28 septiembre 2008

Menos fiestas, por favor

En Pamplona ha sido noticia de primera página durante varios días (y empezamos alucinando sólo por eso) la pendencia entre el ayuntamiento de la ciudad y cierta comisión “popular”, a propósito de la competencia para organizar o prohibir las fiestas de san fermín txikito de la zona de la Navarrería. Desde luego, hay que dar la razón al consistorio en su empeño de que los etarras y sus primos hermanos dejen de ser, por fin, y en cuanto amos de esas comisiones de fiestas, quienes decidan lo que hay y no hay en ellas. Los batasunos llevan años controlando las entidades supuestamente populares (basta con cuatro y el del txistu para montar una y arrogarse una representatividad que nadie les ha dado), y lo hacen en el casco viejo de Pamplona y en los demás barrios. No hay asociaciones de vecinos que funcionen de verdad ni mucho menos que sean plurales, porque, sencillamente, la gente no quiere participar en ellas ni nada de nada. De modo que los batasunos, que se bastan a sí mismos, llevan años, con su activismo incesante, aprovechando una carcasa vacía, la de esas asociaciones que tuvieron cierta vitalidad en otro tiempo, para llevar el agua a su molino. Organizar las fiestas no es más que un vehículo para exaltar a los del ramo de la pistola o la cloratita, para contratar a otros de los suyos para los diversos espectáculos, y de paso para mostrar una imagen euskaldun dizque normalizada de la ciudad que es más irreal que su voluntad democrática.

Pero lo que me tiene harto, por encima y debajo de este nuevo capítulo de la lucha contra la suplantación de la ciudadanía, es que nadie, de ningún sector o ideología, discuta algo más grave, más profundo y absolutamente generalizado, algo que les vienes de perlas a los de los “organismos populares”: la exaltación de la fiesta, la proliferación de festejos a cuento de lo que sea, o a cuento de nada, que es lo mismo. ¿No tenemos ya demasiadas fiestas, en Pamplona, en Navarra y en todos los lados? ¿No es el momento de que, al menos los ayuntamientos, recorten drásticamente el gasto y la permisividad con tanto rollo fiestero, tanto incordio a algunos vecinos que no participan del mandato moderno de "divertirse hasta morir", tanto cohete enharinado y con champán karry, tanta vaca, procesión, charanga, batucada, verbena, comida y cena popular, ronda copera, juegos para los críos, carreras en calzoncillos o con los cutos, lanzamiento de martillo o de rabiosa, chocolatada y toro de fuego? ¿Hasta cuándo la exaltación de la desmesura, la mierda y los decibelios, y eso en cualquier época del año y en todo lugar?

Durante mucho tiempo fui músico de verbena, y sé de lo que hablo. Recuerdo días en los que tocábamos por la mañana para cinco muetes, noches en las cuales no bailaba nadie porque todos estaban emborrachándose en los bares o en los piperos, procesiones que hubieran hecho las delicias de Buñuel o de Berlanga, ratos tediosos con las vacas parriba y pabajo… Así son muchas jornadas festivas, muchos días, en tantos pueblos españoles. Muchas veces pensaba que aquello no era más que un penoso remedo de la diversión, que sobraban días del programa en casi todos los sitios, que las festak, en el mundo actual, ya no cumplen la función excepcional y liberadora que pudieron tener en otras épocas, que componíamos una escena patética en la cual los papeles de la alegría y la juerga los representaban unos actores pésimos que fingían fatal.

En Navarrería, allí donde se ha montado este último cirio, no hacen falta fiestas, ni de sanfermín txikito ni del grande, las organice el ayuntamiento, o los etarroides o rita la cantaora. Ya tienen en la zona, y todo el año, bares, música, ruido, drogas, broncas, tipejos impresentables pasados o ciegos, hombres y mujeres matando el rato de mala manera cualquier fin de semana mientras sueltan gansadas o banalidades y esperan, en el mejor de los casos, no se sabe qué. ¿Fiestas? Ez, eskerrik asko. Ya vale, joder.

Coda: “Horroriza el nivel de ignorancia de este país y, sobre todo, de satisfacción con esa ignorancia. Es un país con mucha inquina y mucha mala leche, de escasa –por no decir nula- categoría moral. Y a mí me parece que si eres mínimamente culto, estás perdido. Barcelona, por su parte, era una ciudad que al menos antes miraba a Europa y que tenía vida interesante, sobre todo intelectualmente. Pero la ciudad está espantosa ahora, por muy de moda que esté en el mundo. Está de moda, por otra parte, por esa permisividad que no están dispuestas a conceder otras ciudades europeas más importantes y más serias. Aquí a Barcelona viene todo el mundo a cagarse en la calle, y hasta les aplauden. La ciudad se ha vuelto un parque temático y no pienso tardar mucho en irme de ella para empezar una nueva y mejor vida”. (Enrique Vila-Matas. Dietario voluble)

23 septiembre 2008

La segunda conversación

En un cuento del escritor americano John Cheever, Reunión, un hijo que no ha visto a su padre en tres años se reúne con él en Nueva York para pasar hora y media, aprovechando una escala en un viaje. Al hijo, el narrador, le emociona el encuentro con el padre divorciado, e imagina un futuro donde los dos hombres renovarán y soldarán hasta la muerte los lazos que los vinculan. Pero la cita resulta un completo desastre. Bien sea en los bares a los que van, bien en el puesto donde quiere comprar un periódico, el sencillo acto de pedir una ginebra o la prensa lo acompaña el padre de mensajes adicionales repletos de desprecio, chulería, arrogancia y agresividad. En cada conversación, por breve que sea, el padre enfurece a las personas a las que se dirige, y el ambiente bronco, destemplado y casi explosivo que de inmediato origina se le hace a su hijo insoportable. “Aquella fue la última vez que vi a mi padre”, termina, harto, el narrador.

Me ha venido a la memoria el cuento de Cheever observando cómo se comportan algunas personas que tengo cerca últimamente, y que poseen la misma cualidad siniestra que ese padre. Son gentes que saben introducir, en conversaciones banales, en intercambios que bastaría con que fuesen civilizados, cargas constantes de hostilidad, observaciones ajenas a la conversación principal, pero entrelazadas con ella, que pronto enrarecen la atmósfera, que la van electrizando y estropeando de la peor manera posible. Su tono, sus pullas, su altanería, sus ganas de regalar a la menor una lección que nadie les ha pedido, o sus muletillas sobre la propia conversación (no me interrumpas que estoy hablando, parece que no entiendes lo que te digo, te he dicho mil veces, tú como siempre, qué fácil es decir eso, etcétera) crean, como si dijéramos, una segunda y tensa conversación adicional que con frecuencia acaba desplazando a la primera, la cual pierde importancia en beneficio de esa segunda cada vez más conflictiva.

Como dice Enrique Vila-Matas, esas personas se merecen una actitud que no siempre es fácil: no darse por enterados ante sus ataques, practicar la indiferencia.

Observación colateral: “Es insoportable lo que me produce la búsqueda diaria de personas amables, educadas, con buen carácter. Cada día me siento más fatigado de todos esos seres que nos tratan tan mal. Es insoportable el malhumor general, la mala educación reinante. Cuanto más avanzamos en el estado del bienestar, más horrible y malhumorada se vuelve la gente. Tal vez es consecuencia de que ese bienestar lo estamos alcanzando por medio de luchas encarnizadas. Lo cierto es que el buen carácter es, de todas las cualidades morales, la que más necesita nuestro mundo, y seguramente el buen carácter es consecuencia de la tranquilidad y no de progresos bestiales”. (Enrique Vila-Matas. Dietario voluble)

21 septiembre 2008

Ignacio Soldevila

Hace muchos años, todavía en el franquismo, y gracias a un familiar que influyó mucho en mí leí La calle de Valverde, novela de Max Aub que, con algunos cortes de la censura, había publicado una editorial catalana, Aymá. Me causó, dentro de mi poca competencia lectora adolescente, una impresión imborrable. Fue el comienzo de mi devoción por Max Aub.

Pocos años después, muerto ya Franco, la editorial Alfaguara, en la época dorada de Jaime Salinas, publicó todo el ciclo de novelas de Aub de El laberinto mágico. Soy de los que piensan que sobre la guerra civil no se ha escrito, todavía hoy, algo tan potente, de tanta calidad.

Como para entonces ya tenía dinero para comprar libros, no sólo me hice con El laberinto mágico y otras novelas de Aub, sino también con un estudio sobre la narrativa de este autor con el que me había topado aquí y allá, en bibliografías y notas al pie. Su autor era Ignacio Soldevila Durante. Es un estudio soberbio sobre el mundo de Max Aub, un libro luminoso y concienzudo, un libro que al lector de Aub le ayuda muchísimo a entender sus constantes narrativas, o por ejemplo su estilo tan peculiar, seco y concentrado —hasta el conceptismo— y rico al mismo tiempo.

Desde entonces he leído otros textos de Ignacio Soldevila, no sólo sobre Max Aub –merece la pena citar un largo estudio sobre la novela española desde 1936—. Pero mi simpatía y afinidad con él siempre fue de la mano (sin conocerlo, claro), de su pertenencia señera a la comunidad de lectores fervorosos del autor de las novelas del Laberinto mágico, o de La calle de Valverde, o de La gallina ciega, ese diario que, como dice Soldevila, rezuma “la amargura de un reencuentro fallido con España; país extraño y extrañado tras tantos y tan duros años de exilio y distanciamiento”.

En marzo de 2004 la Universidad Pública de Navarra organizó unas jornadas sobre Max Aub, alrededor de la representación, por el aula de teatro del centro, de una de sus obras. Y Enrique Jaurrieta, entonces responsable de las actividades culturales, pensó en traer a Ignacio Soldevila para que nos hablara a los admiradores de Aub de la común pasión. Soldevila, jubilado ya de su puesto universitario en Canadá, pasaba largas temporadas en Alicante, y aceptó muy amablemente venir hasta Pamplona. Anticipé, con ilusión, que habría así oportunidad de aprender de él, de escucharle, de preguntarle mil y un detalles.

Pero el día que Soldevila, en su viaje desde el Levante, debía cambiar de tren en Atocha para llegar a Pamplona fue el once de marzo, el maldito 11M. De común acuerdo, la charla quedó pospuesta. Nunca tuvo lugar.

Ayer noche me enteré, en La nave de los locos, el blog de Fernando Valls (los blogs están demostrando diariamente que su agilidad y atención a ciertas noticias supera a la de los medios convencionales) de que Ignacio Soldevila murió en Montreal el jueves pasado. No lo conocía, no lo había visto nunca ni en foto, y sin embargo su muerte ha puesto de nuevo en acción muchos recuerdos. Los libros, como dice Alfons Cervera en el correo que reproduce Fernando Valls, generan una poderosa unión, se esté donde se esté.

Las rutinas del género

John Banville, escritor muy notable, pasa por Madrid. Presenta su última novela, aunque en realidad no es la más reciente de este orfebre de “joyas líricas, introspectivas, estáticas, evocadoras y dolientes”, como las califica el periodista y escritor que ha estado con él, Jesús Ruiz Mantilla. La novela que trae es de su alter ego, Benjamin Black, autor de novelas policiacas. El escritor John Banville puede tardar de tres a cinco años en pulir una de las obras de ficción que le han hecho justamente respetado. Pero cuando se pone, de vez en cuando, la máscara de Benjamin Black, le bastan tres meses, dice, para urdir una trama criminal y policial.

Pocas veces he leído un argumento más demoledor contra las novelas policiacas, o negras, o de enigmas y crímenes, o como queramos denominarlas. Reconoce el irlandés que “a Banville le pone enfermo esa rapidez de Black. No puede soportarlo. Le exaspera”. Pero mientras que Banville escribe con un ritmo, ya lo dice Ruiz Mantilla, paciente, lento, minucioso, propenso al deleite poético, me temo que Black sólo necesita aplicar ciertas fórmulas, recursos que en las novelas policiacas se repiten indefectible y mecánicamente. El escritor, cuando se sumerge en el género, sabe que hay un camino en gran medida trillado, unas formas estructurales sólidas que dan cauce seguro, pero rutinario, a su imaginación.

No todas las novelas policiacas son iguales, claro. Las hay mucho mejores que otras. Y la novela negra de los verdaderamente grandes, los clásicos (Hammet, Chandler, Thompson, por ejemplo) produjo personajes ya convertidos en arquetipos, diálogos inolvidables, tramas de magnífica densidad. Pero creo que, establecido el género, deviene en fórmula básica que respetar. Y no olvidemos que el lector exige al escritor, y este obedece, que en lo fundamental no se salga de las normas, que los detectives o los policías sean escépticos, duros pero nobles, desengañados pero con su punto sentimental, y, algo esencial, que al final se aclaren todos los extremos del enigma o acertijo planteado, de modo que nos enteremos de quién es el asesino, de los móviles que le impulsaron a matar, y de la manera en que procedió. Todo debe quedar claro, resuelto, liquidado.

Mercedes Castro, autora de una novela policial de este mismo año, Y punto, contaba hace unos meses en Pamplona que cuando ha ido a charlar sobre su novela a los abundantes clubes de lectura de novela negra o policial, se ha encontrado con no pocas reticencias por parte de los forofos o fanáticos del género. Estos le han echado en cara que su libro incluya fragmentos que les desconciertan, incluso que les sacan de sus casillas, de las casillas del género en las que quieren seguir instalados.

¿Qué gana Banville escribiendo novelas policiacas ortodoxas? ¿Lectores, dinero, fama? ¿Qué está ganando José María Guelbenzu enfrascado en la mediocre serie de la jueza Mariana de Marco? Sólo entiendo esta deriva a medias. No me extraña que el propio Banville confiese en la entrevista que cuando escribe una de sus novelas exigentes y cuidadosas, y "nota alguna intromisión de Black se enfada muchísimo. Debe empezar de nuevo”. Pues eso.

11 septiembre 2008

Conservadores en música

Querida Z:

Pues no, no tengo entradas para escuchar a Juan Diego Flórez en el Baluarte. Las que salieron a la venta se agotaron en cinco horas, y ya sabes lo perezoso que soy en lo tocante a recordar o anotar el día en que hay que estar atento para adquirirlas, o pasar por taquilla, o, no digamos, hacer cola durante horas. Eso no quita para que hubiese disfrutado mucho escuchándole. Qué voy a decirte que no sepas sobre este cantante de voz dulce, potente, delicada, perfecta. De hecho, recuerdo cuando hace años me leíste su nombre en una respuesta de Pavarotti, en El País Semanal, quien lo consideraba su sucesor más cabal.

Ay, hubiera sido fantástico escuchar a Flórez en noviembre, deleitándonos por ejemplo con Rossini. Estás aburrida de oír que mi tiempo musical predilecto es el que va de 1700 a 1850. En eso, como en casi todo, soy de una normalidad estadística absoluta. Disfruto con obras compuestas antes (no demasiado antes) y después (tampoco muy posteriores) de ese siglo y medio. Pero vuelvo y vuelvo a Bach, Haendel, Mozart, Haynd, Bethoven… Y, siempre, la ópera de ese mismo periodo: Mozart, siempre, pero también Haendel, Gluck y los benditos italianos: Rossini, Bellini, Donizetti, el primer Verdi.

Lo que me hace sospechar de mí mismo es que, por encima o debajo del placer indudable, más de una vez he tenido la certidumbre de estar varado en ese tiempo, detenido en una música que tiene casi (o más de) doscientos años. Lo cual no es exactamente que me preocupe, pero sí me hace consciente de las graves limitaciones de mi gusto. Hace meses me tocó leer con cuidado, por cosas del trabajo, un libro de Tomás Marco, La creación musical en el siglo XXI, que es en realidad un pequeño recorrido crítico por la música culta, o seria, o clásica, del siglo XX. Y con esa lectura, que me informó de estilos y autores de los que apenas me sonaba el nombre, volvió la gran sensación de extrañeza que me inunda cuando compruebo por enésima vez que soy un analfabeto casi total en la música contemporánea. No oigo nunca, o casi nunca, ya no digo a Xenakis, Berio o a Pierre Boulez, o a Luis de Pablo, o a Ligeti: es que tampoco a Schönberg, Alban Berg, John Cage, Stockhausen… A nadie del siglo XX, vaya. Bueno, sí a Schostakovich y Richard Strauss, pero muy poco más.

Esa desanteción general a lo más contemporáneo no sucede en otras artes. Por supuesto, no en la literatura, en la cual ni yo lo he hecho ni es habitual, en términos generales, quedarse detenido en el siglo XIX. Cualquier lector medianamente culto puede con la literatura del siglo XX o con la de ahora mismo. Y tampoco en artes plásticas, donde, siquiera sea al nivel del aficionado justico, sí que me siento concernido e impactado muchas veces por las obras de gente valiosa de hoy.

Puedes decir que mi caso no es más que una simple ausencia de educación musical, pura ignorancia, pura estulticia incluso. Pero, aunque el consuelo sea magro, es evidente que con la música culta contemporánea mucha gente mantiene una relación incómoda, difícil, de extrañeza y alejamiento. Vamos, que en mi incultura en este ámbito tengo muchísimos compañeros que se consideran a sí mismos melómanos, y que están tan apegados al pasado como yo. La experimentación con nuevos sonidos, con nuevas tonalidades, con armonías novedosas, ha abandonado a la mayoría del público culto en el camino. Ese público ha dado la espalda a los compositores actuales, que viven gracias a otros empeños musicales, o a lo sumo porque las instituciones les encargan esporádicamente nuevas obras. ¿Cuánta gente escucharía a Juan Diego Flórez si en lugar de cantar a Rossini preparase un programa con música vocal de Pierre Boulez? ¿Cuánta gente quiere oír una ópera escrita hoy mismo, en lugar de volver mil veces a Verdi o Mozart o Bellini? ¿Se agotarían las entradas para un programa de la Filarmónica de Berlín tocando exclusivamente composiciones de los últimos diez años? En Pamplona, desde luego, no. Y en una gran ciudad, como Madrid, complicado lo veo.

Sé bien que este asunto se ha tratado infinidad de veces y que no te descubro nada. Por ejemplo, Félix de Azúa ha sido atacado con crudeza en los últimos años por músicos de hoy por tratar sin temor el divorcio entre la música contemporánea y el público culto medio. Lo que incluso le llevó a afirmar que “¿es en verdad posible que una obra de arte sea extraordinariamente valiosa, aunque nadie o muy poca gente quiera oírla, verla o leerla?”. Y el otro día, Gerard Mortier, el gran programador de festivales musicales, se quejaba con amargura de que las propuestas contemporáneas, por ejemplo los grandes espectáculos operísticos de compositores actuales que él quisiera que alimentaran los festivales de verano, son rechazadas por el público, que prefiere seguir acudiendo a representaciones de Rossini o Verdi o, como mucho, Wagner. Ese público acepta, y no siempre, las innovaciones que idean los directores de escena más transgresores, pero, ay, la música que no me la toquen. Los cantantes podrán salir desnudos o simulando defecar, pero lo importante es que suene Mozart.

Me dices que escuchamos de forma masiva música popular contemporánea del siglo XX, empezando por el rock. O sea, que alternamos la música de 1780 con la música popular de hoy. Claro, pero es que esta última es música que continúa en las formas armónicas dieciochescas, que perpetúa los mismos modelos y las mismas tonalidades. Salvo el jazz, que sí supone un avance, lo demás es tradición, por muchos instrumentos y efectos modernos que se empleen. (Y, por cierto, será Woody Allen, pero si en lugar de hacer agradable y dulzona música dixie de los años veinte con su clarinete, interpretara jazz, no sé, de John Coltrane, ¿cuántas personas acudirían a oírle?)

El tema, también lo sabes, da para mucho, para muchísimo, y esta carta no puede, sencillamente, adentrarse más en él. Pero me parece claro que somos, en gustos musicales, unos conservadores de tomo y lomo. Estamos atascados en un pasado que se va haciendo casi remoto. ¿No debemos preocuparnos de verdad por esa férrea querencia por lo clásico, por el pasado, o es que el problema lo tienen sólo los entusiastas de la vanguardia?

Seguiremos en otra ocasión, Z., dándole vueltas al asunto. Un saludo muy cordial

07 septiembre 2008

Carlos Pérez Conde y el fin de una época en la radio

Hoy domingo, en su columna semanal del Diario de Noticias, cuenta Carlos Pérez Conde, el veterano radiofonista pamplonés, que le han jubilado, de grado o de fuerza, en Radio Pamplona, la emisora local de la Cadena Ser. Se acabó su programa y se acabó su trayectoria de más de cuarenta años en la radio, primero en la Cope y después en la Ser.

A mí el estilo de Pérez Conde siempre me ha resultado antipático. Pocas veces, y mira que le he oído años, resultaba un locutor cálido y cercano. Rígido, envarado, poseído casi siempre de un tonillo entre redicho e irónico, y en ocasiones con querencia por lo enigmático tirando a oracular, Pérez Conde, además, no se cortaba un pelo últimamente a la hora de editorializar en su Club de las siete como si fuera un portavoz más de Nafarroa Bai.

Y, sin embargo, la expulsión de Pérez Conde del dial no me parece una buena noticia. En absoluto. Sobre todo porque la alternativa, estoy seguro, va a ir en la línea de aumentar la banalidad, la nadería. La radio en Pamplona, al menos en los años setenta y ochenta —y menos en los noventa— tenía trabajadores magníficos que conducían programas en los que era posible escuchar entrevistas de una cierta extensión y profundidad y hasta reportajes elaborados con calma. La selección musical dejaba de lado los odiosos cuarenta principales, y algunos colaboradores podían tener espacios o secciones donde el cine, o los libros, o las músicas menos convencionales, o el debate de ideas, guardaban su sitio. Todo eso ha desaparecido. Ahora el conjunto es homogéneo: ligero, superficial, rápido, ágil, blando, cada vez más inane. Y no digamos nada de la desaparición del sentido crítico.

Igual que cuando dejó Javier Pagola la emisora que ahora abandona Pérez Conde, no puedo dejar de sentir cierta melancolía. Ambos preparaban sus entrevistas a conciencia, incluso se notaba, ¡increíble!, que habían leído, cuando era el caso, el libro del que iban a conversar con el invitado, podían hacer que ese diálogo durara más de veinte minutos si alguien tenía verdaderamente cosas que decir… Su estilo era culto, serio, pausado, lento, poco moderno. Nada que ver con las pildoritas simpáticas y veloces con que nos alimentan las cadenas en estos tiempos.

Acabo de oír el anuncio de La ventana de Navarra, el programa que sucederá a El club de las siete. Se nos promete para el futuro, y con un presentador muy adecuado para ello, un poco de todo, un magacín ágil y sin aristas. O sea, nada de nada. ¡Añorar a Pérez Conde! Eso da la medida de que los tiempos actuales, para quienes tenemos cierta edad e interés por el crecimiento espiritual, van dejando de ser los nuestros en aspectos nada anecdóticos. ¿Pero es nuestra irritación síntoma únicamente de envejecimiento?

Coda: «El esnobismo… es una virtud, me parece, ¿no? Yo creo que hay que defender ciertas palabras que tienen una mala prensa. Una es esnobismo, otra es pedantería. Es bueno ser pedante, y es bueno ser esnob. Porque el esnob es una persona que no puede crear valores, pero sabe cuáles son. Esnob viene del latín sine nobilitate: no tiene nobleza, pero sabe qué es la nobleza. En Oxford, a los estudiantes que venían de las clases bajas, en la puertita del dormitorio les ponían el cartelito “sine nobilitatis”, cuya abreviatura era “snob”, que en inglés se pronuncia esnob. Entonces, en literatura el esnob es aquel que no podría escribir un cuento como John Updike, pero se ha enterado de que en este momento Updike es el cuentista norteamericano más famoso, y entonces habla con toda familiaridad de Updike. Eso es esnobismo. Pero quiere decir que el tipo está reconociendo la calidad de Updike. Por eso digo yo que es mucho mejor ser esnob que ser un resentido. Porque el resentido es el que niega, el que rebaja… Y es ignorante, además». Enrique Anderson Imbert

03 septiembre 2008

Suprimir un programa

Leo a Diego Manrique hace muchos años. Vi además, en tiempos, sus programas en la televisión. Pero sobre todo escucho los que hace en la radio pública. Manrique, experto en casi todas las músicas, siempre merece la pena, cuando escribe y cuando conduce programas tan valiosos como El ambigú, en Radio 3, donde su selección de temas y estilos resulta, cada día, sorpresiva y estimulante.

Ahora Diego Manrique tiene un cargo en Radio Nacional, no sé bien cuál, junto a Lara López, otra histórica del medio. De manera que seguro que alguna responsabilidad ha tenido en los cambios profundos que arrancan este mes en Radio 3. Y como es muchísimo más que un pinchadiscos, puede que su juicio haya influido en toda la programación musical de la radio pública. Total, que el lunes arremetía en El País contra el modo airado y victimista en que determinados conductores de programas de radio reaccionan cuando les suprimen su espacio. Creo que Diego Manrique se refería en especial, sin dar su nombre, a Fernando Argenta, quien ha dirigido durante treinta y dos años Clásicos populares. Le acusaba de aprovechar los últimos tiempos del programa para atacar a los que le han jubilado y calentar a los oyentes para que se insurreccionaran; y citaba sus intentos de que políticos poderosos entraran en su bronca particular y obligasen a los responsables de la radio a mantener el programa –y, no lo olvidemos, otro programa, El conciertazo, que Argenta hacía los sábados en Televisión Española, y que para él iba forzosamente en el paquete por el que cobraba-.

Yo también escuchaba Clásicos populares, lo he seguido más incluso en la última época, y creo que es un acierto que desaparezca. El programa estaba agotado. El propósito de acercar una cuidada selección de música culta a un amplio público es loable, por supuesto, pero el estilo de Argenta se había ido haciendo cada vez más destartalado, casi caótico. Sin el contrapeso de Araceli González Campa, Argenta cocinaba un programa mal medido, repleto de lapsus, gracietas, frases inacabadas, anecdotillas, digresiones irrelevantes y píldoras constantes sobre sus andanzas por España en calidad de difusor de sus programas y embajador de la memoria de su padre, Ataúlfo Argenta. Ir de gracioso siempre es difícil, y si encima se mezclan las ocurrencias con dardos contra los enemigos la mezcla se espesa. El miniespacio semanal dedicado a su padre despedía un aroma entre el NODO y las vidas de santos, con un locutor de tono rancio y desdichado, y las entrevistas interminables con Luis Sagivela u otras viejas glorias del canto estaban hechas a la diabla.

Otra cosa son programas como Juego de espejos, de Luis Suñén, que lleva años navegando en Radio Clásica por distintos horarios. Cada semana un invitado ajeno al mundo profesional de la música lleva sus discos más queridos al programa, y el diálogo biográfico y musical que Suñén entabla con él tiene un registro cercano, divulgativo, cálido y serio que da gusto, que enseña, que incita, que consolida melómanos. ¿Sobrevivirá el espacio a los últimos cambios? En todo caso, tiene razón Diego Manrique: “el mundo no se acaba con la desaparición de un espacio: pasan los directores, cambian los jefes de programas y los buenos profesionales vuelven a la superficie. Al menos, quiero creer en esa teoría”. Y lo dice un superviviente de mil cambios, destituciones y mudanzas.

01 septiembre 2008

Embaucadores en Ochagavía

Diario de Noticias (de Navarra) de ayer domingo traía en cubierta una fotografía, con pie de texto, que adelantaba una información interior generosa sobre cierto evento que tuvo lugar el sábado en Ochagavía. Se leía en ese pie que “la práctica totalidad de este coqueto municipio del valle de Salazar retrocedió 100 años hasta convertirse en una fiel reproducción de cómo se vivía en el año 1908. Todos los oficios y trajes de la época quedaron reflejados en esta peculiar fiesta, que embauca (la negrita es mía) a sus numerosos visitantes”.

El diccionario de la RAE recoge que embaucar es, y no hay otro sentido, "engañar, alucinar, prevaliéndose de la inexperiencia o candor del engañado”. De modo que usar el término en la información me pareció, así, a primera lectura, una muestra de la penosa falta de preparación profesional de la chica que firmaba la noticia. Un ejemplo más de la ignorancia de tantos y tantas periodistas. El mismo sábado citaba Arcadi Espada a un lector de sus artículos que le escribió, a propósito de la cobertura que hizo la televisión pública española del accidente de Spanair, que esa “falta de preparación técnica, y hasta psicológica, y de pudor de las muchachitas que la redacción de los informativos mandó al frente es tan obviamente indecente que ninguna televisión regional de Alemania o de Francia, en mi opinión ni siquiera de Italia, las contrataría, ni como estudiantes en prácticas para programas de televentas”.

Pero luego caí en la cuenta de que la chica había acertado de pleno. Lo que el sábado se organizó en Ochagavía fue una ceremonia de embaucamiento, un ritual mentiroso en el que no sé qué diablos había que celebrar. ¿La vida en 1908? ¿Nostalgia de qué? ¿Retorno a algo valioso, o más bien a una visión edulcorada, embellecida, del pasado? Me temo que "prevaliéndose de la inexperiencia o candor del engañado”, los del pueblo, o los que viven en la capital, montaron, ya lo dice la RAE, algo, claro que sí, de “alucinar”.