30 julio 2012

Lenin, nunca más

Resulta curioso y sorprendente que con demasiada frecuencia se considere un mérito en sí mismo, o un dato que regala suplementos de prestigio, que alguien se conduzca contra la opinión dominante, sea en los medios de comunicación, sea en cualquier controversia pública. ¿Esa voluntad de enfrentamiento con un criterio mayoritario otorga per se más valor o consistencia a nuestras opiniones?

No, claro que no. Ir contra la corriente, sostener una postura minoritaria, atreverse a mantener y defender lo que uno piensa por mucho que contradiga lo más comunmente aceptado, no garantiza, en absoluto, el acierto de lo dicho. Puede que esa opinión minoritaria sea correcta, pero también cabe que sea una majadería, o una vileza que sólo merezca el desprecio de las mentes informadas y razonables.

Ese factor está vacío, no confiere valor en sí mismo: sirve para un roto o para un descosido, y en principio no otorga mayor entidad ni calidad a ninguna teoría u opinión. Sólo el análisis de los datos ofrecidos en cada problema, de los argumentos expuestos, permitirá saber si contienen verdad y merecen respeto o asentimiento, o si son, sobre minoritarios, falsos, erróneos o sencillamente repugnantes.

Ejemplos de lo que digo hay muchos. Defender públicamente el racismo, o la inferioridad natural de las mujeres, puede requerir hoy en día, en muchos foros, una dosis de valentía, o una notable capacidad de encaje de las durísimas críticas que le lloverán a quien lo haga. Pero el valor que implica sostener esas creencias no las hace menos despreciables. Lo mismo sucedió, hace pocos años, cuando se publicaron los libros de ciertos historiadores franceses y alemanes que negaban la existencia de los campos nazis de exterminio. Esos historiadores se sintieron perseguidos y víctimas por ir contra lo establecido. Sin embargo, esa persecución real o imaginaria (o muy relativa) no confería a sus teorías la más mínima categoría historiográfica o moral.

Viene esto a cuento porque la revista El Cultural, que publica el periódico El Mundo, incluía el viernes pasado un artículo de Ignacio Echevarría que bajo el título de “¿Lenin?” contenía una reivindicación del revolucionario ruso, y la invitación a leer la antología que de sus escritos últimos ha publicado el crítico y editor Constantino Bértolo.

Para comenzar cargándose de respetabilidad, Echevarría citaba a Ignacio Sotelo, quien en una reciente defensa de Marx traía a colación la parresia, “término éste que designaba en la democracia griega la cualidad consistente en atreverse a decir lo que uno piensa aun a riesgo de contradecir la opinión dominante, con todo lo que ello comporta”. Pero entendida la parresia de ese modo, ya he dicho que no garantiza a priori nada (bueno).

Este prestigio que parece exudar lo que no es dominante Echevarría lo aplica a la antología de Lenin, “un libro tan intempestivo como pertinente, que se enfrenta con valentía a los prejuicios que pesan como losas sobre la demonizada figura de Lenin”, a quien Bértolo y Echevarría consideran un “interlocutor válido para el diseño de una estrategia desde la que enfrentarse a los obstáculos que hoy encuentran quienes desean recuperar el horizonte de la emancipación”.

No me sorprende nada que Bértolo considere a Lenin un faro de nuestro tiempo, una guía de resistentes. Cosas mucho más siniestras y/o disparatadas defiende en la larga y campanuda entrevista con la que presenta su libro en la revista digital Rebelión, que he leído con atención y, en ciertos pasajes, con espanto. Sin ir más lejos, su respuesta sobre Stalin me parece que cabe ubicarla en la misma casilla que la de los historiadores “negacionistas” a propósito de los campos de concentración. Con todo lo que sabemos sobre lo que aconteció en la URSS en los años de Lenin, y muy acentuadamente en los años de Stalin, hay que tener valor, o sea, mucho morro y crueldad, ¡a la altura de 2012, no en la guerra fría!, para decir lo que, con retórica tecnocrática, aparentemente neutra, afirma Constantino Bértolo.

En la segunda mitad de los años setenta dediqué muchas horas a los textos de Lenin, como base de la formación comunista que recibía. Entre lo que leí entonces, con tozudez y fe entregada, y lo que he ido leyendo más tarde, me atrevo a decir, con tantos, que Lenin fue un gran político, signifique ello lo que signifique, pero un “pensador” muy mediocre que hizo un uso completamente instrumental de la teoría, es decir, que modificó en cada momento sus “teorías” en función de lo que le interesaba. Eso sí, en cada momento supo presentar esas diversas opiniones como indiscutibles, las verdades oficiales de los bolcheviques, a los que controlaba férreamente, al mismo tiempo que motejaba a sus oponentes, según conviniese en cada coyuntura, de oportunistas, reformistas, idealistas, pequeñosburgueses, traidores, revisionistas o izquierdistas infantiles. Como dice Robert Service en una gran biografía sobre Lenin, para este “la prueba más clara de que alguien era un revolucionario era simplemente que apoyara a Lenin en las luchas de facción”.

El viernes, tras leer el artículo de Echevarría, que va de crítico implacable, y que exhibe en este caso lo que sólo me parece que es una estupidez lacerante y culpable, saqué de la estantería, muchos años después, El Estado y la revolución, en una edición de la editorial Anagrama de 1976 que contiene, en anexo, varios textos de comunistas italianos. Volver a este libro ha sido una experiencia desoladora, por Lenin y por esos tipos italianos que disfrutan redactando abstrusos galimatías y fantasías sobre una democracia “verdadera”, esa que se plasma en una perfecta dictadura del proletariado. ¿Por qué perdí, por qué perdimos, tanto tiempo con esas lucubraciones, esos delirios tan delincuentes?

Éramos jóvenes, pero también ciegos y tontos. Y es que, con el mismo Robert Service, puede responsabilizarse al político Lenin de los rasgos esenciales del modelo comunista realmente existente, que él resume así: “Estado de partido único, monopolio ideológico, nihilismo jurídico, ateísmo militante, terror estatal y eliminación de todas las instituciones de autoridad rivales”. En esa notas se concreta esa dictadura del proletariado que Bértolo defiende sin ambages en su charla en Rebelión y que atraviesa su reivindicación de Lenin.

26 julio 2012

Confesiones de una vieja dama indigna

La muerte de Esther Tusquets, gran responsable de la editorial Lumen y, a partir de 1977, escritora ella misma, me ha hecho volver a sus libros. A sus libros propios, aclaro, no a los que impulsó y publicó en Lumen, aunque éstos ocupen lugares muy cálidos en mi biblioteca personal: Umberto Eco, Celine, Kafka, Gil de Biedma, William Styron, la colección El Bardo de poesía… (Recuerdo, no obstante, que las tres primeras novelas de la Tusquets se las publicó ella en Lumen, al no querer forzar a ningún otro editor, por muy amigo que fuera, a dar a la luz lo que ella misma no sabía qué valor podía tener.)

En la producción de Esther Tusquets me interesa en particular su última etapa, la más declaradamente memorialística. La etapa de las primeras novelas, en cambio, me atrae menos, aunque reconozco su valor. Es la de escritura más proustiana, más morosa, una escritura llena de sutilezas del pensamiento y del querer, volcada en una expresión repleta de meandros, de digresiones, de paréntesis muy extensos dentro de los cuales hay otros excursos. Y eso que recuerdo el interés con que leí Con la miel en los labios y, en especial, Correspondencia privada, literatura muy puesta en su estilo pero en la cual la fuerte carga autobiográfica apenas está velada. En esos libros, y en general en su narrativa, Esther Tusquets, con mayor o menor apoyo en la ficción, se volcó en contar sus experiencias amorosas: con hombres, pero también con mujeres.

Este apoyo en la ficción para ofrecer una visión más completa de su vida amorosa y sexual se me hizo evidente, paradójicamente, al leer con enorme gusto, a finales de 2009, Confesiones de una vieja dama indigna, la segunda parte de sus memorias. Es un libro en el que la autora hace un enorme esfuerzo de sinceridad, con nombres y apellidos, sobre los dos grandes asuntos de su vida: el amor, en primer lugar, y el trabajo editorial. Esther Tusquets fuerza lo que se puede contar hasta unos límites poco frecuentes en la memorialística en castellano. Situada ya en la última vuelta del camino, encantada de ser, al fin, una vieja dama indigna, harta de los formalismos y las medias palabras (no de la educación y los buenos modales, que conste, a los que dedicó su penúltimo libro), Confesiones de una vieja dama indigna es una memoria personal inusualmente franca en muchos pasajes, libre, fresca, divertida, malévola, sumamente perspicaz en su retrato de muchos tipos humanos y en el análisis de sus propias conductas.

No obstante, hay una frontera movediza pero delicada que acota esa sinceridad: como ella misma confiesa, la sinceridad lo es, casi siempre, sobre las personas que hemos conocido, amado u odiado, y por tanto el recuento de una vida involucra y puede molestar o dañar a algunas de esas personas, a las cuales, por mil motivos, no se quiere herir. Más en concreto: ese temor a herir y la consiguiente necesidad de ser discreta y reservada me parece que le hace a la escritora ser mucho menos explícita con sus amores femeninos que con los masculinos. Por ejemplo, hay muchas páginas, con detalles muy claros, sobre el hombre al que más quiso, Esteban. Pero Mercedes, la mujer más amada, esencial en su vida, no recibe en este libro un tratamiento parejo. Y si es bien abierta contando episodios con hombres en los que el sexo resultó determinante, las mujeres quedan confinadas en esa ambigüedad que ampara la palabra “amiga”. Los hombres o son amantes o son amigos “blancos”. Las mujeres, no: todas son “amigas”, término amplio y borroso, y con ellas lo del amor y el sexo está mucho más en la niebla. Y ahí es donde creo que la ficción, en su obra más literaria, en sus novelas anteriores, ayudó a Esther Tusquets: en el trance de contar y explicarse una parte capital de su vida amorosa y sexual.

En todo caso, Confesiones de una vieja dama indigna es un libro magnífico, y muy, muy entretenido. Ya lo era un librito anterior, Confesiones de una editora poco mentirosa, que recogía una pequeña parte de lo que le tocó vivir en la editorial Lumen. Pero la vieja dama indigna se soltó la melena en 2009, recapituló su vida a tumba abierta (bueno, hasta cierto punto) y nos regaló una obra mayor. Y no sólo a los estudiosos de la vida del libro en los últimos cincuenta años, por supuesto, sino a cualquiera a quien le interese el oficio de vivir. Un oficio, huelga decirlo, mucho más complicado y fundamental que el de hacer libros.

“En esta etapa final he constatado definitivamente que la vida humana no parece tener mucho sentido —y, si lo tiene, escapa a nuestra comprensión, que viene a ser lo mismo—, que la vida es un disparate, que es cierto que los hombres mueren (todos) y que (la inmensa mayoría) no son felices, y, lo que es peor, que no entendemos lo que nos está ocurriendo, pero sabemos que ocurre algo que no entendemos: al contrario del resto de los animales, el ser humano es la bastante listo para plantearse las grandes, las eternas preguntas, pero no para hallar respuesta a la más insignificante de ellas, lo cual resulta como mínimo irritante”. (Confesiones de una vieja dama indigna)

24 julio 2012

La pelmada de la gastronomía

Increíble. El País Semanal que leo la mañana del domingo no incluye ninguna entrevista con un cocinero o con un experto en nutrición, ni un reportaje sobre un restaurante innovador y carísimo, nada sobre las bondades del tomillo o del cilantro. No hay en este número un crítico gastronómico que nos eche la enésima bronca a los ignorantes por comer tomates que no saben a nada o por desdeñar las delicias de los huevos deconstruidos. No aparece ninguna guía de los restaurantes de París, Barcelona o Nueva York que todo turista debe visitar si quiere estar a la última, o una comparativa de los mejores vinos de la última añada.

Ayer por la mañana, sólo ayer, no leí una línea sobre cocineros como Arzak, Berasategui o Andoni Aduriz, o la enésima advertencia de Valentín Fuster sobre los riesgos mortales de una mala alimentación, o una lección por encima del hombro de Caius Apicius o del Comidista sobre la esencia de la menestra o sobre cómo componer una ensaladilla rusa auténtica. Tampoco me di de bruces con una guía de recetas para solteros, divorciados, diabéticos o albinos. Pierre Dukan, por su parte, se había tomado unas vacaciones con sus dietas-timo.Y, sobre todo, por estremecedor que parezca: ¡no encontré nada sobre Ferran Adrià o El Bulli! Esto me dejó descolocado.

Menos mal que, por la tarde, El Dominical que edita La Vanguardia logra tranquilizarme: entrevista a uno de los doscientos mil nutricionistas españoles que trabajan en Estados Unidos, quien, como otros tantos cada semana, y más allá de su labor en el laboratorio, que no entendemos porque no somos microbiólogos y lo de la genómica nos resulta un pelín difícil, descubre a los profanos el mediterráneo de la correcta nutrición: la frugalidad a la hora de yantar, la dieta con aceite de oliva o la necesidad de huir de los horrores de la bollería industrial y de la comida rápida. Todo ello aliñado con las habituales imprecisiones acerca de los últimos descubrimientos “científicos”, esos que tantos días leemos que han alcanzado en cualquier universidad americana o israelí y que revelan las bondades o maldades de diversos alimentos. Y es que en los últimos años nos han mareado a conciencia sobre lo sano o insano que era, según temporadas, ingerir, por ejemplo, pescados azules, chocolate, frutos secos, hamburguesas, soja o suplementos vitamínicos. ¡Era más entretenido leer al profesor Bacterio o al profesor Franz de Copenhague!

Imagino que esta matraca asfixiante de los cocineros estrella, nutricionistas, críticos y comentaristas de la jala y demás ralea tiene su público. Que los medios nos los imponen porque las andanzas y opiniones de estos canonistas y negociantes del buen comer interesan a muchos lectores (y televidentes, claro, que los Arguiñano, Sergio Fernández, David de Jorge y hasta Jamie Oliver los tenemos hasta en la sopa). Que las infinitas guías de restaurantes y casas de comidas que incluyen los medios o que se editan como libro hallarán su nicho comercial entre las manadas mundiales de viajeros-turistas. Pero lo siento: yo estoy harto, aburrido, hasta las narices de su abusiva presencia.

Los nutricionistas, cardiólogos o endocrinólogos hacen, no lo dudo, una admirable labor en el ámbito de la investigación. Sus avances pueden enseñarnos mucho en relación con lo que comemos y con lo que es más saludable meterle al cuerpo. Pero cuando algunos salen de sus laboratorios y se convierten en estrellas mediáticas, tengo la impresión de que su guión divulgativo se lo han escrito los censores del placer, siempre penitenciales, y los creadores de lugares comunes, de obviedades sobre lo que nos sienta bien y lo que nos engorda y mata. Y muchas veces caen peligrosamente en la tontería de la autoayuda, esa oscura rama de la ignorancia que posee una visión harto simple del ser humano. El prestigio de la ciencia, tan justo hasta cierto punto, los blinda en sus conquistas de influencia social. Pero casi nunca leo nada de estos nuevos sacerdotes, o inquisidores, que una mente razonable y sensata no sepa –aunque, por bien que lo sepa, en ocasiones le apetezca olvidarlo: el placer tiene un componente irracional, lujurioso, de mala vida y exceso, que por fortuna también forma parte de nuestra naturaleza-.

Los cocineros, y no digamos nada los críticos gastronómicos, se pasan el día señalándonos qué debemos comer, qué es lo moderno, qué está de moda en esto del comercio y el bebercio, cuál es la última innovación absolutamente fabulosa que nos colocará a la page en este ámbito y que no podemos dejar de probar. Y, correlativamente, nos regañan por todo lo que no sabemos en materia de guisos, por lo que aliñamos y comemos mal. Se lamentan asimismo por la degradación de la agricultura moderna, y añoran un tiempo idílico de materias primas limpias, nutritivas y saludables, y de platos fantásticos, “de toda la vida”, de antes de la degradación que nos envilece hoy, en un ejercicio que me parece que pertenece más bien al género de la ucronía. Hace más de treinta años, Fernando Savater ya clamó colérico contra los que llamó “pensadores del pienso”, esos pelmas y pedantes que no cejan en su predicación sobre cocina y cocineros, vinos y licores, nutrición y modas gustativas. Pero entonces no imaginaba tal vez que la ola llegaría a ahogarnos.

Sé que no es una buena estrategia comercial. Pero mi hartazgo es tal que me gustaría que toda la información sobre restaurantes de moda, casi siempre muy caros, guías del comer en distintos lugares del mundo, y por supuesto que todas las homilías de estos tontos árbitros del comer y del beber y todas las noticias, entrevistas y atrevidas recetas de los cocineros estrella, fueran confinadas en revista y suplementos especiales, muy especiales, al margen de los periódicos generales. Esta idea todavía me parece más sensata en tiempos de crisis, en los cuales a la mayoría de la gente le resulta insultante esa obscena exhibición de lujo que suele ir asociada a las recomendaciones de estos pensadores del pienso, cargantes prescriptores de lo que se debe comer y sentir.

Además, la saturación gastronómica ejerce una influencia muy negativa sobre la sociedad. Recuerdo un estupendo artículo de Xavier Bru de Sala en La Vanguardia en el que contaba una comida de amigos. Lo que había empezado en un ambiente muy cordial, se estropeó pronto por el afán de algunos de los presentes de rivalizar en sabiduría sobre vinos. El camarero tuvo que asistir, paralizado, a una estúpida reyerta entre machitos sabiondos sobre el mejor vino que elegir. Y es que la inflación de noticias y discursos y consejos de la morralla gastronómica ha extendido el esnobismo y la ostentación de ese saber entre mucha gente que desea escalar las supuestas montañas del buen gusto. Su saber es casi siempre poco profundo, pero resulta suficiente para exhibir estatus. La ansiedad por el estatus, estudiada por algunos filósofos, encuentra una vía privilegiada en estos andurriales del gastro.

Cuando éramos jóvenes y teníamos todo por aprender, y ganas de comernos el mundo, pasábamos muchas horas en bares populares. Comíamos un bocadillo de tortilla o de lomo con pimientos y bebíamos vino peleón. Aprendíamos, nos ilusionábamos, ligábamos y disfrutábamos como alimañas. Ahora comemos mucho mejor, estamos a la última en restaurantes, bebemos buenos vinos. Bien, de acuerdo, tampoco quiero hacer un elogio simplista de lo pobre. Pero cada vez resulta más difícil alcanzar, en compañía, una mínima euforia practicando el noble arte de la conversación. Sólo nos queda la comida, maldita sea.

19 julio 2012

Eider Rodríguez

En diciembre de 2009, en un encuentro en la biblioteca de Barañain con el escritor Iban Zaldua para hablar de Porvenir, su valioso volumen de relatos, y casi cuando nos íbamos a levantar, alguien le preguntó por Kirmen Uribe, del que se hablaba mucho entonces con motivo del premiado Bilbao-New York-Bilbao. Iban Zaldua guardó silencio unos segundos, y respondió con una cambiada: a él quien verdaderamente le había interesado en los últimos tiempos, entre los autores que escriben en euskera, era Eider Rodríguez. Carne (Haragia) le parecía un gran libro de relatos. A mí el nombre de esta autora no me sonaba absolutamente de nada. Pero se me quedó, junto a una brizna de curiosidad.

A los pocos días me choqué en una mesa de novedades con Carne, que comprobé que llevaba año y pico en librerías, en el catálogo de 451 Editores. Su lectura fue una experiencia magnífica. Y más lo ha sido la de Un montón de gatos, que este año ha sacado en castellano otro sello editorial, Caballo de Troya. ¡Menuda escritora! No todos sus relatos son geniales, en cualquiera de los dos libros que he leído de ella, pero unos cuantos alcanzan ese calificativo, sin duda, en especial en Un montón de gatos.

Con acidez, saña, frialdad, Eider Rodríguez descubre y desmenuza un buen puñado de reacciones humanas, ay, demasiado humanas: trampas que nos ponemos unos a otros, mentiras cada dos por tres, sumisiones reales o fingidas para lograr otros objetivos, halagos femeninos interesados del ego masculino en busca de beneficios adicionales, autoengaños, miedos, inseguridades o brutalidades, o bien tópicos ridículos, del pensamiento o de la expresión, que revelamos en cualquier trato humano, en particular en los de pareja o familiares.

La mirada de Eider Rodríguez casi nunca es amable, aunque en Gatos, el relato que abre su último libro, domina un fondo triste y respetuoso sobre la soledad y el amor que no logra cristalizar, que se queda, frustrante, en los límites de lo inexpresado. Pero exceptuando ese gran relato, la autora brilla especialmente en la crueldad, en las espinas, en la sugerencia de muchos miedos y mezquindades, en la mostración escueta y fría de cómo somos una cosa y mostramos otra, de cómo ocultamos mal que bien el rencor o los temores o los deseos de todo tipo, o de cómo una frase, un gesto, un pequeño acto, dicen mucho sobre el juego de las relaciones personales, un juego de guerra en el que vale casi todo, y en el que cada uno o una aprovecha sus recursos, sean la belleza física (un asunto recurrente en varios relatos, bien porque se tiene y se rentabiliza sin escrúpulos, bien porque se está perdiendo o se busca con obsesión), el sexo (incluido el que prueban los niños, en el gran El verano de Omar), la agresividad verbal o el silencio.

Qué relatos. En este último libro, Un montón de gatos, cinco de los ocho que lo forman, Gatos, La muela, El verano de Omar, Capitalismo, Louis Vuitton, los he leído y releído con creciente admiración. Además, he aprendido o recordado unas cuantas cosas sobre las mujeres con la sabia mirada de Eider Rodríguez. Gracias a Iban Zaldua, mil gracias, porque me descubrió a una escritora de la que ya ansío nuevas historias.

18 julio 2012

Stoner

He leído sin placer Stoner, de John Williams. A medida que avanzaba en ella, al contrario, aumentaban mi tristeza y desazón con la historia de este profesor, William Stoner, un hijo de labradores pobres que estudia para ser, él también, un agricultor, sólo que formado en técnicas de ingeniería agronómica, hasta que cae fulminado ante la belleza de la poesía y decide convertirse en un estudioso y docente universitario de la literatura inglesa.

Ahí comienza la única veta de la trayectoria de Stoner que le proporcionará algo de sentido y estabilidad a su vida. En la tarea docente, por encima de todo, encontrará Stoner refugio, orden, convicción, placer. Enseñar, corregir, orientar a los alumnos, será el baluarte que protegerá su vida de la ruina emocional más absoluta y del sinsentido radical. Y lo será siempre, hasta días antes de morir, cuando se empeñe en cerrar todos los compromisos, en dejar repartidas o resueltas todas las labores pendientes, en un empeño hasta el absurdo por cumplir con su trabajo, un empeño obstinado que Stoner necesita desesperadamente. Leer, estudiar, enseñar, se convierten en el único lenitivo de Stoner. Es su terreno, aquel donde se siente, si no feliz, al menos confortado.

Por lo demás, su vida está jalonada por varios fracasos: fracaso como esposo, como padre, como amante que no sabe defender algo muy valioso, como universitario en la jungla ferozmente competitiva de esa institución, como autor e investigador en su área. Por no tener, Stoner no tiene ni lo que Virginia Wolff reivindicaba para las mujeres: una habitación propia. Stoner es paciente, silencioso, débil, correcto, conciliador. Y el lector sufre y se exaspera con sus reacciones, con su poco nervio, con el modo en que va siendo arrollado por todos.

Más de una vez he oído y leído que el mundo es de quienes provocan conflictos y, sobre todo, los mantienen y resisten. Stoner hace todo lo contrario. Su talante nada conflictivo, su poca energía ante las agresiones, su miedo a perder el último bastión en su territorio mental y afectivo, esto es, el estudio de sus autores preferidos y el trato con sus alumnos, lo conducen, de golpe en golpe, hasta la conciencia aceptada de que la vida carece de sentido y es un mal negocio, muy mal negocio. Esa certidumbre, esa claudicación, la lleva con entereza, con toda la calma y consideración que puede almacenar, sin levantar nunca la voz.

Al final, el lector, al menos yo, tiene ante Stoner sentimientos ambivalentes. Como he dicho, en la lectura han dominado la irritación y la pesadumbre ante las desdichas de este profesor que casi nunca planta cara ante las agresiones, salvo en un par de episodios universitarios. Pero también se me han quedado en el corazón, como les pasa en la novela a unos pocos personajes que lo tratan y lo quieren, su bondad, su intenso amor por la literatura, su extraña dignidad, la manera en que responde, con afabilidad y entereza, a las constantes agresiones de la vida. ¿Suficiente para ser feliz? No, en absoluto, el equipaje de la desdicha es mucho más pesado. Pero Stoner pasa por el mundo sin hacer daño, sin levantar la voz, repartiendo respeto, paciencia y delicadeza. Y eso lo hace en cierto modo admirable, un modelo de estar en el mundo.

Postdata: Lástima que la edición de la pequeña editorial tinerfeña Baile de Sol sea lamentable en ciertos aspectos. La cubierta es horrenda (creo que en la última edición la han sustituido por otra sólo un poco menos mala) y el texto de la traducción castellana necesita una revisión minuciosa, porque abundan las erratas y algún que otro disparate. Editar bien, con pulcritud, no es sólo cuestión de dinero. Lo que señalo sí lo cuidan hasta la exquisitez bastantes editoriales en las que sólo trabaja una persona, el editor. Pero eso sí, con mimo, atención profunda y un cierto sentido de la estética.

17 julio 2012

Acordeonista en sanfermines

Hace muchos años que no vivo los sanfermines. Pero de joven, apenas un adolescente, fui músico en las fiestas pamplonesas. Yo había empezado a pelearme con el acordeón, al principio una masa terriblemente pesada e indomeñable sobre mis piernas, en casa de doña Celia, una profesora muy mayor, pequeña, gafosa y de genio vivo que nos daba la clase en su cocina mientras se hacían las alubias verdes u otras verduras que yo entonces odiaba con ferocidad. De las verduras odiaba todo, empezando por su olor cuando doña Celia las limpiaba o las tenía al fuego. Interpretábamos más o menos los ejercicios del método de aprendizaje de Luigi Oreste Anzaghi con nuestras acordeones de teclas, y la profesora, entre guiso y guiso, cazaba al vuelo nuestros errores y los corregía a gritos, o bien contaba anécdotas de su vida o de las de los músicos que habían recorrido pueblos o cafés con orquestas en las que su marido, don Alfredo, había sido violinista o batería. Como la Orquesta Moreno, por ejemplo, una de las más campanudas en los años cuarenta y cincuenta, en la cual no sólo se lucía el tal Moreno, su jefe y líder natural, sino también don Alfredo, hasta que, según su esposa, se hartó de la vida ambulante, de los borrachos que todos los días soportaban, pueblo tras pueblo, y de las disputas con sus propios compañeros de orquesta. Don Alfredo, cuando lo conocí, no parecía en verdad un músico de verbena. Señorial, de maneras antiguas y tímidas, profesor de conservatorio y violinista en la orquesta sinfónica local, su comportamiento contrastaba mucho con el de su mujer, siempre entre guisos, gritos, palabrotas y chismes antiguos. Los músicos que ella había conocido eran todos, en su discurso, unos cabrones, vagos, borrachos o farrucos. Si además eran valencianos, santanderinos o militares, su artera maldad ya venía de fábrica.

Doña Celia suministraba acordeonistas al ayuntamiento para que, junto a las bandas, los txistularis, gaiteros y otros grupos, amenizaran las fiestas. Las charangas de las peñas eran las reinas de la calle, claro, pero el ayuntamiento ponía su parte contratándonos como complemento musical. Así, en 1972, cuando apenas entraba en la adolescencia, me vi recorriendo el casco viejo, dos horas por la mañana y dos por la tardenoche, miembro de un grupo amplio que interpretaba pasacalles. En las paradas le pegábamos a lo que fuera: ante todo jotas (fandangos) que la gente pedía para bailar, pero también el zortziko de Lanz o valses y tangos. Al año siguiente pasé también a formar parte de un grupo de solo cuatro acordeonistas que recorría las calles desde las nueve de la mañana, tres horas más al día.

Para estar siete horas en danza con el pesado instrumento, el ayuntamiento pagaba muy poco. Pero como nadie del consistorio nos acompañaba ni vigilaba, pronto vi que los veteranos sabían pillarle la vuelta a la tarea, que, como dice el manoseado tópico sobre los funcionarios, “en el sueldo me engañarán, pero en el trabajo no”. En los pueblos que yo recorría con un pequeño grupo, era imposible escaquearse, y los tres o cuatro días que duraban las fiestas nos exprimían a conciencia, pero en sanfermines, sin tutela, el relajo dominaba.

Al punto de la mañana salíamos del bar Txoko y en pocos minutos estábamos en las murallas, por la zona del Caballo Blanco, donde podíamos entregarnos a un largo descanso, muy conveniente tras la noche de trasiego festero. Hablar, dormitar, medirnos con temas acordeonísticos de mayor enjundia, aprender unos de otros, en eso se nos iba el tiempo hasta que a las doce nos uníamos al grupo grande para volver a los pasacalles. Si llovía o hacía frío, o en el caso de que se nos arremolinara gente cuando nos daba por tocar, huíamos hacia el fondo de ciertos bares que teníamos fichados, donde era fácil entregarse a las actividades habituales. Eran horas muy agradables, en las que aprendí no sólo bastante del acordeón, sino también del oficio de vivir, que un casi niño, si sabe escuchar, aprende de los mayores, aunque sea en la asignatura de gramática parda.

En el recorrido de la tardenoche la cosa tenía más delito. Y es que esas horas las pasábamos escondidos en un bar de la calle Jarauta, siempre el mismo. Tardé un par de años en comprender que la fijeza del itinerario respondía al negociete apañado entre el propietario del bar y el acordeonista más veterano de nuestro grupo. Atraíamos parroquianos, dábamos ambiente al bar, y a nosotros, aunque no participarámos del pequeño soborno salvo por la bebida gratis, nos venía bien tocar valses, pasodobles y tangos al fondo del bar, que de los pasacalles es fácil hartarse. Poco antes de las diez de la noche salíamos del fondo del tascuz para terminar el recorrido en la plaza del ayuntamiento, como si hubiéramos pateado todo el casco viejo en las dos horas reglamentarias.

En 1980 decidí que no tenía sentido continuar con ese trabajillo, de tantas horas y tan poco dinero. Y pronto perdí el interés por las fiestas pamplonesas, tan peculiares en algunos extremos que expulsan todos los años a miles de vecinos, pero que en esos años setenta yo había vivido con intensidad. Guardo no obstante en mi recuerdo las mañanas por las murallas, cuando la fiesta estaba casi en punto muerto. La zona, limítrofe, marginal, estaba muy tranquila, pero en cuanto nos daba por tocar algo, por gusto, para probarnos, se nos acercaban tipos perdidos en la ciudad enloquecida, con el rostro trastornado por la fatiga y el alcohol y una euforia ensimismada y discontinua, un poco autista. Tipos pelmas que podían haber venido de Buñuel, de Zubielqui o de Cervera del Río Alhama, con camisa a cuadros y pantalones oscuros de tergal. Hombres casi todos que, más que bailar con nuestra música, se movían en una suerte de inercia loca, la misma que les mantenía en danza varios días. No sé por qué, pero la imagen de esos hombres ha quedado, poderosa, en mi memoria.

04 julio 2012

Los que están detrás

Leo que Laura Mintegi va a ser la candidata a lehendakari por Euskal Herria Bildu, la nueva marca que el complejo político-militar-electoral de la vieja Herri Batasuna ha diseñado para las próximas elecciones autonómicas vascas. La enésima metamorfosis del viejo animal totalitario.

Laura Mintegi es profesora de la universidad vasca y escritora. Recuerdo su presencia, una tarde de 2005, en un club de lectura en el que participo hace años. Habíamos leído una novela suya sobre el amor y vino a charlar con nosotros. Acabamos dedicando casi toda la conversación a las pasiones locas y a las desdichas sentimentales abrasivas. La novela, Sísifo enamorado, es mala con avaricia, y no se la recomiendo a nadie salvo si quiere flagelarse unas horas a vueltas con una mezcla muy mal resuelta de ensayo y narración en la cual los dos polos, los dos géneros, salen perdiendo.

Sin embargo, entre los muchos encuentros que hemos tenido con escritores, aquel fue de los mejores. La tertulia tuvo viveza y calidez, y abundaron las intervenciones apasionadamente personales. Claro que el tema se presta, más que ningún otro, a esa elevada temperatura emocional. Pero también es cierto que Laura Mintegi supo caldear el debate con sus intervenciones, que se mostró como una mujer amable, cercana y con muchas ganas de profundizar en el asunto. Por nuestra tertulia han pasado autores con una obra de bastante más altura literaria que la de ella, pero que se han mostrado más esquivos, distantes o torpes en sus explicaciones. El día que acudió Laura Mintegi tuvimos, a partir de una mala novela, una tertulia muy sabrosa.

Laura Mintegi ha demostrado durante muchos años su absoluta fidelidad a la política de Batasuna. Ninguna fechoría, ningún crimen, ha hecho tambalear su adhesión al nacionalismo terrorista. Nunca, ni en los picos de mayor crueldad. Siempre ha estado ahí, que diría Induráin. Pero siempre apoyando, nunca dirigiendo, al menos que sepamos.

Su designación como candidata está en la línea que Batasuna adoptó hace bastantes años de presentar en las listas electorales a gente de segundo o tercer nivel. En los años en que los electos no acudían a los parlamentos “españolazos” eso daba igual. Y después hubo un motivo esencial para ese proceder: el acoso policial tras la promulgación de la ley de partidos, y los consecuentes intentos de presentar, para burlar el cerco, “marcas blancas” y candidatos aparentemente independientes. Recordemos el tiempo de las Nekanes del Partido Comunista de las Tierras Vascas (olé con las mayúsculas): el muñeco del ventrílocuo. Todavía el año pasado, y en sus intentos de lograr la legalización de Sortu, los promotores de este partido eran hombres y mujeres de paja, gente muy fiel de ese mundo, evidentemente, pero que se habían prestado a dar la cara en lugar de otros más poderosos. Y los electos de la siguiente marca, Bildu, con la zozobra de la amenaza de la ilegalización, acabaron siendo también gestores de segunda fila, por más que en un cargo tan importante como la diputación de Gipuzkoa colocaran a Martín Garitano, ideólogo muchos años en el Egin y en el Gara.

¿Quién toma las decisiones en ese mundo? ¿Quién decide perfiles, busca, propone y elige candidatos? ¿Quién controla después a los electos, les marca su política, decisiones, guiones de comparecencias? El año pasado, en una entrevista, y pese a la insistencia del periodista, el ahora diputado por Navarra de Amaiur (¡otra marca!), Sabino Cuadra, se negó en redondo a revelar quién le había propuesto ser el candidato. Todas sus respuestas se movieron, acerca de esta cuestión, en la nebulosa más oscura.

Tal vez sean resabios del pasado, rémoras de cuando todo lo decidían los etarras, los que mandaban de verdad en el complejo político-criminal. Puede que en el futuro Sortu sea un partido con unos dirigentes bien identificados, y las normas internas de elección de candidatos sean claras y conocidas más allá de las catacumbas. Pero parece que, por ahora, quien manda se oculta, quien mueve los hilos está detrás. Delante, en la aparente primera fila, no están los importantes. Laura Mintegi, ¿quién te ha puesto ahí? ¿Quién te dirá después lo que debes decir y hacer?