25 julio 2006

Lecciones de los maestros

Hace dos meses, justo después de mi lectura de Lecciones de los maestros, de George Steiner, Aurelio Arteta, buen amigo, me envió el precioso texto que había escrito para que se leyera en el homenaje que unos profesores de la Universidad de Cádiz tributaban a su colega de filosofía José Luis Rodríguez Sández, que acaba de jubilarse y a quien Aurelio conoció y admiró en Madrid hace ya bastantes años. Este fin de semana, en un estupendo encuentro con amigos, lleno de helados, bebidas, viandas y mucha conversación, no sé por qué terminamos hablando un buen rato de la vida universitaria, de cómo, dicen, la investigación va ganando la partida a la docencia, de profesores que dan sus clases a la diabla y sólo atienden a los artículos y proyectos que les reportan promoción académica e ingresos. En esas charlas siempre me viene a la memoria, como contraejemplo, la figura de José Luis, quien hace exactamente treinta años fue mi profesor en COU en el Instituto Padre Moret (Irubide).

En 1976 venía yo de un colegio de curas en el que todo era mediocre: nosotros, el profesorado, la atmósfera, los resultados y mi propio ánimo. Para colmo, había equivocado de raíz la dirección de mis estudios, condenándome a varios años de estéril dedicación a una electrónica que nadie reconocería hoy. Así que, pese al interés que extrañamente me suscitaba la filosofía, mis ridículos conocimientos de la materia (o también, claro, de historia o de literatura, que también me atraían) eran fruto del autodidactismo más estricto. Llegué por ello a Irubide con ganas de comerme el mundo, de escuchar de verdad, de aprender, de encontrar al fin algo y alguien que aliviara mi desorientación, y por fortuna encontré algunos profesores excelentes, como Santiago Arellano en Lengua y Javier Medrano en Literatura. Pero ninguno alcanzaba la estatura magistral de José Luis Rodríguez Sández.

Llegaba éste al aula, siempre con traje y corbata, y con movimientos pausados sacaba unas cuartillas de su cartera, que a lo largo de la hora apenas consultaba, y encendía el primero de los cigarrillos 1-X-2 que le veríamos consumir sin cesar. No le recuerdo más de un minuto sin fumar, ni siquiera cuando padeció unas neuralgias aliviadas con intensa medicación. (Y, por cierto, estoy seguro de que a nadie molestaba lo más mínimo ese trasiego con el tabaco. Eran otros tiempos.) Tras este breve preámbulo comenzaba su clase. Las virtudes como profesor de José Luis Rodríguez comprendían, como escribió Alejandro Rossi a propósito de José Gaos, “desde las más externas –el cuidado en la modulación de la voz, el manejo del gesto, la elegancia en el decir, la concepción de la hora académica como una pieza acabada, con un final que se ajustara no sólo a las exigencias del tema, sino a ciertos cánones de composición dramática- hasta esas otras excelencias que eran el resultado de la erudición filosófica, de su escrúpulo interpretativo, del trabajo intenso que, invariablemente, ponía al servicio de cada lección”.

José Luis sólo en ocasiones escribía algún dato en la pizarra: un autor, un título. No empleaba métodos innovadores, “activos” o “progresistas”, ni convertía sus clases en un coloquio “democrático” en que socializar cualquier ocurrencia o tontería de los alumnos, lo que le hubiera podido servir para salvar la obligación sin dar golpe. Era, sin más, un profesor que dominaba profundamente su materia y sabía transmitir a unos jovenzuelos, con admirable claridad, los problemas esenciales que han enfrentado los grandes filósofos y las respuestas que les han dado. En el camino, se permitía hacer frecuentes referencias, que siempre venían a cuento, a la presencia de esas cuestiones en la literatura, la historia, la teoría política e incluso la teología. Armado de un profundo amor a la palabra, la cual administraba con extremo cuidado, desbrozó aquel curso con paciencia y rigor el programa de historia de la filosofía (la selectividad era una barrera insoslayable), sin caer nunca en el descriptivismo exhaustivo y ramplón en que he visto despeñarse a otros profesores (del tipo “éste dijo esto y el otro dijo aquello”). José Luis siempre sintetizaba el corazón de los problemas. Secundariamente, nos dio pistas muy atinadas y útiles sobre lo que podíamos hallar al año siguiente en la universidad (por ejemplo, en la única existente entonces en Navarra, la del Opus, en la cual había trabajado unos años pero donde, según se intuía por sus palabras, no lo había pasado demasiado bien).

Ha escrito Manuel Arranz, a propósito del libro de Steiner, que “sin duda aprendemos algo cuando leemos, pero para que haya enseñanza tiene que haber magisterio, y no puede haber magisterio sin oralidad. Esto no contradice la autoridad de los textos en la que se basan muchas veces las enseñanzas. Pero esas mismas enseñanzas, sobre todo en la edad temprana, más que transmitidas deben ser inoculadas”. Si pienso en el caso de José Luis Rodríguez creo que esa diferencia entre transmisión e inoculación resulta irrelevante: la calidad de sus clases actuaba ya como una suerte de poderoso afrodisíaco intelectual. Años después, cuando por mor de su influencia estudié filosofía en Zorroaga, sólo como alumno de Fernando Savater, Víctor Gómez Pin o Tomás Pollán, por ejemplo (o, por suerte, de algún profesor más, como el propio Aurelio), volví a sentir esa poderosa excitación que nos impulsaba, tras de clase, a correr a los libros donde seguir atiborrándonos de vitaminas cerebrales. Únicamente lamento no haber atendido el par de invitaciones de José Luis para continuar charlando fuera de la clase, por culpa de la timidez y de mi dedicación, aquellos tiempos, a reuniones y actividades políticas izquierdistas que, claro está, nada hicieron cambiar la Transición pero me robaron muchas energías.

Los buenos profesores abundan menos que los buenos artistas, dice Steiner. José Luis Rodríguez Sández ha sido buen profesor toda su carrera, estoy seguro. Es casi un tópico señalar que hoy en los institutos las cosas no son nada fáciles, y no parece que las probatinas de métodos y más métodos “renovadores” hayan podido hacer frente con éxito a los muy conplejos obstáculos que desazonan y desalientan a tantos profesores de secundaria. Frente a ello, ¿es posible mantener alguna clase de excelencia en la Universidad? ¿Tal vez un poquito más, si se tiene clara la importancia de la docencia y no se obsesiona el docente con la promoción y las guerrillas departamentales? José Luis, que en 1976 era catedrático de instituto, volvió a su tierra sevillana y al cabo de unos años, supongo que al menos en parte por buscar mejores escenarios para su magisterio, saltó de nuevo a la Universidad, ya no privada sino pública, para provecho y regocijo de los estudiantes de Cádiz. Allí ha continuado siendo, Aurelio Arteta dixit, “una de las escasas figuras de sabio que teníamos a mano”, como lo fue en aquel imborrable curso pamplonés, para mí y seguro que al menos para varios de mis compañeros.

22 julio 2006

Julio Cortázar y el encierrómetro

Julio Cortázar nos regaló, dentro de sus Historias de cronopios y famas, así, por las buenas, sin negocio alguno ni universidad que acometiera estudios “científicos” previos, unas muy útiles instrucciones para subir una escalera. Dada la vocación de servicio público que anima este blog, no me resisto a reproducir unas líneas: “Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. (...) Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se la hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie”.

Ahora, unos avispados forofos del argentino han puesto en circulación el “encierrómetro”, una aplicación informática que, “tomando como referencia los diversos factores que concurren en un encierro, permite al usuario conocer el índice de riesgo al que se enfrenta en la carrera”. Perfecto. Estoy seguro de que todas las mañanas de las pasadas fiestas los animados a medirse con los morlacos en la vieja Iruña se sometían previa y voluntariamente al test, y que los que no alcanzaban la puntuación adecuada, bien por derrengamiento, cojera o sobrepeso circunstancial, o merluza macroscópica, factores de los que no habían sido conscientes hasta realizar la sencilla prueba, abandonaban al punto el peligroso intento. Y es que cada día nos es dado comprobar con alborozo que, como en la edad de oro de la zarzuela, las ciencias adelantan que es una barbaridad.

Donde más resplandece la admiración por Cortázar es en la advertencia que acompaña en la web a tan científico y productivo cuestionario: “El resultado final del índice ofrecido por el Encierrómetro sólo es válido en el caso de que tu intención sea participar en el encierro iniciando tu carrera antes del paso de los toros, dejando que te vayan alcanzando porque tienes la intención de correr cerca y por delante de ellos, y una vez alcanzado, corriendo durante unos metros (los que puedas, en función de la velocidad del toro y la tuya) delante de alguno de ellos a una distancia no superior a 8-10 metros”. No me extraña que uno de los “divinos” de la carrera, esos que llevan muchos años corriendo, se atreviera a insinuar en la prensa, con toda caridad y discreción, que, hombre, la ocurrencia del programita puede ser útil para “algunos extranjeros”que, ya se sabe, piensan que lo normal es subir una escalera hacia atrás o de costado, o que el encierro se corre detrás de los toros o a tres kilómetros de ellos.

21 julio 2006

Mi principal sentimiento es el miedo

Incapaz de parar, repantingado en la playa o al fresco abrigo de los bares o trasnochando, he devorado Memoria del miedo, de Andrew Graham-Yooll, un racimo de historias que participan de la memoria personal, la crónica y el análisis político y que en sucesivas oleadas dibujan el cuadro de los terribles años setenta en Argentina, esos que comienzan con el asesinato del general Aramburu por cuenta de un grupo peronista entonces flamante, los Montoneros, que presencian seguidamente, entre 1971 y 1976, la violencia constante y brutal de militares, paramilitares y guerrilleros de toda laya, y que se internan en el túnel más atroz cuando en marzo de ese último año el ejército deja de lado cualquier formalismo y, en medio de la indiferencia de gran parte de la población, acomete la eliminación sistemática de quienes se habían resistido con las armas a sus designios.

Graham-Yooll, hijo de escoceses, miembro de una comunidad británica que mantuvo en Argentina su lengua, sus colegios y muchas de sus costumbres, y periodista en un diario editado allí en inglés, The Buenos Aires Herald, escribió este libro al comienzo de su exilio londinense, abrumado por el extrañamiento y por el recuerdo del horror que había conocido antes de escapar a los seis meses del golpe, a punto de que lo detuvieran. Para entonces Graham-Yooll tenía consolidada, pese a los lazos amistosos, su interpretación del laberinto argentino: “El conflicto civil nació de la rivalidad política, pero más aún de las emociones personales que eran invocadas como motivos de venganza. Un individuo se lanzaba a vengar a un militante hecho pedazos por una granada; un oficial decidía vengar a un colega que había sido blanco de otra venganza. Aumentaban las víctimas; los jefes de los grupos rivales asumían la responsabilidad de los desmanes y ordenaban escaladas terroristas como forma de mantener su autoridad y de tratar de ganar adeptos entre los vacilantes. Así el conflicto avanzaba hacia la guerra.”

A la luz de esta visión, queda claro que Graham-Yooll no era un peronista de ninguna de las varias facciones que enaltecían al viejo caudillo al tiempo que se mataban entre sí, ni un nacionalista de ninguna clase (tal vez por su curiosa condición de argentino criado a veinte kilómetros de Buenos Aires en un medio más british que el de Cambridge), ni un convencido de las virtudes emancipadoras de las metralletas ni un derechista enfangado en el exterminio de zurdos. En uno de los capítulos más conmovedores del libro, en el que cuenta cómo se involucra en la ayuda a la postre inútil a una joven montonera, Graham-Yooll cita a Mario Eduardo Firmenich, líder del grupo armado, que dictaminó en una rueda de prensa, con criminal arrogancia: “A aquellos que están en el medio, les aconsejamos que se hagan a un lado cuando empiece la guerra”. “Si se pudiera odiar a un hombre por una sola frase”, le dice Graham a la guerrillera, “ése sería tu jefe, y ésa la frase. Tan claro, tan asesino; con esa frase hizo que centenares de personas creyeran que tenían que elegir de qué lado estaban; trataron de esconderse, y decidieron... morir.” Y es que Graham-Yooll, en el fuego cruzado de aquellos años, no tiene dudas respecto a su ubicación: “En el medio, como siempre”. A lo cual la joven replica: “Sí, estás en el medio, pero no sos neutral. Estás en el medio de un lío”.

En medio del lío y no neutral. De esa delicada posición brota el valor moral de un hombre que ve lo que pasa y se atreve, lleno de temor, a contarlo. Amigo de muchos escritores y periodistas fascinados por la violencia, y sólo muy ligeramente protegido por su profesión y por el medio en que trabajaba, Graham-Yooll se forzaba a redactar informaciones y denuncias políticas que le fueron granjeando el odio de los militares sin ganarle el aprecio de los guerrilleros. En esos años de plomo, e incluso cuando en marzo del 76 el terror se desnude totalmente, el angloargentino será incapaz de permanecer al margen de lo que sucede, si bien no se hace ninguna ilusión sobre la utilidad del esfuerzo: “Había muchos artículos en los que me animaba a hacer breves referencias a la anormalidad política... Después temblaba pensando en la reacción. Era un círculo estúpido, más que vicioso, en el que yo me obligaba a informar y luego esperaba aterrado las posibles consecuencias. Lo que era peor: era un ejercicio agotador con el que se lograba muy poco.”

El miedo, siempre el miedo, omnipresente en el libro. “El terror paraliza; la histeria avergüenza; el miedo humilla. Las dos primeras sensaciones son incidentales y se desvanecen; el miedo es un compañero constante”. El miedo que desvela sin remedio, que sobresalta por cualquier nimiedad, el miedo que hace mearse y cagarse a un fotógrafo secuestrado por matones de la derecha peronista, el miedo del que nacen sarpullidos o eccemas, el miedo a un paquete sospechoso o ante un Falcon sin matrícula, el miedo al teléfono, la noche o la calle vacía. Miedo que alcanza el paroxismo cuando los militares, en su labor aniquiladora, se lanzan tras el golpe a torturar y matar también a familiares de los guerrilleros, o a sus amigos, o a cualquier persona que pudiese haberles ayudado levemente, o incluso a pibes que hipotéticamente podían convertirse en resistentes años después. “Es bueno recordar el miedo, para no repetirlo”, dice el autor. Pero acto seguido no puede dejar de preguntarse, con amarga retórica, sobre lo que, pese a todo lo que acontecía, dominaba en gran parte de los argentinos: se sentían “en el medio” pero además querían ser, más que neutrales, indiferentes: “¿cómo pudimos, toda una sociedad, vivir en compañía del miedo como si fuera normal? ¿Cómo pudimos, como país, vivir diciendo: “por algo será, o en algo andará’”?

Este breve acopio de citas no da cuenta cabal en absoluto de la riqueza de datos y matices del libro. Días después de “comérmelo” he vuelto con emoción admirativa a la historia del pobre fotógrafo aterrado, o a la de la patada del periodista a uno de los muchos cadáveres que “aparecían” en los bosques cercanos al aeropuerto de Ezeiza, o a la de la joven viuda montonera consumida por el miedo y la soledad física y afectiva, o a la de la liberación, tras nueve meses de secuestro, del millonario Jorge Born, una representación en la que tiene un papel relevante un Graham-Yooll ya muy mal visto por el poder y frustrado porque sabe que no podrá contar en su periódico nada de lo presenciado; o a la historia de sus últimos días en el país, en septiembre del 76, cuando el sinvivir devora su vida familiar y laboral; o a la historia final del encuentro con dos torturadores que años después escupen ante él retazos de sus fechorías, en un tenso diálogo que se corta como el desenlace de un gran cuento. Historias que funcionan como el mejor de los relatos gracias al talento narrativo de Graham-Yooll, y que muestran las enormes posibilidades que en manos de un periodista de raza tiene la realidad si pasa por el cedazo de la (buena) elaboración lingüística.

Los amigos de Graham-Yooll estaban, ya lo he dicho, mucho más en el lado de la guerrilla que en el de los milicos. Y cuando retorna unos días a Argentina en 1980, todavía con miedo porque la dictadura pervive (hasta 1994 no volverá definitivamente, para dirigir The Buenos Aires Herald), su tono es casi elegiaco en la remembranza de tantas vidas segadas, de tanto dolor desparramado y tantos huecos en su propio espacio vital. Pero el periodista no se deja ganar sólo por los sentimientos, o, mejor dicho, por un sentimentalismo mutilado o parcial. Así que cuando resume, en ese prólogo que siempre se escribe en último término, su balance del periodo, sigue aferrado a ese “medio” desde el que vivió el desollamiento de Argentina: “Todavía me siento perturbado por la locura de los jóvenes rebeldes. Encontraban explicaciones para el asesinato con el tono de voz de una conversación normal, y el desatino apenas se notaba entre tantas muertes diarias, en un país donde la muerte era parte de la vida. Sigo atónito por la furia de la represión: por la crueldad ciega de los seres humanos más primitivos, por el cálculo frío de los intrigantes.”

16 julio 2006

Socorrer al necesitado

El otro día detuvieron a Pablo Muñoz, director del Diario de Noticias (de Navarra y de Gipuzkoa). Tras 72 horas en una comisaría, incomunicado y supongo que desazonado, harto y aburrido, Garzón encontró un rato para interrogarlo. Total, y como casi todo el mundo suponía, para soltarlo tras la declaración con una fianza relativamente ridícula. Qué frivolidad procesal. Estoy de acuerdo con los que han tildado el arresto de chapuza y, por eso mismo, de atropello. Visto lo visto, ¿no hubiera sido más lógico y correcto que Muñoz, si aparecía citado en documentos o en testimonios de otras personas, fuera llamado a declarar, sin el trago previo de la detención, a la postre eludible por casi nada? ¿O es que alguien pensó en serio que podía huir?

Sin embargo, leo hoy domingo una entrevista a Muñoz en el propio periódico que dirige y me asaltan varias preguntas. Dejo de lado la flagrante inexactitud que afirma de que “el empresario extorsionado es la auténtica víctima del terrorismo” (¿no hay y ha habido víctimas mucho más sufrientes?); puede deberse, como tantas veces sucede, a la poca pericia de los redactores de su medio a la hora de reproducir lo dicho. Lo relevante es que parece que el director se dedicaba a la intermediación entre empresarios y etarras desde hace tiempo y con relativa regularidad, en una suerte de segunda (¿o primera?) ocupación.

Sostiene Muñoz que como ya no existe desde hace años en Iparralde la posibilidad de que el etarra “señor Robles” hable con los empresarios chantajeados y/o recoja el dinero, hace falta alguien que ayude a éstos y los ponga en contacto con sus extorsionadores, eso sí, como dice hábilmente, “sólo” cuando el “advertido” no quiere aportar ni un euro a la causa. “¿A dónde podía acudir el empresario en el caso de quisiera pagar o resolver esa situación?”, se pregunta (contradictoriamente). Pues a él mismo. ¿Cuándo comenzó a correr la voz entre los afectados de que el director de periódicos también hacía este noble trabajo en el “sector público voluntario”, que decíamos en tiempos? ¿Sabía a quién tenía que dirigirse para “resolver la situación”? ¿Había un canal permanentemente abierto y estable?

No tengo ninguna vocación de juez o policía, pero sólo con lo que insinúa Muñoz mi curiosidad ciudadana se ha visto notablemente excitada. Estoy seguro de que su declaración del viernes fue apasionante y muy rica en detalles. Aquí hay una gran historia, no cabe duda, y espero que algún día la conozcamos, aunque sus materiales primarios sean la extorsión, la vileza y el miedo. Menos mal que los materiales secundarios son los que componen la acción intermediadora, “cargada”, dice Muñoz, “de ética y moralidad”. Así sea.