25 enero 2011

Sukkwan Island

Un padre de mediana edad y un hijo que todavía, a sus trece años, no ha entrado en la adolescencia. Una cabaña muy aislada en Alaska, un lugar en el que la naturaleza impone elevadas exigencias. Para el padre, un retiro anhelado, la esperanza de regeneración, un entorno en que recuperar la serenidad, el equilibrio. El hijo, en cambio, no entiende bien el sentido de la aventura. El lugar lo atemoriza, las dificultades que plantea vivir en él saltan a la vista nada más llegar. Sólo ha aceptado estar ahí por los ruegos paternos. Tal vez, piensa en los mejores momentos, las cosas salgan más o menos bien. Pero su confianza, ya de entrada, es muy débil. Y eso que quiere ser útil, agradar a su padre; lo último que quisiera sería decepcionarle, aumentar su aflicción.

Pero nadie puede huir de sí mismo. Allá donde va, uno se lleva consigo, y el cambio de escenario, o la aventura romántica de sobrevivir en un entorno inhóspito, no arreglan nada cuando el dolor es muy hondo y uno lo acarrea por donde se mueva, da igual que sea una ciudad o ese paraje donde han acabado este padre y su hijo.

¿Cómo afecta a un chico la angustia incesante de su padre, la confusión desesperada? ¿Hasta qué punto le va minando al casi niño el descontrol paterno? Un chaval necesita confiar en su progenitor, sentirse seguro con él, saber que ha previsto las contingencias posibles, y sobre todo sentir la cálida tranquilidad que surge de la certeza de que el adulto tiene la madurez superior, de que posee las claves del vivir. Bien al contrario, en Sukkwan Island asistimos a la escenificación del daño que un padre brutalmente ensimismado, confundido y vacilante puede causar a su hijo.

David Vann, el autor, ha contado que su padre le pidió, cuando él tenía trece años, que lo acompañara durante una temporada en Alaska, en un paraje remoto y aislado. Él no quiso. Su padre se fue solo, y poco tiempo después se suicidó. La culpa ha perseguido desde entonces al escritor. ¿Qué habría pasado si hubieran ido juntos? Esa posibilidad desató su imaginación. El resultado se explora en este libro. Un texto que no hubiera valido nada, por supuesto, si el autor no hubiera sabido convertir su especulación, su juego imaginativo, en materia literaria de la más alta calidad.

22 enero 2011

Txelis

En 1980 me matriculé en filosofía en la Universidad del País Vasco, en San Sebastián. Yo había terminado una diplomatura en Pamplona, y fui a Donosti a engancharme con la que fue primera promoción de esa facultad. El impacto inicial al ver el edificio universitario, el día de la inscripción, resultó considerable. Aquellos muros se caían a pedazos. Y cuando comenzaron las clases, a finales de octubre, el panorama era mucho peor. Subíamos al alto de Zorroaga, al final de Anoeta, por una carretera miserable, hasta llegar a un yerbín descuidado donde cada uno aparcaba como podía, y que en aquellos días otoñales y lluviosos ya era un barrizal. En el edificio entraba el agua a chorros en más de un lugar, y en las clases algunas ventanas no tenían cristal. Recuerdo muy bien, por ejemplo, a Fernando Savater dando sus soberbias clases, impecablemente vestido, tras despojarse de su capa y de su gorra, y cómo mientras hablaba movía sus blancas y finas manos, en las que lucía dos o tres anillos. Pero nosotros veíamos que sus zapatos estaban perdidos de barro. Marca de la casa, o del lugar.

En esos años de Zorroaga, en realidad, poco nos importaba todo eso. Nos bastaba con disfrutar intensamente de lo que nos contaban los profesores, y que nosotros sorbíamos con avidez. La filosofía era en esas clases algo tan vivo y cautivador que salíamos pletóricos, vitaminados y en ebullición, deseando sumergirnos en interminables conversaciones que prolongaran el discurso docente, y en libros y más libros que nos esperaban y que necesitábamos leer.

En ese grupo de alumnos, Txelis ejercía aquellos primeros meses de líder indiscutible. Txelis, así sin más. Tardé tiempo en saber que se llamaba José Luis Álvarez Santacristina. Nadie lo había elegido para nada, pero él tenía madera de jefe y parecía nuestro delegado, la voz natural y autorizada de los estudiantes. Sólo hablaba en euskera (una vez le oí hablar en castellano, pero fue en una librería donde él acompañaba a una señora mayor), y sin embargo intervenía en todas las clases, aunque los profesores no entendieran nada de lo que les decía, y aunque un cuarenta o un cincuenta por ciento de sus compañeros tampoco nos enteráramos, o sólo parcialmente. En mangas de camisa en pleno invierno, mayor que nosotros (ahora sé que había sido seminarista), Txelis, al que en los ambientes abertzales de Donosti su fama de borroka le precedía, como me contó una compañera de clase, tenía una afinidad especialmente cordial con uno de los profesores más fascinantes, Víctor Gómez Pin, que cuando estaba inspirado nos dejaba boquiabiertos con sus clases sobre Kant, Freud o Levi Strauss.

Recuerdo un día en que Gómez Pin dejó que Txelis nos diera la clase. Tuvo que ser sobre Kant, porque en eso andábamos entonces. Yo no entendí nada o casi nada, por lo del euskera, pero, signo de los tiempos, tampoco me recuerdo molesto o inquieto: la culpa, pensábamos mansamente, estaba en nosotros, en quienes, de forma activa o pasiva, por convencidos o por estúpidos e irreflexivos, compartíamos los supuestos fundamentales del nacionalismo vasco y por tanto, al no saber euskera, éramos seres incompletos, limitados, inferiores.

Empezamos las clases en octubre, y en marzo de 1981 Txelis desapareció. Su presencia era tan ostensible que su ausencia no lo fue menos. Pero nadie habló del asunto, al menos delante de mí. Todos entendimos, sin asomo de duda, que habría pasado “al otro lado” por algo relacionado con ETA. Ese “otro lado”, Euskadi Norte o Iparralde, que entonces, tiempos todavía de Giscard, era para los etarras la Casa de Tócame Roque, su lugar (bastante) seguro.

En los años posteriores salió en los periódicos que en algún momento Txelis había pasado a ser uno de los jefes de ETA. Y, al mismo tiempo, supe por otras vías, amicales (y por tanto más seguras), que Txelis seguía estudiando al tiempo que producía los comunicados y textos de ETA (¿se acuerdan de la alternativa KAS, publicitada hasta la náusea?), que los profesores de Zorroaga lo habían calificado y aprobado para que terminara la carrera, y que gracias a la intermediación decisiva de Víctor Gómez Pin había llegado a ser doctor en filosofía por la Sorbona. Todo eso sucedía, hay que recordarlo, mientras ETA mataba a mansalva y muchos seguíamos, al menos en parte, en la inopia. Aristóteles, Kant, Wittgestein… Muy interesante todo, entre citas con los pistoleros, redacción de todas las justificaciones del pistolerismo y el coche bomba, reuniones, adjudicación de “encargos” y más reuniones. (Es muy llamativo que en los años ochenta, con todos los crímenes horrendos que cometía ETA, muchos profesores de la UPV hicieran tantos esfuerzos a favor de Txelis y otros colegas suyos, como si se pudiera olvidar a qué se dedicaban sobre todo…)

Luego vino lo que ya sabemos por los periódicos: su detención con el resto de la cúpula de ETA en 1992, y su transformación, en las cárceles, en un disidente de la banda, al compás, se dice, de una intensificación de su fe religiosa. Este domingo pasado “El Mundo” traía un reportaje sobre él donde se hablaba de la tesis doctoral de teología que está terminando sobre los curas Setién y Ellacuría, y de cómo aprovecha sus salidas diarias de la cárcel (ya sólo duerme en ella) para ir habitualmente a misa y comulgar.

El Estado ha sido, está siendo, muy clemente con Txelis. En poco tiempo, con sólo 18 años de prisión efectiva, estará libre totalmente. Aunque sólo fuera por eso, ¿es justificable su silencio, o que sus poquísimas manifestaciones públicas se hayan hecho para hablar de Dios, amar al prójimo como a uno mismo y glosar las florecillas del campo? ¿No es exigible que diga algo, claro, razonado y sincero, sobre lo que verdaderamente nos importa a los ciudadanos? ¿Cuál es el grado de su arrepentimiento? ¿Cuál es su explicación de lo que ha hecho, y de lo que le ha alejado de ETA? Sobre todo ello, como de nada que tenga que ver con aquellos años, ha dicho Txelis una sola palabra pública. Lo poquísimo que sabemos de sus posiciones políticas, de hecho, se debe a que la policía ha interceptado comunicaciones internas en las cárceles.

No podemos pedir nada a los que no se arrepienten nunca de haber matado. Con ellos sólo cabe aplicar el peso de la ley. No hacen falta palabras. Pero los que se arrepienten, ¿no están obligados a hablar, a explicarse, a pedir perdón públicamente? ¿No es repugnante que Txelis adopte una pose ofendida y silente cuando un periodista le pregunta algo sobre su pasado y su presente político?

Como esto es un blog, no voy a entrar en consideraciones más extensas sobre el problema del arrepentimiento. Pero ¿es suficiente con decir “lo siento”? Un día oí a Gustavo Bueno afirmar que los terroristas sólo tendrían una salida digna: el suicidio. No me pareció ningún disparate. ¿Cómo se convive con el pasado? ¿Cómo se sitúa frente a él un exterrorista?

20 enero 2011

El rector de Justin, de Louis Auchincloss

Hace años que disfruto con los libros de Louis Auchincloss. Este abogado y escritor americano, que murió en enero de 2010, con 93 años, publicó durante más de seis décadas un nutrido conjunto de obras. Poco más de diez se han traducido al castellano, entre novelas y colecciones de relatos, a veces en versiones muy mediocres. Pese a tales limitaciones, podemos leer algunos libros de Auchincloss que merecen, y mucho, la pena. Por ejemplo, El rector de Justin, que en una nueva traducción ha sacado recientemente Libros del Asteroide —editorial, por cierto, que dio a la luz hace tres años otra magnífica novela del autor, La educación de Oscar Fairfax, sobre la que escribió con gran tino Roberto Valencia—.

Los personajes de Auchincloss son casi siempre profesionales acomodados, abogados de prósperos bufetes o ejecutivos de empresa. Muchos de ellos (como el propio Auchincloss, en realidad) tienen una sólida formación literaria y veleidades artísticas, que concilian con la intensa dedicación a las actividades jurídico-mercantiles, mucho más lucrativas. Al fondo del escenario, casi siempre en lugares secundarios, abundan las esposas que padecen los movimientos de sus maridos, o bien mujeres que han adquirido fortuna gracias a un esposo rico, del que lograron un buen divorcio, o que oportunamente falleció y les legó su fortuna. Esta gente puede mantener, al menos en apariencia, estrictos principios morales, vinculados a un protestantismo episcopaliano, o bien ser arribistas carentes de cualquier escrúpulo que luchan como fieras en la selva de los negocios o los pleitos.

En ese medio los personajes de Auchincloss toman decisiones, optan en dilemas morales, buscan con más o menos determinación su lugar en el mundo, con frecuencia enfrentados con padres poderosos a los que suceden en los negocios o defraudan por su carácter medroso o hedonista. La hipocresía, el apego, temor o rechazo a los convencionalismos de una sociedad acomodada y puritana, la culpa, la duda, el pragmatismo, la ironía y el cinismo son algunos de los elementos que condimentan su modo de actuar.

El rector de Justin, una de sus novelas más conocidas, se desplaza ligeramente hacia otro terreno, ya que el protagonista no es abogado, sino un clérigo episcopaliano, Francis Prescott, fundador y rector durante cincuenta años de un colegio elitista de educación secundaria, en Nueva Inglaterra, encargado de la formación preuniversitaria de futuros líderes de la industria o los despachos. Ese rector, partidario de una rigurosa formación clásica y humanística y del valor educativo de la disciplina y del deporte, es un hombre enérgico, formalista, severo, mordaz, seguro de sí mismo hasta la arrogancia, pero al mismo tiempo pragmático, astuto, mundano. Un hombre que ha querido, desde el inicio, imprimir su sello a todas las facetas del desenvolvimiento del colegio.

Auchincloss ha optado, para retratar a este hombre poderoso, por un narrador marginal pero cercano a él, un narrador sólo relativamente fiable porque su perspicacia psicológica es escasa, un joven profesor aspirante a clérigo, algo lerdo, inseguro, débil, asustado, que tal vez por eso mismo se convierte en admirador rendido y fiel depositario de las confidencias del rector, y también de las palabras y papeles de otras personas que en distintos momentos recordaron alguna época o episodio relevante en la vida de Prescott. Con el diario de ese testigo imperfecto y los documentos complementarios teje Auchincloss un retrato de Prescott que progresivamente va ganando en complejidad a los ojos del lector, ya que aparecen sus convicciones más rígidas y sus grandezas como líder omnímodo del colegio, pero también sus contradicciones, sus errores obstinados y algunas miserias asociadas a su condición de visionario inflexible. Al mismo tiempo se va ampliando el campo de juego y entran en escena personajes que convivieron o conviven con Prescott en alguna etapa de su vida: alumnos y exalumnos, amigos y enemigos, mujeres e hijas, gestores y mecenas del colegio —a los que Prescott desdeña pero necesita, porque sus donaciones económicas son vitales—.

En el cuadro de Auchincloss, como en todos sus libros, predominan los grises. Ni Prescott ni nadie es de una pieza, y precisamente la descripción de su discurrir vital, de sus encuentros y desencuentros, y las reflexiones sobre todo ello componen la materia de la novela. Las obras de todos los personajes están llenas de claroscuros. Cuando el libro arranca, Prescott tiene ochenta años y se resiste a abandonar el férreo control del colegio. Pero termina resignándose ante la evidencia de que sus alumnos, y los prósperos exalumnos, no son de la pasta que él hubiera querido, no poseen el carácter idealista, disciplinado y puro que él quiso imprimirles, y ya no secundan sumisamente sus designios. Son mucho más prácticos, acomodaticios y banales, mucho más entregados a la riqueza y a la ética capitalista más despiadada de lo que él soñó al crear el colegio. Los nuevos tiempos (la novela termina en 1945) van a acentuar esos rasgos, los viejos modelos van a ir derrumbándose, y Prescott comprende, no sin rabia y dolor, que su obra ya ha dejado de pertenecerle, que su peso moral va a ir evaporándose. Diario de un yuppie, novela de Auchincloss de 1980 que publicó Anagrama, describirá un estadio más avanzado en ese proceso de pérdida de los viejos modales caballerescos y puritanos.

Aunchincloss, un señor rico e influyente en Nueva York, fue siempre un escritor alejado de cualquier experimentalismo, y también de la complejidad estructural y estilística de escritores tan admirados por él como Proust o Henry James. De hecho, en este libro hay un fragmento en el cual satiriza, como propia de un trastornado, la escritura moderna que abandona los modos serenos y clásicos. Es un autor que apuesta todo el atractivo de sus libros a la composición de personajes psicológicamente bien delineados, que actúan y entran en disputas profesionales, sentimentales o de conciencia, y que saben analizar sus conductas. Personajes, muchas veces, que, como en esta novela, llevan un diario donde registran el acontecer cotidiano, vuelcan sus pensamientos más íntimos y se justifican con más o menos convicción. El lector asiste a esta indagación psicológica y moral un punto fascinado, siempre enganchado, disfrutando y pensando. Al menos, así he vivido yo todos los libros de Louis Auchincloss.