18 de septiembre
Hace poco más de un año, agobiado por la proliferación selvática de libros en casa, tuve que gastarme mis ahorros (y los que no tenía, claro, para lo que obtuve “ayuda” de una caja de ahorros) en comprar un local situado justo al lado del portal en que vivo. Por su amplitud, y la altura de sus techos, podré meter ahí en el futuro varios miles más de libros. Pero bajar algunos, los que sea, de mi casa a ese local, es algo que hago con cierto sufrimiento. Siento que los libros que dejan mi casa y pasan a ubicarse en el nuevo hogar sufren una inocultable degradación que los coloca en la antesala de su eliminación, al menos de su eliminación en mi biblioteca. Es inevitable la operación, pero me incomoda.
Hoy he organizado una cita con amigos en casa, y me veo obligado a quitar, de la mesa donde cenaremos, unos ochenta libros que se han ido quedando ahí, a falta de un sitio mejor del hogar donde depositarlos. Como ésos no quiero que vivan todavía en la bajera (¡están recién comprados!), debo expulsar otros de casa para que los de la mesa encuentren acomodo. Los volúmenes camino de la bajera siento que van a una premuerte. La operación me lleva un gran rato, porque en ella me asaltan dudas constantemente, y la tarde se me va tomando decisiones que oscilan entre la dureza y la piedad.
25 de septiembre
Voy a la feria del libro antiguo y de ocasión de Pamplona. Entre ofertas que merecen un examen detenido, hay muchísima morralla. Son libros, ¡una cantidad pavorosa!, que no es que ahora estén de saldo, es que resulta increíble que hace tiempo alguien se tomara el trabajo de publicarlos. Lo primero por su contenido, claro, absurdo, disparatado, efímero. Pero también por otros factores: traducciones anónimas y delictivas de grandes obras de la literatura universal, cubiertas que provocan traumatismos oculares irreversibles, encuadernaciones tan zafias o precarias que no permiten que el libro se abra ni una sola vez sin que se descuajeringue.
Lo peor es que me compro dos libros que ya tenía. Y mucho más preocupante es que los compro entusiasmado. Uno de ellos, El último negro, de Ramón Buenaventura, tuve la intención de leerlo en cuanto lo adquirí, hace años, pero entonces cierta novela se cruzó por el camino y la de Buenaventura quedó relegada y cayó en el olvido. Hasta hoy, que la he vuelvo a comprar. El otro, El libro de mi madre, es de Albert Cohen. Vuelvo a casa, pasan varias horas, y de pronto tengo un pálpito; busco ese volumen, lo encuentro muy pronto. Incluso tiene páginas subrayadas, unas seis o siete. Está claro que lo empecé… El resto del día se me va en melancólicas fruslerías sobre el tiempo que pasa y el deterioro de mi memoria, que de joven era formidable. Ah, y en leer El libro de mi madre. Me interesa mucho, como tantos otros que abordan el recuerdo del padre o de la madre del escritor (Richard Ford, Simenon, Kafka, Paul Auster, etc.); ¡pero es que al mismo tiempo leerlo es ya una cuestión de orgullo!
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