20 septiembre 2010

Albada

Recuerdo cuando todo era nítido, puro, limpio, emocionante, intenso, esperanzado hasta la euforia. Cuando estábamos convencidos de que en un futuro próximo veríamos una patria obrera y sin cárceles, un espacio nada cerrado, sin pizca de mezquindad, ubicado en un lugar llamado libertad. No sabíamos cómo llegar a ese punto, qué iba a pasar entre medio para que alcanzáramos todo lo que soñábamos, pero desde luego no nos conformábamos con menos.

Escuchábamos a Labordeta, en pisos de curas rojos (así conocí su primer disco, que compré de inmediato), en recitales en plazas de pueblo, o en colegios mayores (qué tarde más soberbia pasamos a principios de los ochenta en el Larraona), en teatros o cines, en locales muchas veces precarios, y nos exaltábamos sin remedio. Nos entregábamos a unas canciones que, pese a su indigencia musical –no de sus letras, por supuesto: Labordeta, hombre muy culto y sutil, fue siempre un letrista de los buenos-, nos inundaban de solidaridad y ansias de pelea. La primera vez que lo vi, cuando ya me sabía perfectamente muchas de sus canciones y podía tocarlas con el acordeón, fue en los Salesianos, una tórrida tarde de junio de 1976. En cuanto salió y, sin decir palabra, se arrancó con Aragón, su primer gran himno (Polvo, niebla, viento y sol, y donde hay agua una huerta, al norte los Pirineos, esta tierra es Aragón), la sala reventó en una intensa comunión (sí, me temo que algo religiosa) y un entusiasmo lleno de rabia.

Luego el tiempo, la observación y la reflexión hicieron su tarea. Y cuando el año pasado leí las Memorias de un beduino en el congreso de los diputados, mi sensación fue tristona. Ahí estaba el mismo Labordeta honrado y digno, al que era imposible no admirar y querer. Un hombre, por cierto, que cita con frecuencia y agradece la cortesía en el trato, y que ya sólo por eso podía llevarse bien con políticos muy lejanos de sus posiciones, como el entonces ministro Jaume Matas -y que por lo mismo se indignaba con Aznar, quien siempre pasaba junto a él sin ni siquiera mirarlo-. Pero al mismo tiempo era evidente, en el relato de sus ocho años como diputado en Madrid, que los modos de intervenir en política tenían poco que ver con aquellos imaginados tantos años atrás. En el libro está un político algo desubicado, incómodo ante una política institucional carente de romanticismo y que se basa en el pacto y el apaño, una política lenta, tediosa, de pequeñas reformas, reglamentista, llena de papelotes técnicos que a Labordeta le costaba estudiar, y de prioridades y olvidos que no siempre entiende. Y aparece un político algo contradictorio, de una izquierda sentimental, muy de corazón, confusa y perpleja con frecuencia. Y también está el representante de un partido regionalista-nacionalista, la Chunta Aragonesista, que más de una vez utiliza a nuestro hombre en pro de una política que no es exactamente la suya. Porque Labordeta fue diputado de la Chunta, pero su personalidad y su amplitud de miras desbordaban con mucho la de ese grupo, en el que no faltan los orates de la nación aragonesa y unos cuantos primaveras. Y por ese lado, y por ciertas alianzas que Labordeta mantuvo en esos años en mociones y votaciones, no fueron pocas las veces que pensé: ¿qué hace Labordeta ahí, con esos “amigos” que se ha echado?

Al final, todo esto es secundario. Oigo su Albada, en la versión que Labordeta interpretó con Imanol en un concierto en Zaragoza, y lloro. Los dos muertos, y el torrente de sus voces poniendo en marcha un turbión de sentimientos y recuerdos.

15 septiembre 2010

Oscura labor

En un libro de memorias que comencé hace poco sin demasiadas ganas, y que me fue envolviendo gozosamente, Stet (Vale lo tachado). Recuerdos de una editora (me temo que deben abstenerse quienes no vivan o sufran alrededor de la publicación de libros, aunque tiene una segunda parte de soberbios retratos de algunos escritores), su autora, Diana Athill, que trabajó muchos años junto a André Deutsch, el gran editor inglés, cuenta una experiencia sumamente aleccionadora. Tanto, que le lleva a concluir: “de una vez por todas me enseñó la naturaleza de mi oficio”.

Se trataba de editar un libro sobre el descubrimiento de Tahití. Pero “era un libro escrito por un hombre que no sabía escribir”. Tras diversas incidencias, fue la misma Athill quien tuvo que asumir, con todo su entusiasmo de juventud, una tarea abrumadora. “Dudo mucho que hubiera una sola frase (…) que no alterase y que a menudo tuviese que mecanografiar de nuevo”. El autor se limitó en ese largo periodo a consentir la reescritura. Diana Athill disfrutó con el esfuerzo. “Fue como ir retirando capas sucesivas de papel de estraza arrugado para desenvolver un paquete de formas extrañas e ir revelando el regalo atractivo que en efecto contenía”.

Cuando el libro se publicó, el Times Literary Suplement publicó una reseña muy elogiosa, en la que, entre otros aspectos, resaltaba la elegancia de su escritura. Diana Athill, quien se sentía muy orgullosa de su aportación, recibió sin embargo una nota del autor que decía: “Notará usted el comentario sobre el estilo, que confirma de hecho lo que siempre he pensado, y es que todo este jaleo nunca fue necesario”.

La editora concluye: “un editor nunca ha de esperar que le den las gracias (a veces se las dan, pero siempre hay que considerarlas como una propina). Hemos de recordar siempre que sólo somos las comadronas. Si queremos que se elogie a la progenie, tendremos que dar a luz a nuestros propios hijos”.

Es una lección que trato de no olvidar nunca. Y que deben respetar no sólo quienes trabajan estrictamente en la edición, sino también esos traductores, correctores o críticos que darían un brazo por triunfar en la otra orilla, en la de la creación, por ser reconocidos en ese lado de la luz, no en el lado oscuro.

PD. En muy pocos días colgaré una pequeña lista de libros de memorias que, en mi criterio, merecen la pena.

También quiero decir que agradezco mucho los comentarios que se han introducido a la primera entrada en este blog ¡después de veinte meses! No soy partidario de intervenir en el apartado de los comentarios, porque creo que es el espacio de los lectores, no el mío; pero, por supuesto, leo cualquier opinión atentamente. Bueno, puede que algún día responda a según qué. Tampoco es malo romper en ocasiones las normas que uno mismo se ha impuesto.

12 septiembre 2010

La nadería de unas memorias

Me gusta mucho leer memorias. De políticos, de escritores, de editores, de actores, o de cualquiera, en principio, que haya hecho el esfuerzo de narrarnos su vida. He aprendido no poco –o al menos esa impresión tengo, espero no equivocarme- con bastantes de esas lecturas. Las hay que contienen retratos poderosos, matizados, profundos, de personas que estuvieron cerca del memorialista, y admiro el resultado de quien ha sabido entenderse a sí mismo, o ha indagado con lucidez y potencia reflexiva en su trayectoria o en las situaciones personales y sociales que le tocó protagonizar o presenciar. Y valoro, por supuesto, aquellos relatos en los cuales el autor no ha rehuido los aspectos más dolorosos o desagradables de su existencia, porque entendió que sin ellos nos iba a entregar una versión falsa de su vida, una versión a la que, sin eso, le iba a sustraer el fondo más determinante. Seguro que hay más motivos por los que una memoria nos interesa o enriquece, pero creo que estos factores (o alguno de ellos, como mínimo) deben estar en los libros del género que merece la pena leer.

Pero hay muchas memorias, demasiadas, que no nos ofrecen apenas nada de eso. Acabo de leer, por ejemplo, De mal asiento, el segundo volumen de las memorias de Carlos Blanco Aguinaga, un profesor y estudioso de la literatura al que recordaba, entre otros motivos, por su participación en una Historia social de la literatura española que dio lugar, a finales de los setenta, a duras polémicas, y que tuvo un éxito de ventas nada despreciable, tal vez por que la época era propicia a la recepción de la declarada interpretación materialista, o marxista leninista, que sus tres autores proponían de la producción literaria española. Blanco Aguinaga ha escrito en su ya larga vida mucho más, por supuesto, y sus estudios sobre Rulfo, Emilio Prados o Unamuno son ya canónicos. Pero su declarada devoción por el materialismo histórico en la historia de marras, y las interpretaciones a las que dio lugar, me temo que serán lo más recordado.

Sus memorias, esas que ahora he leído tras la incitación de Manuel Rodríguez Rivero en Babelia, valen muy poco. Pertenecen al subgénero menos atractivo. Aquí hay mucha información del tipo me casé y tuve unas hijas preciosas, y un día cené con fulano, un viejo y querido amigo al que hace tiempo que no veo, y al día siguiente me encontré con el fascistilla mengano, y después me contrataron en Ohio, o en Baltimore, y luego viajé a París, que es una gran ciudad, y luego fui catedrático en California y en el camino tuve un accidente y se me estropeó el coche, y luego me enamoré de otra mujer, pero de eso no puedo hablar, y luego apareció Pepe, o Julio, o Blas, o quien sea. Cualquiera de ellos, como suele decir un amigo, ¡qué gran persona y qué gran profesional! Eso sin contar con que fui amigo de Marcuse (qué poco se ha notado) y de Angela Davis. Todo ese racimo de datos y sucedidos y anecdotillas, sin espesor ni análisis, se presenta aderezado de una fe de carbonero en el comunismo, sobre el que no aparece la más mínima reflexión crítica, pero que sí permite ajustar cuentas con más de un “fascista” o “renegado” y reservar los elogios exclusivamente a los correligionarios o compañeros de viaje.

Es curioso, la impresión que el libro me ha transmitido es que Blanco Aguinaga, por muy revolucionario que se considere, ha tenido la suerte de vivir muy bien, mimado, siempre que ha querido, por las universidades del odioso país yanqui, y sin sufrir en su vida ningún contratiempo de entidad. Y, sobre todo, que estamos ante una persona a quien, en rigor, no le ha pasado nada que, por sí solo, merezca una tirada de su libro de más de treinta ejemplares para regalar a la familia y amigos. Lástima, porque, no obstante, con lo que a Blanco Aguinaga le ha dado la vida, otro hubiera podido edificar un recuento mucho más analítico y profundo. Él, desde luego, no ha traspasado el umbral de la mera (y más de una vez tramposa) relación de hechos y movimientos.

En fin, el libro me ha venido bien para pensar en qué libros de memorias merecen la pena y cuáles no. Para eso me ha sido muy útil.