El otro día estuve en una cena-tertulia. Treintaitantas personas se reúnen cada mes para cenar y, al tiempo, charlar sobre un asunto, siempre a partir de la intervención inicial de un experto. Esta vez se hablaba de educación. Mientras nos echábamos al cuerpo un vino muy digno y una ensalada moderna (de esas en las que cabe todo, con tal de que haya una hoja de lechuga o algo similar), el invitado del mes desplegó una brillante exposición sobre el estado actual de la educación en Navarra y en España, clara, muy bien armada, en una línea clásica de la izquierda, y con el suficiente tono polémico y vibrante como para que muchos nos animáramos después a intervenir, más estimulados todavía por el vino y unos suculentos chipirones.
Sin embargo, mientras escuchaba algunas de las intervenciones que siguieron a las palabras del ponente, y las respuestas de éste, y sobre todo más tarde, hablando con la gente que me rodeaba, me fue invadiendo una cierta desazón. Y es que me di cuenta de los profundos desacuerdos que existían en la sala, de que muchos no compartían ni de lejos el discurso del experto.
Estábamos allí un conjunto de personas bastante homogéneo: muchos docentes o exdocentes, más de un médico, algún psicólogo… Y en la conversación se mantuvo un tono muy civilizado y cordial. Pero eso sí: de acuerdo en estos negocios de la política educativa, casi nada.
Es cierto que los presentes compartíamos una idea muy general: que en la educación ha habido cambios muy profundos y positivos en los últimos años (muchos más medios materiales, más recursos y gasto público, escolarización de todos los niños y niñas, por ejemplo), pero que subsisten muchos problemas, que hay otros nuevos alarmantes, fruto de las nuevas situaciones sociales, y que en general hay cosas, bastantes, que van mal o muy mal. Pero ahí se terminaba el consenso, en el puro envoltorio del diagnóstico más vago de los problemas, y arrancaban los disensos profundos. Es decir, en el punto donde surgía el qué hacer para que las cosas vayan mejor.
Por ejemplo, no vi acuerdo en el papel y el peso que tienen o deben tener la enseñanza pública y la privada, y por tanto en cuál debe ser la actuación del Estado en este terreno y en la espinosísima cuestión de si el Estado debe financiar la libertad de los padres en la elección de centro de sus hijos. No había consenso acerca de si la enseñanza debe ser comprensiva o separadora de los alumnos (entre torpes y listos, brillantes y mediocres, navarros y emigrantes pobres…); no lo había sobre dónde escolarizar (cómo repartir) a los inmigrantes; no lo hay en el papel que deben desempeñar los padres y madres en los colegios e institutos; no lo hay en cómo trata la sociedad, y las distintas administraciones, a los docentes, y más en particular cuando hay conflictos o incluso agresiones; no lo hay en cómo abordar en el interior de los centros las cuestiones disciplinarias y en general los problemas de convivencia; no lo hay en la coexistencia o no de diversos modelos lingüísticos en un centro, ni en el peso o valor del euskera, el castellano y el inglés en la red de centros y en la planificación de los responsables políticos; no lo hay en la presencia o no de la religión en los planes de estudio, y tampoco en el significado de la asignatura de educación para la ciudadanía. Podría seguir con la lista, pero baste lo dicho para ver que, en lo tocante a cuestiones esenciales de política educativa, apenas hay acuerdos.
Las discrepancias no se quedan en el terreno de las ideas. Por supuesto que no. Y es que la mayoría de los presentes eran padres y madres que han elegido diferentes modelos de enseñanza. Los había con hijos en la enseñanza religiosa concertada, en ikastolas privadas, en centros públicos con enseñanza también en euskera, en centros públicos con castellano, y supongo que alguno también en centros que sólo admiten chicos o chicas. Y había profesores de la red pública que no dudan en escolarizar a su hijo o hija en un centro privado. Asistentes había que creían firmemente en el valor de la convivencia en la misma aula de chicos de distintos países y estratos sociales, y padres y madres que anhelan para sus vástagos lo más parecido, en las clases, a la homogeneidad social y la excelencia intelectual, por encima de cualquier otra consideración sobre el pluralismo y la integración de la diversidad social.
Esas diferencias y otras, por ideológicas que puedan ser, no se corresponden estrictamente con una división entre derechas e izquierdas. No tengo ni idea de a qué partidos votarán quienes estaban en la cena, pero estoy seguro de que sus elecciones políticas podrían cruzarse y/o chocar con sus ideas educativas, en una amplia variedad y tal vez contradicción, y sus ideas, en más de un caso, también podrían entrar en algún conflicto con las decisiones que tomaron sobre la escolarización de sus hijos.
Pensé, mientras volvía a casa, que el sistema educativo actual se sostiene en un equilibrio muy precario, un frágil armazón al que, si se le quiere mover alguna pieza, es decir, si se plantean leyes o normas que lo sacudan o transformen, resurgirán esas guerras escolares y políticas que ya hemos conocido (varias) desde la muerte de Franco.
Hace tiempo viví muy de cerca, durante menos de un año, un intento, más o menos “de izquierdas”, de cambiar algunas reglas del juego educativo, al menos en el sentido de modificar lo heredado sobre los conciertos de financiación de los centros privados y el peso que las redes pública y privada tenían en el sistema escolar navarro. Muchos profesores de la red pública, así como simpatizantes de partidos de izquierda, y por supuesto laicistas convencidos, con o sin partido, nos apoyaron y lo dijeron, e incluso pidieron mayor beligerancia en la tarea. Pero mucha otra gente, sin ir más lejos los profesores de centros privados, toda la iglesia institucional, y también los sectores agrupados en las ikastolas, organizaron una dura resistencia. Además, y como he dicho, y al margen de si eran mayoría o no, las conductas de muchos de los que nos apoyaban formalmente no se correspondían con las elecciones de centro escolar para sus hijos. Fueron unos meses llenos de tensiones, que no desembocaron en una guerra política y social abierta porque, debido a otras causas, el intento de cambio se frustró. Al margen de la torpeza y poca visión política de algunos de los dirigentes que emprendieron y atizaron la batalla, varias veces me he preguntado: ¿era una batalla que había que librar?; ¿no nos distrajo de otras menos conflictivas pero tal vez más relevantes a la larga?
No lo sé, dudo. Es cierto que parece muy razonable reclamar, por ejemplo, medidas que eviten que los centros públicos de las ciudades se conviertan en guetos, en centros donde sólo van los chicos y chicas de las familias más pobres y conflictivas, y, claro, los emigrantes también más pobres. Y que en general el “mapa escolar” español trae causa del tremendo peso histórico y social de la iglesia católica. Y que…, en fin, que podríamos seguir repitiendo razones de izquierda, o progresistas, que hemos dicho muchas veces.
¿Qué hacer? ¿Qué iniciativas pueden suscitar un consenso social muy amplio? ¿Qué tipo de pacto escolar es factible? Insisto: dudo. Pero reflexionando sobre la cena del otro día, y sobre la tozuda resistencia de la realidad a nuestros objetivos, al menos en sectores muy importantes que viven en las ciudades (en los pueblos no hay posibilidad de elección, y los conflictos se plantean en otros términos), pienso a veces, con desazón, que los que hemos defendido las ideas y las políticas clásicas de la izquierda sobre la absoluta preeminencia de lo público en la educación no hemos andado muy finos. ¿O es que, simplemente, estábamos hasta cierto punto equivocados?
1 comentario:
Lo que hay, Ricardo, es mucho "gauchista" de salón con abundantes contradicciones: laico pero me caso por la iglesia, defensor de la pública pero mis hijos a los colegios de la iglesia o nacionalistas (otra religión más) porque en los públicos hay demasiados inmigrantes (antes eran los gitanos), laico pero que los niños hagan la primera comunión, no vayan a sentirse marginados, etc.
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