, que me hubiera gustado que en lugar de cuatrocientas páginas hubiese tenido mil o dos mil. Y pensé en escribir sobre el peso de los muertos en las dos historias, sobre las actitudes y reacciones de los vivos ante los fallecidos: olvidar, superar, aliarse con el tiempo, o quedarse anclado, atrapado en la ciénaga del dolor. Incluso me entusiasmé un día con unas páginas de Jon Juaristi sobre el relato de Joyce, y la relación entre los muertos, el nacionalismo irlandés, las voces ancestrales que tiran de los vivos para atraparlos y la angustia de Gabriel cuando descubre que no tenía ni idea de los verdaderos sentimientos de su mujer, del auténtico peso en la vida de ella de las voces ancestrales. Pero luego pensé que mejor callar, que sobre eso, o sobre lo que morosamente desmenuza Díaz-Varela, el personaje de Marías, a propósito de los muertos y los vivos, hay ya mucho escrito, y que nada interesante podría añadir yo; o que, en en el mejor de los casos, pergeñar algo no totalmente inane me llevaría mucho tiempo y esfuerzo. Después comencé En la orilla, la novela de Chirbes. La dejé en la página cuarenta, al menos por ahora, y dudo mucho de que vuelva a ella. Pero me ha sucedido lo mismo: explicar mi rechazo exigiría un análisis que ahora no puedo afrontar. Así que estamos igual: silencio. Y, al mismo tiempo, necesidad de escribir, de no abandonarme, de, al menos, apuntar algo. Lo que sea.

19 abril 2013

Con Schopenhauer

Se me pasó el rato, tan ricamente, leyendo una pequeña obra teatral del siempre admirable Fernando Savater, El traspié. Una tarde con Schopenhauer. (Qué pena que su novela del año pasado, Los invitados de la princesa, tuviera escaso eco, con lo entretenida y aguda que era.) El traspié lo recordaba bien de hace años en la televisión pública, cuando era frecuente que se produjeran programas así, nada menos que una breve comedia filosófica. Pero leerla es otra cosa, en particular porque Savater hace un teatro de ideas en el cual, aprovechando en buena medida textos propios del filósofo, despliega ironía y gracia en los diálogos, en las réplicas y contrarréplicas. Brillan los conceptos, los argumentos sobre cómo vivir, los destellos magníficos sobre la fama, la vanidad, las mujeres, el matrimonio, la política o la muerte. Eso sí, es teatro, y por tanto nada de largos parlamentos o de argumentos como conferencias. Todo es ligero, rápido, chispeante, encantador, y el autor se las ingenia para introducir puntos de acción, de juego dramático e incluso de enredo erótico.

Pero comparece en la obra, claro, el pesimismo sin fisuras de Schopenhauer. El itinerario del hombre en este mundo, dice el filósofo, arranca de un traspié, «como si al entrar en la vida hubiésemos dado un paso en falso cuyas fatales consecuencias fuesen haciéndose paulatinamente más y más obvias. Salimos al escenario trompicando, hacemos esfuerzos por conservar el equilibrio, damos bandazos desordenados, nos tambaleamos más y más hasta caer finalmente para no levantarnos». He aquí el resumen de nuestra vida: «hermosa para ser contemplada pero no para ser vivida. El paisaje más bello nos encanta porque lo miramos desde fuera, como un decorado; pero el mundo no es un diorama: cada ser de los que viven en ese paisaje pasa penurias y arrostra esfuerzos, lucha, sufre, envejece y muere».

El traspié me ha parecido un sencillo pero sabroso aperitivo de entrada en la lectura de Schopenhauer, un filósofo que siempre concibió su filosofía como un edificio sólidamente cimentado en su primera gran obra, escrita con menos de treinta años (El mundo como voluntad y representación), pero de quien hoy se lee, al menos en fragmentos, parcialmente, su producción posterior. No creo que, por desgracia, casi nadie, salvo los profesionales del ramo, lea la fundamentación metafísica que está en su obra citada, pero sí mantiene gran vitalidad lo que escribió sobre la ética y, más en concreto, sobre cómo conducirse en la vida –y que para él se hallaba en íntima relación con el basamento contenido en su obra de juventud-.

En ese terreno Schopenhauer es de una fuerza y modernidad sorprendentes. Sus aforismos sobre el arte de saber vivir, y en general los ensayos contenidos en Parerga y Paralipomena, siguen reeditándose sin tregua, y pueden leerse como si estuviesen escritos hoy mismo; incluso toda la publicística de la autoayuda los saquea sin miramientos. Y eso que Schopenhauer es un autor nada blando o complaciente con muchas de las opiniones contemporáneas. Sus juicios son contundentes, su pesimismo sin fisuras, su mirada sobre la mayoría de los humanos feroz y despiadada, su elogio de la soledad y de la autodeterminación personal encendido, y su escepticismo y conservadurismo políticos desacomplejados. Además, Schopenhauer no es que fuera misógino: es que sostuvo siempre ideas sobre la inmutable “naturaleza” de las mujeres que hoy chirrían con estrépito, por decirlo suavemente, y alguna vez aparecen en sus escritos otros datos que son, en fin, hijos de los tópicos de su tiempo, por ejemplo sobre los negros.

Al día siguiente de leer El traspié visité al religioso capuchino del que hablé en la entrada anterior. Y el runrún de la experiencia me hizo sacar del estante Biografía del silencio, de Pablo d’Ors, un librito sobre las enseñanzas vitales que este sacerdote católico y budista zen ha extraído de la práctica diaria de la meditación a la que se entrega desde hace varios años, una meditación que es para él escuela del silencio, del aprendizaje de la soledad, del autonocimiento y, en suma, del acceso a una nueva manera de vivir y de situarse ante el mundo.

Y resulta que me sorprendieron las relaciones que encontré entre d’Ors y Schopenhauer. El punto de partida de ambos no puede ser más distinto, porque en d’Ors hay dos fundamentos, dos fuentes principales de creencia, el catolicismo y el budismo, mientras que en el filósofo alemán hay, en primer lugar, un sistema filósofico muy articulado, y en todo caso, y en lo que ahora viene a cuento, sólo el budismo tuvo una clara influencia en él. Y no encuentro en absoluto en d’Ors ese pesimismo radical que en Schopenhauer es decisivo. Pero, tal vez por el venero común de la gran filosofía griega, desde Platón hasta el estoicismo, hay elementos esenciales comunes: desde la necesidad de cuidar el silencio (Savater incluye una graciosa diatriba de Schopenhauer contra el ruido, y el empeño de d’Ors no tiene enemigo mayor, desde el título de su libro, que el ruido), hasta elementos mucho más profundos, y en particular la necesidad de fortalecer un núcleo personal que resista cualquier afectación exterior. Las personas no pueden estar a merced de sus propias pasiones o gustos, o de lo que les acontezca en su vida, ni tampoco de lo que hagan o digan o les suceda a los demás.

¿Alcanzó Schopenhauer el éxito en este programa de vida? Esa es otra cuestión, mucho más espinosa y que daría para bastantes más líneas. De hecho, uno de sus primeros biógrafos, William Wallace, escribe, y aquí vuelvo a recordar a Pablo d’Ors, que la devoción del filósofo alemán por Buda «quería significar que sus miradas se dirigían hacia el Nirvana, e indicaba que, en medio de la amargura, falsa gloria y eogísmo a que le llevaban su escesiva sensibilidad, apreciaba una vida interior en el santuario donde, por lo menos, podía anhelar la eterna tranquilidad del sabio, que ‘controlando sus sentidos, tranquilo, desapasionado, preparado para sufrirlo todo, asentado en el éxtasis, contempla dentro de sí mismo al Yo que es intacto, inmortal, y está más allá del temor’. La amable sonrisa en la cara de glorificada renunciación de Buda fue su consuelo contra sus propias aunque arraigadas debilidades».

12 abril 2013

De la vida retirada

Como queremos publicar el nuevo libro de un religioso capuchino, bajo con un compañero en transporte público al convento donde vive, el de Extramuros de Pamplona. Es un hombre mayor, incluso muy mayor, lo que acusa ya en el movimiento, en esos huesos y articulaciones que el frío y la humedad han castigado sin compasión este largo invierno. Pero su mente funciona despejada y su discurso es claro, perfectamente organizado. A sus años sigue dedicando casi ocho diarias a leer, transcribir viejos documentos y preparar sus artículos y libros. Lo hace en su propia habitación, que cumple además de despacho, pero también en la magnífica biblioteca y archivo del propio convento, o, si hace falta, y pese a su edad, en los muchos archivos que ha fatigado en la vida. Sus manos teclean torpemente en el ordenador, pero si uno deja de lado las erratas, sus escritos transmiten el saber hondo que sustenta cualquiera de sus afirmaciones.

Después de acordar los pormenores técnicos de la edición de su original, recorremos el archivo, la biblioteca y la iglesia del convento. Hay documentos, libros, grabados, óleos y un retablo de enorme belleza. El religioso se entusiasma ponderando lo que ojeamos. Todo está limpio, ordenado, silencioso. Lujos, ninguno. La calefacción está apagada en casi todas las estancias, los ordenadores son vetustos, las sillas nada ergonómicas, los muebles y la decoración espartanos.

Cuando salimos al fragor de la calle, sentimos físicamente el choque respecto al ámbito que acabamos de dejar. Viví quince años muy cerca de donde nos hallamos, y recuerdo con viveza el ruido, el tráfico, la excesiva vivacidad desordenada e inhóspita de ese enclave. Pero, ahí mismo, en el corazón de la zona, el convento parece una fortaleza de calma frente al estrépito de fuera, un mundo dentro del mundo.

Mientras caminamos hacia la parada del autobús hablamos de los aspectos seductores que tiene esa forma de vida para nosotros, y con mayor intensidad conforme nos vamos haciendo mayores: la quietud, el estudio, el silencio, la soledad imprescindible y gozosa (física, no psicológica), o la concentración, esa concentración que, decía un escritor, es la condición de posibilidad de la felicidad, porque concentrados estamos en lo que queremos estar, benditamente absortos, y en ese momento no queremos otra cosa, no nos falta nada, sólo queremos lo que en ese instante disfrutamos.

Sabemos que habría otros muchos factores a considerar en el caso concreto que hoy hemos conocido. Para empezar, la íntima vinculación de ese estilo vital con la experiencia religiosa. Y también, claro, y siendo más pedestres, con una determinada organización interna de la comunidad de religiosos que simplifica notablemente la vida de muchos de sus miembros y los descarga de las obligaciones domésticas para que se puedan dedicar sólo a la vida del espíritu.

Pero lo que surge enseguida en nuestra charla, y ya pensando en nosotros, es la eterna cuestión sin resolver de los deseos que nos siguen acosando (los que satisfacemos y los frustrados), el ansia de plenitud, las necesidades emocionales que no sabemos cómo colmar, y menos en esta vida moderna que ha multiplicado la oferta incitadora de experiencias “maravillosas”. Y de cómo todo eso nos empuja en la dirección contraria a la del modelo de vida que hoy hemos admirado. ¿El tiempo nos calmará y curará? ¿Sólo en la vejez dejaremos de lado la ansiedad y la insatisfacción, la búsqueda alocada de la felicidad, o nunca nos libraremos de los muchos compromisos, deseos, ansiedades e incordios en que vivimos atrapados, en que nos hemos atrapado voluntariamente?

Como muchos de mis contemporáneos, estaba convencido de que cuantas más experiencias tuviera y cuanto más intensas y fulgurantes fueran, más pronto y mejor llegaría a ser una persona en plenitud. Hoy sé que no es así: la cantidad de experiencias y su intensidad sólo sirve para aturdirnos. Vivir demasiadas experiencias suele ser perjudicial. No creo que el hombre esté hecho para la cantidad, sino para la calidad. Las experiencias, si vive uno para coleccionarlas, nos zarandean, nos ofrecen horizontes utópicos, nos emborrachan y confunden… Ahora diría incluso que cualquier experiencia, aun la de apariencia más inocente, suele ser demasiado vertiginosa para el alma humana, que solo se alimenta si el ritmo de lo que se le brinda es pausado. (Pablo d'Ors. Biografía del silencio)

08 abril 2013

Lecturas fallidas

El curso de los días de un lector voraz, o simplemente muy constante, no está jalonado tan solo de éxitos, experiencias lectoras inolvidables, libros adictivos, descubrimientos fastuosos. Qué va. En parte lo llena un rosario de lecturas fallidas, decepciones, esperanzas defraudadas. O, incluso, de libros que serán muy buenos, pero que, sencillamente, no son para nosotros: o por su tema, o por su forma de abordar éste, o por su género, o por lo que sea. Uno viene al blog, casi siempre, a dar cuenta de los entusiasmos. Pero no se olvide que, entre medio, la trama de la vida se ha llenado también de lecturas sosas, aburridas, irritantes, en ocasiones desalentadoras.

Admiro a quienes aciertan siempre. Son lectores que se enfrentan sólo a obras clásicas, indiscutibles, canonizadas por el juicio sostenido de varias generaciones. Eso les permite saltar de una obra maestra a otra sin mancharse. No pierden el tiempo, seleccionan invariablemente con tino, y todos los libros les proporcionan mucho provecho.

Bien que lo siento, pero no puedo sujetarme a su infalible y estricto criterio. Formo parte del grupo de los lectores que, devorados por una curiosidad omnívora, picoteamos un menú menos refinado. Atendemos en demasía a las incitaciones de la actualidad, a lo que encontramos en las mesas de novedades, a las recomendaciones de las revistas o suplementos, o de amigos bienintencionados. El resultado: nos damos batacazos de cuando en cuando y dilapidamos un tiempo precioso. Y lo peor es que no aprendemos con los golpes: seguimos dando crédito a juicios hiperbólicamente encomiásticos, a elogios de la última novedad que nos venden como sensacional y que luego, en nuestro verdadero sentir, no encontramos en absoluto de tal nivel, o en muy pequeña medida.

Eso me ha sucedido muchas veces, claro. Pongo tres ejemplos: no hago más que leer ditirambos sobre la última novela de Rafael Chirbes, que salió el mes pasado. No la he leído, pero las anteriores, incluida Crematorio, o La larga marcha, tenían fallos ostensibles, fragmentos tópicos, de cosa muy sabida. La última novela del ubicuo Patricio Pron, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, me pareció, salvo en su arranque, tediosa y oscura sin necesidad. Y la enormemente alabada El día de mañana, de Ignacio Martínez de Pisón, es digna y entretenida, pero no magnífica. Por desgracia podría extenderme mucho rato recordando lecturas decepcionantes de los últimos años.

El último chasco, y éste clamoroso: El club de lectura del final de tu vida, de Will Schwalbe. Me interesan mucho, de entrada, y ello por razones profesionales y personales, los libros que tienen que ver con la lectura, con las conversaciones sobre libros (que siempre lo son al mismo tiempo sobre la vida) y con el fenómeno de los clubes de lectura. Y, por lo que había leído en El País, el planteamiento de este libro, contar el cáncer terminal de la madre del autor y las conversaciones sobre libros que mantienen madre e hijo en ese tramo tan duro de la vida, parecía prometedor. El resultado arruina las promesas. Ni las referencias a las lecturas comunes de los dos personales superan casi nunca el nivel más sumario, ni lo doloroso de la situación abre la puerta a un relato vigoroso o profundo. Estamos ante un libro americano en el sentido más superficial del término, cercano a la enunciación de muchos tópicos bienintencionados y a la autoayuda más ramplona.

«Los libros siempre habían sido para nosotros dos una manera de sacar a colación y explorar temas que nos preocupaban pero que nos resultaban incómodos, y también nos habían dado temas de conversción cuando estábamos estresados o ansiosos», escribe, casi al principio del libro, Will Schwalbe. Y uno piensa: esto tiene buena pinta, hay que seguir leyendo. Lástima que, tras acabar el libro, el lector no pueda estar más que tristemente de acuerdo con algo que recuerda poco después: «Todos tenemos mucho más por leer de lo que podemos leer y mucho más por hacer de lo que podemos hacer». Sí, y perdiendo el tiempo con las lecturas fallidas se nos va la vida.

04 abril 2013

Talento y poder de los maestros

Año 2007. En la Universidad Pública de Navarra se presenta un libro a los medios de comunicación. Como no estamos en verano —época muy apropiada para estas ruedas de prensa, ya que el vacío informativo y la necesidad de llenar páginas o noticieros incrementan, y mucho, la afluencia de periodistas—, tememos que acudan pocos a la de hoy.

La realidad supera a nuestras expectativas. Corren los minutos, pasa la hora anunciada de inicio del acto, y no ha venido nadie.

Cuando nos hallamos al borde de suspenderlo, aparece una periodista muy joven, sofocada por la prisa, y con cara de no tener ni remota noción del tema del libro o del curriculum del autor. Le han dicho que venga y punto. La prensa local no da para más.

Pero este autor no es de los que se arredran por tan mínima audiencia. Tras dos minutos de introducción del editor, toma la palabra. Desde el primer momento su discurso es claro, denso, repleto de datos y conclusiones.

Sólo que, si no se cuenta a las tres personas que asistimos por estar implicados en la edición del volumen, ya digo que su exposición se dirige a una periodista, una, quien, además de grabar sus palabras, toma notas sin pausa, inundada por el torrente de hechos y juicios que desparrama el autor.

Pasan diez, veinte, cuarenta minutos. El torrente prosigue, vigoroso, rotundo. Mi inquietud crece. La escena va adquiriendo tintes delirantes. La chica, con cara de agotada, sobre el minuto treinta ha dejado de escribir.

Miro al editor, que con un mínimo gesto parece compartir mi nerviosismo, miro al autor e inmediatamente al reloj, por ver si comprende que ya se han sobrepasado todos los límites temporales. Nada: está feliz, habla que te habla, siempre mirando fijamente a la joven.

A los cincuenta minutos, tan fresco y vital, atiende a nuestros gestos y termina. Antes de que invite a la moza a que le formule alguna pregunta, ésta sale disparada, a la carrera. La encerrona ha terminado para ella. Al día siguiente comprobaré que el periódico publica una gacetilla, no más de diez líneas.

El surrealismo que la escena ha ido ganando no me oculta otra dimensión esencial. Y es que el autor ha impartido una soberana lección. Hemos podido disfrutar de una persona enamorada de su objeto de estudio, llena de entusiasmo por lo que ha descubierto y concluido. Se trata de un auténtico maestro, uno de esos profesores que ennoblecen la universidad, un sabio que me hubiera hecho feliz como alumno, uno de los que te forman de verdad.

Hoy, mientras desayuno, leo que ha muerto Antonio Beltrán, grandísimo especialista de nivel mundial sobre Galileo. Él era quien hace seis años vino a Pamplona a presentar un libro extraordinario y monumental, exhaustivo,Talento y poder, que, como reza su subtítulo, historia las relaciones entre Galileo y la iglesia católica. Es uno de los libros más valiosos, sin duda, entre los publicados por la editorial Laetoli, radicada en Pamplona pero abierta al saber sin fronteras.

El filósofo Manuel Cruz, que escribe en El País el emocionado recuerdo del amigo, dice que Antonio Beltrán era una de esas «aves majestuosas que atraviesan la sala en que nos encontramos, derramando sobre nosotros su belleza, su inteligencia y su bondad. Es su luz la que ilumina por completo la estancia. Nos damos cuenta en el momento en el que desaparecen. Entonces todo cuanto había pierde el brillo y color que parecía pertenecerle, y se impone la verdad: la luz se fue con ellas. Quedamos en penumbra, infinitamente más pobres y solos».

24 marzo 2013

De la fotografía y los días felices

Venciendo mi pereza, cruzo la comarca a la peor hora del tráfico para llegar al Centro Huarte de arte contemporáneo. El pequeño esfuerzo merece la pena, porque me mueven dos poderosos reclamos. El primero es que quiero escuchar a Carlos Cánovas, que hablará de la génesis de su libro Navarra. Fotografía, recientemente publicado por el Gobierno de Navarra, y que es una soberbia historia de la fotografía que se ha hecho en Navarra desde mediados del siglo XIX hasta hoy mismo. Carlos no solo es un gran fotógrafo, muy reconocido entre los profesionales españoles. También es un maestro del oficio en sus dimensiones más prácticas, servidor muchos años en el laboratorio de otros colegas y artífice para ellos de reproducciones siempre cuidadas en papel. Y además, por si esto fuera poco, tiene un conocimiento profundo de la historia y la teoría del trabajo fotográfico, un dominio en verdad admirable y radicalmente alejado de cualquier provincianismo. Porque estamos hablando de Navarra, pero Carlos no es un erudito local que exhuma a cuatro señores remotos de una oscura provincia para consumo de otros cuatro señores mayores desocupados y rancios. Su visión es mucho más amplia y honda, y está anclada en referentes internacionales del mejor vuelo interpretativo.

Sesenta personas escuchamos la charla de Carlos Cánovas, ponderada, informativa, pero con las gotas de provocación teórica e ironía necesarias para suscitar el debate. Su libro, que a rachas le ha llevado muchos años de recopilación de datos e imágenes y de escritura, tiene voluntad enciclopédica sobre todos aquellos que en la fotografía en Navarra pueden ser considerados autores (con todos los matices que quiera darse a este concepto). Pero Carlos no rehúye los juicios ni la reflexión sobre las líneas temáticas dominantes, o sobre las influencias de unos autores en otros, o sobre los cambios técnicos y sociales que han condicionado movimientos estéticos. Por eso, con su libro no se recuperan y estudian sólo fotógrafos. También se aprende de fotografía en su más amplio y profundo sentido. Al menos yo, que no he hecho una foto en toda mi vida (aunque, como todos, consumo imágenes sin cesar, a veces reflexivamente), he aprendido y disfrutado mucho con el libro de Carlos. Y no digo más porque he tenido una pizca de participación en su salida a la luz y eso me provoca cierto pudor.

La conferencia de Carlos Cánovas en el Centro Huarte se celebra en uno de los espacios que albergan las fotografías de Miguel Leache. Ya las había visto otro día, pero me apetece volver a ellas. Por los días felices, que así se llama la exposición, y también un libro editado al mismo tiempo con ese material, incluye casi cien fotografías hechas en pisos vacíos, abandonados, en lugares donde ya no vive nadie, en habitaciones en las cuales los que se fueron dejaron, en grados más o menos avanzados de deterioro, objetos variopintos: colchones o somieres, sillas y mesas, cables sueltos, platos o botellas, perchas y ropas, cuadros, utensilios de cocina.., o sencillamente basura. Miguel Leache retrata no sólo los objetos: también la luz, la calle entrevista por ventanas o balcones, la calidad de los suelos, la geometría que conforman paredes y puertas. Pero entre todo ello reina el vacío; un vacío, podemos decir, atronador.

Si no sabemos nada, si vemos las fotografías de Leache sin ninguna información adicional, el conjunto, en su indeterminación espartana o caótica, despide la tristeza del abandono, la desolación que llena los espacios no habitados ni cuidados, esos lugares de vida a los que ya nadie insufla vida y en los cuales avanza un silencio sucio, el polvo y la creciente dejadez de lo que se construyó para que alguien lo ocupase y ahora yace en el descuido. Los signos de que esas habitaciones tuvieron ocupantes, los indicios de la acción humana que existió, nos permiten imaginar el pasado, fantasear con la cualidad ¿alegre? de los viejos tiempos, los de los días felices a que alude el papel que alguien escribió con la voluntad del conjuro y dejó, como notario y profeta, antes de irse. Leache ha fotografiado el vacío, la luz que ya no disfruta nadie, los restos del pasado que sugieren historias, que abren puertas a nuestra lucubración. Pero esta tiene un tono inevitable de aflicción, porque algo se terminó, alguien se fue, y el decorado, sin aquellas personas, está siendo derrotado por la amargura y la pérdida. Ahí, en ese enorme poder de sugerencia, está lo esencial de este trabajo fotográfico de Miguel Leache, el mayor valor de esta ristra de imágenes que en su desnudez dicen o nos permiten imaginar tanto…

¿Les añade algo esencial a estas fotografías que conozcamos que las viviendas que aparecen fueron abandonadas porque sus propietarios no pudieron seguir pagando sus créditos hipotecarios y el banco o caja que les había prestado el dinero forzó su desahucio? ¿Que sepamos que nada fue voluntario, que sus moradores se vieron obligados tras un procedimiento judicial a irse a la puta calle y buscar otro lugar donde vivir? Dicho de otro modo: ¿pierden algo decisivo, o todo su valor, estas imágenes si desconocemos que se hicieron tras el desahucio forzado y “legal” de las viviendas? ¿Esta información de contexto es la que les otorga toda su relevancia?

No, no creo que ese feo dato añada nada sustancial a las fotografías de Leache, las cuales, pienso, se sustentan perfectamente por sí mismas, y en su indeterminación se abren a mil resonancias emotivas . Es cierto que si lo conocemos, si sabemos que son documentos post-desahucio, la información nos perturba, y puede parecer que obtura nuestra imaginación, que ya poca cabida tiene ésta frente a la contundencia de la realidad. Pero toda esa gama de sentimientos y emociones que nos asaltan lo hacen en nuestra condición de ciudadanos, de personas preocupadas o indignadas por la realidad social, y creo que no quitan ni ponen nada fundamental, desde el punto de vista estético, a lo que habíamos visto, a lo que la obra de arte (y estas fotografías lo son) dice por sí misma, despojada de referencias ambientales, aquí y en Lima y en Sebastopol, ahora, en 2013 y en Navarra, pero también en otro tiempo futuro y lejano, cuando la pesadilla de los deshaucios haya concluido y podamos enfrentarnos a Por los días felices con un ánimo menos conturbado.

Estamos en un tiempo social y económicamente tan perverso y distorsionado, y nos acongoja ver que hay tanta gente que lo pasa mal, que en el terreno estético parece que, según gritan algunos, no hay lugar más que para el documento social, la denuncia, el grito, el realismo social (o socialista, que de todo se hace), y, en el terreno que nos ocupa, el fotoperiodismo y la fotografía descarnada y brutal, como de reporterismo de guerra. Pero esa urgencia estética me parece que debe ser rechazada si se plantea como excluyente, como un único modelo para tiempos de crisis.

No debemos olvidar nunca que nuestras urgencias como ciudadanos (y cada uno verá cuáles son para él, que tampoco en esto hay ni debe haber unanimidad) no son las que deben marcar, mecánicamente, las miradas del arte, que se mueve en otra longitud de onda. Continúa siendo legítimo, como siempre, explorar otros caminos, vías menos pegadas a las urgencias de hoy, posibilidades más vinculadas a la sugerencia, a la calidad de la composición, al detalle aparentemente minúsculo pero que nos emociona, nos abre la mente y la memoria, nos deja espacio para soñar, nos interpela de una forma más libre y abierta. Y eso sin contar con algo evidente, que estamos saturados de denuncias visuales. Hemos visto tantos horrores, la fotografía (y en general la imagen) nos ha enseñado la crueldad y la muerte de tantas maneras, que la eficacia, cívica y estética, de ese empeño es muy cuestionable. La denuncia del corresponsal de guerra, la foto brutal del que hurga en lo más sórdido de la miseria humana, la mostración escandalosa y brutalmente explícita, tienen, debido a la saturación del horror, una vida más corta y un efecto más limitado.

El empeño de Miguel Leache es, por ello, perfectamente legítimo en su intención, y excelso en sus resultados. Miguel dijo en la presentación de sus fotografías, en febrero, que con ellas buscaba la exactitud de la poesía, es decir, no el periodismo, no el documento de urgencia, sino algo más abierto y sugerente, más literario en el mejor sentido de la expresión, menos coyuntural. Creo que lo ha conseguido. En su desnudez, en su radical despojamiento, en su “abstracción”, en su capacidad por ello mismo de asociarse a múltiples vivencias del espectador, estas imágenes tendrán larga vida y una poderosa capacidad para conmocionarnos. Pasarán los desahucios, podremos serenar nuestro ánimo, y las fotografías de Miguel Leache quedarán, porque su campo de juego es otro, de una consistencia mucho más fértil.

18 marzo 2013

Limónov

Veo en televisión una breve entrevista con Emmanuel Carrère a propósito de Limónov, su último libro publicado en castellano. Fascinante, como todos los suyos desde El adversario, la historia con la cual dio el salto decisivo en su trayectoria. Limónov lo devoré en cuanto se publicó el mes pasado, sufriendo por no poder abandonarme sin descanso a su lectura hasta terminarlo. Carrère retrata a un ruso infantil y ególatra, siempre resentido, valiente hasta el heroismo, contradictorio, arrogante, autoritario lindando con el fascismo, convencido de que el darwinismo social es implacable y justo. Pero, escriba sobre lo que escriba, Carrere sabe contar, poner en vilo al lector, convertirlo en un adicto a sus historias. Una novela rusa, de 2008, ya era formidable, y De vidas ajenas lo comenté aquí con entusiasmo.

Tan importante en Limónov es el devenir de su protagonista como el trasfondo en tres cuartas partes del libro: Rusia, su país. El comunismo estaliniano en que nace Limónov; los grupos literarios de vanguardia exasperada y alcohólica en que pelea en su juventud; la Unión Soviética en descomposición a la que regresa en 1989, la de Gorbachov y pronto Yeltsin; y, en fin, la Rusia de Putin, ese político autoritario, poco escrupuloso, rabiosamente añorante del comunismo y que instaura un poder feroz con vocación eterna. Un enemigo implacable con los escasos opositores que se le enfrentan, entre ellos Limónov, “viejo jefe carismático de una partida de jóvenes desesperados”. ¿Qué pinta la democracia en esa Rusia de hoy? Nada. Ni está ni se le espera con Putin, pero tampoco lo estaría con Limónov o con la mayoría de los demás opositores.

Sobre Rusia Emmanuel Carrère no habla de oídas, y ese escenario, y su análisis de lo que en él sucede, acaba siendo en el libro tan apasionante como las andanzas del héroe. En Rusia parece hallar el escritor la otredad radical, algo totalmente diferente de lo que define su vida de burgués bohemio en un país tranquilo y previsible como Francia. Ahí está una clave para entender su interés por Limónov, un sujeto tan ruso, excesivo y complejo. Un tipo que, desde luego, es de otro mundo, y que sueña con terminar, como un mendigo, en un rincón perdido de Asia central, en algún lugar achicharrado por el sol, polvoriento, lento, violento.

13 marzo 2013

Manuel Vázquez Montalbán

Entre el domingo y el lunes, la 2 de Televisión Española emite un documental, dentro del programa Imprescindibles, sobre el escritor Manuel Vázquez Montalbán. En octubre hará diez años que murió de un infarto en una escala en Bangkok del vuelo que lo devolvía a Barcelona tras un periplo por Australia y Nueva Zelanda.

El título del programa avanza su tono; y es que, como suele ser norma en la gran mayoría de los documentales televisivos sobre alguien, rebosa incienso y lisonja. Pero también superficialidad. Todos los que salen en él adoraban al periodista, cronista, escritor y hombre y lo recuerdan con emoción (en especial Carmen Balcells, su agente literaria). La gran mayoría lo admiraban, y son muchos quienes se identificaban con sus posturas políticas. Eso sí, acerca del valor de su obra, nada de nada. El resultado, para los que recordamos a la perfección al Vázquez Montalbán literato y político, tiene no obstante interés, aunque discurra por lo correcto y trillado.

Yo no puedo escribir de MVM con distancia, porque ocupa un lugar notable en mi vida lectora, es decir, en mi vida. A lo largo de más de treinta años fui comprando y leyendo sus libros (algunos de los últimos ya los saqué de bibliotecas), y durante ese tiempo lo seguí también en varios medios: Triunfo, Por favor, La calle y El País. Leí todas sus novelas, las del detective Pepe Carvalho y las ajenas al género negro, y también bastantes de sus ensayos sobre periodismo y teoría de la comunicación, literatura y política. No pude, al final, porque yo era otro y mi consideración política de Vázquez Montalbán se había transformado, con sus libros sobre Pasionaria, o Cuba, o el subcomandante Marcos. Ah, y tampoco me interesó nunca la turrada de la gastronomía, a la que dedicó varios volúmenes.

Hace un año, en una de las periódicas remodelaciones de mi biblioteca, llevé a la bajera los más de cuarenta libros suyos que tengo (publicó muchos más, pero creo que no me falta nada fundamental). El traslado siempre entraña preguntas, acompañadas del gramo de melancolía que comporta la revisión de nuestro pasado: ¿Hice bien en invertir tanto tiempo con este autor? ¿No habría sido mil veces más provechoso leer a otros más indiscutibles? ¿Volveré a alguna de sus obras? ¿Cuáles merecerían la relectura?

Las preguntas no tienen en mi caso un tono frío, de aséptico recuento intelectual. Pienso en Vázquez Montalbán y revisito, sobre su ejemplo, muchas lecturas de mi vida, pasiones perdidas, admiraciones que se han derrumbado, autores que ahora miro con extrañado desinterés. Pero si me pongo en la vida de entonces, recuerdo muchos datos y emociones. En primer término mi pasión adolescente por la revista Triunfo: antifranquismo, apertura política y mental a un mundo cultural fastuoso, lleno de autores, historias y teorías que conocer. En ese escenario Vázquez Montalbán brillaba como el que más: inteligencia, ironía, buena información, una base ideológica robusta, una mezcla divertida y brillante de los registros cultos y populares, Marx y Concha Piquer, Gramsci y los cancioneros sentimentales más relamidos, Lenin y el otro Marx, el gran Groucho. Y siempre una visión dogmática de fondo pero afilada, la del intelectual de izquierdas que ante cualquier asunto o situación cortaba con el cuchillo de la lucidez la mantequilla política, social, cultural. O eso me parecía entonces, un largo entonces.

Vázquez Montalbán publicó mucho, muchísimo. Dotado de una enorme facilidad ante la máquina de escribir y el ordenador, rápido, cumplidor y seguro siempre, estajanovista del periodismo desde muy joven y luego de la literatura, alcanzó mucho éxito y ventas con sus novelas policiacas, se hizo rico (pero ya digo que escribiendo sin descanso), y sin dejar de ser comunista hasta la muerte fue un escritor perfectamente establecido desde que llegó la democracia, mimado de varias maneras por el mismo poder, socialista y luego popular, al que fustigaba todos los lunes en su columna de El País. Con la riqueza, Vázquez Montalbán alcanzó la condición de bon vivant, que más de una vez justificó con una frase ingeniosa: “Estaría bueno que sólo los de derechas pudieran gozar de la vida”.

Pero a la altura de 2013, ¿se puede decir que va a quedar algo de él, o el purgatorio en que se encuentra (casi no hay libros de Vázquez Montalbán ahora en circulación, parece habérselos tragado la tierra; algo habitual en los escritores tras su muerte) conduce al infierno del olvido absoluto?

Entre tanto que publicó, me arriesgo a una selección drástica y puede que algo injusta, que desdeña continentes enteros de su producción. Algunos no voy ni a mentarlos. Sí vaticino que sus novelas del detective Carvalho no resistirán el paso del tiempo. Tal vez La soledad del manager y Los mares del sur (la mejor), y a lo sumo las dos o tres siguientes que escribió. A partir de 1985, mejor dejarlo. En cambio, quiero creer que aguantarían bien la relectura cuatro novelas sin género: El pianista, Los alegres muchachos de Atzavara, Galíndez y El estrangulador, esta última la más extraña y compleja de las suyas. Y, en fin, dentro de su tarea periodística ingente estoy seguro de que hay piezas memorables, en particular de los años sesenta y setenta, antes de que se hiciera opinador, que es más descansado. Merece la pena, por eso, consultar los tres volúmenes que Francesc Salgado ha seleccionado de esa obra, y que son lo más reciente publicado de Vázquez Montalbán.

Quiero traer aquí brevemente, por último, una cuestión que planteó hace una semana Arcadi Espada en su columna El correo catalán. Ya he recordado que MVM era rico y comunista. Esa doble calidad no está exenta de paradojas, que otros llamarían contradicciones. En fin, dado que no hay manera de enlazar sin más a las palabras de Arcadi, porque en la red es de los que cobran, las copio aquí sin más comentarios:

Comprenderás que el recuerdo de nuestro querido MVM, y sus agudas contradicciones, se me aparezca con mucha frecuencia en este tiempo de crisis y demagogias. También hay personas que llevan vidas estupendas (…) y dan su apoyo público a propuestas que supondríann la liquidación de su nivel de vida. Están en su derecho, desde luego; pero, como en el caso de MVM, no me parece que tengan que esperar al incierto triunfo de sus propuestas. Desde ahora mismo podrían ir desembarazándose de sus excedentes. Porque de lo contrario empezaremos a pensar (…) que la razón fundamental de su noble exposición de propósitos es que saben que, como aquella dictadura del proletariado oteada desde el balcón de Vallvidrera (barrio de lujo donde vivía MVM) , jamás podrá llevarse a cabo (…) El tipo que baja a la plaza a dar su apoyo a la nacionalización de los bancos, la disolución del Parlamento, la cancelación de las hipotecas vigentes y el cierre de televisiones y periódicos, ese hombre airado no puede subir a ninguna vallvidrera al caer la noche. Ha de quedarse a la intemperie. Cambiar el sistema es duro y carísimo y se necesitan su dinero y su ejemplo”.

11 marzo 2013

Dos enseñanzas de Coetzee

La correspondencia mantenida durante cuatro años entre dos escritores célebres, Paul Auster y John Coetzee, ahora publicada en castellano, deja un sabor insatisfactorio. Es verdad que, aquí y allá, ambos nos obsequian con alguna idea atractiva, alguna confesión bien meditada sobre su labor literaria. Pero el conjunto levanta poco el vuelo. Pese a mi buena disposición frente al libro, no ha terminado de engancharme, y eso que lo he acabado con paciencia y esperanza.

El intercambio epistolar deja ver a un Auster siempre correcto, más cálido e incluso entusiasta que Coetzee, un Auster que no dice ninguna tontería pero es más previsible en sus reflexiones . En cambio, el sudafricano Coetzee, un verdadero grande de la literatura, muestra un deseo más acusado de salirse de caminos trillados, de pensar por su cuenta, sea sobre la crisis económica, sea sobre la importancia en su vida de los deportes, haciendo pruebas, ensayando ideas, aunque eso le distraiga por sendas perdidas o le reporte a veces (y con él a nosotros) magros resultados.

Entre puritanos. Me he fijado en particular en dos fragmentos de este libro. En el primero, Coetzee le reenvía a su interlocutor una carta que ha recibido. Y la precede de una sola pregunta: “¿Qué se puede hacer?”. Ese lector de su novela Hombre lento se ha fijado en lo que en determinado momento dice un personaje secundario de la historia: «Me siento decepcionado y me parece una vergüenza que un escritor que disfruta de un prestigio como el suyo se rebaje a usar insultos antisemitas, y además de forma completamente gratuita. (…) Su referencia a los “judíos” hecha de esa forma despectiva no añade nada valioso a la historia, y en mi opinión está de más. Para mi se ha echado a perder un libro interesante». Insisto, hablamos de una novela, y en ella la referencia a los judíos la hace un personaje creado por Coetzee, no este mismo.

Paul Auster responde a Coetzee con sensatas razones: No hagas caso, no pienses más en ello. Pero si quieres responderle, dile que has escrito una novela, no un panfleto sobre comportamiento ético, y que solo porque un personaje diga lo que dice no significa que tú apruebes sus manifestaciones. Que esa es la lección primera de “Cómo leer una novela”.

Pero a Coetzee la carta de esa lectora le ha golpeado en alguna fibra sensible y no puede, al menos para sí mismo, dejarla pasar sin más. Y le responde a Auster: «Mi pregunta sigue en pie: ¿Qué se puede hacer con esto? Porque —siendo el mundo como es, y sobre todo siendo el siglo XX como era— una acusación de antisemitismo, igual que una acusación de racismo, lo pone a uno a la defensiva. “¡Pero es que yo no lo soy!”, te vienen ganas de exclamar, extendiendo las manos para enseñar que las tienes limpias. La verdadera pregunta, sin embargo, no es quién tiene las manos limpias y quién no las tiene. La verdadera pregunta surge de ese momento en que te obligan a ponerte a la defensiva, y del sentimiento desolador que viene a continuación, esa sensación de que se ha evaporado la buena voluntad entre lector y escritor, esa buena voluntad sin la cual leer deja de ser un placer y escribir empieza a dar la sensación de ser un ejercicio impuesto y fatigoso. ¿Qué se puede hacer después de eso? ¿Para qué seguir cuando te están retorciendo la palabras en busca de desaires y herejías encubiertos? Es como estar otra vez entre puritanos».

Puritanos... Como escribió Emma Goldman, «el puritanismo nos ha hecho tan estrechos de mente y de tal modo hipócritas, y ello por tan largo tiempo, que la sinceridad, así como la aceptación de los impulsos más naturales en nosotros, han sido completamente desterrados con el consecuente resultado de que ya no pudo haber verdad alguna, ni en los individuos ni en el arte».

Las palabras de Coetzee las he asociado con otras que leo de Muñoz Molina en su ensayo de ahora mismo, Todo lo que era sólido: «Muchas cosas, simplemente, no pueden decirse. Ningún comentario sarcástico o negativo está permitido sobre ninguna ciudad (con excepción de Madrid), pueblo, provincia, comarca, región, nacionalidad, acento, gremio, colectivo organizado. Hasta la broma más suave puede ser entendida como un agravio, y como en España una cosa que abunda mucho es la valentía colectiva y anónima, sobre todo cuando se ejerce sobre una persona inerme, el que diga algo inconveniente corre el peligro de un linchamiento que no siempre se queda en lo verbal, o en lo simbólico: no faltarán ultrajados que difundan por Internet su teléfono y su dirección, por ejemplo».

La moral del escritor: Sobre su compromiso con la escritura, con el lenguaje, Coetzee no es que diga nada nuevo, pero resulta admirable la escrupulosidad con que se toma su trabajo, su exigencia radical al afrontarlo, más allá de toda recompensa económica o social. «Yo me sorprendo a mí mismo dedicando horas enteras a pulir textos en prosa hasta dejarlos impecables, más allá de lo que se requiere para que los publiquen y por tanto para que me paguen. Supongo que me puedo excusar diciendo “No soy de esas personas que entregan prosa defectuosa”, igual que podría decir: “No soy de esas personas que se bajan de la bicicleta y andan” (que se bajan de la bicicleta y andan aunque no haya nadie mirando). Creo que esa es la parte interesante. Pocos lectores tienen idea de lo que cuesta dejar un párrafo perfecto. Si te bajas de la bicicleta y andas no te va a ver nadie, ni tampoco si lo dejas estar todo y bajas la colina sin pedalear. ¡Pero yo no soy así, esa no es la idea que tengo de mí mismo!»