25 junio 2013

La credibilidad del mal

Escribe Félix de Azúa en Jot Down, a propósito del último volumen de los diarios de Andrés Trapiello: «¿Qué nos ha sucedido para que resulte tan difícil darle interés literario a la dicha, al júbilo, al furor de vivir? ¿Por qué es tan aburrida para los modernos la afirmación y el homenaje?»

Tiene razón. Pero yo añadiría que no sólo la felicidad y la afirmación de la vida tienen poco crédito en la ficción contemporánea. También la bondad es vista con sospecha. Y la misma sospecha reina sobre cualquier sentimiento noble. Sospechamos sin cesar, sospechamos de todo: de la felicidad, del júbilo de vivir, de la bondad, de la amistad, del amor.

Es cierto que hay una ficción mayoritaria (novelas, pero sobre todo películas), en particular americana, que todavía triunfa con esas cartas “positivas”. Familias felices, amores de verdad, finales donde todo se arregla y triunfa el bien, reconciliaciones maravillosas, nobleza que obtiene su recompensa, etc. Pero todo eso lo conceptuamos como entretenimiento de masas, banal, “buenista”. Sospechoso o directamente falso. Y más que aburrido, deleznable e increíble.

Tiene mucho más prestigio en el arte contemporáneo (al menos en la ficción) lo cruel, lo maligno, lo morboso, lo siniestro, lo violento. Detrás de cualquier acción o gesto aparentemente bondadoso sospechamos que anidan siempre motivos menos limpios, intereses bastardos, pasiones siniestras. No nos creemos nunca lo que parece ser limpio, lo que se muestra radiante y bello. ¡Seguro que detrás estarán los motivos auténticos, por fuerza interesados, turbios y feos! Concedemos crédito inmediatamente, sin embargo, a la mostración de la crueldad, de lo siniestro o brutal. Ese mal no esconde un envés limpio y noble. No, ahí funciona la credibilidad: la apariencia y el fondo son la misma cosa. El mal es la verdad, lo que aparece es lo cierto.

Recuerdo tres libros excelentes, sin embargo, en los cuales no triunfaba ese perfume que desprende el mal. En lugar seguro, de Wallace Stegner, La comedia humana, de William Saroyan, y Puente de los Suspiros, de Richard Russo. Los leí casi seguidos, y me sorprendió, en los tres, que mientras disfrutaba con su lectura —son literatura de la buena, sin duda— estaba en todo momento esperando que el escritor me mostrara el fondo maligno que explicaría las acciones de sus protagonistas, ese fondo maligno que sería la auténtica realidad. Y me extrañó que no apareciera.

No son historias ingenuas, en absoluto. Hay en ellas mucho dolor, expectativas decepcionadas, fracasos, errores y muerte. Pero la amistad es amistad, por ejemplo en En lugar seguro; el amor es amor (en la misma novela, pero igualmente en Puente de los Suspiros), y los actos de bondad despiden un sabor auténtico y conmovedor en La comedia humana. No son señuelos destinados a desconcertar o engañar al lector, estrategias o artimañas narrativas hasta que, de súbito, comparezca la verdad, es decir, el pozo de miserias e iniquidades y brutalidades que explicaría la acción humana.

No sé, sólo quisiera plantear mis dudas. Así que termino parafraseando a Félix de Azúa: ¿Qué nos ha sucedido para que resulte tan difícil darle credibilidad e interés literario a la bondad? ¿Por qué es tan aburrida para los modernos?

20 junio 2013

Alan Bennett

En cuatro ratos, aprovechando sólo el tiempo que paso a diario en el transporte público, he devorado el último libro de Alan Bennet, sus Dos historias nada decentes. Ya disfruté mucho con las anteriores historias cortas de Bennet, en particular con La ceremonia del masaje, Una lectora nada común y La dama de la furgoneta. Con estas de ahora estaba tan absorto que en todos los trayectos de la villavesa a punto he estado de saltarme mi parada.

Porque La señora Donaldson rejuvenece, la primera historia, exhibe los mejores recursos de Bennet como humorista y autor dramático. Brilla, ante todo, su maestría en los diálogos. Los fragmentos que discurren en el hospital en el que la señora Donaldson interpreta distintos papeles de paciente para unos estudiantes de medicina que hacen prácticas de consulta —un marco de situación que revela enormes posibilidades dramáticas— están hilados con tanta ironía y gracia que merecen ser leídos veinte veces para ver de atrapar el secreto de los buenos diálogos.

Pero en esta historia lo que me maravilla en Bennet es la manera tan contenida —irónica, no cómica— en que narra las andanzas de una señora Donaldson alterada, intrigada y excitada. La vertiente sexual de su cambio vital podía haber despeñado el relato por una comicidad de sal gorda y cachondina. Bennet, muy inglés, se frena: opta por la suavidad, casi por la frialdad, y por esas cualidades que el diccionario asocia a la sutileza: lo delgado y delicado y, siempre, lo agudo, perspicaz e ingenioso.

Y eso que la vida de la señora Donaldson se anima desde que empieza a trabajar de “paciente” (casi actriz) ante los estudiantes, y aparecen en su aburrida vida los jóvenes, y con ellos las emociones asociadas a la curiosidad lasciva. ¿Emociones prometedoras? Tampoco nada del otro mundo. Porque ni ella ni ninguno de los personajes que conoce en este nueva etapa de su vida albergan nada particularmente exaltante. Bennett, suave pero ácido, casi feroz, olvida cualquier emoción torrencial; pero también cualquier sentimiento elevado, nobleza o solemnidad.

La segunda historia, La ignorancia de la señora Forbes, más breve aún, es más desmadrada, y la acumulación de enredos la desliza, en mi gusto, hacia un vodevil caricaturesco. Un vodevil que da para un rato muy entretenido, pero, creo, menos feliz en sus resultados. Tal vez porque en su brevedad el escritor ha concentrado demasiadas peripecias, demasiadas piezas que encajar en un frenesí de sexo, engaños, falsas ingenuidades y chantajes. Pero se lee de un tirón, y la sabiduría de Bennet siempre está presente en este cuento antimoral, una apología del engaño y la hipocresía. Y sólo las maldades y pullas clasistas y racistas de la señora Forbes, esos diálogos con su marido, justifican la lectura.

Entre las dos historias, sólo hay un personaje decididamente cretino, Graham, un lerdo narcisista que el autor retrata con crueldad. Los demás lo que desean es apañárselas, entretenerse, pasar el rato del mejor modo. Ninguno es tonto o ingenuo. Todos están al cabo de la calle de lo que se oculta por discreción, pero todos navegan en el fingimiento, en las conveniencias, en los sobreentendidos. Y sean jóvenes o mayores, vanidosos o mezquinos, representan la mediocridad vital, el ir tirando y una concepción muy en sordina de la aventura. El final, por ejemplo, de la primera historia parece prometer un salto en la carrera liberadora de la señora Donaldson. Pero sin alharacas. De hecho, casi le tienta más seguir leyendo un buen libro. Y en La ignorancia de la señora Forbes, ya he dicho, domina el fingimiento, porque a todos les conviene jugar a que saben mucho menos de lo que saben. Como dice Bennett en una entrevista en La Vanguardia: «si usted pudiera ver todo lo que en realidad hacemos, las vidas secretas de cada uno, ¡sería un terremoto! Si emergieran, se irían muchas cosas a pique, tal vez no estamos preparados para eso».

En la entrevista el autor inglés se queja de su estatus en la literatura inglesa contemporánea: «Como escribo mucho teatro parece que no sea uno de los grandes escritores. Me ven como parte del mundo del espectáculo». ¿Parte del mundo del espectáculo, por supuesto en sentido peyorativo, alguien capaz de escribir obras de teatro tan geniales como La locura del rey Jorge o The History Boys, o relatos como Una lectora nada común o La señora Donaldson rejuvenece? No, este es un autor como una casa.

16 junio 2013

Maestros

Me aburre y encrespa la discusión, que reaparece cada dos por tres —ahora mismo, con el último libro de Luis Goytisolo—, sobre si la novela ha muerto o está en las últimas, o si es sólo el realismo el que debe ser arrumbado por el viento de la historia, o el argumento el que carece de sentido porque el futuro se halla en el protagonismo lingüístico, en el puro entrechocar de significantes, dado que es preciso a estas alturas olvidarse de los personajes y la trama. Y no digamos la polémica, resucitada cada quincena, que en términos análogos inquiere sobre la muerte del arte, regia cuestión que a veces deriva en, por ejemplo, si la pintura de caballete es hoy absurda y obsoleta y sólo el arte conceptual, o las instalaciones, o el videoarte, o lo que sea, está a la altura de nuestro tiempo.

Estas discusiones, que caricaturizo un poco (pero sólo un poco) son un peñazo, una bonita manera de darle vueltas a un molino que, al menos a mí, me tiene harto. Y un feo procedimiento, en muchos autores o críticos, de camuflar gustos particulares (inclinaciones nacidas a partir de múltiples factores biográficos, temperamentales y de entorno) para que aparezcan como el único canon estético aceptable.

Al juego de establecer edades o periodos en las artes, para acabar dictaminando acerca de lo que está vivo o muerto, en términos implacables y excluyentes, es muy aficionado Félix de Azúa, así que afronté la lectura de Autobiografía de papel con prevención. Pero al libro lo salvan sus muchos fragmentos magníficos, sus fogonazos tan sugerentes, sus paradas en determinados autores, sus pullas brillantes, irónicas, malvadas o crueles sobre libros, autores o momentos en la creación literaria. Y siempre, siempre, su estilo. Uno saca mucho de este libro, aunque deseche o perdone sus implacables juicios sobre lo que hoy tiene sentido o no, sobre lo que merece la pena en la literatura y lo que ya está superado por la historia (regiones inmensas, Azúa dixit).

Un pequeño fragmento, sin embargo, ha disparado por encima del resto mi interés. Dedica Félix de Azúa unas páginas estupendas a explicar el magisterio que Juan Benet ejerció sobre él y otros jóvenes. Benet, el maestro, les «enseñó cosas esenciales para un novelista adolescente». Y enumera unas cuantas, algunas graciosas («con qué gesticulación se debe preparar la primera bebida de la noche», o «cuál es la carretera con menos socavones de la provincia de Madrid»), pero otras más enjundiosas: «cuáles son los ridículos imperdonables en cualquier escritor español y quién los comete con mayor frecuencia», por ejemplo. Porque, aclara, el contenido de la enseñanza verdadera no es «la materia misma del arte —eso se aprende mirando con atención una y otra vez—, sino el modo de ser, la vestimenta, el trato social, la música favorita, el comportamiento, la actitud moral del artista».

Vale decir: un maestro no sólo enseña la materia misma que domina, y con una profundidad y elocuencia que provoca la admiración de sus discípulos. También es capaz de poner en la enseñanza su personalidad entera, su sentido del humor, sus entusiasmos e irritaciones, sus gustos en múltiples terrenos, sus exploraciones por terrenos que tantea hasta que halla la luz y sabe transmitirla fascinando, sus reflexiones sobre el dinero, la comida, la vestimenta, el sexo, el deporte y muchas otras industrias sobre las que tiene opiniones rigurosas, originales, inesperadas, excéntricas, y en todo caso sugerentes y fértiles para los discípulos.

A éstos, a los discípulos, nadie les librará de su esfuerzo individual, cuanto más exigente mejor —esa “materia misma del arte”, o del pensamiento, a la que se refiere Azúa, y que se aprende «mirando con atención una y otra vez», o, dicho de otro modo, estudiando con denuedo—. Pero el saber necesita también del encuentro, del diálogo, de la exploración conjunta en la cual se enseña y se aprende, incluso a veces de maneras oblicuas, mientras se disfruta en compañía. Esos tiempos compartidos en el arte de la conversación en los cuales tanto se puede aprender.

De más está decir que los discípulos, con el tiempo, no siempre compartirán lo que sostiene el maestro. Y que igual llegan a defender lo contrario que él en ciertos puntos. Eso, que incluye el alejamiento, es ley de vida en gente viva. Pero esa distancia, si es que llega, siempre se creará al mismo tiempo que se reconoce todo lo que el maestro regaló, lo que enseñó, sea en contextos formales (dando clase), sea en informales (charlando en una cena o bebiendo o visitando algo que el maestro sabe mirar con una agudeza superior). En todo caso, el maestro siempre será, en el espíritu del discípulo, una referencia insoslayable, un modelo al que se debe mucho.

Yo no tuve maestros en bastantes años de estudio, primero de adolescente con los curas y luego en Magisterio. Pero más tarde, y gracias a la filosofía, disfruté de profesores excepcionales, algo que ya nos acerca a los maestros. Escribí aquí de José Luis Rodríguez Sández, el gran profesor en el COU, y también me he referido más de una vez a los mejores que tuve en Zorroaga, en la Universidad del País Vasco, como el mismo Félix de Azúa, Fernando Savater, Tomás Pollán o Víctor Gómez Pin.

Pero maestros en el sentido mucho más amplio con que evoca Azúa a Juan Benet, con una influencia que va mucho más allá del profesoral, he tenido dos. Uno, Aurelio Arteta, la influencia más sólida, primero profesor pero luego amigo sin dejar de ser nunca una referencia intelectual y moral. Y también he considerado varios años un maestro a Pedro Manterola, con quien, alrededor de una mesa, o con ocasión de sus cuadros, tanto he aprendido y disfrutado. No está nada mal, qué va, he tenido mucha suerte de conocer y tratar a estos dos maestros sobre los que el pudor me impide extenderme todo lo que debería.

10 junio 2013

Enric González

En noviembre del año pasado, el periodista Enric González fue despedido de El País junto a otros 128 trabajadores. En realidad, su caso tuvo connotaciones particulares puesto que González era el único de los que echaron (un domingo por la tarde, por correo electrónico: así se despide ahora) que podría haber continuado en el periódico; incluso hasta el último momento tuvo la puerta abierta para seguir trabajando en él. Pero Enric González había anunciado, casi un mes antes, que lo dejaba, que estaba harto de varias cosas y personas y necesitaba cambiar de aires. Eso sí, pedía ser despedido con los demás para poder acogerse a la misma indemnización.

¿Por qué tuvo El País con él una paciencia y unos miramientos que no había tenido con otros muchos? Pues tal vez porque la empresa sabía que perdía a un gran periodista y escritor, un hombre con una notable habilidad, demostrada en 27 años de trayectoria en el mismo diario, para decir mucho con poco, para contar lo que pasa con buenos datos, distancia, ironía, concisión y profundidad. Esas mismas cualidades adornan una suerte de recuento a vuelapluma de su vida laboral que ahora publica, Memorias líquidas, y que edita, en papel, la magnífica revista digital Jot Down. (Lo cual no obsta para que me entren ganas de mandar a galeras una buena temporada a su diseñador, y también a la empresa por vender el volumen, de muy holgadas 180 páginas, a 23 euros.)

Memorias líquidas, de Enric González, cuenta la quiebra de confianza, el proceso de irritación y hartazgo de un trabajador respecto a ciertos jefes de su empresa, y a las decisiones que tomaron (en particular Juan Luis Cebrián), las cuales han contribuido decisivamente a que El País, y todo el grupo Prisa, se encuentre hoy en una situación económica muy difícil, aunque, es curioso, sus prebostes cobren cada vez más. Enric González no tuvo nunca el altísimo grado de identificación con la empresa que sí mostraron buena parte de sus compañeros. Y eso que su libro certifica que hubo grandes momentos, que ha aprendido mucho de los muy buenos periodistas que eran sus compañeros, y que además, nobleza obliga, él tiene mucho que agradecer a la empresa por la formación que le permitió adquirir y su ayuda en momentos personales complicados. Ah, y porque le pagaran fantásticamente: en los últimos años ¡siete mil euros mensuales netos! Pero la historia, si no de amor sí de respeto y admiración, ha terminado mal, muy mal.

¿Identificación con la empresa? Quiá. Enric González es de los que mantienen que “el mejor lugar del mundo es el que está más lejos de los jefes”. José María Huertas Clavería, un gran periodista catalán, tituló sus memorias Cada mesa, un Vietnam. Y esa “doctrina Huertas” ha guiado siempre a González: “cada mesa de la redacción debía ser una trinchera de resistencia frente a la empresa y los demás poderes. (…) La legitimidad de un periódico radica en su redacción, no en los intereses de sus propietarios. (…) Hay que resistir, hay que intentarlo siempre. Al periodista le pagan para que haga de periodista. Para lo otro están los jefes”.

¿Y qué es lo otro? Pues “el compadreo entre los intereses de la empresa y los del poder”, una sucia alianza de conveniencias que conspira para amordazar al periodista, para que cada dos por tres se pacte el silencio de informaciones incómodas para el poder político o empresarial a cambio de que las empresas de comunicación alcancen beneficios por otros lados. Enric González rememora penosas censuras que sufrió en sus años más jóvenes, bien por presión de la policía, bien de los convergentes de Jordi Pujol. Y también recuerda su incomodidad ante el tratamiento que El País, que ya en los años ochenta era muy poderoso y quería convertirse en un gran grupo mediático, dio a varias informaciones cocinadas en función de sus intereses empresariales, intereses sectarios defendidos sin rubor.

Pero este no es un libro de tesis, sino de buenas historias de periodistas. Enric González no tiene ningún título académico, empezó en un periódico con 18 años y todo lo aprendió en la calle, o leyendo (“me parece que un periodista ha de leer como si le fuera la vida en ello, porque le va la vida en ello”), o de otros compañeros, preferiblemente trabajando en colaboración: “Para mí, una redacción necesita un continuo debate colectivo, sincero y todo lo bronco que haga falta (…) Un diario es eso, un tumulto, una tormenta de ideas y sandeces. Si cada uno hace lo suyo, ignorando lo que hacen y piensan sus compañeros, la redacción pierde su fuerza multiplicadora y el periodista es más débil”.

Con esos elementos se fue afinando un narrador de raza. Enric González sabe contar, posee talento para definir un personaje o una situación en tres palabras. Y sabe mostrar lo bueno y lo malo de las personas (que suele ir unido) con justicia y ecuanimidad. Y ello igual cuando habla de otros como cuando habla de sí mismo. Porque Enric González no siempre se trata bien a sí mismo. Y puede que, como otros periodistas a los que admira, no sea un tipo de trato fácil ni haya escrito siempre sobrio.

Hay mucho alcohol en el oficio, parece. Y también sumisión a los poderes, y tentaciones económicas (intentos de soborno, vamos) y mezquindades en las que caen colegas. Y hay buenos redactores maltratados por sus medios, o envidias mal disfrazadas, o arrinconamientos o despidos de gentes valiosas que las empresas no han sabido aprovechar. Pero hay asimismo el recuerdo de los buenos momentos de una vida laboral ya larga y que ahora continúa en El Mundo. Esos momentos en que, aunque él no lo diga, nosotros recordamos (al menos los que hemos sido lectores habituales de El País) que el periodista redactó crónicas casi perfectas, en Barcelona o en Madrid pero también en las varias capitales del mundo donde ejerció como corresponsal. Crónicas tan suculentas como lo son son estas memorias líquidas, que, ay, nos dejan con ganas de más.

03 junio 2013

Cine de barrio

En un estado de semitontuna, y con la pereza metida en el cuerpo, he visto en Cine de barrio, en poco tiempo, dos películas que no conocía y que, hasta que llegó Torrente, fueron los mayores éxitos de la historia del cine español: No desearás al vecino del quinto y La ciudad no es para mí. La primera la emitieron con motivo de la muerte de Alfredo Landa. La segunda, porque Paco Martínez Soria, parece, siempre es un valor seguro.

En 1970 vivía yo junto a la calle Gayarre. Allí estaba el Aitor, un cine de estreno fundamental en la Pamplona de entonces, pese a su ubicación en un barrio obrero, lejano, relativamente, del centro de la ciudad. Hoy eso sería impensable. Y me acuerdo de las muchas semanas en que me comí con avidez, en las carteleras del Aitor, las imágenes de No desearás al vecino del quinto que acompañaban al cartel promocional. En el umbral de una adolescencia muy ingenua, esas fotografías con mujeres en ropa interior eran el condensado del erotismo, la promesa de una experiencia sexual remota, terrible. Pronto cambiaron mis gustos cinéfilos: en 1972, y también en el Aitor, ya vi por ejemplo El padrino. Pero durante varios meses del setenta la película no vista pero soñada con Afredo Landa y un pésimo actor francés, y sobre todo aquellas mujeres, me turbaba en mi constante trajín por la calle Gayarre.

Ver hoy No desearás al vecino del quinto es una experiencia intelectual y moral muy dura, tan empinada que sólo en el atontamiento del sábado por la tarde puede soportarse. Con motivo de la muerte de Landa se han elogiado mucho, y con justicia, sus dotes actorales. Pero también más de uno ha aprovechado para reivindicar el cine que tanto tiempo hizo el pamplonés, ese landismo de calzoncillos y bragas, boinas y marianos, suecas, criadas parlanchinas con uniforme, jóvenes modernas pero formales hasta llegar al matrimonio, discoteques y clima aldeano como de Crónicas del pueblo (¿se acuerda alguien de tal serie de la tele?). Esa reivindicación me parece gravemente errada, lindante con la estupidez.

El respeto a la labor actoral no debe ocultar las simas artísticas, culturales y morales en que aquel cine caía sin remedio. Alfredo Landa era un gran intérprete. La inmensa mayoría de sus películas fueron una bazofia. Podemos hacer distingos, matizaciones, clasificaciones más cuidadosas. Y por supuesto no se trata de adoptar una actitud perdonavidas, desdeñosa, hacia la gente que trabajó en el cine español en el franquismo. (Alfredo Landa, tenía, en la mala leche que tantas veces sacaba en el trato, un componente de agrio resentimiento, en los años “prestigiosos”, hacia todos los que habían machacado el cine franquista e indigente que había protagonizado). Pero el esfuerzo de discernimiento no invalida el juicio general: el landismo fue la expresión enferma, culturalmente repugnante, de una sociedad sojuzgada pero también enferma y conservadora hasta el delirio.

La ciudad no es para mí también se las trae. Vista hoy, su baturrismo de caricatura, su simplista contraposición entre la vida pueblerina, honrada y noble y devota, y la de ciudad, viciosa y libertina, y su omnipresente y desacomplejado conservadurismo moral, son rasgos demasiado obvios y fáciles de desmontar.

Pero lo que más me intriga de esta película deleznable es que el autor de la obra teatral en que se basa fuera Fernando Lázaro Carreter, gran lingüista, ocho años presidente de la RAE y autor de best sellers sobre el mal uso del idioma castellano. Lázaro Carreter, que ya había ganado mucho dinero escribiendo libros de texto para Germán Sánchez Ruipérez, su amigo y editor de Anaya, pegó otro pelotazo con esta obra y seguro que hizo ganar mucho más a Paco Martínez Soria. Sin embargo, siempre tuvo con ella una relación pudorosa, incómoda e huidiza. La firmó con seudónimo (Fernando Ángel Lozano), y las contadísimas ocasiones en que se refirió a La ciudad no es para mí la consideró un pequeño reto personal («un pecado venial», diría años después) que, reza la leyenda, ejecutó en menos de una semana en el verano de 1962. Francisco Rico escribió que Fernando Lázaro, “que se sabía de corrido el teatro universal, aceptó el envite como una diversión, como una muestra de dominio, con distancia, sin involucrarse afectivamente”.

No sé, me faltan datos sobre la relación entre Lázaro Carreter y el éxito con esta obra. Lo cierto es que con La ciudad no es para mí terminó su carrera de autor teatral, a pesar, seguro, de las muchas ofertas que debió de tener para repetir con obras similares. Cabe suponer que su finura crítica en los estudios que dedicó a muchos autores de la literatura castellana pudo colisionar con el chocarrero nivel alcanzado en su obra propia. ¿Prefirió Lázaro Carreter no dar lugar a odiosas comparaciones entre lo que encontraba y desmenuzaba en otros creadores y lo que él podía llegar a producir? Tengo delante una de sus obras magníficas, la recopilación de estudios que publicó en 2002, poco antes de morir, bajo el título de Clásicos españoles. De Garcilaso a los niños pícaros. La releo y pienso: ¿Es el mismo hombre el que escribió estos trabajos y el de la baturrada de Cine de barrio?