29 junio 2012

La librería y las relaciones de poder

Esta novela de Penelope Fitzgerald, La librería, tiene muy poco de luminosa o jovial. La librería ambulante, que ayer comentaba, despedía confianza e ingenuidad. En cambio, el relato de las andanzas de una mujer mayor que abre una librería en una pequeña localidad costera en el este de Inglaterra, frente al Mar del Norte, rezuma desolación.

Vamos leyendo, y cuanto más crece ante nosotros la figura de la librera, Florence Green, una mujer pequeña, “delgada y huesuda, un poco insignificante vista desde delante y completamente insignificante por detrás”, pero llena de delicadeza y determinación, más desagrado suscitan la mayoría de los chismosos habitantes del pueblo, fisgones todos de todos, mezquinos ante el débil y sumisos frente al fuerte.

El empeño de la señora Green de abrir una librería en un pueblo azotado casi todo el año por los vientos húmedos y gélidos del Mar del Norte permite que se desaten los peores defectos de los lugareños. Gente solitaria la mayoría, excéntrica, de pocas palabras, pero no por ello revestida de coraje e independencia de juicio. Personas, en suma, que se apresuran a hacer coro al estúpido capricho de una mujer rica y aburrida que se vale de sus contactos.

En ese desvelamiento de las crudas relaciones de poder desempeñan un papel esencial los diálogos. Penelope Fitzgerald ha construido en ese dominio una novela admirablemente inglesa, si se me permite la obviedad. Nadie habla con claridad, nadie dice lo que quiere decir de frente y por derecho. Todo es elusivo, reticente, ambiguo. Las frases más banales están cargadas de doble o triple sentido agresivo o maledicente. Sólo Florence y el recluido señor Brundish, demasiado viejo para ser útil en la disputa, cargan sus silencios, o sus medidas y escasas palabras, de discreción y respeto.

Abundan las novelas sobre libros y librerías que despiden una fragancia esperanzada y optimista. No sólo La librería ambulante. Recuerdo también 84 Charing Cross Road. En esos relatos, con los que he disfrutado, pero de tono inequívocamente buenista, los libros hacen más libres y mejores a las personas. La cultura gana batallas solidarias, alimenta nobles sueños de hermandad que el éxito corona, aunque sea en un plano modesto.

Pero Penelope Fitzgerald no se hace ilusiones. La amarga lección que recibe la señora Green no alimenta la menor simpatía por un mundo rural que deja el ánimo aterido, como si la humedad que viene del Mar del Norte nos hubiera calado los huesos. Florence comprende pronto que “se había engañado a sí misma al dejarse convencer, por un momento, de que los seres humanos no se dividen en exterminadores y exterminados y que los exterminadores tienden a colocarse en la situación dominante en cuanto pueden.” Cruda lección que se constituye en el centro y cifra de esta hermosa novela.

28 junio 2012

La librería ambulante

La librería ambulante, de Christopher Morley, no es un libro sobre librerías o sobre la pasión de leer. Es verdad que aparece un carromato habilitado como puesto de venta y vivienda que ofrece su mercancía variada (lo mismo Shakespeare que manuales de jardinería o de crianza de perros) por pueblos y caminos. Y que también comparece un pequeño gran hombre, el vendedor, con una habilidad descomunal para convencer a los campesinos que encuentra de que la lectura es una experiencia formidable, placentera y formativa. Pero este hombrecillo es, por encima de todo, un genio del marketing, un viajante con las mejores artes del charlatán.

A La librería ambulante la atraviesa otra ilusión: la libertad, el gozo de andar de acá para allá, sobre todo en verano, sin ruta ni orden prefijado, hablando con la gente confiada y hospitalaria, alojándose en sus casas, decidiendo el rumbo al albur de las circunstancias. También, sufriendo algunas penurias: malhechores de poca monta, tormentas que dejan el cuerpo empapado y aterido, malentendidos con la policía.

Helen McGill, la protagonista, harta de ser la criada de su desatento hermano, se arroja a una aventura quijotesca. Pero ese giro vital no surge de la nada. Está claro que en su interior borboteaban ya las ansias de cambio, de una dosis de épica en su doméstica y previsible existencia. La librería ambulante, ese Parnaso tan bien acondicionado para descansar y exponer los libros, es sólo el vehículo para una vida nueva, volcánica y dichosa. En todos nosotros laten deseos más o menos acallados de encontrar algo que nos falta, de colmar nuestro espíritu con una felicidad que se nos ha venido escapando. Helen, por fortuna, se topa en el deambular con lo más valioso, el amor y la libertad.

El mundo de La librería ambulante es optimista, ingenuo, confiado. Puede haber en él tedio, sumisión, ignorancia, pobreza. Pero no asoma lo tenebroso, terrible o maligno. La naturaleza es nuestra aliada, los hombres y las mujeres pueden entenderse y ser felices mientras disfrutan de una tarta de arándanos o de unas patatas. Y aunque en ese mundo no se lea nada, existe un respeto a los libros genuino y emocionante. Pasas un par de horas con este canto a la libertad y la aventura y dan ganas de tirarte a la carretera con un par de volúmenes como única provisión.

26 junio 2012

Guillermo Herrero

El viernes estuve en el Instituto Plaza de la Cruz en un acto de despedida a dos profesores que se han jubilado este curso. Uno de ellos, Guillermo Herrero. Maestro en su primera juventud, después licenciado y desde 1977 profesor y luego catedrático de lo que ahora llamamos Educación Secundaria, tuvo el otro día una magnífica intervención, que dentro de su brevedad logró el punto justo de recapitulación personal y de mirada reflexiva y optimista sobre lo que ha sido una trayectoria de cuarenta y cinco años en la enseñanza. Guillermo, de verbo fácil, gracioso, chispeante, amable siempre, sabía que nos tenía ganados antes de empezar. Porque me atrevo a afirmar que se palpaba en la sala la admiración de casi todos los que le escuchábamos por lo mucho bueno que ha hecho, en diversos puestos, en tantos años dedicados a la enseñanza y a la política educativa. Una admiración que trasciende en gran medida las diferencias ideológicas, lo cual nunca es sencillo en esta tierra.

A Guillermo le ha dado tiempo además en ese largo camino a escribir algunos libros. Tengo un aprecio particular por el último, El Instituto, una historia del instituto de enseñanza media que se creó en Pamplona en 1845, dentro de la política educativa de los liberales de entonces de implantación de estos centros en todas las provincias españolas. Ese instituto que, como he dicho, desde 1977 ha sido el suyo. El libro pone el foco en un tema en principio bien ceñido, pero ofrece al lector atento más, mucho más.

Y es que El Instituto recorre sistemáticamente la trayectoria de ese centro público desde su creación en 1845 hasta 1960, y es exhaustivo, por ejemplo, en datos sobre planes de estudio y plantillas en esos 115 años, y también en la narración de diversos sucesos, algunos curiosos o chuscos, que acontecieron en sus aulas. Pero al mismo tiempo es un libro que enseña mucho sobre la Navarra de ese tiempo, sobre las mentalidades, los valores, los usos sociales y los cambios, a veces traumáticos, acontecidos en tantos años. Y digo traumáticos, sin ir más lejos, pensando en lo que supuso la guerra civil en el ámbito educativo, y en el Instituto en particular, con la depuración de algunos profesores republicanos y la reorientación del centro, en varios sentidos, en la postguerra.

Casualmente, estos días estaba leyendo ensayos de Isaiah Berlin, el formidable pensador liberal. Hay uno, El juicio político, que trata de desentrañar cuáles son las cualidades que adornan a los grandes políticos. Para Berlin, esas cualidades no conforman una ciencia, y desde luego no las proporciona sin más el estudio de la ciencia política, o de la sociología, o de disciplinas conexas. Y mucho menos se puede hablar de una ciencia social exacta. Nada de eso. El genio político tiene que ver mucho más con la sensibilidad, con la capacidad de entender y sintetizar la complejidad de ciertas situaciones en las que están mezclados muchos factores, con la claridad y decisión a la hora de elegir entre opciones contrapuestas. Hay en el político una sabiduría práctica sobre los seres humanos, un conocimiento que posee aquél que entiende una situación enrevesada, el que ve con lucidez lo que pasa y decide romper el nudo de factores e intereses diversos y actúar con decisión y prudencia. Todo ello no quiere decir que el genio político rechace el estudio de las ciencias sociales o de la filosofía o de otras disciplinas. En absoluto. Pero el juicio político, el buen juicio político, es otra cosa.

Guillermo Herrero ha ocupado diversos cargos de gestión desde 1984. Y en todos ellos lo ha hecho bien, cosa que reconocen incluso muchos adversarios de otros partidos. Pero, al mismo tiempo, creo que Navarra se ha perdido un político de raza. Guillermo hubiera debido tener otras responsabilidades más altas, si las cosas en la sociedad navarra, y sobre todo en su propio partido, lo hubiesen permitido. Su prudencia, su capacidad de conciliación, su entendimiento de la complejidad de intereses en juego, su diligencia reflexiva, su escasa capacidad para el sectarismo, creo que merecían mayores responsabilidades en la política. En una política, claro, noble y de altura. Que también existe, vaya que sí. Buena y larga jubilación, Guillermo.

19 junio 2012

Juego de espejos


Ayer, lunes 18, último programa de la temporada de Juego de espejos, el programa de Luis Suñén en Radio Clásica donde cada semana charla con un invitado que, como reza la entradilla, no vive de la música pero vive con la música. Este curso el programa, que ha sufrido algún cambio de horario un tanto absurdo en los últimos años, se ha emitido los lunes de once a doce de la noche, un momento que le va como un guante al tono de conversación amable, de final del día, que le imprime Luis Suñén, poeta y editor muchos años que ha encontrado en la música, me parece, una estupenda manera de conciliar pasión y profesión. Todavía recuerdo el modo en que Trapiello recreó con no poca aspereza, en uno de los primeros volúmenes de sus diarios, una conversación muy decepcionante para él con Suñén sobre negocios editoriales que éste rechazaba. Pero Suñén ganó muchos enteros al aparecer en el encuentro la música. Trapiello detectó en el editor, en su manera de hablar de sus músicos preferidos, algo muy profundo y hermoso, un amor por la música que no tenía nada de banal o exhibicionista.

El éxito del programa no depende sólo de Luis Suñén, claro. Ha habido invitados muy poco dotados para la conversación, con los que uno no se tomaría ni un café, por competentes que sean en otros ámbitos, y la selección musical de cada uno de ellos no siempre me ha interesado. Pero su conductor ha peleado por levantar todos los programas con su vivacidad amable y respetuosa, y ni un solo lunes ha faltado un tema, casi siempre clásico, pero también de jazz o pop, que no haya dejado mi ánimo mucho más confortado o incluso eufórico. ¡Viva el escapismo!, he pensado más de una vez este curso cuando abandonaba los horribles informativos para refugiarme en Juego de espejos, o en programas como En la nube, de Radio 3, donde he aprendido cosas que los tertulianos y su charleta sobre la crisis nunca enseñan.

En Juego de espejos no sólo se escucha exquisita música clásica. Recuerdo, en distintas temporadas, a invitados que trajeron al programa melodías evocadoras de instantes decisivos de su biografía, o los temas que oían en su casa familiar. José Luis Borau contó hace cuatro años el torrente de lágrimas que le desató un fragmento de la zarzuela La Gran Vía que escuchó en una librería de Nueva York y que consiguió transportarle al instante a su Zaragoza natal, al hogar en que su madre oía y canturreaba las grandes canciones de Chueca, Chapí o Moreno Torroba. Pero tirando de memoria sólo respecto a este último curso, y por citar lo mínimo, recuerdo programas como el monográfico de Rafael Pérez Sierra con sus fragmentos preferidos de Mozart, o los divertidos comentarios de Rafael Reig que acompañaron una selección musical perfecta, o la prolijidad didáctica en la charla del gran editor Gonzalo Pontón, o el programa con el autor de teatro Sanchís Sinisterra, nada simpático pero muy buen introductor de sus temas, o la poca gracia expresiva con que Fernando Valls, el crítico literario, presentó su ramillete, excelente, o la selección, tan amable, como de chill out, de Vanesa de Toledo… Mi programa preferido en el recuerdo es, no obstante, el que acogió a Kepa Murua, tantos años editor de Bassarai (editorial vasca en castellano que por desgracia tuvo que cerrar el pasado año), al que conozco y respeto muchísimo, y que habló de sus músicas con seriedad, sinceridad y emoción, y que en algún caso recordó las ocasiones vitales decisivas marcadas por una sinfonía, un cuarteto o una sonata pianística.

Todos los programas pueden descargarse de la página del programa. Cualquiera puede bajar y guardarse el que prefiera, y disfrutarlo después con una excelente calidad de sonido. Eso está muy bien. Yo, sin embargo, prefiero mil veces escuchar el programa cuando lo emiten, al tiempo que trajino por la casa con la cena o alguna lectura distraída. Los lunes de este curso he aguardado siempre ilusionado las conversaciones y la música de Juego de espejos. Ojalá aguante el programa, ojalá continúe Luis Suñén, ojalá siga la buena música aliviando el peso de nuestra vida.

15 junio 2012

¿Rememorar la batalla de Lácar?

El sábado día 9 se representó de nuevo en Lácar, una pequeña localidad de Tierra Estella, la batalla que en febrero de 1875 tuvo lugar en ella. Aquel día de hace 137 años los carlistas, los Requetés Voluntarios de Don Carlos VII, infligieron una severa derrota al ejército del rey Alfonso XII.

José Peña Ibáñez, un carlista donostiarra que tuvo importantes cargos en el periodismo y en la política de los años más puros del franquismo, en San Sebastián y en Madrid, escribió en 1940 un libro titulado Las guerras carlistas: antecedente del Alzamiento Nacional de 1936. En él narra la batalla de Lácar en estos términos: “los 12 batallones de D. Carlos (…) corrían hacia Lácar con alocado empeño, leones y no hombres semejaban, lanzándose sobre el campo liberal con denuedo desconocido. Soldados y pertrechos quedaron por las heredades y por los caminos. Cundió el pánico en los batallones de D. Alfonso y el desconcierto trocóse en ligera fuga, que por momentos acrecentaba el temor colectivo; era brioso el acuchillar de los carlistas, cuyas masas de bermejas boinas eran, al avanzar con huracanado ímpetu, como sanguinosa inundación, siendo Lácar tomado a la bayoneta. Huían los liberales en derrota, arrollados por aquellos combatientes que eran hijos de quienes contestaban: ¡A LA MUERTE!, cuando les preguntaban, al atacar Bilbao en la guerra de Cabrera y Zumalacárregui: ¿Adónde vais, bárbaros navarros? Media hora bastó. Sembrada de muertos aparecía la campiña, lúgubre y desolada en las postreras horas. Millares de bajas y de fusiles, tres piezas de artillería y enorme botín quedó en manos de las tropas de D. Carlos”.

Esta gesta de los bárbaros navarros, como orgullosamente escribe Peña Ibáñez, en la que murieron más de mil soldados liberales y los heridos fueron muchos más, es la que cada dos años gustan de revivir en Lácar unos voluntariosos actores aficionados, para solaz de todos los que quieran pasar la tarde. Pero está claro que en Lácar se cometió una matanza. ¿Como en otras batallas de esa guerra, de cualquier guerra? ¿Cómo las que también perpetraron los liberales o realistas? Seguro, pero no lo olvidemos: una matanza, una carnicería.

La gesta de Lácar quedó en la memoria carlista como un hito glorioso, hasta el punto de que en la rebelió de 1936 adoptó el nombre de Tercio de Lácar el batallón de voluntarios que desde Navarra, al poco de iniciarse la contienda, partió a conquistar el País Vasco. Como puede leerse todavía en la página de los requetés, bajo el expresivo título de “La historia se repite”, “Los voluntarios del Tercio de Lacar en los primeros días (lucharon) contra el Marxismo en la Columna del Coronel Beorlegui. (…) Sin duda, la mejor Unidad de Infantería tipo Batallón del Ejercito Nacional. ¡Lo mejor de lo mejor!”.

Los carlistas, tan orgullosos de Lácar, y tan satisfechos, al menos los más tradicionalistas, de su papel en la guerra del 36, establecen por tanto una firme continuidad histórica entre las dos guerras, y reivindican todos sus triunfos por igual. Es más, uno de los dos autores de un libro aparecido el año pasado sobre la actuación de los carlistas en el 36 (de título, vaya, Requetés), Pablo Larraz Andía, fue uno de los actores en la representación del sábado. Y si 1875 queda lejos, y puede ser motivo ya de petrificación teatral, 1936 sigue siendo una fecha muy conflictiva, que sangra en la memoria de mucha gente que todavía en 2012 no quiere olvidar, que no recuerda asépticamente, que se levantaría con dolor y rabia si se organizara hoy algo similar a lo de Lácar, pero sobre alguna matanza de 1936, aunque hayan pasado casi ochenta años. ¿Se admitiría alegremente hoy una reivindicación alegre y festiva de una matanza de republicanos de cualquier tendencia? ¿Acudiría la gente apaciblemente a matar la tarde en un juego teatral de ese tipo, o incluso inverso, es decir, en el que gentes de izquierdas masacraran a carlistas, falangistas y clérigos? Todo ello ha sido y es motivo de obras de arte serias, en las cuales hay una intención crítica y reflexiva. Pero festejar, como se hace en Lácar, es algo muy distinto.

En Lácar no solo había carlistas el pasado sábado. Y no puedo comprender que personas ajenas a lo que hoy es la diminuta cofradía carlista (conozco y aprecio a algunos de quienes intervinieron en el acto, y sé que sus ideas no tienen nada que ver con las ultramontanas) participen en el evento, actuando o mirando. Bien triste me parece que tanto los actores como los espectadores disfruten con la rememoración de una carnicería que, además, es asociada triunfalmente con otros momentos terribles y más recientes de nuestra historia. Y me parece radicalmente insuficiente que este año, ¡por vez primera!, los organizadores hayan deslizado una cierta justificación y disculpa del evento, al afirmar que la representación “quiso recordar esta contienda, pero (…) sobre todo quiso ser una llamada de atención sobre las consecuencias de la guerra ‘entre la gente humilde que sufre sus penalidades’”. ¿Vale con esta mala conciencia y esta “reorientación” del acto? Para mí, no.

Mucha gente dirá que esta mascarada sabatina es un pasatiempo inofensivo, una idea “lúdica” de la Asociación Turística Tierras de Iranzu para llevar gente a la zona, unos visitantes que antes y después de la función gasten un dinero en la hostelería de los pueblos cercanos. Y parte de eso hay, sin duda. La civilización del espectáculo y del ocio, la trivialización kitsch de la realidad, la explotación económica del consumo de lugares, la necesidad compulsiva de vivir hacia fuera, sin parar, moviéndose a donde sea, las ganas de llenar la tarde y echar unos potes… Todo ello explica parcialmente que se celebren esta clase de eventos. Pero la frivolidad y las ganas de divertirse tienen unos límites.

Hace años, Rafael Sánchez Ferlosio criticó frontalmente la conmemoración de la rebelió comunera de Castilla en Villalar, que en la transición fue aprovechada por varios partidos para una afirmación regionalista y una necesidad de distinción reivindicativa que él desentrañó con rabia. Su artículo se titulaba Villalar, por tercera y última vez. No sé cuántas ediciones lleva la representación de Lácar, pero dan ganas de gritar ya: ¡Por última vez! ¡Que se acabe ya!

13 junio 2012

Fariseísmos

Desde que Rajoy ganó las elecciones y empezó a tomar medidas, una crítica feroz se repite todos los días en los diversos medios de la izquierda: el Partido Popular toma decisiones que no estaban en su programa electoral, es más, está haciendo cosas que había prometido no hacer.

Es cierto. Rajoy dijo que haría esto o lo otro, y no lo hace. Pero, sobre todo, dijo que no haría esto o aquello, incluso que nunca haría lo de más allá, y luego va y olvida sus promesas anteriores.

Puedo entender que los votantes del PP, no sé cuántos, se indignen con estos cambios. Se supone que ellos votaron por una determinada política, y ahora se encuentran con otra en ciertos terrenos. El contrato entre el PP y sus electores podría por tanto haberse quebrado, al menos parcialmente, y éstos sentirse estafados, indignados.

Sin embargo, las encuestas no indican ningún cambio sustancial en las intenciones de voto. Los que dieron su papeleta al PP en noviembre, hoy por hoy seguirían haciéndolo, con más o menos ilusión.

Claro que esto puede cambiar. En Andalucía, el PP perdió un número significativo de votos en las elecciones autonómicas respecto a las generales de cuatro meses antes. O sea, que al menos una parte de esos votos perdidos pudieron ser de personas decepcionadas con los cambios de postura de Rajoy en el tiempo que llevaba gobernando.

Y, por supuesto, en toda España el desencanto de los votantes del PP puede ir a más, conforme avance la legislatura, al ver que las cosas no mejoran con sus elegidos. Pero esa desafección todavía no se ha producido de forma significativa.

Los únicos ataques públicos que he leído a la política de Rajoy, lanzados desde las filas de sus votantes, han sido (pocos, la verdad) por no ser suficientemente radical en sus cambios: porque no ha ilegalizado el aborto en cualquier supuesto, porque detectan en él complejos y miedos “progres” que le frenan a la hora de aplicar una política más resueltamente derechista o conservadora, porque no se ha cargado la herencia socialista de forma más expeditiva… En suma, porque, dicen algunos votantes del PP, es un maricomplejines, como repite hace años la víbora Jiménez Losantos.

Pero me sorprende que, día a día, los ataques a Rajoy por “no cumplir sus promesas”, “por “mentir”, por “engañar a los españoles” (nada menos; ¿a qué españoles?), los lancen casi siempre personas que nunca, en ninguna circunstancia, han votado ni piensan hacerlo a los populares, personas que, al margen de lo que dijera o hiciera Rajoy, nunca le votarían.

Algunos ejemplos entre muchos: leo todos los días a opinadores de la izquierda como Nacho Escolar, con frecuencia escucho a Gemma Nierga o Angels Barceló en la SER, o a sus tertulianos, y todos ellos y ellas ni un solo día dejan de repetir el estribillo de cómo ha engañado Rajoy. “Dijo que no iba a subir el IRPF y lo subió el primer día; dijo que no subiría el IVA y lo va a elevar muy pronto; dijo que mantendría los servicios públicos y no para de efectuar recortes…” Todos los días, sin dejar uno. Y como estos opinadores que cito, muchos más, muchísimos más, clamando, borboteando su amarga decepción.

¿A ellos los ha engañado el Gobierno? ¿Es que votaron al PP y ahora, visto lo visto, se sienten traicionados? ¿A estos miembros conspicuos de la izquierda se les puede llamar decepcionados por la política de Rajoy?

La acusación, viendo quién la formula, es sorprendente, y no pasa de ser una argucia, un truco propagandístico y sentimentaloide, propio de la retórica política más blandegue. Estos "escandalizados" me parecen fariseos.

Su argucia es hipócrita y tramposa, insisto, porque hablamos de personas que tenían y tienen una posición perfectamente lejana a la del PP, personas a las cuales nada de lo que haga o deje de hacer Rajoy va a modificar sus planteamientos, bien lejanos a los de los populares.

Las decisiones del gobierno, y más en estos momentos, se deben criticar, o no, por sí mismas, al margen de si contradicen o no lo que prometió antes. Para criticar o elogiar a Rajoy basta con su política, con lo que hace, sea lo que prometió, sea algo muy distinto a lo que prometió.

Esa crítica a la cosa misma, a las medidas adoptadas, es la que me parece legítima en personas ajenas, muy ajenas, al Partido Popular. Gentes que me gustaría que dejaran ya de presentarse como pobres almas engañadas. Su lamento no es más que un seudoargumento, una trampa indigna en el debate político.

Dejo de lado una cuestión fundamental, a saber, cómo la realidad lleva a veces a rastras al político, cogido del gaznate; cómo determinadas situaciones excepcionales llevan al político a adoptar medidas excepcionales que contradicen lo que prometió. Pensando especialmente en quienes lo eligieron: ¿Debe dimitir? ¿Puede contradecirse y quedarse tan ancho, o confiar en que las siguientes elecciones refrendarán sus cambios y virajes? ¿Qué pinta en todo eso la ética de la responsabilidad y la ética de las convicciones? Pero este asunto exigiría mucho más espacio y profundidad.

10 junio 2012

La bofetada

El otro día hablaba con un distribuidor sobre la editorial RBA. Una gran empresa, que edita muchísimos títulos, demasiados para el escuálido mercado actual, que les pone unos precios peligrosamente altos, y que me temo que no consigue encontrar, al menos en literatura, el espacio que podría merecer. ¿Novela negra o policial? Muy bien, RBA publica a buenos autores, pero su cantidad de novedades y reimpresiones anega a cualquiera. ¿Recuperaciones de grandes libros agotados en otros sellos? Fenomenal, pero son tantas las recuperaciones que no creo que encuentren mucho comprador. ¿Novedades de literatura contemporánea? Lo bueno se pierde entre lo fallido y lo regular. Menos mal que las infinitas variantes y controversias que provoca el método de adelgazamiento de Pierre Dukan parecen producirles beneficios…

Es una pena que en ese maremágnum de novedades haya pasado casi desapercibida una novela que RBA publicó el año pasado, La bofetada, de Christos Tsiolkas, pese a la abundante y buena acogida crítica que tuvo. La bofetada es la obra de un escritor australiano hijo de inmigrantes griegos, y algunos de sus personajes principales comparten esa misma condición. Los ascendientes, en un país que se ha ido forjando con oleadas de llegados de muchos países, tienen su relevancia en lo que se nos cuenta. Familias griegas, en especial, que pelean por mantener su fidelidad a los lazos más tradicionales, en conflicto con la mezcolanza de la moderna Australia; aborígenes del propio país que todavía sufren los prejuicios de otros grupos; conversos al islamismo que buscan certezas profundas, un asidero sólido frente a la confusión de la modernidad; mujeres descendientes de la India o judías de tradición familiar que perdieron cualquier creencia muchos años atrás y se resisten perplejas y furiosas al revival religioso que observan alrededor; o, en fin, australianos “puros”, de familias de vieja procedencia inglesa, convertidos únicamente en uno más entre los muchos grupos componentes de la Australia contemporánea, radicalmente multicultural. Marcas étnicas y religiosas que atraviesan los grupos de amigos y las parejas y provocan desencuentros, recelos, incluso choques violentos.

Pero lo que Christos Tsiolkas presenta en La bofetada es, sobre ese fondo, un magnífico tapiz de conflictos éticos entre un grupo de familiares, amantes, matrimonios y amigos. Siguiendo, en distintos capítulos, las peripecias presentes y pasadas de ocho de esos personajes, y sus relaciones con otros muchos, las 540 páginas de la historia abordan varias cuestiones. Por ejemplo, ciertas ideas nuevas que se han convertido en el paradigma de la corrección política y provocan encontronazos entre quienes las aceptan y las rechazan; el peso opresivo y al mismo tiempo aceptado que tiene tantas veces la familia; la inseguridad angustiosa que se desencadena en ciertos adolescentes en el tránsito al mundo adulto; la utilización de los hijos para compensar otros muchos desastres vitales; o la crisis dolorosa que alrededor de los cuarenta azota a varios protagonistas: crisis sexual y sentimental, de proyectos de vida, de elecciones de futuro. Sobre estos asuntos Christos Tsiolkas nos muestra, no nos adoctrina; nos cuenta, pero deja al lector que saque conclusiones. Todos son asuntos de muchas caras, cada persona actúa con su mochila vital detrás. Tsiolkas narra con crudeza los problemas que revientan y es el lector quien, si quiere, juzga.

Tal vez, con todo, un gran eje vertebre La bofetada: los conflictos de diversas parejas. Decía el otro día el escritor israelí Abraham Yehoshua que “la relación de pareja (…) es la relación más profunda. Las relaciones biológicas, entre hermanos o padres, no se eligen. La de pareja se puede ir al traste en un solo golpe. Cómo mantener esto día a día es el mayor reto del ser humano”. Pues bien, en esta novela hay, en las parejas que aparecen, muchas diferencias de criterio, dudas, broncas, frustración e infelicidad acumuladas, violencia, miedo, trampas, mentiras y soluciones de compromiso. Las parejas no se rompen, y todos (y todas) aguantan lo que no está escrito, pero hay dinamita en ellas, hasta el punto de que muchos personajes de La bofetada viven con los nervios de punta, en una tensión que de cuando en cuando estalla en virulentas explosiones.

He disfrutado no poco con La bofetada. Le sobran algunas páginas, es probable, y no todos los personajes están dibujados con la misma destreza. Pero Tsiolkas es un narrador notable, sabe contar y cautivar al lector, y en muchos, en muchísimos momentos, estas andanzas de australianos me han parecido, sustancialmente, no sé, de lo más pamplonesas.

07 junio 2012

Big Bang Theory y los raros

Siempre que puedo veo Big Bang Theory, la serie norteamericana que repite sin cesar Neox, tres episodios cada tarde. Big Bang tiene éxito en muchos países pero aquí congrega, creo, un reducido núcleo de seguidores incondicionales.

La fuerza de esta serie radica en la personalidad de los cuatro jóvenes científicos que la protagonizan, y en los conflictos y malentendidos con la llamada “gente normal”que su forma de ser provoca. Estos físicos e ingenieros poseen un cociente intelectual portentoso, son profesionalmente muy brillantes y precoces. Pero unas madres feroces, dominantes, los han marcado a hierro y fuego, y sea por eso, sea porque su infancia y juventud han estado volcadas en el estudio y nada en los juegos y afanes de la edad temprana, lo cierto es que estos genios veinteañeros almacenan una notable cantidad de neurosis, manías, inseguridades y torpezas sociales. Vamos, que son unos frikis de tomo y lomo. Su comportamiento es patoso en casi todos los ámbitos, sus aproximaciones a las mujeres tiran a desastrosas, y el infantilismo y la pusilanimidad de sus reacciones asoman cada dos por tres, sea entre ellos, sea cuando topan con cualquier ajeno al claustro universitario. Así que no es extraño que se refugien en un pequeño elenco de aficiones compartidas que conducen al límite de la adicción: los ordenadores, los comics, las películas de la Guerra de las Galaxias y Star Trek, los juegos basados en su pasión por los superhéroes y lo fantástico, cosas así. En esos terrenos son imbatibles. Pero fuera de semejante ámbito, seguro y acogedor, y donde se encuentran con otros raros como ellos, tienden al ridículo y al patetismo.

El personaje mejor trazado e hilarante es el más peculiar de los cuatro, Sheldon Cooper, quien, a diferencia de sus amigos, que sufren por su impericia social y sus fracasos con las mujeres, exhibe con jactancia no sólo su precoz genialidad, sino también el amplísimo catálogo de rutinas inflexibles, fobias y aficiones que tanto le singularizan. Sheldon es un raro irrecuperable, siempre veloz en el desplante y la insolencia ante cualquiera, un pitagorín muy poco dispuesto a pactar con la mediocridad y estulticia que encuentra a cada paso, un asexual que abomina del contacto físico, pelma hasta la asfixia cuando le interesa, impertinente, mandón e incluso odioso. Pero también, en ciertos momentos, un niño asustado y mimoso que reclama que le canten cancioncillas de su infancia mientras afloran los traumas que marcaron su vida familiar y las burlas y humillaciones que sufrió al ser estigmatizado por sus compañeros escolares, nada impresionados (o impresionados muy negativamente) ante su deslumbrante inteligencia.

Hablamos de una serie cómica, y que por tanto se mueve en la exageración caricaturesca. Una serie con episodios muy divertidos, en los cuales la gracia surge del chispazo constante que provoca el enfrentamiento de los científicos con la realidad, representada con frecuencia por su vecina Penny, una camarera de Nebraska que alucina con ellos a cada instante. Y también estalla el conflicto cuando se enfrentan entre sí los egos de esta panda de genios emocionalmente minusválidos. Pero contando, insisto, con que la serie respeta las convenciones de la comedia de situación, y que por tanto no tiene vocación “realista”, cuando me río con Big Bang no puedo dejar de recordar a unos cuantos profesores (y profesoras, vaya que sí) que conocí en los años que trabajé en una universidad. No digo que todos los docentes e investigadores fueran así, por supuesto, pero me acuerdo de gente a veces muy competente en su área, pero macilenta y solitaria, de mirada huidiza o, en ocasiones, agresivamente clasista (el modo en que te trataban revelaba su conciencia de casta superior, además de que disfrutaban, como Sheldon, remarcando que ellos eran doctores, gente especial). Profesores escondidos en sus despachos o laboratorios hasta altas horas, o comiendo solos cualquier cosa, gente terriblemente sosa, mal equipada para la alegría, el sentido del humor y la naturalidad. Hombres y mujeres que, más allá de su especialidad, en su trato eran setas, aburridos, muy aburridos.

Y sin embargo, y pese a que hablemos de personas que se alejan de lo común, hay algo que no quiero olvidar. Veo Big Bang Theory y me río mucho cuando los “normales” se quedan estupefactos con las cosas que dicen o hacen estos frikis. No los entienden, sus razonamientos y propuestas les parecen incomprensibles, absurdos. Pero es que en los “normales” de la serie reconozco la banalidad sofocante de nuestra vida cotidiana. Por lo menos estos científicos tienen una pasión superior, un genuino amor por el saber, su mente funciona con potencia en asuntos de mucha mayor hondura que los habituales en la vida social, y les cuesta una barbaridad someterse a las convenciones que imponen los “normales”. Son raros, y a veces insoportables, pero geniales. Y lo son en problemas y soluciones que no tienen nada que ver con las naderías en las que tantas veces los “normales” matamos nuestras neuronas. Estos frikis se desenvuelven mal en el mundo corriente, pero de su mente salen constantemente chispazos de vigor intelectual, arrebatos fulgurantes, puntos de vista y asociaciones mentales que les elevan sobre la grisura en que vivimos la inmensa mayoría.

“Cuando el apelativo de “normal” sirve para enaltecer a alguien, en lugar de para ignorarlo o incluso denigrarlo, proclamamos la uniformidad y la semejanza como máximas virtudes. Lo sepamos o no, celebramos la mediocridad como ideal, es decir, hacemos de la carencia de valor el valor más venerado. Y, al contrario, reservamos nuestra reprobación, más aún que para lo bajo, para lo que se distingue y se sale de la regla por arriba. Que nadie destaque, que nadie sobresalga, todos hemos de ser iguales: tales son los lemas normales del hombre normal. Su campaña, la guerra contra la diferencia y sobre todo contra la excelencia. Por haber malentendido la democracia, se confunde la debida igualdad de derechos con la impensable igualdad de capacidades. Por alejarse de la odiosa competitividad mercantil, se reniega tanto de la competición o emulación necesaria entre las destrezas humanas como del individuo competente. Todo lo raro, o sea, lo escaso y valioso, recibe enseguida un signo de interrogación y dispara la sospecha del individuo normal. La ética queda así literalmente puesta del revés”. (Aurelio Arteta. Tantos tontos tópicos)