28 julio 2011

No pares

«Hoy se nos exhorta por todas partes a que seamos dinámicos y "energéticos" y a tener el mayor número posible de experiencias: amar muchas mujeres, viajar por muchos países, probar paraísos artificiales, atreverse con excesos nocturnos y en general mudar, anhelar novedades y sorpresas, romper rutinas».

Esto escribía hace dos semanas Javier Gomá en un artículo. Y me apetece traerlo a colación porque, como se sabe, en verano se exacerba hasta el delirio la incitación social, imperativa, a moverse, salir, vivir intensamente, no parar, aprovechar a tope, viajar a donde sea.

Qué turrada, qué presión, qué agobio, qué tontería. Prefiero mil veces darle vueltas a este pensamiento que encuentro en Ramón Andrés: “La quietud es curativa. El miedo indica movimiento; procede de metus, «miedo». Una mente conmovida, dice Varrón, es una mente mota, no apacible, «que se mueve». La in-quietud”.

"El miedo indica movimiento". ¿Cabe decir por tanto que el movimiento indica, revela, anuncia, evidencia, miedo?

26 julio 2011

Tocar o fingir

Durante muchos años fui músico profesional en el escalón más bajo. Músico en verbenas, en bodas, en fiestas veraniegas de pueblos muy pequeños. Tocaba en grupos muy reducidos, de tres o cuatro miembros, y nos arriesgábamos a interpretar canciones de moda después de dos ensayos, con equipos de sonido siempre baratos, de poca potencia y escasa calidad. Fue una experiencia muy dilatada, muchos años en el lado festivo y un tanto cutre de la vida en los que viví con frecuencia escenas muy propias de las películas más esperpénticas de Berlanga —con toques delirantes, surrealistas, que Buñuel no hubiera despreciado—.

Pero en aquellos tiempos, y hasta hace unos quince años, una norma se mantenía a rajatabla: los músicos tocábamos de verdad en cada sesión, nuestro directo era riguroso. Más o menos perfecto o muy imperfecto, pero directo. Sólo a mediados de los noventa algunos conjuntos comenzaron a superponer, en ese submundo de la música verbenera, su propia interpretación de los temas con algunas partes, o con algunos instrumentos, grabados. El objetivo era claro: que las canciones, esas cancioncillas de moda en la temporada, o clásicos inmarcesibles como Paquito el chocolatero, sonaran en cualquier kiosco, tablado o remolque del modo más parecido a como la gente los escuchaba en los discos o en la radio.

Poco más tarde, y en un salto lógico, se llegó a la situación actual de muchas verbenas: grupos muy reducidos que sólo aportan en vivo las voces, porque todo el fondo instrumental ha sido programado, ejecutado y mezclado por alguien (que muchísimas veces no es del grupo, hay profesionales del asunto de la programación musical). Así que en las fiestas del pueblo, en el bailongo del club de jubilados o en la boda que sea, llega el grupo, monta el equipo, se carga el cedé ¡y a cantar sobre ese fondo!

Un timo. Puedo entender que en grupos que interpretan su propia música se hagan las mezclas que sea, por diversas razones creativas. Pero si la orquestina ejecuta la última bobada de Ricki Martin o Bisbal, ¿no hay un engaño en el sonido pregrabado? ¿Dónde está ahí el músico?

Nigel Kennedy, el gran violinista de música clásica, de jazz y de lo que sea, lo decía el otro día de forma más cruda y general: “odio el tipo de música donde la gente hace como que toca un instrumento o que canta ante la cámara. No lo soporto (…) El playback es una mierda. No está mal tener algunos elementos grabados, pero si estás delante del público, te jodes y tocas. No hay otra”.

19 julio 2011

Antes de que esto se acabe

Antes de que esto se acabe, de Diana Athill. De esta autora ya había leído y comentado brevemente aquí Stet (Vale lo tachado), su relato de los muchos años que trabajó en la prestigiosa editorial de Andre Deuscht. Un libro, ya dije, empezado sin mucha ilusión, que resultó una sorpresa magnífica, aunque acepto que destinado a un sector reducido del público lector. En cambio, Antes de que esto se acabe es otra cosa, la recapitulación de una mujer que a los ochenta y nueve años se extiende sobre los asuntos que todavía le importan, y que advierte y anota aquellos otros en los que ha cambiado profundamente.

No estamos, en sentido estricto, ante unas memorias. Lo que a la autora le interesa es algo más modesto y acotado: reflexionar sobre una buena experiencia de vejez, la de una mujer que aún disfruta a lo grande de la amistad, de la jardinería, de la lectura y, en esta última etapa vital, de la escritura, para la que se ha descubierto bien dotada y que le ha obsequiado con nuevos reconocimientos. Una mujer que, aun contando con una buena salud, tiene achaques, sobre todo a la hora de moverse, y que a los sesenta años se sintió abandonada, sin ninguna tristeza, por el deseo sexual, tan punzante hasta entonces. Y una mujer tranquilamente irreligiosa, y militante en su soltería, que descubre sorprendida, tras haber andado siempre muy a su aire, que puede cuidar sin agobios de un amigo (y antiguo amante) enfermo al que acompaña en la última vuelta del camino.

La persona que emerge de este análisis de la vejez avanzada, la Diana Athill que escribe Antes de que esto se acabe, es más segura y serena que la de etapas anteriores. No, cualquier tiempo pasado no fue mejor. Los grandes amores de antaño, pero también los tormentos, las inseguridades, la timidez, las urgencias del sexo, las angustias del amor no correspondido…, todo ha quedado atrás. Y no hay añoranzas dolorosas, sino miradas al pasado que ayudan a entenderla mucho mejor. Con la suerte que ha tenido, con buena salud, con gente amiga alrededor, con sus libros y su gozosa independencia, Diana Athill se reconoce casi feliz, tranquila, y su libro acaba siendo inteligentemente optimista, de celebración vital. Aunque, insisto, ella reconoce que ha tenido mucha suerte, por ejemplo con la salud, y tal vez con su propio carácter, y por ello su recuento de la vejez no tiene casi nada de tenebroso o doliente.

Diana Athill sabe contar con gran ligereza, con suavidad, con una amenidad que al lector le encandila. Parece el libro de alguien modesto, que no quiere levantar la voz, que odia pontificar, y que no tiene ningún pujo solemne. Pero es alguien que reflexiona con mucha perspicacia sobre la vida y la muerte, el amor y el deseo, el paso del tiempo y la muerte, por fuerza cercana. Y lo hace con una claridad y franqueza maravillosamente británicas. Antes de que esto se acabe: qué buen rato he pasado con este libro.

15 julio 2011

Infame resacón de tíos

Como había leído y oído muchas cosas, y la mayoría muy encomiásticas, entusiastas, sobre Resacón 2, ¡ahora en Tailandia!, preferí, antes de tirarme a un cine a echar unas risas, alquilar la primera película de la serie, Resacón en Las Vegas.

Estupor absoluto. ¿A quién le puede entretener esta mamarrachada increíble, aburrida a morir? Películas de tíos, muy masculinas, de machotes, pero divertidísimas, dicen los críticos (estúpidos). ¿Pero qué tíos son éstos de los resacones? Tíos salidos que se desfogan con putas, tíos que desconfían de las mujeres, tíos que necesitan escapar de las mujeres, tíos que temen a las mujeres, tíos que piensan que las mujeres son unas plastas y unas arpías que quieren controlar nuestras vidas y nuestros cojonudos ritos de machos majotes. Tíos que practican una de las más abominables costumbres de los tíos, las despedidas de solteros, tíos bestias enfangados en unos brutales sanfermines físicos y mentales.

Pero todo esto daría para pensar (sobre la masculinidad, claro, y sobre la guerra de los sexos) si no fuera porque con esta mierda de resacones no se puede reír ni dios. Cine mísero, con gags que hielan cualquier amago de sonrisa. ¿De qué crítico me puedo fiar, si he visto alabar estos engendros a algunos que consideraba decentes?

11 julio 2011

Estar sin estar

En el excelente blog de Andrés Trapiello, Hemeroflexia, encuentro esta anotación sobre los sanfermines: “Nunca agradeceremos lo bastante a la tv que nos recuerde puntualmente cada año la suerte que tenemos no estando allí”.

Menos mal que la fiesta ocupa, cada vez más, un espacio relativamente reducido de la ciudad. Eso permite vivir, en muchos barrios, casi como si nada, al margen. Menos mal.