30 noviembre 2010

El faro de la revolución

Los fines de semana leo, gratis, el periódico Público. Cuando salió, en 2007, lo pagué bastantes días, pero comprobé pronto algo que el tiempo me ha confirmado sin desmayo: que es un mal producto, y que representa a una izquierda desnortada, llena de buenas intenciones (no siempre, que también hay una izquierda siniestra, valga la redundancia, profundamente autoritaria) pero ayuna de ideas, carente de propuestas viables, incapaz de aportar análisis que vayan más allá de la admonición general, la indignación moralista y, sobre todo, la obviedad. Leer Público me proporciona cero vitaminas cerebrales, y creo, más en general, que tampoco alimenta ni un ápice a quien busca caminos de salida sensatos y solventes, desde una perspectiva verdaderamente progresista, a las perplejidades sobre qué hacer.

Este sábado uno de los ejes del periódico era una conferencia sobre la república organizada por el Partido Comunista de España. Había un artículo pobrísimo del secretario general de la cosa, Centella, y una entrevista a toda página con Julio Anguita, un auténtica “cráneo previlegiado”, que diría Valle Inclán. El Partido Comunista le encargó que dirigiese la ponencia para esa Conferencia Republicana (así, con mayúsculas, nada menos). Y Anguita, entre partidas de dominó y siestas, aprovecha la oportunidad para señalar a los fieles el camino que lleva al Paraíso. Un camino que pasa por la República, claro, entendida como un lugar político y mental (mejor dicho, un no-lugar: utopía), no sólo sin reyes, que eso casi es secundario, sino provisto de todas las notas económicas, sociales y políticas que implantarían el cielo en la tierra.

Anguita vio la luz hace mucho tiempo y está dispuesto a guiar al rebaño hacia la victoria. Pero la tarea no es fácil. Sería preciso que la gente normal y corriente abandonase la senda del error y comprendiera cuál es el camino, la verdad y la vida. ¡Y no lo hace! ¡Sigue ciega y tonta! Ni siquiera los más próximos al cristo de Córdoba, por ejemplo Cayo Lara, el líder actual de Izquierda Unida, calibran bien las implicaciones de la revelación. “IU adolece de no tener un sentido de colectivo estatal. No ve el horizonte en la inmediatez de un ayuntamiento”. Piensan estos comunistas del señor Cayo que se puede combinar la crítica a la política de los socialistas y el pacto con ellos en ámbitos como los municipios. Qué ingenuos…

Claro que más desaliento le causan, ya digo, los ciudadanos. A esos todo parece darles igual. No entienden nada, no quieren ver dónde está la solución. “España necesita a millones de hombre y mujeres republicanos que asuman el saneamiento político y moral de la sociedad”. ¿Y dónde están esos millones? Ay, no se les divisa en el horizonte, y así nos va. De modo que al final de la entrevista nuestro salvador se abisma en la melancolía. “Si (los ciudadanos) no quieren luchar, que se aguanten con lo que hay”. Que se jodan, vaya. Eso mismo, sin eufemismos, dijo el cordobés ya en 1993: “Hala, ahora todos a votar a CiU y a joderse”. Santiago González se refería ayer, muy justamente, a la marca de la casa en Anguita: un estilo de “desplantes entre la moralina y el desdén”. Espero que no utilice el mismo jugando al dominó.

29 noviembre 2010

Llegas y suena el teléfono

A veces, pocas, personas amigas me preguntan por mi trabajo. ¿Qué hago tantas horas al día? Para qué voy a esforzarme en dar una larga explicación si este artículo de Pedro Ugarte ya lo cuenta perfectamente.

25 noviembre 2010

Pedro Salaberri: una pintura, una moral

El día 16 de diciembre Pedro Salaberri inaugura exposición en la planta baja del Pabellón de Mixtos de la Ciudadela. Los cuadros podrán verse hasta el 6 de febrero del próximo año. Ahora mismo ya están en la página del propio artista.

En el catálogo de la muestra aparecen las líneas que siguen. No hace falta que diga que recomiendo con entusiasmo a todo el mundo que se pase por la Ciudadela. El trabajo y los resultados de Pedro merecen la visita, eso seguro.


En el estudio. Tarde de octubre, luminosa y cálida, con Pedro Salaberri. Por fin han terminado las obras en el bloque de viviendas donde el pintor tiene su estudio. Muy largas, con instalación de ascensor incluida, más de un día han puesto sus nervios a prueba y alterado su ritmo de trabajo. Pero hace un mes las cosas volvieron a su ser. Pedro, que está contento de pintar de nuevo sin interrupciones, expone en Pamplona, después de más de cuatro años sin hacerlo. La ocasión es estupenda para pasear con calma entre sus últimos cuadros y, ya puestos, charlar sobre esto, aquello y lo de más allá.

Revisiones y reconocimientos. Cuatro años es tiempo, pero entretanto Salaberri ha seguido pintando, ha expuesto en otros lugares y ha visto cómo se culminaban dos ediciones valiosas sobre él. De una parte, el libro que el Gobierno de Navarra dio a la luz en 2007 en su serie de Conversaciones con artistas navarros, y que recoge, junto a textos iluminadores de Manuel Hidalgo y Alicia Fernández, llenos de claves para conocer a Pedro y su obra, un amplio resumen de su producción de cuarenta años. “Me sorprendí viendo cuadros de muchos años atrás. Descubres cosas. Te descubres. Ves en qué has cambiado y en qué no”. El segundo material relevante fue el mediometraje Refugios, en 2009, con guión y dirección de Andrés Salaberri. Ahí Pedro habla sobre sus comienzos, sus intenciones y hábitos. De paso, Refugios patentiza los vigorosos sentimientos de cariño y admiración que Pedro suscita en mucha gente, no sólo amiga. “Queremos tanto a Pedro”, podríamos decir, parafraseando a Julio Cortázar. Por suerte, todos estos reconocimientos, y alguno más, simpático, con que le ha obsequiado la ciudad, no lo han hecho caer, ni remotamente, en la pose, la hinchazón retórica o la solemnidad. En ese sentido, Pedro no es nada “artista”.

Compromiso con la pintura. Lo cual no significa que se tome su trabajo con ligereza o escasa convicción. Es más, en estos cuatro años se ha acentuado la responsabilidad con sus cuadros. “Cada vez concedo más importancia y tiempo a la pintura, a la exigencia de hacerla bien. Es en la pintura donde tengo que apretar sin compasión, porque si no me siento fatal. Que el resultado sea bueno o malo es otra cuestión, pero la exigencia irrenunciable es hacer bien lo que yo pueda hacer”. Exigencia vital que es correlativa de un cansancio escéptico en otros ámbitos: “Me siguen interesando las políticas culturales, y en general el activismo cultural. Pero cada vez me siento menos exigido por eso, y lo veo mucho más en la distancia. Porque lo que a mí me preocupa o molesta en ese campo no puedo cambiarlo”.

Ensayando y aprendiendo. Salaberri trabaja metódicamente. Y en ese método hay una parte que se ve menos, pero que resulta esencial, y nutricia, para su quehacer más conocido: “Sigo pintando cuadros abstractos, que no están en la exposición pero son muy útiles para mí y para lo que pinto. Los pinto “para nada”. No son narrativos, sólo formas y colores que hablan de cómo me gustan las cosas. Pero no cuentan un paisaje, o la ciudad. Me permiten jugar, y me sirven mucho para la pintura narrativa. Me hacen mirarla más como pintura. Y al pintar esos cuadros, estoy ahondando en la materia, en cómo la pongo, cómo digo las cosas, cómo pongo el acento en los colores, en las líneas”.

Color, luz, perspectiva. ¿Qué trae Pedro a esta nueva exposición? Pues cuadros que mantienen una línea muy reconocible, y que al mismo tiempo revelan posibilidades novedosas, otras tonalidades y colores, y un acabado extremadamente cuidadoso (esto último es, en realidad, marca de la casa). Cuadros que, según la hora del día que los inspiró, y la luz de ese momento, parecen pálidos, como envueltos en una película que amortigua el conjunto, junto a otros de tonos más intensos, más crudos (si bien esa crudeza tampoco es primaria, sino cuidadosamente construida).

Los ejes siguen siendo la naturaleza y la ciudad. Los montes que Pedro visita (cada vez menos, cosa de los años), los campos por los que pasea, y siempre, por supuesto, la ciudad que tanto recorre. Cielos de distintas calidades (¡tan importantes!), paisajes de nuevos lugares, líneas del horizonte delineadas con mimo, edificios y avenidas que revelan mucho sólo con sus cuidados perfiles, o mediante masas muy contorneadas; el mar como posibilidad de libertad, y algún puerto, estación hacia esa huida libre. Pamplona, o la Cuenca, pero también Montevideo o Baviera, como en otros momentos aparecieron, por ejemplo, Chicago, Nueva York o Menorca.

Todo, lo cercano y lo lejano, llevado por Pedro a su terreno, pasado por el tamiz interpretativo y estilístico de un pintor que opera con planos y colores, o con planos conformados por colores. Un resultado que revela la ascesis, el despojamiento, y que, como también es norma de la casa, lo aleja del realismo fotográfico, del figurativismo puntilloso. Ese tampoco es su terreno.

Pintar es quitar. Más con menos. La trayectoria seguida en la mayoría de los cuadros conduce a Pedro hacia la pureza. La atracción de lo mínimo. “Yo empiezo dejándome llevar, queriendo contar muchas cosas. Pero luego soy voluntariamente lento. Repaso y repaso. Miro mucho los cuadros. Y voy quitando. El camino casi siempre es sustractivo. Casi nunca añado algo a un cuadro, casi siempre le quito. Hasta que llega un momento en que me siento pacificado, y ya no le digo nada al cuadro. Él me habla. Tiene vida propia. Se me ha ido de casa, como los hijos. Y me dice: déjame en paz, que ya está”.

Pintar y durar. Pedro muestra varios cuadros en los que ha trabajado intensamente, que guardan tras de sí muchas capas de reflexión, tanteos, pruebas con colores y texturas. Lo anima una ambición de largo alcance: “Quiero que lo que se diga ahí se pueda escuchar un día y otro. No que sea fácilmente aprehensible, sino que quede, que pueda volver a verse. Obras claras, limpias, fáciles de ver, pero que puedan contemplarse sin cesar. Que te puedas quedar en el cuadro. Que te dé algo hoy, mañana y pasado. Porque si el cuadro mañana no te da nada, si puedes decir ‘ya lo vi, se acabó’, mal rollo”.

A vueltas con la belleza. El esfuerzo está dirigido por la persecución tenaz de una cierta belleza. Creo que no hay que temer al concepto. Es cierto que el arte del siglo XX se ha movido, muchas veces con enorme intensidad, por otros objetivos, como la originalidad o la actualidad, y que entusiasmados en esa tarea los artistas han querido sacudir al espectador, incomodar, desconcertar, transgredir. Esa no es la ruta de Salaberri: “No creo que sea más progresista el que inquieta, el que golpea”. Él, que conoce muy bien todas esas corrientes, que está muy al tanto de lo que se viene haciendo, sigue su camino, afanado en alcanzar la belleza.

Ricardo Menéndez Salmón, uno de los escritores más valiosos de los últimos años, muy consciente también del contenido y significado de la tradición artística occidental, declaraba hace pocos días que “me gustan los escritores que siguen cultivando la pasión por la belleza, por un estilo depurado. Hay que escribir libros bellos”. En la misma dirección, y salvando todas las distancias entre artes, se mueve Pedro Salaberri: “yo a los demás quiero darles armonía y belleza, no quiero tocarles las narices. Que mis cuadros sean lugares sugerentes, mágicos, lugares donde convivir, lugares que mirar con gusto”.

Lo vivido y lo pintado. Antes hablábamos de momentos buenos en estos últimos cuatro años. Pero los ha habido también difíciles. Frente a esas oscilaciones del vivir, la voluntad de Pedro es firme: “Una cosa es lo que me pasa a mí y otra lo que yo quiero decir. Puedo empezar un cuadro en días agitados, malos, pero lo dejo por ahí y vuelvo en otro momento. No quiero que el cuadro refleje mis estados de ánimo. Quiero expresar cosas que pueda defender en cualquier momento. Hoy puedo estar chungo, y me pongo con un cuadro porque necesito pintar, pero mañana, cuando lo vea, le iré limando las aristas, lo serenaré”.

Contra la sospecha y el feísmo. Escuchando a Pedro pienso en la moderna cultura de la sospecha, que armada de un escepticismo radical ante cualquier atisbo de bondad en el mundo, concede sin embargo su más alta credibilidad a la representación de la violencia, la crueldad o el cinismo; en suma, del mal. Esa no es la dirección que le interesa a Pedro: “A la persona que vea mis cuadros quiero transmitirle eso ya tan dicho de que la pintura puede tener un poder curativo. Quiero darle satisfacciones. Es cierto que evito lo feo. Porque lo feo viene solo: el dolor, las decepciones, de eso hay la tira. Pero algunos tenemos que intentar otras cosas”.

La ética del pintor. Escribe Menéndez Salmón en su última novela, ‘La luz es más antigua que el amor’ (que es asimismo un ensayo sobre el misterio de la creación) que “Toda pintura, desde la más inocente a la más vanguardista (…) es así una tentativa que aspira al sentido, aunque sea al sentido del sinsentido o al sinsentido de la propia forma”. Esta declaración es aplicable a Pedro, por supuesto. En su caso, tras una pintura que busca la belleza, la armonía, se transparenta una manera de estar y actuar en el mundo, una moral: “No quiero ser de esos que se quejan siempre. Y que encima, precisamente por eso, por quejarse, se creen cojonudos. ‘Yo pongo el dedo en la llaga’, gritan. Pero la llaga que la cure otro. Eso no me gusta. Prefiero ser voluntariamente positivo. Que no quiere decir ser voluntariamente gilipollas. No es lo mismo. Me gustaría que mis cuadros ayudasen algo a evitar la incomodidad, el vivir mal, el morderse. No quiero contribuir a empeorar las cosas. Uno puede ayudar a que lo positivo se haga presente más o menos. Y no sólo en lo que pinto”.

Ganas de volver a los cuadros. Cae la noche en el estudio de Pedro. Mientras charlamos, nos rodean los cuadros sin terminar, que él mira y seguirá revisando. Necesitan más tiempo, más trabajo. Pedro está tranquilo y confiado. Les llegará su momento. Salgo a la calle convencido de que en diciembre, en la Ciudadela, volveré con detenimiento a sus cuadros, a esos cuadros curativos, que consuelan del dolor del mundo. Estoy convencido de que aguantarán una segunda, y una tercera, y muchas miradas más.

22 noviembre 2010

Manuel Vilas en Huarte

El viernes bajé a Huarte. Teníamos que decidir los ganadores de un concurso literario para jóvenes. Aunque en estos negociados de la literatura soy un don nadie, me ha tocado, desde hace años, participar en el jurado de unos cuantos certámenes, envalentonado por mi pasión lectora. Es una experiencia la mía, en todo caso, que no alcanza ni de lejos la de otros que han formado parte de cientos de jurados –eso por no hablar de quienes, profesionales del asunto, casi se han mantenido en algunas épocas de su vida con lo que pagan en estos menesteres en los concursos de mayor dotación municipal o provincial; así vivió años, por ejemplo, el gran poeta José Hierro-.

El otro día nos llevó su tiempo alcanzar un acuerdo. Ningún texto nos enamoraba perdidamente. A todos les veíamos fallos, desequilibrios, caídas, flojeras, y se trataba por ello de inclinarse por el relato o poemario al que más puntos de valor o promesas le encontrara la mayoría. La discusión fue viva, y se resolvió en un consenso trabajado y cordial. Lo que teníamos claro es que no debíamos dejar desiertos los premios, porque, con la que está cayendo social y culturalmente (toneladas de trivialización, estupidez social, dispersión de la mirada entre mil pantallas y entronización de unos modelos que cantan a la vida “intensa” y “activa”), hay algo grande, muy hermoso, en el empeño literario de estos jóvenes, por imperfectos que sean sus resultados.

La organización había invitado después, para que charlara con los jóvenes escritores, a Manuel Vilas, autor de varios libros de poesía y narrativa. Hacía frío en el Centro de Arte Contemporáneo, y la sala en que Vilas hablaba no se caldeó hasta que estábamos a punto de irnos. Es difícil además animarse cuando la asistencia es tan mínima como fue la de este viernes, y eso creo que nos afectaba a todos al comienzo de su charla; al escritor, lento y un tanto desganado, y a los que le escuchábamos. Pero Vilas es un poeta formidable, y cuando se arrancó con la lectura comentada de varios de sus poemas, olvidamos los pequeños detalles y la temperatura emocional subió bruscamente.

Fue una pena que tan pocos escritores jóvenes acudieran a disfrutar con Vilas. Los autores inexpertos (¡no sólo jóvenes!) suelen caer en sus textos en la oscuridad, en ocasiones en el hermetismo, y en una suerte de transcendentalismo altisonante -y eso cuando no se deslizan por un sentimentalismo blandito y ternurista-. Muchas veces lees poemas o relatos de escritores poco hechos y, amén de encontrarte con inflación de vocablos supuestamente “poéticos” (crepúsculo, tornasolado, desgarrado, tenue, cosas así), en un esfuerzo demasiado visible de que lo escrito suene “literario”, no sabes a qué carta quedarte, no aciertas a detectar muy bien qué experiencia, o emoción, o idea, anida detrás de tantas palabras “nobles”. Es cierto que el lenguaje podría ser, y lo es en grandes escritores, el protagonista esencial de su esfuerzo. Pero no es esa la intención explícita de la mayoría de los inexpertos. En ellos el lenguaje resulta, simplemente, abstracto, vago. Falta visibilidad, que dirían los buenos manuales de escritura literaria, falta esa riqueza de detalles, de acciones, que modela un texto vivo y potente.

Escuchar a Manuel Vilas les hubiera venido muy bien a quienes se mueven en esa nebulosa “literaria”. Su poesía, sin ir más lejos, representa todo lo contrario. En ella hay ironía, a veces un feroz humor negro, y más de un poema es “realista”, dicho sea para entendernos rápidamente. Es decir, hay detalles cotidianos, aparecen calles y barrios de Zaragoza o de Barbastro, hay poemas que parecen incluso pequeños relatos de experiencias corrientes (comer en un MacDonalds rodeado de gente pobre, hacer un viaje en coche por el puro placer de conducir, tomar sustancias legales e ilegales y narrar los efectos, sufrir en la mili, nadar, manejar cantidades de dinero muy precisas). Pero el realismo de Vilas es muy complejo, muy poco tradicional. Tal vez puede definirse, escribió Vicente Luis Mora, como un “realismo expresionista”, que en medio de detalles figurativos incorpora de pronto imágenes alucinadas, visiones fulgurantes, metáforas que sorprenden, que transportan la experiencia y el poema a otra dimensión. Y hay, entre otras muchas cosas, un uso muy inteligente de la autoficción, ese recurso tan moderno. Un tal “Manuel Vilas”, que vete a saber quién es, y que no está claro qué relación mantiene con el escritor nacido en Barbastro, aparece con frecuencia en sus poemas, y es el protagonista de aventuras que dejan al lector fascinado, divertido y un punto confuso.

Me apetece terminar esta nota con uno de los poemas más conocidos de Manuel Vilas, una elegía a su coche muerto, un vehículo que, tras muchos kilómetros de servicio al autor, falleció por un mal incurable en la junta de la culata. ¿Elegías al amor ausente, al amigo del alma? Pues no, en estos tiempos posmodernos, descreídos, irónicos, ¿por qué no a un ser tan presente en nuestras vidas como un coche? ¿Y por qué no entablar un diálogo con ese coche, que nos conoce tan bien y nos interpela?

HU-4091-L

Adiós, hermano mío, la grúa fúnebre te conduce
al infierno del desguace.
Majestuoso, vas hacia la destrucción subido
en una grúa roja,
como si fueses Luis XVI camino de la guillotina,
y yo detrás.
Pareces un rey.
Soy el único que ha venido a tu entierro.

Te he querido.
Rezo por ti un padrenuestro y un avemaría.
Rezo por ti y me conmuevo.
Eras el mejor.
Y lo que vivimos juntos, y las ciudades que pisamos,
y las carreteras secundarias y los pueblos
y los mares que vimos,
y los párquings subterráneos y los túneles helados
de las carreteras de montaña, con afiladas
estalactitas a la entrada,
amenazando nuestra milagrosa inocencia,
y los mendigos en las avenidas,
pidiendo en los semáforos en rojo,
y lo que nos amamos en la oscuridad de las autopistas,
fundidos en un solo ser: confundida tu carne con mi chapa.

Me salvaste de la lluvia ácida y de la nieve sin ángeles.
Con tu aire acondicionado, que está intacto
después de doce años, impediste
que me quemara vivo en los veranos españoles.
Ese aire frío que me subía por la pierna, ay.
Y eras blanco,
porque la santidad y el amor industrial y la velocidad son blancos.
Y cómo me gustaba tocarte las marchas,
y cómo te ponía la quinta, eh, y qué caña te metías,
narciso, que eras un narciso.

Y ahora todo ha acabado.

Doscientos sesenta y ocho mil kilómetros hemos estado juntos.
Fuimos felices.
Fuimos grandes y definitivos.
Te doy un beso delante del chatarrero
y de un negro
que lleva un chorreante radiador en una mano.
Te he amado más que a mis amantes,
más que a mi perro;
casi tanto, pero no tanto, eh, como al dinero.

Bueno, no te enfades,
tú también fuiste dinero,
y aún lo eres,
y yo también soy dinero.

Perdona que te humille haciendo recaer
sobre tu hermosa tapicería,
sobre tus ruedas, manguitos
y válvulas que han gloriosamente ardido,
la miseria de España:
el plan Prever, 400 euros sociales
(¿os molesta que hable de dinero o de tan poco dinero?),
para la clase media,
que ama la limosna.

Tú, que fuiste mi libertad, que me llevaste cerca del paraíso;
tú, que me hablabas por las noches y me decías
“hermano, qué bien conduces; hermano,
eres el mejor de los hombres”.

16 noviembre 2010

Abusos editoriales

Un escritor, digamos que de “Euskal Herria”, escribe un libro a lo largo de varios años. Cuando lo acaba se pone en contacto con una editorial afín a sus planteamientos nacionalistas vascos. El texto termina publicándose, y en esa parroquia tiene éxito y se vende. Pero, ay, empieza a correr entre algunos lectores, esos que sólo quieren reafirmar sus ensueños historicistas, la creencia de que la historia, aunque hayan pasado un montón de siglos de lo contado, genera derechos, deudas y legitimidades de obligada aceptación hoy por nosotros, empieza a correr, digo, un runrún de reserva o franco desagrado.

Y es que en el libro aparece una afirmación que los ortodoxos no comparten, que choca con uno de los dogmas que el nacionalismo vasco sostiene día sí día también. A alguien de la editorial se le escapó en la primera edición, o no le gustó pero la dejó pasar; pero cuando toca reimprimir el volumen, los amos del sello, presionados por algunos duros, reclaman al autor que la elimine, o que reescriba esa parte para dasactivarla. El autor le da vueltas a la petición, y les comunica que no, que no hay nada que cambiar, que él está convencido de lo que escribió y que puede sostener cualquier debate público sobre ello.

Pero la editorial decide actuar por su cuenta y el libro llega de nuevo a las librerías tras un trabajito de maquillaje, es decir, con la manipulación radical del sentido de lo que dijo el autor en ese punto. Se han pasado por el forro lo que él escribió. Así, por las bravas, contra su petición expresa y escrita de que no se tocara su texto. ¿Qué hacer? El autor está pensando medidas para denunciar este delito contra la propiedad intelectual. Entretanto, y aunque dispongo de todos los datos y nombres, debo guardar la reserva que me ha pedido y no darlos, al menos por el momento.

El responsable de la editorial ha publicado más de una vez en los periódicos artículos y cartas en los que, siempre en un tono muy agresivo, denunciaba ataques a la libertad de expresión, y también, por supuesto, las manipulaciones de la historia supuestamente cometidas por todos los historiadores “españolistas”. Ahora vemos (y no es la primera vez, recuerdo otros casos que ahora no debo citar) que sus biliosas arremetidas, llenas de grandilocuencia y repugnante (por supuesta) superioridad moral, eran instrumentales, un recurso retórico falso y oportunista. En fin, ya sabíamos que eran así. Pero de vez en cuando viene bien refrescar lo sabido.

10 noviembre 2010

Angelita Alfaro y su cocina para torpes

La editorial Oberon, del potente Grupo Anaya, ha publicado un nuevo libro de Angelita Alfaro, Cocina para torpes. Es una edición muy cuidada, llena de dibujos de Forges, que contiene 155 recetas de Angelita agrupadas en ocho apartados: ensaladas y entrantes; sopas, cremas y patatas; arroces, pasta y huevos; legumbres y verduras; pescados; carnes; postres; salsas. El libro se presentará en Pamplona el próximo viernes 19 de noviembre, y supongo que para entonces ya estará a la venta.

Conocí a Angelita hace dos años, cuando comenzamos a preparar uno de sus libros, Sabores y emociones. Verduras de Navarra. Desde entonces hemos tenido una relación muy intensa, cercana, llena de largas conversaciones. Hay veces que hacer un libro ayuda a esto, porque en el proceso se empieza un poco a tientas y hay que hablar de muchos detalles, hay que mirar muchas pruebas, hay que dudar y corregir más de un texto... Además, para un editor, es fundamental ponerse al servicio de los autores, y eso supone atenderles a veces en asuntos ajenos propiamente al trabajo editorial. Al final, si la historia acaba bien, hay que compartir la alegría, y todo lo que implica la promoción del volumen (lo más incordioso, al menos para mí). Creo que la historia del libro de las verduras salió bien, y eso reforzó nuestro entendimiento.

De Angelita admiro sobre todo dos rasgos. De una parte, su capacidad de trabajo, una dedicación y diligencia formidables que le hacen estar siempre dispuesta a cualquier esfuerzo. De otra, su generosidad. Pocas, poquísimas personas he conocido tan pródigas como Angelita. Con su tiempo, con su saber culinario y, muy en particular, con todo lo que es capaz de preparar en su pequeña cocina, que es eso, todo. No hay guiso que se le resista a Angelita. Esta mujer, para los que nos gusta comer, tiene un peligro tremendo, porque es capaz de obsequiarte con cualquier clase de ricas viandas. Su generosidad, en este sentido tan concreto y material, es apabullante.

Angelita me pidió que le escribiera un prólogo para esta Cocina para torpes, su decimocuarto libro, si no me equivoco. Y este verano lo hice encantado. Aquí está.

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Angelita Alfaro no para. Y qué suerte tenemos todos los que la queremos y admiramos de que así sea. Y también, claro, quienes sin conocerla disfrutan y aprovechan sus libros. Angelita no sabe lo que es caer en la pereza, posponer, aplazar, dar largas, dejar para mañana lo que puede hacer hoy. Se levanta muy temprano, después de poco dormir y mucho cavilar, y se pone manos a la obra en su cocina. Durante la noche se le han podido ocurrir unas cuantas variantes en una receta, o ha pensado en combinaciones que alguien le ha propuesto y que ella adaptará a sus saberes, o ha resuelto el enigma del guiso que ayer no acabó de convencerla, o ha recordado qué ingredientes debe comprar con urgencia y quién se los puede servir.

Y ahí la tenemos, desde muy de mañana, horas y horas cortando, limpiando verduras o lo que sea, pelando, atendiendo a los fuegos, probando, definiendo platos, hasta que la receta alcanza su exacta proporción. Incansable, la cocina de Angelita, ese pequeño habitáculo de su casa, se convierte en un laboratorio de altos vuelos donde se define esa cocina de Angelita que tan justa fama le ha dado desde que tituló así su primer libro, y que después, sin prisa pero sin pausa, ha diseminado en volúmenes de indiscutible éxito —no digo cuántos libros lleva publicados Angelita, y eso que son ya un buen puñado, porque no tiene ninguna intención de descansar y la cifra pronto se quedaría antigua, y además los títulos agotados se van reeditando con cambios y adiciones—.

Luego viene la generosidad. Poquísimas personas he conocido a las que, como a Angelita, retraten de modo tan justo las cuatro definiciones que de la generosidad alumbra el diccionario: inclinación o propensión del ánimo a anteponer el decoro a la utilidad y al interés; largueza, liberalidad; valor y esfuerzo en las empresas arduas; nobleza heredada de los mayores. Mucho podríamos hablar sobre el decoro de Angelita, siempre más allá del interés. O de cómo su vida es una hermosa lección de valor y esfuerzo para superar las dificultades tan espinosas que se ha ido encontrando desde su infancia. O de la emoción con que Angelita pone siempre a su madre como ejemplo y faro de su acción vital. Les aseguro que de todas estas acepciones de la generosidad Angelita es una muestra señera.
Pero es la de largueza y liberalidad la que me interesa resaltar ahora. Angelita no sólo cocina y depura recetas constantemente: es que lo hace para su familia, pero también para sus muchos amigos y conocidos, para toda la gente que le rodea y admira. Angelita se desvive por cualquiera. A todos invita sin cesar, con todos comparte sus avances, a todos aconseja e informa sin reservas ni mezquindades. Todos, gracias a la generosidad de nuestra cocinera, degustan sus platos, los más sencillos y los más complejos. Y esos círculos de personas le sirven, por mor de esa liberalidad tan derramada, como banco de pruebas de las fórmulas que, cada cierto tiempo, depuradas y pasadas a limpio, ofrece para enseñarnos cómo hacer que la comida sea un goce variado, sencillo y estimulante.

Los libros de Angelita Alfaro nunca dan miedo. He visto y leído bastantes compendios de recetas, e incluso me ha tocado editar alguno de chefs rutilantes. Es más, los hay de bellísima factura. Pero asustan un poco. Contienen recetas imposibles para el gran público, para las personas normales y corrientes que quieren comer cada día mejor y más sano, y que por eso mismo se atreven a probar nuevas propuestas. Eso sí: dentro de un orden y unos límites. Hablo de esa gente que ni tiene aparatos sofisticados ni tiempo para investigar, y, la verdad, tampoco un afán temerario de ensayar mezclas violentas, tan chocantes que se corra el riesgo de una estridente rebelión del paladar. Esos volúmenes se le aparecen al lector con ofertas tan laboriosas o difíciles o chocantes que éste, frustrado, los hojea un rato, como espectador lejano, y acaba arrumbándolos en el estante más inaccesible.

No, las recetas de Angelita no provocan temor ni frustración. Lo que no obsta para que en ellas se encuentre, con frecuencia, su punto de innovación y atrevimiento. Porque Angelita ejemplifica y reúne muy bien las dos vertientes de la gastronomía, la popular y la refinada. Sus libros, y este que presento por supuesto también, incluyen platos básicos (aunque siempre con un toque propio, un ingrediente, una preparación, una salsa, algo) y otros más elaborados, en los que Angelita muestra resultados más altos. Pero siempre son platos que el lector puede atreverse a hacer, nunca inalcanzables por su dificultad. Y es que Angelita está convencida de que los torpes a los que apela el título de este libro no tienen por qué serlo siempre: pueden aprender, avanzar y adentrarse, poco a poco, en territorios gastronómicos menos básicos.

Qué bien nos viene que Angelita no pare. Qué útil resulta para todos sus lectores que sea incansable en su cocina, que esté abierta a muchas influencias, que pregunte, que escuche, que plasme día a día sus esfuerzos sobre el papel. Y que nunca tenga desmayo en su generosidad. Así acaban llegando los resultados: libros como éste, tan práctico, tan necesario, tan bien “cocinado” por ella.

07 noviembre 2010

La resistencia de la realidad

El otro día estuve en una cena-tertulia. Treintaitantas personas se reúnen cada mes para cenar y, al tiempo, charlar sobre un asunto, siempre a partir de la intervención inicial de un experto. Esta vez se hablaba de educación. Mientras nos echábamos al cuerpo un vino muy digno y una ensalada moderna (de esas en las que cabe todo, con tal de que haya una hoja de lechuga o algo similar), el invitado del mes desplegó una brillante exposición sobre el estado actual de la educación en Navarra y en España, clara, muy bien armada, en una línea clásica de la izquierda, y con el suficiente tono polémico y vibrante como para que muchos nos animáramos después a intervenir, más estimulados todavía por el vino y unos suculentos chipirones.

Sin embargo, mientras escuchaba algunas de las intervenciones que siguieron a las palabras del ponente, y las respuestas de éste, y sobre todo más tarde, hablando con la gente que me rodeaba, me fue invadiendo una cierta desazón. Y es que me di cuenta de los profundos desacuerdos que existían en la sala, de que muchos no compartían ni de lejos el discurso del experto.

Estábamos allí un conjunto de personas bastante homogéneo: muchos docentes o exdocentes, más de un médico, algún psicólogo… Y en la conversación se mantuvo un tono muy civilizado y cordial. Pero eso sí: de acuerdo en estos negocios de la política educativa, casi nada.

Es cierto que los presentes compartíamos una idea muy general: que en la educación ha habido cambios muy profundos y positivos en los últimos años (muchos más medios materiales, más recursos y gasto público, escolarización de todos los niños y niñas, por ejemplo), pero que subsisten muchos problemas, que hay otros nuevos alarmantes, fruto de las nuevas situaciones sociales, y que en general hay cosas, bastantes, que van mal o muy mal. Pero ahí se terminaba el consenso, en el puro envoltorio del diagnóstico más vago de los problemas, y arrancaban los disensos profundos. Es decir, en el punto donde surgía el qué hacer para que las cosas vayan mejor.

Por ejemplo, no vi acuerdo en el papel y el peso que tienen o deben tener la enseñanza pública y la privada, y por tanto en cuál debe ser la actuación del Estado en este terreno y en la espinosísima cuestión de si el Estado debe financiar la libertad de los padres en la elección de centro de sus hijos. No había consenso acerca de si la enseñanza debe ser comprensiva o separadora de los alumnos (entre torpes y listos, brillantes y mediocres, navarros y emigrantes pobres…); no lo había sobre dónde escolarizar (cómo repartir) a los inmigrantes; no lo hay en el papel que deben desempeñar los padres y madres en los colegios e institutos; no lo hay en cómo trata la sociedad, y las distintas administraciones, a los docentes, y más en particular cuando hay conflictos o incluso agresiones; no lo hay en cómo abordar en el interior de los centros las cuestiones disciplinarias y en general los problemas de convivencia; no lo hay en la coexistencia o no de diversos modelos lingüísticos en un centro, ni en el peso o valor del euskera, el castellano y el inglés en la red de centros y en la planificación de los responsables políticos; no lo hay en la presencia o no de la religión en los planes de estudio, y tampoco en el significado de la asignatura de educación para la ciudadanía. Podría seguir con la lista, pero baste lo dicho para ver que, en lo tocante a cuestiones esenciales de política educativa, apenas hay acuerdos.

Las discrepancias no se quedan en el terreno de las ideas. Por supuesto que no. Y es que la mayoría de los presentes eran padres y madres que han elegido diferentes modelos de enseñanza. Los había con hijos en la enseñanza religiosa concertada, en ikastolas privadas, en centros públicos con enseñanza también en euskera, en centros públicos con castellano, y supongo que alguno también en centros que sólo admiten chicos o chicas. Y había profesores de la red pública que no dudan en escolarizar a su hijo o hija en un centro privado. Asistentes había que creían firmemente en el valor de la convivencia en la misma aula de chicos de distintos países y estratos sociales, y padres y madres que anhelan para sus vástagos lo más parecido, en las clases, a la homogeneidad social y la excelencia intelectual, por encima de cualquier otra consideración sobre el pluralismo y la integración de la diversidad social.

Esas diferencias y otras, por ideológicas que puedan ser, no se corresponden estrictamente con una división entre derechas e izquierdas. No tengo ni idea de a qué partidos votarán quienes estaban en la cena, pero estoy seguro de que sus elecciones políticas podrían cruzarse y/o chocar con sus ideas educativas, en una amplia variedad y tal vez contradicción, y sus ideas, en más de un caso, también podrían entrar en algún conflicto con las decisiones que tomaron sobre la escolarización de sus hijos.

Pensé, mientras volvía a casa, que el sistema educativo actual se sostiene en un equilibrio muy precario, un frágil armazón al que, si se le quiere mover alguna pieza, es decir, si se plantean leyes o normas que lo sacudan o transformen, resurgirán esas guerras escolares y políticas que ya hemos conocido (varias) desde la muerte de Franco.

Hace tiempo viví muy de cerca, durante menos de un año, un intento, más o menos “de izquierdas”, de cambiar algunas reglas del juego educativo, al menos en el sentido de modificar lo heredado sobre los conciertos de financiación de los centros privados y el peso que las redes pública y privada tenían en el sistema escolar navarro. Muchos profesores de la red pública, así como simpatizantes de partidos de izquierda, y por supuesto laicistas convencidos, con o sin partido, nos apoyaron y lo dijeron, e incluso pidieron mayor beligerancia en la tarea. Pero mucha otra gente, sin ir más lejos los profesores de centros privados, toda la iglesia institucional, y también los sectores agrupados en las ikastolas, organizaron una dura resistencia. Además, y como he dicho, y al margen de si eran mayoría o no, las conductas de muchos de los que nos apoyaban formalmente no se correspondían con las elecciones de centro escolar para sus hijos. Fueron unos meses llenos de tensiones, que no desembocaron en una guerra política y social abierta porque, debido a otras causas, el intento de cambio se frustró. Al margen de la torpeza y poca visión política de algunos de los dirigentes que emprendieron y atizaron la batalla, varias veces me he preguntado: ¿era una batalla que había que librar?; ¿no nos distrajo de otras menos conflictivas pero tal vez más relevantes a la larga?

No lo sé, dudo. Es cierto que parece muy razonable reclamar, por ejemplo, medidas que eviten que los centros públicos de las ciudades se conviertan en guetos, en centros donde sólo van los chicos y chicas de las familias más pobres y conflictivas, y, claro, los emigrantes también más pobres. Y que en general el “mapa escolar” español trae causa del tremendo peso histórico y social de la iglesia católica. Y que…, en fin, que podríamos seguir repitiendo razones de izquierda, o progresistas, que hemos dicho muchas veces.

¿Qué hacer? ¿Qué iniciativas pueden suscitar un consenso social muy amplio? ¿Qué tipo de pacto escolar es factible? Insisto: dudo. Pero reflexionando sobre la cena del otro día, y sobre la tozuda resistencia de la realidad a nuestros objetivos, al menos en sectores muy importantes que viven en las ciudades (en los pueblos no hay posibilidad de elección, y los conflictos se plantean en otros términos), pienso a veces, con desazón, que los que hemos defendido las ideas y las políticas clásicas de la izquierda sobre la absoluta preeminencia de lo público en la educación no hemos andado muy finos. ¿O es que, simplemente, estábamos hasta cierto punto equivocados?

02 noviembre 2010

De cine

El viernes fui al cine. Eso, a estas alturas de mi vida, resulta excepcional. Durante muchos años rara era la semana en que no veía en salas cuatro películas o más, aparte de las que la televisión nos iba dando. Pero las costumbres de muchos espectadores me han ido incomodando de forma creciente, y hoy es el día en que soporto muy mal tener cerca en una película a casi todo el mundo.

Otros cambios se han producido en mí. El cine, una pasión de juventud, escribió un escritor francés, y ya conté en este mismo blog cómo lo fue en mi vida hace tiempo. Ahora veo cine en casa (tampoco demasiado), que elijo cuidadosamente, porque mi campo de intereses en este ámbito (no en otros, por suerte) se ha ido estrechando, e incluso ya no soporto ciertos temas, al margen de cómo estén tratados.

El viernes estábamos dos personas en la sala 1 de los Golem Bayona, la más grande, la misma que he visto mil veces llena desde los primeros ochenta. Está claro que hoy consumimos imágenes en otras pantallas. Sintomáticamente, vi La red social, la película que cuenta algunas querellas que surgieron con la creación de Facebook por Mark Zuckerberg. Yo no sé si es una gran película, pero viéndola pasé un rato fantástico, sumergido y absorto en la historia como en los viejos tiempos. No creo que haya que saber casi nada de lo que es Facebook para disfrutar esta historia de ambición, resentimiento, poder, egotismo y crueldad. El guionista, el gran Aaron Sorkin, utiliza asimismo en su guión un subgénero americano que me fascina: el cine de pleitos, abogados y juicios, servido mediante unos diálogos vibrantes.

Por la noche, todavía eufórico con la película, estuve más de dos horas en internet, buscando datos y críticas sobre ella. Dos horas leyendo, podríamos decir. Pero yo sé que sólo surfeé por la información y los análisis, que me perdí por mil ramales, que leí muchas cosas en diagonal, que mi atención fue todo ese tiempo débil y muy, muy dispersa.

Ese rato antes lo hubiera dedicado a leer un libro. Al día siguiente, en Babelia, leí una entrevista con Nick Hornby en la que, además de señalar algo ya tan obvio como que con internet “nos relacionamos de manera diferente y modificamos nuestro consumo de bienes culturales”, reconocía que “la Red distrae más a los escritores”. ¡Pues no digo nada a los que no somos escritores!