19 diciembre 2010

Es de libro. Un diario (II)

9 de julio

He venido, aprovechando que estoy de vacaciones muy cerca, a la Semana Negra de Gijón. Hace dos años también me acerqué un viernes, el primero de la feria, que dura diez días. Entonces todavía celebraban la cita con la novela negra y policial en la playa de Poniente, en el centro de la ciudad. Ahora la ubican al lado de otra playa, la del Arbeyal, mucho menos principal, más proletaria, en una zona en que coexisten edificios muy modernos con naves de un polígono industrial en declive, un polígono típico de ese Gijón (de esa Asturias, en realidad) que a partir de finales de los años setenta se fue hundiendo y se ha visto obligada a buscar nuevos modos de supervivencia económica y mudar su piel. La feria queda encajonada entre la playa, que hoy está muy nutrida, y un césped donde se agolpan un buen número de mujeres (sólo mujeres) tomando el sol en topless.

Lo primero que se encuentra el visitante es un real de feria. Hay barracas clásicas, como la noria, los autos de choque o los caballitos, junto a otras más novedosas. Pero domina brutalmente la cháchara estentórea del hombre de la tómbola. Parece el mismo hombre de todas las tómbolas de barracas del mundo, con el mismo tono que ya oíamos de niños, hablando de muñecas para el caballero o la señora.

Abundan los puestos de comida. Comida turca, cubana, salchichas, bocadillos de todas clases, intensas fritangas que al calorazo de la media tarde marean al visitante al revolverse con los sabores de los puestos de dulces. Y muchos puestos solidarios en los que se venden camisetas y objetos tontos de artesanía.

Libros no hay muchos, la verdad. La mayoría de las casetas venden volúmenes ajenos a la temática del encuentro. Sólo el puesto de la librería Negra y Criminal, de Barcelona, tiene la entidad que el evento reclama. Hay otros estands más modestos con oferta de algo de novela negra, y alrededor de ellos lugares donde se vende ocultismo y otras patrañas, o estudios sobre el materialismo dialéctico y el imperialismo, o biografías de revolucionarios mexicanos, cubanos y argentinos, o todos los saldos de la editorial asturiana Júcar, ya fenecida, donde siempre hay algo que merece la pena (compro, por quinta vez, Adolphe, de Benjamin Constant, maravilloso librito). Por suerte, encuentro además dos o tres puestos en los cuales el bibliópata puede hacerse, a precios bajísimos, con ediciones muy solventes de Senectud, de Italo Svevo, los Diarios de Tolstoi, El mundo de ayer, de Stefan Zweig, o La muerte de Virgilio, de Hermann Broch. Volúmenes, como se ve, escasamente policiales, pero que siempre viene bien comprar, aunque ya se tengan.

Se supone que el lugar central de esta semana es la carpa en que se celebrarán los debates entre escritores y las presentaciones de libros del género. Pero hoy los escritores estarán llegando a Gijón, calculo, en el tren que les trae de Madrid, y luego se correrán su primera juerga nocturna por la ciudad. Hasta mañana no se arrimarán a esta carpa, tardíos y resacosos. Hoy las ciento y pico sillas del lugar están vacías, y sólo dos técnicos andan probando micrófonos.

En tiempos fui un loco de la novela negra y policial. Hoy el género sigue de moda, y los editores no saben ya a qué nuevo autor nórdico publicar, embarcados en la búsqueda frenética de otro Stieg Larsson. Pero yo no soy el mismo. En los últimos tiempos sólo he leído la última pesquisa de los guardias civiles de Lorenzo Silva, La estrategia del agua, que me ha parecido peor que las anteriores, aunque su factura es solvente, y La vida fácil, de Richard Price. Pero Price, de quien recuerdo novelas buenísimas, como Clockers y Freedomland, cada vez es menos encasillable en el género. En La vida fácil la intriga no importa nada. Lo que hace Price es retratar a unos policías con vidas muy aperreadas, y en especial analizar cómo un crimen descalabra a una familia. Gran novela realista, sin más adjetivos.

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