04 noviembre 2012

Héctor Abad Faciolince

Héctor Abad Faciolince en Pamplona. Los asistentes a los más de setenta clubes de lectura de Navarra –casi todos impulsados por las bibliotecas públicas- han ido leyendo El olvido que seremos, la memoria que el escritor colombiano escribió sobre su familia, y en especial sobre su padre, médico y activista de los derechos humanos asesinado en 1987 por los paramilitares de su país. Héctor Abad consiguió una obra repleta de amor, emoción, dolor y nostalgia, que bordea pero evita la trampa del sentimentalismo dulzón, y que ha conocido un justo éxito en muchos países. Así que no es raro que el sábado pasado nada menos que cuatrocientas personas acudiéramos a escucharlo hablar de El olvido que seremos y de lo que quisiera contarnos.

Lástima que, como pasa casi siempre en cualquier charla o conferencia, haya gente que parezca ir ante todo a colocar su discurso, gente que, más que escuchar al que ese día es protagonista, necesita hacerse oír. Esas personas no desean preguntar, aprender, “exprimir” al invitado excepcional, aprovechar su presencia para entender mucho más hondamente su obra. No, eso no es lo primordial. Pretenden hablar ellas, escucharse a sí mismas, “hacer un comentario”, como suelen decir, y eso cuando no se van por los cerros de Úbeda y pierden el hilo en peroratas interminables.

No hace falta ser un jubilado o desocupado para desempeñar ese irritante papel. Basta con disponer de un ego hipertrofiado, o con secretar el resentimiento de quien nada oscuramente piensa: “Yo tendría que estar ahí, yo tendría que ser quien evacuara a la humanidad todo lo que bulle en mi interior, no tú, conferenciante que debes escucharme a mí”.

Por si no fuera suficiente, sucede que con la crisis económica tan feroz que padecemos proliferan los que, sobre su papel habitual de oradores ególatras o resentidos, aprovechan, venga o no venga a cuento, para clamar contra los recortes y la maldad del gobierno. Se adjudican un papel de conciencia moral tronante, de voz indignada y doliente que clama frente a la injusticia. Como si los demás, a estas alturas, y encima en un ámbito al que hemos venido a otra cosa, necesitáramos que nos quitaran la venda de los ojos, o escuchar por enésima vez lo mismo. O mucho peor: ¡Como si lo necesitase el protagonista del día, al que urge enseñarle y adoctrinarle! Eso es, sencillamente, aldeanismo.

Menos mal que Héctor Abad supo sortear muy bien las minas que algunas asistentes le pusieron. Sus intervenciones no sólo tuvieron claridad, calor, humor y brillantez; además, orillaron con elegante silencio cuestiones muy locales en las cuales habían querido involucrarlo, y hubo un momento, el más vehemente en su intervención, en que quiso recordar premisas muy obvias sobre las conquistas de Occidente en libertad, tolerancia, derechos sociales y logros culturales, conquistas que, en un tono inflamado y feroz, uno oye desdeñar cada dos por tres y que, sin embargo, fuera de Europa parecen fabulosas a millones de personas.

Pero al cabo lo importante fue, al menos para mí, lo que Héctor Abad nos contó sobre el libro, o sobre lo que no incluyó en él por autocensura, o, en particular, las formas en que se equivocó en ciertos momentos clave de su vida, especialmente antes del asesinato de su padre, al cegarle el juicio ciertas pasiones. Y eso que Hector Abad, criado en una familia llena de amor, podría decir, como Merleau-Ponty, que nunca podrá curarse de su incomparable infancia. Pero hay cosas que entendemos tarde, cuando ya no tiene remedio lo que hicimos, o cuando nos arrepentimos sin remedio de aquello que no hicimos en el momento preciso. Lecciones que Héctor Abad Faciolince compartió con todos los que le escuchamos el sábado pasado, gracias a la comunidad que forman los clubes de lectura.

01 noviembre 2012

Agustín García Calvo en Burlada

Sería el año 1987. Un lunes de mediados de diciembre, frío, lluvioso. Un día de perros. Me cogí el coche, pese a que a las siete de la tarde el tráfico por el extrarradio era lento y pesado, por la hora y por la lluvia, y me fui al colegio Hilarión Eslava, en Burlada. Había leído que Agustín García Calvo iba a dar una conferencia. No puedo recordar quién la organizaba, a quién se le habría ocurrido la idea de traerlo a Pamplona. Yo no había escuchado nunca a este pensador verdaderamente singular, pero había leído algunos de sus libros —no sé cuánto había entendido de ellos—, y también elogios encendidos sobre su persona y trayectoria de profesores míos en Zorroaga como Fernando Savater o Félix de Azúa.

Resultó que la charla era en el gimnasio del colegio, un lugar gélido, desabrido a más no poder, en el que nos juntamos poco más de veinte asistentes. Todos íbamos con anoraks, con tabardos o abrigos, con gruesos jerseys y botas para la intensa lluvia. Pero él, su pelo largo y revuelto y unas patillas inmensas que en su caída acababan enlazando con un fino bigote, componiendo un continuo de pelo blanco, vestía con colores vivísimos, un revoltijo de camisas y pañuelos a cual más llamativo, que se acompañaba de un pantalón negro de cuero desafiante. No recuerdo sus zapatos, pero seguro que no eran como los nuestros, tan convencionales.

En cuanto se puso a hablar comprobé que estaba ante un orador tan formidable como avisaban los panegíricos de sus seguidores. García Calvo tenía una elocuencia que quería ser hipnótica. Su tono, las inflexiones de su voz, el ritmo de su elocuencia, las pausas y súbitas aceleraciones en su discurso, todo conspiraba para que nos quedásemos traspuestos, atrapados en la tela de araña de su argumentación. Y eso que el escenario de su actuación en nada ayudaba. El gimnasio tenía varias puertas, y durante muchos minutos jovenzuelos despistados estuvieron asomando sus narices por la sala, confundidos al ver a un viejo vestido con extravagancia, o simplemente al verificar que el gimnasio tenía esa tardenoche un uso bien distinto al habitual. Pero, claro, ese juego de entradas y salidas, de puertas que se abren y se cierran, contenía un ataque frontal a la seducción de García Calvo, que pugnaba, se notaba en su rostro y gestos, por ignorar las interrupciones juveniles. En un par de momentos a punto estuvo de lanzar su furia contra los elementos distractivos. Pero logró contenerse y seguir con su encantamiento verbal.

Una mujer sentada en primera fila, y vestida de modo menos llamativo que él, fue la primera en intervenir en el coloquio posterior. Sus palabras fueron críticas con lo dicho por García Calvo, y ambos se enzarzaron varios minutos en un animado rifirrafe. Luego supe que era su mujer, Isabel Escudero, y que el mismo ritual de la confrontación pública entre embos se repetía casi siempre en las charlas del filósofo zamorano. Lo comprobé años más tarde en otra intervención de este a la que acudí en la Escuela de Idiomas. Ese día, amén de la trifulca con Isabel Escudero, García Calvo se negó a que la televisión grabara nada de su intervención. El cámara ponía cara de alucinado y enfadado mientras el filósofo le explicaba por qué la televisión es intrínsecamente perversa, otro invento del Poder.

Aquella noche en Burlada García Calvo nos habló del Pueblo, esa entidad verdaderamente democrática precisamente por su indefinición, por su carácter tan poco preciso, y de cómo la llamada democracia, apoyada en la estadística, en contar votos, en la superstición de las mayorías y minorías, es una engañifa del Poder, uno de sus peores ardides. Bueno, nos habló de eso y de muchas cosas más. Pero yo, que les he perdido el respeto a esas lucubraciones del zamorano ahora fallecido, y que me parecen más extravagantes que su vistosísima indumentaria, no puedo olvidar su capacidad retórica descomunal, el modo en que, en un triste gimnasio escolar, supo subyugarnos aquella noche de diciembre. Como los grandes maestros, o al menos como los grandes sofistas.

18 octubre 2012

Lorenzo Silva

El lunes premiaron a Lorenzo Silva con el Planeta por su sexta novela con las andanzas de Bevilacqua y Chamorro, los guardiaciviles metidos a investigadores de crímenes. Mucho dinero para el escritor, pese al mordisco feroz que Hacienda les da a los seiscientos mil euros que acompañan al galardón. Me alegro por Silva, porque, vista la trayectoria del Planeta, uno siempre puede temerse lo peor. Y Silva no es lo peor, qué va.

He leído las cinco novelas anteriores con Bevilacqua y Chamorro como protagonistas. Pero desde 1998 todas las he ido sacando en préstamo de bibliotecas públicas. Lo mismo que espero hacer en pocos meses con esta próxima, La marca del meridiano. Silva escribe con fluidez, agilidad y viveza, y sus novelas son entretenidas, correctas, bien tramadas, con una buena dosificación de los elementos de la intriga. Pero al conjunto le falta densidad, profundidad, y le sobran, creo, los largos parlamentos, una cierta verbosidad discursiva en muchos fragmentos. Yo prefiero las novelas negras más secas, en las que el mostrar predomine netamente sobre el decir, aquellas en que el autor enseñe, y no explique tanto.

Tampoco le beneficia, creo, su empeño por reivindicar a la Guardia Civil. No lo digo porque haya una voluntad deliberada de embellecer y falsear la realidad del Cuerpo. Sobre esto no puedo decir nada. El problema es que esa intención del novelista, por muy ajustado que sea su retrato a la verdad cotidiana del instituto armado, lastra los resultados literarios, elimina factores que en la gran novela negra americana eran fundamentales: la ironía, el sarcasmo, la ambigüedad, una atmósfera moral turbia, a veces brutal y desquiciada, que envolvía no sólo a los criminales, sino también a los detectives y policías, y en general a todos los personajes supuestamente “inocentes”. Las novelas de Silva resultan en cambio, pese a los crímenes y a las ocasionales tramas corruptas que aparecen, mucho más planas, asépticas, buenistas.

Hace años que leo solo de ciento a viento novelas negras, policiales, criminales o como queramos llamarlas, y nunca he sentido ganas de volver a alguna de ellas. Me enganchan, las leo con avidez, con el mismo impulso que me puede llevar a ver una película mediocre en la tele o a comer almendras o patatas fritas. Pero pronto me empacho, casi nunca les encuentro entidad literaria, pronto les descubro las rígidas costuras y convenciones del género, y las abandono una buena temporada. En eso he cambiado. De joven leí a los que sigo considerando verdaderamente grandes, Dashiell Hammet o Raymond Chandler, y a muchos otros que, siendo inferiores, me obsequiaron con estupendos ratos. Robert Parker, por ejemplo, un americano muy prolífico que creó al gran detective Spencer, hasta en su peor novela me parece muy superior a escritores europeos como Silva. Incluso Vázquez Montalbán me parece que rayaba a gran altura en un par o tres de sus aventuras de Pepe Carvalho.

Admito que en parte mi alejamiento del género puede deberse a que no soy el mismo. Sin embargo, no puedo entender, por ejemplo, el prestigio de autores de moda como Don Winslow o de Henning Mankell, aunque también me hayan hecho pasar buenos momentos. Hace poco leí la última novela de John Verdon, y me pareció flojísimo. Sólo las novelas de una española, Marta Sanz (Black, black, black y Un buen detective no se casa jamás) me han parecido dignos intentos de jugar con las convenciones del género para ir más allá, bastante más allá.

07 octubre 2012

Secretos y mentiras

He leído, por motivos profesionales, el original de una biografía de Emiliana de Zubeldía que se publicará pronto. Pianista y compositora navarra nacida en 1888, Emiliana fue una mujer notable. Estudió en Madrid y París y a partir de 1927 recorrió varios países americanos, en los que trató a muchos músicos, compuso un buen número de obras y ofreció recitales pianísticos. A comienzos de los años cuarenta se estableció en México, y más en concreto, a partir de 1947, en Hermosillo, la capital del norteño estado de Sonora, donde desarrolló hasta su muerte,¡casi a los cien años!, una ingente labor en todos los terrenos de la actividad musical, y donde se convirtió en una personalidad.

La biografía que he revisado, escrita por una discípula mexicana de la compositora que tuvo con ella trato muy frecuente en los últimos veinte años de la vida de esta, es muy completa en el recuento de su actividad creativa, profesional y pública. Pero es muy parca en lo que respecta a su vida privada. En ese sentido, la biógrafa respeta el empeño de la propia señorita Zubeldía (así la llamaban en Hermosillo, o también Miss Zubeldía) por ocultar cualquier detalle de su vida que no perteneciera a su actividad creativa y profesional. En ese soterramiento, la compositora fue llamativamente obsesiva. Sin embargo, hay aspectos de su vida, y de su mismo proceder respecto a esa andadura casi centenaria por Europa y América, que incitan a reflexionar sobre el sentido del secreto, y acerca del relato que esta compositora, pero también mucha otra gente, quiere construir para contarse y contarnos, a despecho si es preciso de la verdad.

Lo primero que ocultó hasta el delirio Miss Zubeldía fue que había estado casada. En 1919, y en la Colegiata de Roncesvalles, se celebró su boda con Joaquín Fuentes, empresario, químico y director del Laboratorio Agrícola Provincial de Navarra. El matrimonio, saludado en la prensa de la época nada menos que como “las bodas entre la ciencia y el arte”, duró solo dos años. Emiliana huyó a París, y nunca volvió a ver a su marido, aunque él, durante varios años, mantuvo oficialmente la ficción de que “su esposa” vivía en la capital francesa solo porque allí podía continuar su formación.

Gracias a dos artículos (aquí y aquí) de Fernando Pérez Ollo —a quien tantos lectores de Diario de Navarra echamos en falta— he sabido que, a partir de su abandono de Europa en 1927, Emiliana de Zubeldía no solo ocultó episodios anteriores de su vida. Es que además, y esto es más interesante e inusual, se inventó elementos de una biografía fantástica.

Lo menos importante es que siempre engañara respecto a los años que tenía,y eso que llegó a declarar treinta menos de los reales. Más sorprendente es que se dijera nacida en Arnaiz, un pueblo imaginario; o que presumiera de ser “vasca por los cuatro costados”, para lo cual sustituyó su cuarto apellido, León, procedente de la localidad riojana de Cervera de Río Alhama, por el de Echeverría. Y también resulta fantasioso que se calificase como una emigrada política.

No, Emiliana no había recalado en América en 1927 por motivos políticos, ni muchísimo menos. Y, no residiendo en España desde tantos años atrás, pudo retornar en el franquismo más de una vez con toda normalidad, aunque de riguroso incógnito. En particular, vino a Navarra a comienzos de los años sesenta para visitar a uno de sus hermanos, ya muy enfermo, el sacerdote y conocido publicista religioso Néstor Zubeldía, que había oficiado su boda. Este canónigo mantenía asimismo relación frecuente con su antiguo cuñado, Joaquín Fuentes, el abandonado. Un día, cuenta Pérez Ollo, “Joaquín pasó a ver a su cuñado canónigo en la casa del Arcedianato, le acompañó buena parte de la tarde y se marchó sin saber que en la habitación de al lado estaba su mujer”.

Esta escena, los cuñados que pasan juntos más de tres horas mientras Emiliana, pared con pared, se oculta de su antiguo marido tiene, en mi opinión, una poderosa entidad dramática, como si formara parte de una obra de teatro repleta de secretos, mentiras y añejas querellas. Han pasado más de cuarenta años desde la boda en Roncesvalles, los protagonistas de entonces se han convertido en unos viejos, y cabría suponer que todas las pasiones de antaño, de cualquier signo, han perdido su vigor. Pero Emiliana de Zubeldía no quiere ni ver al que, siquiera dos años, fue su marido. Parece evidente que, a despecho del tiempo transcurrido, hay sentimientos poderosos que siguen vivos, antiguas heridas del espíritu que no se han cerrado. Aventuras, inventos y mistificaciones, podríamos decir a la manera barojiana, de una mujer que deja abiertas en nuestra mente varias preguntas.

04 octubre 2012

De Polonia a Codés

Leo a diario, casi siempre en cinco minutos, el Diario de Noticias, un periódico mediocre en el que abundan las noticias mal redactadas, las denuncias hilvanadas con pocos datos y los articulistas y periodistas que, como las cabras, tiran siempre al mismo monte. ¿Como todos los periódicos, dirá alguien, cada uno con sus intereses y su ideología? No exactamente, no todos exhiben el descaro panfletario que se gasta este.

El otro día encontré sin embargo un artículo que llamó mi atención. Una buena historia. A propósito de la para mí ignota «Novena a Nuestra Señora de Codés», el opinante comenzaba lamentando la atención pastoral que el arzobispado presta a la zona. Por lo visto, las misas de la Novena fueron celebradas casi todos los días por un anciano sacerdote «renqueante y lector inaudible de toda la misa». Y el último día, el domingo, llegó, «para quedarse» y «atender varios pueblos de la zona» un cura congoleño que, dice el articulista, «aterrizó en Codés sin ninguna presentación y (me temo) sin ninguna preparación ni adaptación». Eso sí, al menos es «alto, fuerte, con pinta de jugador de baloncesto». Su castellano es «aceptable», pero posee, dice el informante, «una mentalidad y teología (me temo otra vez) muy alejadas de nuestros pueblos».

Lo más llamativo, o sugerente, venía a continuación. Para subrayar la «degradación pastoral» de Codés y los pueblos que rodean el Santuario, el articulista recordaba que durante ocho años «ha estado de párroco Jean Borysowsky, sacerdote procedente de Polonia. Cuando apareció por Codés apenas podía comunicarse en castellano. Las misas eran leídas totalmente y era imposible entenderle nada». Y después de ocho años, y eso me sorprende, «cuando el pasado 25 de junio se despidió de Torralba del Río, apenas pudo decir unas palabras». El sacerdote, presume el articulista, se ha ido de la zona «porque no pudo adaptarse a la vida e idiosincracia de estos pueblos. No consiguió integrarse».

Aquí, en la historia de este clérico polaco que no se entiende con sus feligreses, hay materia para una buena narración, un nuevo Diario de un cura rural que, en la estela del de Georges Bernanos, contara las crisis que ha debido de vivir el cura en una tierra para él hostil. Ese relato podría abordarse en tonos muy diversos: humorístico o sainetesco, con anclaje en la literatura del absurdo más desaforado, pero también dolorido y melancólico. Aun sin conocer los pormenores de esos ocho años, a mí la figura del religioso perdido, muy perdido, en el remoto valle de Aguilar me inspira piedad. ¿Cómo se las ha apañado tanto tiempo en una tierra en la que se entendía fatal, y ello, además, en el doble sentido de la expresión: lingüístico, pero también mental, cultural?

Mi simpatía por este sacerdote se acrecienta cuando leo que «el verano era para él un verdadero suplicio». Y es que, cuenta el articulista, «en una ocasión me confesó que iba a hablar con el señor Obispo porque no podía con tantos pueblos y con tantas fiestas, sobre todo con tantas fiestas (hubo meses que tuvo que atender ocho o diez pueblos)». No me extraña, pobre Borysowsky, que sufriera tanto. Por motivos muy distintos, yo también padecí la pesadilla de las fiestas patronales, un invento que a estas alturas, cuando el río de la diversión se ha desbordado incontenible, anegando todos los días del año y cualquier lugar del mundo, resulta decididamente anacrónico, redundante, superfluo. Y me lleva a pensar que en algunas de las procesiones y misas que acompañé muchos años con mi música en los pueblos en fiestas, tal vez el cura anhelaba lo mismo que yo: que se acabe pronto esto, que se acabe de una bendita vez.

26 septiembre 2012

Benet y Martín Gaite: cartas y amistad

En 1964, Carmen Martín Gaite y Juan Benet se reencuentran en Madrid, tras haberse tratado someramente a principios de los cincuenta en una tertulia de jóvenes escritores que se reunía en un café cercano a las Cortes. A la altura de 1964 Carmen Martín Gaite ya ha publicado sus primeros relatos y novelas y posee un nombre en la sociedad literaria, mientras que Juan Benet, ingeniero que ha trabajado más de diez años a pie de obra en carreteras, presas y puentes construidos en León y Asturias, es un escritor casi inédito y desconocido. Sólo ha publicado en 1960, pagándoselo él mismo, un volumen de relatos, Nunca llegarás a nada, del que guarda cientos de ejemplares que está dispuesto a regalar a cualquiera que muestre un mínimo interés. Pero en 1964 se acerca a la cuarentena y, aunque desconocido, se puede decir que está “armado” literariamente. Muchos años de lecturas y de escritura han forjado un estilo que, si bien influido por Faulkner, Kafka Proust y otros prosistas franceses, tiene un tono propio, radicalmente innovador en el panorama literario español. Sabe qué quiere escribir, tiene una novela muy avanzada. También tiene muy claro lo que no quiere, lo que rechaza con desdén: el realismo, o peor, el costumbrismo que, según él, y con pocas excepciones, dominan la producción literaria en castellano, al menos en España.

El reencuentro de 1964 de estos dos escritores es tan grato y estimulante para ambos que se inicia una gran amistad. “Mucho tengo que retroceder en el tiempo para recordar dos horas tan buenas como las que pasé ayer en tu casa. Son de esas que almacenan beneficio y lo van desplegando después y a distancia”, le escribe Martín Gaite a Benet. Porque esos frecuentes encuentros y largas conversaciones les inclinan también a comenzar una correspondencia que continúe y profundice todo aquello que surge en sus charlas. Las cartas que se cruzan, las que no se han perdido, se publicaron en 2011 en un libro (Galaxia Gutenberg) que estos días he leído con pasión. No son misivas sobre incidencias personales o domésticas, pese a que ambos dejen caer aquí y allí, muy levemente, alusiones a no pocas pérdidas, tristezas e infelicidades. No, la correspondencia mantiene, al menos en los primeros años, hasta 1967, una formidable altura intelectual. Los dos quieren reflexionar, fijar conceptos, definir sus posiciones, y vuelan siempre muy por encima de las anécdotas o los datos.

El interés primero por el diálogo epistolar es de Carmen Martín Gaite, pero es Benet quien, respondiendo a su invitación, envía, de las que se han conservado, las cartas más hondas y brillantes. La escritora, a la que entusiasma este cruce sobre la literatura y lo que importa de verdad en la ficción, pero también sobre otros asuntos (la depresión, la voluntad, el peso del tiempo en las actitudes vitales, etc.), es una interlocutora de gran nivel, pero las cartas de Benet revelan, como he dicho, que aunque ignorado entonces como escritor, tiene ya unos criterios sólidos sobre lo que quiere escribir, y también sobre muchos planos de la existencia. Sus cartas, en realidad ensayos breves redactados en su estilo suntuoso y un tanto enrevesado, no dan facilidades al lector (Benet casi nunca se las dio), pero revelan un hombre con opiniones profundas, originales y muy fértiles a la hora de animar a seguir pensando.

En enero de 1968 se publica la primera novela de Benet, Volverás a Región. Y pronto, aunque en niveles muy minoritarios -toda vez que se trata de una historia morosa y compleja-, comienzan a surgirle admiradores nuevos, jóvenes muy atentos a las nuevas corrientes de la ficción y que ven en su literatura algo en verdad radical. Benet es solicitado y agasajado por distintos círculos, sus compromisos aumentan, y sus cartas a Martín Gaite se hacen mucho menos frecuentes y sustanciosas. La escritora reacciona, echa en falta esas misivas, la presencia tan sugerente e “íntima” que habían adquirido en su vida, y le reprocha a Benet su silencio, a veces con un dolor, una irritación y una acidez que, según ha confesado atónito Félix de Azúa, entonces uno de esos jóvenes, el escritor no hubiera tolerado a ninguna de sus nuevas amistades. Martín Gaite, por ejemplo, para justificar que no lo llamará en su cumpleaños, le escribe que “Desde que estás tan descaradamente entregado a la exhibición y publicidad de tu propia persona física de escritor de moda –apreciado no tanto por la calidad de sus páginas cuanto por un entrechocar de anécdotas, ditirambos y vaciedades-, he pensado que mi llamada la meterías en el mismo saco que la de Molina Foix, Ana María Moix o cualquier oix similar, tan proclive como tu nueva situación te ha hecho a confundir la velocidad con el tocino”. Reproches de este tipo, cargados de dolor y rabia, hay varios en otras cartas. En 1973 Carmen Martín Gaite publicará un racimo de ensayos, La búsqueda de interlocutor y otras búsquedas, y en el que dio título al libro, que habían discutido a fondo en los años dorados de su amistad, coloca esta dedicatoria: “Para Juan Benet, cuando no era famoso”. Vale decir, cuando no debía atender mil solicitaciones, cuando era mi amigo de verdad, cuando le gustaba discutir conmigo, cuando se tomaba el trabajo de dialogar y explicitar sus posturas para estimular y acompañar mi vida.

Pero la amistad ni es algo incólume e inmune al tiempo, ni muchos menos se puede exigir como si fuera la cláusula de un contrato. Benet, que ya había dejado claro años antes que la escritura era un juego para él, y que la correspondencia no podía someterse a un turno riguroso y forzado, quiso cortar por lo sano, en una carta que no se ha conservado, la catarata de reproches de Martín Gaite. Esta tuvo que pedirle disculpas por su tono agresivo y comninatorio. En todo caso, muy pocas cartas más se enviaron.

¿Siguieron siendo amigos? No de la misma manera que en el periodo “dorado” de 1964-66. Me parece que algo sustancial se había perdido entre los dos. ¿Quién no ha conocido más de una vez en la vida estos cambios en la calidad de sus amistades, esas quiebras donde al menos uno de los dos pierde sin remedio la compañía y el influjo benéfico y valioso del amigo que ha cambiado y se alejan o desaparece?

Pero algo quedaba, al menos por la parte de la escritora. En 1985, bastantes años después, Carmen Martín Gaite le escribe a Benet: “¿qué me haría ilusión en este momento, qué podría darme un poco de alegría? Y me dije, que apareciera Juan Benet y se sentara aquí un rato conmigo. Aunque no dijera nada”. Lo que no obsta, ay, para que dos meses después, en una carta cariñosa que responde a una misiva perdida del escritor, y en la que elogia hasta la caligrafía de éste, no pueda evitar terminar: “Deberías dar tus obras siempre escritas a mano. Tal vez ganaran en estilo y transparencia”. Amigos pero…

05 septiembre 2012

Notas de verano (II). Comiendo con mi padre

En verano ganan un peso especial las comidas con mi padre. Son muchas, los dos solos, mano a mano. Como mi padre tiene ochenta y seis años, varias pejigueras de salud y se mueve cada vez con más lentitud, lo recojo en su casa (siempre está preparado quince minutos antes, así que, sea a la hora que sea, invariablemente llego cuando ya le ataca una ligera impaciencia) y lo transporto por la ciudad. Son comidas presididas por la repetición. Quedamos siempre a la misma hora temprana, lo llevo al mismo restaurante y casi elegimos idéntico menú día tras día. Con el último sorbo del café pagamos y rápidamente lo devuelvo a su hogar, que mi padre quiere echar la siesta enseguida y la rigurosa observancia de los horarios es sagrada para él.

La repetición domina también los diálogos. Hablamos (o mejor, le hago hablar: en grupo mayor tiende a permanecer silencioso y ausente) sobre la calidad del menú, el tiempo, Osasuna, la televisión, sus hermanas (tan mayores como él y más enfermas y dependientes) u otras gentes de su pueblo, que abandonó hace sesenta años, o bien sobre las escasas personas que trata fuera del círculo familiar. Mi padre ya no tiene amigos: o se han muerto, o han dejado de interesarle, o verlos es demasiado complicado por múltiples motivos y no compensa el esfuerzo. Tiene, menos mal, una excelente relación con algunas vecinas y otras mujeres del barrio, con las cuales, lo sé y lo entiendo muy bien, es mucho más locuaz y extrovertido que con sus hijos.

Nuestras conversaciones son guadianescas, puntuadas por largos silencios, y sometidas a lo que importa de verdad: comer, actividad a la que mi padre se entrega con minuciosa concentración. Lo cual no obsta para que en su avidez se manche la camisa indefectiblemente, o para que, prisionero implacable de sus temores o manías, se resista malhumorado y esquivo a mis sugerencias de algún cambio en sus costumbres. Las fricciones que ello provoca, pequeñas explosiones, siempre las pago con el dinero de la culpa e intensas punzadas de compasión (de él y de mí, que acabaré igual o peor).

Mis intentos, desde hace años, por hacerle recordar, en estas conversaciones de dos hombres mayores, episodios de su vida chocan con la coraza de la versión oficial, manida y alicorta que, casi sin querer, ha construido de su pasado. Y también con las dificultades expresivas y lingüísticas (mentales, en realidad) que mi padre tiene, como tantísima gente, para hablar con verdad y sencillez de su vida. Por muchos motivos, algunos muy justificados, las familias no son el ámbito de la sinceridad, y las zonas de sombra, secreto y silencio son, digamos, naturales. No hablo de nada tremendo ni dramático, qué va. Hablo de familias sin historia, “normales” y “felices”. Hay demasiados factores que conducen en esta dirección: de carácter y formación, de temor y conveniencia, de limitaciones buscadas o inevitables.

El último libro de David Lodge publicado en castellano, La vida en sordina, que devoré hace dos años, contiene páginas hermosas y melancólicas sobre la relación entre el protagonista, sordo y sesentón, y su padre, de ochenta y nueve años, también sordo, que vive solo en un domicilio que no se ha limpiado bien desde que falleció la madre, y al que saca a comer siempre al mismo restaurante. El padre reacciona con idéntica negativa a todos los intentos de introducir cambios en su vida, cambios que el hijo pagaría de mil amores con tal de hacer oídos sordos al pitido que ambos escuchan en su mente con persistencia: que su padre, lleno de manías y poseído cada vez más de un humor oscuro, está solo, muy solo. El hijo le ofrece una persona que limpie el piso, cocine decentemente y vigile que no salga a la calle con lamparones en la ropa, nuevos electrodomésticos, encuentros con otra gente, cualquier modificación material. El anciano resume por fin su negativa a todo cuando le dice al hijo que “Ya no quiero hacer nada. Lo máximo que puedo esperar es pasar la noche sin levantarme más de tres veces, conseguir una actuación decente en el trono después del desayuno, prepararme la cena sin quemar nada, que haya en la tele algo que valga la pena… Es lo único que puedo esperar. Eso es un buen día”.

Con ligeras variaciones, mi padre anda por ahí. Ni él ni yo somos sordos, pero creo que entre dos hombres mayores, en esta sociedad urbana que hace tiempo arrumbó el clan familiar de las sociedades agrarias, la sordera me parece una excelente metáfora del clima en que vive nuestra relación. Y temo que ya no sabremos migrar hacia climas más cálidos.

03 septiembre 2012

Notas de verano (I)

Películas y películas. La holganza del verano me ha permitido disfrutar a horas intempestivas de varias películas en la tele. Quiero recordar dos. Una argentina, El aura, de Fabián Bielinsky, el recordado director de Nueve reinas. El aura es una narración seca, de pocas y rápidas palabras y muchos silencios que el espectador atento debe llenar de sentido para completar la trama. Cine negro del bueno, violencia, curiosidad preñada de riesgos y, claro, codicia. Todo ello en el culo del mundo, entre seres con vidas hechas un guiñapo.

Cosa muy distinta es El hombre que mató a Liberty Valance, la película de John Ford sobre la que da vergüenza decir nada a estas alturas. El otro día Santiago González contaba lo fundamental de su argumento. El mal en acción, el miedo y la cobardía colectivos, los equívocos que crean leyendas. Pero también el valor cívico, la ilusión de cambio y la pureza de los principios, las difíciles elecciones a que la vida obliga. Y por encima de todo la lección moral del personaje que interpreta John Wayne, un tipo valiente sin chulería, enamorado sin éxito, perdedor sin levantar la voz.

Con todo, sería ridículo y presuntuoso fingir que me alimenta sólo lo excelso. Qué va. La televisión sirve también para descansar, dejar la mente en blanco, llenar huecos de la noche en que, sin esfuerzo ni proyecto, uno sólo quiere abandonarse. Para uno de esos resultó perfecta otra película americana. ¡Y bien distinta! Una rubia muy legal. Confesar que pasé un rato muy entretenido viéndola no ayuda nada a mi reputación. Menos mal que eso me trae sin cuidado.


Las noticias y las emociones. “Llevo diez días sin leer un periódico, sin ver la televisión, sin escuchar la radio... Y la verdad es que recomiendo a quien quiera escucharme esta dieta de desconexión temporal de la realidad”, escribía José Manuel Benítez Ariza en su blog a comienzos de agosto. Magnífica decisión que yo he secundado, sin tanto rigor (soy débil), este verano, harto de una información política que sólo juega ya con las emociones, con la excitación, con el miedo, con los tópicos más elementales del pensamiento. No veo hoy, ni en prensa, ni en radio, ni en televisión, ningún medio que no explote con desvergüenza las emociones.

En su novela Deja en paz al diablo, de John Verdon, comparece un magnate de la televisión por cable que resume muy bien la idea que hoy mancha en España cualquier información, incluida la política:

“En los viejos tiempos, las cadenas pensaban que las noticias eran noticias y que el entretenimiento era entretenimiento. Por eso sus programas de noticias perdían dinero. Estaban sentados en una mina de oro y no lo sabían. Pensaban que las noticias eran hechos puros presentados de la manera más aburrida posible. (…) Las noticias son vida. La vida es emoción. La emoción es visceral. Drama, sangre, triunfo, lágrimas. No se trata de un capullo almidonado leyendo hechos y cifras escuetos. Se trata de conflicto. Se trata de que te jodan… No, jódete tú. ¿A quién coño le estás diciendo que se joda? Bam, bam, bam”.

30 julio 2012

Lenin, nunca más

Resulta curioso y sorprendente que con demasiada frecuencia se considere un mérito en sí mismo, o un dato que regala suplementos de prestigio, que alguien se conduzca contra la opinión dominante, sea en los medios de comunicación, sea en cualquier controversia pública. ¿Esa voluntad de enfrentamiento con un criterio mayoritario otorga per se más valor o consistencia a nuestras opiniones?

No, claro que no. Ir contra la corriente, sostener una postura minoritaria, atreverse a mantener y defender lo que uno piensa por mucho que contradiga lo más comunmente aceptado, no garantiza, en absoluto, el acierto de lo dicho. Puede que esa opinión minoritaria sea correcta, pero también cabe que sea una majadería, o una vileza que sólo merezca el desprecio de las mentes informadas y razonables.

Ese factor está vacío, no confiere valor en sí mismo: sirve para un roto o para un descosido, y en principio no otorga mayor entidad ni calidad a ninguna teoría u opinión. Sólo el análisis de los datos ofrecidos en cada problema, de los argumentos expuestos, permitirá saber si contienen verdad y merecen respeto o asentimiento, o si son, sobre minoritarios, falsos, erróneos o sencillamente repugnantes.

Ejemplos de lo que digo hay muchos. Defender públicamente el racismo, o la inferioridad natural de las mujeres, puede requerir hoy en día, en muchos foros, una dosis de valentía, o una notable capacidad de encaje de las durísimas críticas que le lloverán a quien lo haga. Pero el valor que implica sostener esas creencias no las hace menos despreciables. Lo mismo sucedió, hace pocos años, cuando se publicaron los libros de ciertos historiadores franceses y alemanes que negaban la existencia de los campos nazis de exterminio. Esos historiadores se sintieron perseguidos y víctimas por ir contra lo establecido. Sin embargo, esa persecución real o imaginaria (o muy relativa) no confería a sus teorías la más mínima categoría historiográfica o moral.

Viene esto a cuento porque la revista El Cultural, que publica el periódico El Mundo, incluía el viernes pasado un artículo de Ignacio Echevarría que bajo el título de “¿Lenin?” contenía una reivindicación del revolucionario ruso, y la invitación a leer la antología que de sus escritos últimos ha publicado el crítico y editor Constantino Bértolo.

Para comenzar cargándose de respetabilidad, Echevarría citaba a Ignacio Sotelo, quien en una reciente defensa de Marx traía a colación la parresia, “término éste que designaba en la democracia griega la cualidad consistente en atreverse a decir lo que uno piensa aun a riesgo de contradecir la opinión dominante, con todo lo que ello comporta”. Pero entendida la parresia de ese modo, ya he dicho que no garantiza a priori nada (bueno).

Este prestigio que parece exudar lo que no es dominante Echevarría lo aplica a la antología de Lenin, “un libro tan intempestivo como pertinente, que se enfrenta con valentía a los prejuicios que pesan como losas sobre la demonizada figura de Lenin”, a quien Bértolo y Echevarría consideran un “interlocutor válido para el diseño de una estrategia desde la que enfrentarse a los obstáculos que hoy encuentran quienes desean recuperar el horizonte de la emancipación”.

No me sorprende nada que Bértolo considere a Lenin un faro de nuestro tiempo, una guía de resistentes. Cosas mucho más siniestras y/o disparatadas defiende en la larga y campanuda entrevista con la que presenta su libro en la revista digital Rebelión, que he leído con atención y, en ciertos pasajes, con espanto. Sin ir más lejos, su respuesta sobre Stalin me parece que cabe ubicarla en la misma casilla que la de los historiadores “negacionistas” a propósito de los campos de concentración. Con todo lo que sabemos sobre lo que aconteció en la URSS en los años de Lenin, y muy acentuadamente en los años de Stalin, hay que tener valor, o sea, mucho morro y crueldad, ¡a la altura de 2012, no en la guerra fría!, para decir lo que, con retórica tecnocrática, aparentemente neutra, afirma Constantino Bértolo.

En la segunda mitad de los años setenta dediqué muchas horas a los textos de Lenin, como base de la formación comunista que recibía. Entre lo que leí entonces, con tozudez y fe entregada, y lo que he ido leyendo más tarde, me atrevo a decir, con tantos, que Lenin fue un gran político, signifique ello lo que signifique, pero un “pensador” muy mediocre que hizo un uso completamente instrumental de la teoría, es decir, que modificó en cada momento sus “teorías” en función de lo que le interesaba. Eso sí, en cada momento supo presentar esas diversas opiniones como indiscutibles, las verdades oficiales de los bolcheviques, a los que controlaba férreamente, al mismo tiempo que motejaba a sus oponentes, según conviniese en cada coyuntura, de oportunistas, reformistas, idealistas, pequeñosburgueses, traidores, revisionistas o izquierdistas infantiles. Como dice Robert Service en una gran biografía sobre Lenin, para este “la prueba más clara de que alguien era un revolucionario era simplemente que apoyara a Lenin en las luchas de facción”.

El viernes, tras leer el artículo de Echevarría, que va de crítico implacable, y que exhibe en este caso lo que sólo me parece que es una estupidez lacerante y culpable, saqué de la estantería, muchos años después, El Estado y la revolución, en una edición de la editorial Anagrama de 1976 que contiene, en anexo, varios textos de comunistas italianos. Volver a este libro ha sido una experiencia desoladora, por Lenin y por esos tipos italianos que disfrutan redactando abstrusos galimatías y fantasías sobre una democracia “verdadera”, esa que se plasma en una perfecta dictadura del proletariado. ¿Por qué perdí, por qué perdimos, tanto tiempo con esas lucubraciones, esos delirios tan delincuentes?

Éramos jóvenes, pero también ciegos y tontos. Y es que, con el mismo Robert Service, puede responsabilizarse al político Lenin de los rasgos esenciales del modelo comunista realmente existente, que él resume así: “Estado de partido único, monopolio ideológico, nihilismo jurídico, ateísmo militante, terror estatal y eliminación de todas las instituciones de autoridad rivales”. En esa notas se concreta esa dictadura del proletariado que Bértolo defiende sin ambages en su charla en Rebelión y que atraviesa su reivindicación de Lenin.

26 julio 2012

Confesiones de una vieja dama indigna

La muerte de Esther Tusquets, gran responsable de la editorial Lumen y, a partir de 1977, escritora ella misma, me ha hecho volver a sus libros. A sus libros propios, aclaro, no a los que impulsó y publicó en Lumen, aunque éstos ocupen lugares muy cálidos en mi biblioteca personal: Umberto Eco, Celine, Kafka, Gil de Biedma, William Styron, la colección El Bardo de poesía… (Recuerdo, no obstante, que las tres primeras novelas de la Tusquets se las publicó ella en Lumen, al no querer forzar a ningún otro editor, por muy amigo que fuera, a dar a la luz lo que ella misma no sabía qué valor podía tener.)

En la producción de Esther Tusquets me interesa en particular su última etapa, la más declaradamente memorialística. La etapa de las primeras novelas, en cambio, me atrae menos, aunque reconozco su valor. Es la de escritura más proustiana, más morosa, una escritura llena de sutilezas del pensamiento y del querer, volcada en una expresión repleta de meandros, de digresiones, de paréntesis muy extensos dentro de los cuales hay otros excursos. Y eso que recuerdo el interés con que leí Con la miel en los labios y, en especial, Correspondencia privada, literatura muy puesta en su estilo pero en la cual la fuerte carga autobiográfica apenas está velada. En esos libros, y en general en su narrativa, Esther Tusquets, con mayor o menor apoyo en la ficción, se volcó en contar sus experiencias amorosas: con hombres, pero también con mujeres.

Este apoyo en la ficción para ofrecer una visión más completa de su vida amorosa y sexual se me hizo evidente, paradójicamente, al leer con enorme gusto, a finales de 2009, Confesiones de una vieja dama indigna, la segunda parte de sus memorias. Es un libro en el que la autora hace un enorme esfuerzo de sinceridad, con nombres y apellidos, sobre los dos grandes asuntos de su vida: el amor, en primer lugar, y el trabajo editorial. Esther Tusquets fuerza lo que se puede contar hasta unos límites poco frecuentes en la memorialística en castellano. Situada ya en la última vuelta del camino, encantada de ser, al fin, una vieja dama indigna, harta de los formalismos y las medias palabras (no de la educación y los buenos modales, que conste, a los que dedicó su penúltimo libro), Confesiones de una vieja dama indigna es una memoria personal inusualmente franca en muchos pasajes, libre, fresca, divertida, malévola, sumamente perspicaz en su retrato de muchos tipos humanos y en el análisis de sus propias conductas.

No obstante, hay una frontera movediza pero delicada que acota esa sinceridad: como ella misma confiesa, la sinceridad lo es, casi siempre, sobre las personas que hemos conocido, amado u odiado, y por tanto el recuento de una vida involucra y puede molestar o dañar a algunas de esas personas, a las cuales, por mil motivos, no se quiere herir. Más en concreto: ese temor a herir y la consiguiente necesidad de ser discreta y reservada me parece que le hace a la escritora ser mucho menos explícita con sus amores femeninos que con los masculinos. Por ejemplo, hay muchas páginas, con detalles muy claros, sobre el hombre al que más quiso, Esteban. Pero Mercedes, la mujer más amada, esencial en su vida, no recibe en este libro un tratamiento parejo. Y si es bien abierta contando episodios con hombres en los que el sexo resultó determinante, las mujeres quedan confinadas en esa ambigüedad que ampara la palabra “amiga”. Los hombres o son amantes o son amigos “blancos”. Las mujeres, no: todas son “amigas”, término amplio y borroso, y con ellas lo del amor y el sexo está mucho más en la niebla. Y ahí es donde creo que la ficción, en su obra más literaria, en sus novelas anteriores, ayudó a Esther Tusquets: en el trance de contar y explicarse una parte capital de su vida amorosa y sexual.

En todo caso, Confesiones de una vieja dama indigna es un libro magnífico, y muy, muy entretenido. Ya lo era un librito anterior, Confesiones de una editora poco mentirosa, que recogía una pequeña parte de lo que le tocó vivir en la editorial Lumen. Pero la vieja dama indigna se soltó la melena en 2009, recapituló su vida a tumba abierta (bueno, hasta cierto punto) y nos regaló una obra mayor. Y no sólo a los estudiosos de la vida del libro en los últimos cincuenta años, por supuesto, sino a cualquiera a quien le interese el oficio de vivir. Un oficio, huelga decirlo, mucho más complicado y fundamental que el de hacer libros.

“En esta etapa final he constatado definitivamente que la vida humana no parece tener mucho sentido —y, si lo tiene, escapa a nuestra comprensión, que viene a ser lo mismo—, que la vida es un disparate, que es cierto que los hombres mueren (todos) y que (la inmensa mayoría) no son felices, y, lo que es peor, que no entendemos lo que nos está ocurriendo, pero sabemos que ocurre algo que no entendemos: al contrario del resto de los animales, el ser humano es la bastante listo para plantearse las grandes, las eternas preguntas, pero no para hallar respuesta a la más insignificante de ellas, lo cual resulta como mínimo irritante”. (Confesiones de una vieja dama indigna)

24 julio 2012

La pelmada de la gastronomía

Increíble. El País Semanal que leo la mañana del domingo no incluye ninguna entrevista con un cocinero o con un experto en nutrición, ni un reportaje sobre un restaurante innovador y carísimo, nada sobre las bondades del tomillo o del cilantro. No hay en este número un crítico gastronómico que nos eche la enésima bronca a los ignorantes por comer tomates que no saben a nada o por desdeñar las delicias de los huevos deconstruidos. No aparece ninguna guía de los restaurantes de París, Barcelona o Nueva York que todo turista debe visitar si quiere estar a la última, o una comparativa de los mejores vinos de la última añada.

Ayer por la mañana, sólo ayer, no leí una línea sobre cocineros como Arzak, Berasategui o Andoni Aduriz, o la enésima advertencia de Valentín Fuster sobre los riesgos mortales de una mala alimentación, o una lección por encima del hombro de Caius Apicius o del Comidista sobre la esencia de la menestra o sobre cómo componer una ensaladilla rusa auténtica. Tampoco me di de bruces con una guía de recetas para solteros, divorciados, diabéticos o albinos. Pierre Dukan, por su parte, se había tomado unas vacaciones con sus dietas-timo.Y, sobre todo, por estremecedor que parezca: ¡no encontré nada sobre Ferran Adrià o El Bulli! Esto me dejó descolocado.

Menos mal que, por la tarde, El Dominical que edita La Vanguardia logra tranquilizarme: entrevista a uno de los doscientos mil nutricionistas españoles que trabajan en Estados Unidos, quien, como otros tantos cada semana, y más allá de su labor en el laboratorio, que no entendemos porque no somos microbiólogos y lo de la genómica nos resulta un pelín difícil, descubre a los profanos el mediterráneo de la correcta nutrición: la frugalidad a la hora de yantar, la dieta con aceite de oliva o la necesidad de huir de los horrores de la bollería industrial y de la comida rápida. Todo ello aliñado con las habituales imprecisiones acerca de los últimos descubrimientos “científicos”, esos que tantos días leemos que han alcanzado en cualquier universidad americana o israelí y que revelan las bondades o maldades de diversos alimentos. Y es que en los últimos años nos han mareado a conciencia sobre lo sano o insano que era, según temporadas, ingerir, por ejemplo, pescados azules, chocolate, frutos secos, hamburguesas, soja o suplementos vitamínicos. ¡Era más entretenido leer al profesor Bacterio o al profesor Franz de Copenhague!

Imagino que esta matraca asfixiante de los cocineros estrella, nutricionistas, críticos y comentaristas de la jala y demás ralea tiene su público. Que los medios nos los imponen porque las andanzas y opiniones de estos canonistas y negociantes del buen comer interesan a muchos lectores (y televidentes, claro, que los Arguiñano, Sergio Fernández, David de Jorge y hasta Jamie Oliver los tenemos hasta en la sopa). Que las infinitas guías de restaurantes y casas de comidas que incluyen los medios o que se editan como libro hallarán su nicho comercial entre las manadas mundiales de viajeros-turistas. Pero lo siento: yo estoy harto, aburrido, hasta las narices de su abusiva presencia.

Los nutricionistas, cardiólogos o endocrinólogos hacen, no lo dudo, una admirable labor en el ámbito de la investigación. Sus avances pueden enseñarnos mucho en relación con lo que comemos y con lo que es más saludable meterle al cuerpo. Pero cuando algunos salen de sus laboratorios y se convierten en estrellas mediáticas, tengo la impresión de que su guión divulgativo se lo han escrito los censores del placer, siempre penitenciales, y los creadores de lugares comunes, de obviedades sobre lo que nos sienta bien y lo que nos engorda y mata. Y muchas veces caen peligrosamente en la tontería de la autoayuda, esa oscura rama de la ignorancia que posee una visión harto simple del ser humano. El prestigio de la ciencia, tan justo hasta cierto punto, los blinda en sus conquistas de influencia social. Pero casi nunca leo nada de estos nuevos sacerdotes, o inquisidores, que una mente razonable y sensata no sepa –aunque, por bien que lo sepa, en ocasiones le apetezca olvidarlo: el placer tiene un componente irracional, lujurioso, de mala vida y exceso, que por fortuna también forma parte de nuestra naturaleza-.

Los cocineros, y no digamos nada los críticos gastronómicos, se pasan el día señalándonos qué debemos comer, qué es lo moderno, qué está de moda en esto del comercio y el bebercio, cuál es la última innovación absolutamente fabulosa que nos colocará a la page en este ámbito y que no podemos dejar de probar. Y, correlativamente, nos regañan por todo lo que no sabemos en materia de guisos, por lo que aliñamos y comemos mal. Se lamentan asimismo por la degradación de la agricultura moderna, y añoran un tiempo idílico de materias primas limpias, nutritivas y saludables, y de platos fantásticos, “de toda la vida”, de antes de la degradación que nos envilece hoy, en un ejercicio que me parece que pertenece más bien al género de la ucronía. Hace más de treinta años, Fernando Savater ya clamó colérico contra los que llamó “pensadores del pienso”, esos pelmas y pedantes que no cejan en su predicación sobre cocina y cocineros, vinos y licores, nutrición y modas gustativas. Pero entonces no imaginaba tal vez que la ola llegaría a ahogarnos.

Sé que no es una buena estrategia comercial. Pero mi hartazgo es tal que me gustaría que toda la información sobre restaurantes de moda, casi siempre muy caros, guías del comer en distintos lugares del mundo, y por supuesto que todas las homilías de estos tontos árbitros del comer y del beber y todas las noticias, entrevistas y atrevidas recetas de los cocineros estrella, fueran confinadas en revista y suplementos especiales, muy especiales, al margen de los periódicos generales. Esta idea todavía me parece más sensata en tiempos de crisis, en los cuales a la mayoría de la gente le resulta insultante esa obscena exhibición de lujo que suele ir asociada a las recomendaciones de estos pensadores del pienso, cargantes prescriptores de lo que se debe comer y sentir.

Además, la saturación gastronómica ejerce una influencia muy negativa sobre la sociedad. Recuerdo un estupendo artículo de Xavier Bru de Sala en La Vanguardia en el que contaba una comida de amigos. Lo que había empezado en un ambiente muy cordial, se estropeó pronto por el afán de algunos de los presentes de rivalizar en sabiduría sobre vinos. El camarero tuvo que asistir, paralizado, a una estúpida reyerta entre machitos sabiondos sobre el mejor vino que elegir. Y es que la inflación de noticias y discursos y consejos de la morralla gastronómica ha extendido el esnobismo y la ostentación de ese saber entre mucha gente que desea escalar las supuestas montañas del buen gusto. Su saber es casi siempre poco profundo, pero resulta suficiente para exhibir estatus. La ansiedad por el estatus, estudiada por algunos filósofos, encuentra una vía privilegiada en estos andurriales del gastro.

Cuando éramos jóvenes y teníamos todo por aprender, y ganas de comernos el mundo, pasábamos muchas horas en bares populares. Comíamos un bocadillo de tortilla o de lomo con pimientos y bebíamos vino peleón. Aprendíamos, nos ilusionábamos, ligábamos y disfrutábamos como alimañas. Ahora comemos mucho mejor, estamos a la última en restaurantes, bebemos buenos vinos. Bien, de acuerdo, tampoco quiero hacer un elogio simplista de lo pobre. Pero cada vez resulta más difícil alcanzar, en compañía, una mínima euforia practicando el noble arte de la conversación. Sólo nos queda la comida, maldita sea.

19 julio 2012

Eider Rodríguez

En diciembre de 2009, en un encuentro en la biblioteca de Barañain con el escritor Iban Zaldua para hablar de Porvenir, su valioso volumen de relatos, y casi cuando nos íbamos a levantar, alguien le preguntó por Kirmen Uribe, del que se hablaba mucho entonces con motivo del premiado Bilbao-New York-Bilbao. Iban Zaldua guardó silencio unos segundos, y respondió con una cambiada: a él quien verdaderamente le había interesado en los últimos tiempos, entre los autores que escriben en euskera, era Eider Rodríguez. Carne (Haragia) le parecía un gran libro de relatos. A mí el nombre de esta autora no me sonaba absolutamente de nada. Pero se me quedó, junto a una brizna de curiosidad.

A los pocos días me choqué en una mesa de novedades con Carne, que comprobé que llevaba año y pico en librerías, en el catálogo de 451 Editores. Su lectura fue una experiencia magnífica. Y más lo ha sido la de Un montón de gatos, que este año ha sacado en castellano otro sello editorial, Caballo de Troya. ¡Menuda escritora! No todos sus relatos son geniales, en cualquiera de los dos libros que he leído de ella, pero unos cuantos alcanzan ese calificativo, sin duda, en especial en Un montón de gatos.

Con acidez, saña, frialdad, Eider Rodríguez descubre y desmenuza un buen puñado de reacciones humanas, ay, demasiado humanas: trampas que nos ponemos unos a otros, mentiras cada dos por tres, sumisiones reales o fingidas para lograr otros objetivos, halagos femeninos interesados del ego masculino en busca de beneficios adicionales, autoengaños, miedos, inseguridades o brutalidades, o bien tópicos ridículos, del pensamiento o de la expresión, que revelamos en cualquier trato humano, en particular en los de pareja o familiares.

La mirada de Eider Rodríguez casi nunca es amable, aunque en Gatos, el relato que abre su último libro, domina un fondo triste y respetuoso sobre la soledad y el amor que no logra cristalizar, que se queda, frustrante, en los límites de lo inexpresado. Pero exceptuando ese gran relato, la autora brilla especialmente en la crueldad, en las espinas, en la sugerencia de muchos miedos y mezquindades, en la mostración escueta y fría de cómo somos una cosa y mostramos otra, de cómo ocultamos mal que bien el rencor o los temores o los deseos de todo tipo, o de cómo una frase, un gesto, un pequeño acto, dicen mucho sobre el juego de las relaciones personales, un juego de guerra en el que vale casi todo, y en el que cada uno o una aprovecha sus recursos, sean la belleza física (un asunto recurrente en varios relatos, bien porque se tiene y se rentabiliza sin escrúpulos, bien porque se está perdiendo o se busca con obsesión), el sexo (incluido el que prueban los niños, en el gran El verano de Omar), la agresividad verbal o el silencio.

Qué relatos. En este último libro, Un montón de gatos, cinco de los ocho que lo forman, Gatos, La muela, El verano de Omar, Capitalismo, Louis Vuitton, los he leído y releído con creciente admiración. Además, he aprendido o recordado unas cuantas cosas sobre las mujeres con la sabia mirada de Eider Rodríguez. Gracias a Iban Zaldua, mil gracias, porque me descubrió a una escritora de la que ya ansío nuevas historias.

18 julio 2012

Stoner

He leído sin placer Stoner, de John Williams. A medida que avanzaba en ella, al contrario, aumentaban mi tristeza y desazón con la historia de este profesor, William Stoner, un hijo de labradores pobres que estudia para ser, él también, un agricultor, sólo que formado en técnicas de ingeniería agronómica, hasta que cae fulminado ante la belleza de la poesía y decide convertirse en un estudioso y docente universitario de la literatura inglesa.

Ahí comienza la única veta de la trayectoria de Stoner que le proporcionará algo de sentido y estabilidad a su vida. En la tarea docente, por encima de todo, encontrará Stoner refugio, orden, convicción, placer. Enseñar, corregir, orientar a los alumnos, será el baluarte que protegerá su vida de la ruina emocional más absoluta y del sinsentido radical. Y lo será siempre, hasta días antes de morir, cuando se empeñe en cerrar todos los compromisos, en dejar repartidas o resueltas todas las labores pendientes, en un empeño hasta el absurdo por cumplir con su trabajo, un empeño obstinado que Stoner necesita desesperadamente. Leer, estudiar, enseñar, se convierten en el único lenitivo de Stoner. Es su terreno, aquel donde se siente, si no feliz, al menos confortado.

Por lo demás, su vida está jalonada por varios fracasos: fracaso como esposo, como padre, como amante que no sabe defender algo muy valioso, como universitario en la jungla ferozmente competitiva de esa institución, como autor e investigador en su área. Por no tener, Stoner no tiene ni lo que Virginia Wolff reivindicaba para las mujeres: una habitación propia. Stoner es paciente, silencioso, débil, correcto, conciliador. Y el lector sufre y se exaspera con sus reacciones, con su poco nervio, con el modo en que va siendo arrollado por todos.

Más de una vez he oído y leído que el mundo es de quienes provocan conflictos y, sobre todo, los mantienen y resisten. Stoner hace todo lo contrario. Su talante nada conflictivo, su poca energía ante las agresiones, su miedo a perder el último bastión en su territorio mental y afectivo, esto es, el estudio de sus autores preferidos y el trato con sus alumnos, lo conducen, de golpe en golpe, hasta la conciencia aceptada de que la vida carece de sentido y es un mal negocio, muy mal negocio. Esa certidumbre, esa claudicación, la lleva con entereza, con toda la calma y consideración que puede almacenar, sin levantar nunca la voz.

Al final, el lector, al menos yo, tiene ante Stoner sentimientos ambivalentes. Como he dicho, en la lectura han dominado la irritación y la pesadumbre ante las desdichas de este profesor que casi nunca planta cara ante las agresiones, salvo en un par de episodios universitarios. Pero también se me han quedado en el corazón, como les pasa en la novela a unos pocos personajes que lo tratan y lo quieren, su bondad, su intenso amor por la literatura, su extraña dignidad, la manera en que responde, con afabilidad y entereza, a las constantes agresiones de la vida. ¿Suficiente para ser feliz? No, en absoluto, el equipaje de la desdicha es mucho más pesado. Pero Stoner pasa por el mundo sin hacer daño, sin levantar la voz, repartiendo respeto, paciencia y delicadeza. Y eso lo hace en cierto modo admirable, un modelo de estar en el mundo.

Postdata: Lástima que la edición de la pequeña editorial tinerfeña Baile de Sol sea lamentable en ciertos aspectos. La cubierta es horrenda (creo que en la última edición la han sustituido por otra sólo un poco menos mala) y el texto de la traducción castellana necesita una revisión minuciosa, porque abundan las erratas y algún que otro disparate. Editar bien, con pulcritud, no es sólo cuestión de dinero. Lo que señalo sí lo cuidan hasta la exquisitez bastantes editoriales en las que sólo trabaja una persona, el editor. Pero eso sí, con mimo, atención profunda y un cierto sentido de la estética.

17 julio 2012

Acordeonista en sanfermines

Hace muchos años que no vivo los sanfermines. Pero de joven, apenas un adolescente, fui músico en las fiestas pamplonesas. Yo había empezado a pelearme con el acordeón, al principio una masa terriblemente pesada e indomeñable sobre mis piernas, en casa de doña Celia, una profesora muy mayor, pequeña, gafosa y de genio vivo que nos daba la clase en su cocina mientras se hacían las alubias verdes u otras verduras que yo entonces odiaba con ferocidad. De las verduras odiaba todo, empezando por su olor cuando doña Celia las limpiaba o las tenía al fuego. Interpretábamos más o menos los ejercicios del método de aprendizaje de Luigi Oreste Anzaghi con nuestras acordeones de teclas, y la profesora, entre guiso y guiso, cazaba al vuelo nuestros errores y los corregía a gritos, o bien contaba anécdotas de su vida o de las de los músicos que habían recorrido pueblos o cafés con orquestas en las que su marido, don Alfredo, había sido violinista o batería. Como la Orquesta Moreno, por ejemplo, una de las más campanudas en los años cuarenta y cincuenta, en la cual no sólo se lucía el tal Moreno, su jefe y líder natural, sino también don Alfredo, hasta que, según su esposa, se hartó de la vida ambulante, de los borrachos que todos los días soportaban, pueblo tras pueblo, y de las disputas con sus propios compañeros de orquesta. Don Alfredo, cuando lo conocí, no parecía en verdad un músico de verbena. Señorial, de maneras antiguas y tímidas, profesor de conservatorio y violinista en la orquesta sinfónica local, su comportamiento contrastaba mucho con el de su mujer, siempre entre guisos, gritos, palabrotas y chismes antiguos. Los músicos que ella había conocido eran todos, en su discurso, unos cabrones, vagos, borrachos o farrucos. Si además eran valencianos, santanderinos o militares, su artera maldad ya venía de fábrica.

Doña Celia suministraba acordeonistas al ayuntamiento para que, junto a las bandas, los txistularis, gaiteros y otros grupos, amenizaran las fiestas. Las charangas de las peñas eran las reinas de la calle, claro, pero el ayuntamiento ponía su parte contratándonos como complemento musical. Así, en 1972, cuando apenas entraba en la adolescencia, me vi recorriendo el casco viejo, dos horas por la mañana y dos por la tardenoche, miembro de un grupo amplio que interpretaba pasacalles. En las paradas le pegábamos a lo que fuera: ante todo jotas (fandangos) que la gente pedía para bailar, pero también el zortziko de Lanz o valses y tangos. Al año siguiente pasé también a formar parte de un grupo de solo cuatro acordeonistas que recorría las calles desde las nueve de la mañana, tres horas más al día.

Para estar siete horas en danza con el pesado instrumento, el ayuntamiento pagaba muy poco. Pero como nadie del consistorio nos acompañaba ni vigilaba, pronto vi que los veteranos sabían pillarle la vuelta a la tarea, que, como dice el manoseado tópico sobre los funcionarios, “en el sueldo me engañarán, pero en el trabajo no”. En los pueblos que yo recorría con un pequeño grupo, era imposible escaquearse, y los tres o cuatro días que duraban las fiestas nos exprimían a conciencia, pero en sanfermines, sin tutela, el relajo dominaba.

Al punto de la mañana salíamos del bar Txoko y en pocos minutos estábamos en las murallas, por la zona del Caballo Blanco, donde podíamos entregarnos a un largo descanso, muy conveniente tras la noche de trasiego festero. Hablar, dormitar, medirnos con temas acordeonísticos de mayor enjundia, aprender unos de otros, en eso se nos iba el tiempo hasta que a las doce nos uníamos al grupo grande para volver a los pasacalles. Si llovía o hacía frío, o en el caso de que se nos arremolinara gente cuando nos daba por tocar, huíamos hacia el fondo de ciertos bares que teníamos fichados, donde era fácil entregarse a las actividades habituales. Eran horas muy agradables, en las que aprendí no sólo bastante del acordeón, sino también del oficio de vivir, que un casi niño, si sabe escuchar, aprende de los mayores, aunque sea en la asignatura de gramática parda.

En el recorrido de la tardenoche la cosa tenía más delito. Y es que esas horas las pasábamos escondidos en un bar de la calle Jarauta, siempre el mismo. Tardé un par de años en comprender que la fijeza del itinerario respondía al negociete apañado entre el propietario del bar y el acordeonista más veterano de nuestro grupo. Atraíamos parroquianos, dábamos ambiente al bar, y a nosotros, aunque no participarámos del pequeño soborno salvo por la bebida gratis, nos venía bien tocar valses, pasodobles y tangos al fondo del bar, que de los pasacalles es fácil hartarse. Poco antes de las diez de la noche salíamos del fondo del tascuz para terminar el recorrido en la plaza del ayuntamiento, como si hubiéramos pateado todo el casco viejo en las dos horas reglamentarias.

En 1980 decidí que no tenía sentido continuar con ese trabajillo, de tantas horas y tan poco dinero. Y pronto perdí el interés por las fiestas pamplonesas, tan peculiares en algunos extremos que expulsan todos los años a miles de vecinos, pero que en esos años setenta yo había vivido con intensidad. Guardo no obstante en mi recuerdo las mañanas por las murallas, cuando la fiesta estaba casi en punto muerto. La zona, limítrofe, marginal, estaba muy tranquila, pero en cuanto nos daba por tocar algo, por gusto, para probarnos, se nos acercaban tipos perdidos en la ciudad enloquecida, con el rostro trastornado por la fatiga y el alcohol y una euforia ensimismada y discontinua, un poco autista. Tipos pelmas que podían haber venido de Buñuel, de Zubielqui o de Cervera del Río Alhama, con camisa a cuadros y pantalones oscuros de tergal. Hombres casi todos que, más que bailar con nuestra música, se movían en una suerte de inercia loca, la misma que les mantenía en danza varios días. No sé por qué, pero la imagen de esos hombres ha quedado, poderosa, en mi memoria.

04 julio 2012

Los que están detrás

Leo que Laura Mintegi va a ser la candidata a lehendakari por Euskal Herria Bildu, la nueva marca que el complejo político-militar-electoral de la vieja Herri Batasuna ha diseñado para las próximas elecciones autonómicas vascas. La enésima metamorfosis del viejo animal totalitario.

Laura Mintegi es profesora de la universidad vasca y escritora. Recuerdo su presencia, una tarde de 2005, en un club de lectura en el que participo hace años. Habíamos leído una novela suya sobre el amor y vino a charlar con nosotros. Acabamos dedicando casi toda la conversación a las pasiones locas y a las desdichas sentimentales abrasivas. La novela, Sísifo enamorado, es mala con avaricia, y no se la recomiendo a nadie salvo si quiere flagelarse unas horas a vueltas con una mezcla muy mal resuelta de ensayo y narración en la cual los dos polos, los dos géneros, salen perdiendo.

Sin embargo, entre los muchos encuentros que hemos tenido con escritores, aquel fue de los mejores. La tertulia tuvo viveza y calidez, y abundaron las intervenciones apasionadamente personales. Claro que el tema se presta, más que ningún otro, a esa elevada temperatura emocional. Pero también es cierto que Laura Mintegi supo caldear el debate con sus intervenciones, que se mostró como una mujer amable, cercana y con muchas ganas de profundizar en el asunto. Por nuestra tertulia han pasado autores con una obra de bastante más altura literaria que la de ella, pero que se han mostrado más esquivos, distantes o torpes en sus explicaciones. El día que acudió Laura Mintegi tuvimos, a partir de una mala novela, una tertulia muy sabrosa.

Laura Mintegi ha demostrado durante muchos años su absoluta fidelidad a la política de Batasuna. Ninguna fechoría, ningún crimen, ha hecho tambalear su adhesión al nacionalismo terrorista. Nunca, ni en los picos de mayor crueldad. Siempre ha estado ahí, que diría Induráin. Pero siempre apoyando, nunca dirigiendo, al menos que sepamos.

Su designación como candidata está en la línea que Batasuna adoptó hace bastantes años de presentar en las listas electorales a gente de segundo o tercer nivel. En los años en que los electos no acudían a los parlamentos “españolazos” eso daba igual. Y después hubo un motivo esencial para ese proceder: el acoso policial tras la promulgación de la ley de partidos, y los consecuentes intentos de presentar, para burlar el cerco, “marcas blancas” y candidatos aparentemente independientes. Recordemos el tiempo de las Nekanes del Partido Comunista de las Tierras Vascas (olé con las mayúsculas): el muñeco del ventrílocuo. Todavía el año pasado, y en sus intentos de lograr la legalización de Sortu, los promotores de este partido eran hombres y mujeres de paja, gente muy fiel de ese mundo, evidentemente, pero que se habían prestado a dar la cara en lugar de otros más poderosos. Y los electos de la siguiente marca, Bildu, con la zozobra de la amenaza de la ilegalización, acabaron siendo también gestores de segunda fila, por más que en un cargo tan importante como la diputación de Gipuzkoa colocaran a Martín Garitano, ideólogo muchos años en el Egin y en el Gara.

¿Quién toma las decisiones en ese mundo? ¿Quién decide perfiles, busca, propone y elige candidatos? ¿Quién controla después a los electos, les marca su política, decisiones, guiones de comparecencias? El año pasado, en una entrevista, y pese a la insistencia del periodista, el ahora diputado por Navarra de Amaiur (¡otra marca!), Sabino Cuadra, se negó en redondo a revelar quién le había propuesto ser el candidato. Todas sus respuestas se movieron, acerca de esta cuestión, en la nebulosa más oscura.

Tal vez sean resabios del pasado, rémoras de cuando todo lo decidían los etarras, los que mandaban de verdad en el complejo político-criminal. Puede que en el futuro Sortu sea un partido con unos dirigentes bien identificados, y las normas internas de elección de candidatos sean claras y conocidas más allá de las catacumbas. Pero parece que, por ahora, quien manda se oculta, quien mueve los hilos está detrás. Delante, en la aparente primera fila, no están los importantes. Laura Mintegi, ¿quién te ha puesto ahí? ¿Quién te dirá después lo que debes decir y hacer?

29 junio 2012

La librería y las relaciones de poder

Esta novela de Penelope Fitzgerald, La librería, tiene muy poco de luminosa o jovial. La librería ambulante, que ayer comentaba, despedía confianza e ingenuidad. En cambio, el relato de las andanzas de una mujer mayor que abre una librería en una pequeña localidad costera en el este de Inglaterra, frente al Mar del Norte, rezuma desolación.

Vamos leyendo, y cuanto más crece ante nosotros la figura de la librera, Florence Green, una mujer pequeña, “delgada y huesuda, un poco insignificante vista desde delante y completamente insignificante por detrás”, pero llena de delicadeza y determinación, más desagrado suscitan la mayoría de los chismosos habitantes del pueblo, fisgones todos de todos, mezquinos ante el débil y sumisos frente al fuerte.

El empeño de la señora Green de abrir una librería en un pueblo azotado casi todo el año por los vientos húmedos y gélidos del Mar del Norte permite que se desaten los peores defectos de los lugareños. Gente solitaria la mayoría, excéntrica, de pocas palabras, pero no por ello revestida de coraje e independencia de juicio. Personas, en suma, que se apresuran a hacer coro al estúpido capricho de una mujer rica y aburrida que se vale de sus contactos.

En ese desvelamiento de las crudas relaciones de poder desempeñan un papel esencial los diálogos. Penelope Fitzgerald ha construido en ese dominio una novela admirablemente inglesa, si se me permite la obviedad. Nadie habla con claridad, nadie dice lo que quiere decir de frente y por derecho. Todo es elusivo, reticente, ambiguo. Las frases más banales están cargadas de doble o triple sentido agresivo o maledicente. Sólo Florence y el recluido señor Brundish, demasiado viejo para ser útil en la disputa, cargan sus silencios, o sus medidas y escasas palabras, de discreción y respeto.

Abundan las novelas sobre libros y librerías que despiden una fragancia esperanzada y optimista. No sólo La librería ambulante. Recuerdo también 84 Charing Cross Road. En esos relatos, con los que he disfrutado, pero de tono inequívocamente buenista, los libros hacen más libres y mejores a las personas. La cultura gana batallas solidarias, alimenta nobles sueños de hermandad que el éxito corona, aunque sea en un plano modesto.

Pero Penelope Fitzgerald no se hace ilusiones. La amarga lección que recibe la señora Green no alimenta la menor simpatía por un mundo rural que deja el ánimo aterido, como si la humedad que viene del Mar del Norte nos hubiera calado los huesos. Florence comprende pronto que “se había engañado a sí misma al dejarse convencer, por un momento, de que los seres humanos no se dividen en exterminadores y exterminados y que los exterminadores tienden a colocarse en la situación dominante en cuanto pueden.” Cruda lección que se constituye en el centro y cifra de esta hermosa novela.

28 junio 2012

La librería ambulante

La librería ambulante, de Christopher Morley, no es un libro sobre librerías o sobre la pasión de leer. Es verdad que aparece un carromato habilitado como puesto de venta y vivienda que ofrece su mercancía variada (lo mismo Shakespeare que manuales de jardinería o de crianza de perros) por pueblos y caminos. Y que también comparece un pequeño gran hombre, el vendedor, con una habilidad descomunal para convencer a los campesinos que encuentra de que la lectura es una experiencia formidable, placentera y formativa. Pero este hombrecillo es, por encima de todo, un genio del marketing, un viajante con las mejores artes del charlatán.

A La librería ambulante la atraviesa otra ilusión: la libertad, el gozo de andar de acá para allá, sobre todo en verano, sin ruta ni orden prefijado, hablando con la gente confiada y hospitalaria, alojándose en sus casas, decidiendo el rumbo al albur de las circunstancias. También, sufriendo algunas penurias: malhechores de poca monta, tormentas que dejan el cuerpo empapado y aterido, malentendidos con la policía.

Helen McGill, la protagonista, harta de ser la criada de su desatento hermano, se arroja a una aventura quijotesca. Pero ese giro vital no surge de la nada. Está claro que en su interior borboteaban ya las ansias de cambio, de una dosis de épica en su doméstica y previsible existencia. La librería ambulante, ese Parnaso tan bien acondicionado para descansar y exponer los libros, es sólo el vehículo para una vida nueva, volcánica y dichosa. En todos nosotros laten deseos más o menos acallados de encontrar algo que nos falta, de colmar nuestro espíritu con una felicidad que se nos ha venido escapando. Helen, por fortuna, se topa en el deambular con lo más valioso, el amor y la libertad.

El mundo de La librería ambulante es optimista, ingenuo, confiado. Puede haber en él tedio, sumisión, ignorancia, pobreza. Pero no asoma lo tenebroso, terrible o maligno. La naturaleza es nuestra aliada, los hombres y las mujeres pueden entenderse y ser felices mientras disfrutan de una tarta de arándanos o de unas patatas. Y aunque en ese mundo no se lea nada, existe un respeto a los libros genuino y emocionante. Pasas un par de horas con este canto a la libertad y la aventura y dan ganas de tirarte a la carretera con un par de volúmenes como única provisión.

26 junio 2012

Guillermo Herrero

El viernes estuve en el Instituto Plaza de la Cruz en un acto de despedida a dos profesores que se han jubilado este curso. Uno de ellos, Guillermo Herrero. Maestro en su primera juventud, después licenciado y desde 1977 profesor y luego catedrático de lo que ahora llamamos Educación Secundaria, tuvo el otro día una magnífica intervención, que dentro de su brevedad logró el punto justo de recapitulación personal y de mirada reflexiva y optimista sobre lo que ha sido una trayectoria de cuarenta y cinco años en la enseñanza. Guillermo, de verbo fácil, gracioso, chispeante, amable siempre, sabía que nos tenía ganados antes de empezar. Porque me atrevo a afirmar que se palpaba en la sala la admiración de casi todos los que le escuchábamos por lo mucho bueno que ha hecho, en diversos puestos, en tantos años dedicados a la enseñanza y a la política educativa. Una admiración que trasciende en gran medida las diferencias ideológicas, lo cual nunca es sencillo en esta tierra.

A Guillermo le ha dado tiempo además en ese largo camino a escribir algunos libros. Tengo un aprecio particular por el último, El Instituto, una historia del instituto de enseñanza media que se creó en Pamplona en 1845, dentro de la política educativa de los liberales de entonces de implantación de estos centros en todas las provincias españolas. Ese instituto que, como he dicho, desde 1977 ha sido el suyo. El libro pone el foco en un tema en principio bien ceñido, pero ofrece al lector atento más, mucho más.

Y es que El Instituto recorre sistemáticamente la trayectoria de ese centro público desde su creación en 1845 hasta 1960, y es exhaustivo, por ejemplo, en datos sobre planes de estudio y plantillas en esos 115 años, y también en la narración de diversos sucesos, algunos curiosos o chuscos, que acontecieron en sus aulas. Pero al mismo tiempo es un libro que enseña mucho sobre la Navarra de ese tiempo, sobre las mentalidades, los valores, los usos sociales y los cambios, a veces traumáticos, acontecidos en tantos años. Y digo traumáticos, sin ir más lejos, pensando en lo que supuso la guerra civil en el ámbito educativo, y en el Instituto en particular, con la depuración de algunos profesores republicanos y la reorientación del centro, en varios sentidos, en la postguerra.

Casualmente, estos días estaba leyendo ensayos de Isaiah Berlin, el formidable pensador liberal. Hay uno, El juicio político, que trata de desentrañar cuáles son las cualidades que adornan a los grandes políticos. Para Berlin, esas cualidades no conforman una ciencia, y desde luego no las proporciona sin más el estudio de la ciencia política, o de la sociología, o de disciplinas conexas. Y mucho menos se puede hablar de una ciencia social exacta. Nada de eso. El genio político tiene que ver mucho más con la sensibilidad, con la capacidad de entender y sintetizar la complejidad de ciertas situaciones en las que están mezclados muchos factores, con la claridad y decisión a la hora de elegir entre opciones contrapuestas. Hay en el político una sabiduría práctica sobre los seres humanos, un conocimiento que posee aquél que entiende una situación enrevesada, el que ve con lucidez lo que pasa y decide romper el nudo de factores e intereses diversos y actúar con decisión y prudencia. Todo ello no quiere decir que el genio político rechace el estudio de las ciencias sociales o de la filosofía o de otras disciplinas. En absoluto. Pero el juicio político, el buen juicio político, es otra cosa.

Guillermo Herrero ha ocupado diversos cargos de gestión desde 1984. Y en todos ellos lo ha hecho bien, cosa que reconocen incluso muchos adversarios de otros partidos. Pero, al mismo tiempo, creo que Navarra se ha perdido un político de raza. Guillermo hubiera debido tener otras responsabilidades más altas, si las cosas en la sociedad navarra, y sobre todo en su propio partido, lo hubiesen permitido. Su prudencia, su capacidad de conciliación, su entendimiento de la complejidad de intereses en juego, su diligencia reflexiva, su escasa capacidad para el sectarismo, creo que merecían mayores responsabilidades en la política. En una política, claro, noble y de altura. Que también existe, vaya que sí. Buena y larga jubilación, Guillermo.

19 junio 2012

Juego de espejos


Ayer, lunes 18, último programa de la temporada de Juego de espejos, el programa de Luis Suñén en Radio Clásica donde cada semana charla con un invitado que, como reza la entradilla, no vive de la música pero vive con la música. Este curso el programa, que ha sufrido algún cambio de horario un tanto absurdo en los últimos años, se ha emitido los lunes de once a doce de la noche, un momento que le va como un guante al tono de conversación amable, de final del día, que le imprime Luis Suñén, poeta y editor muchos años que ha encontrado en la música, me parece, una estupenda manera de conciliar pasión y profesión. Todavía recuerdo el modo en que Trapiello recreó con no poca aspereza, en uno de los primeros volúmenes de sus diarios, una conversación muy decepcionante para él con Suñén sobre negocios editoriales que éste rechazaba. Pero Suñén ganó muchos enteros al aparecer en el encuentro la música. Trapiello detectó en el editor, en su manera de hablar de sus músicos preferidos, algo muy profundo y hermoso, un amor por la música que no tenía nada de banal o exhibicionista.

El éxito del programa no depende sólo de Luis Suñén, claro. Ha habido invitados muy poco dotados para la conversación, con los que uno no se tomaría ni un café, por competentes que sean en otros ámbitos, y la selección musical de cada uno de ellos no siempre me ha interesado. Pero su conductor ha peleado por levantar todos los programas con su vivacidad amable y respetuosa, y ni un solo lunes ha faltado un tema, casi siempre clásico, pero también de jazz o pop, que no haya dejado mi ánimo mucho más confortado o incluso eufórico. ¡Viva el escapismo!, he pensado más de una vez este curso cuando abandonaba los horribles informativos para refugiarme en Juego de espejos, o en programas como En la nube, de Radio 3, donde he aprendido cosas que los tertulianos y su charleta sobre la crisis nunca enseñan.

En Juego de espejos no sólo se escucha exquisita música clásica. Recuerdo, en distintas temporadas, a invitados que trajeron al programa melodías evocadoras de instantes decisivos de su biografía, o los temas que oían en su casa familiar. José Luis Borau contó hace cuatro años el torrente de lágrimas que le desató un fragmento de la zarzuela La Gran Vía que escuchó en una librería de Nueva York y que consiguió transportarle al instante a su Zaragoza natal, al hogar en que su madre oía y canturreaba las grandes canciones de Chueca, Chapí o Moreno Torroba. Pero tirando de memoria sólo respecto a este último curso, y por citar lo mínimo, recuerdo programas como el monográfico de Rafael Pérez Sierra con sus fragmentos preferidos de Mozart, o los divertidos comentarios de Rafael Reig que acompañaron una selección musical perfecta, o la prolijidad didáctica en la charla del gran editor Gonzalo Pontón, o el programa con el autor de teatro Sanchís Sinisterra, nada simpático pero muy buen introductor de sus temas, o la poca gracia expresiva con que Fernando Valls, el crítico literario, presentó su ramillete, excelente, o la selección, tan amable, como de chill out, de Vanesa de Toledo… Mi programa preferido en el recuerdo es, no obstante, el que acogió a Kepa Murua, tantos años editor de Bassarai (editorial vasca en castellano que por desgracia tuvo que cerrar el pasado año), al que conozco y respeto muchísimo, y que habló de sus músicas con seriedad, sinceridad y emoción, y que en algún caso recordó las ocasiones vitales decisivas marcadas por una sinfonía, un cuarteto o una sonata pianística.

Todos los programas pueden descargarse de la página del programa. Cualquiera puede bajar y guardarse el que prefiera, y disfrutarlo después con una excelente calidad de sonido. Eso está muy bien. Yo, sin embargo, prefiero mil veces escuchar el programa cuando lo emiten, al tiempo que trajino por la casa con la cena o alguna lectura distraída. Los lunes de este curso he aguardado siempre ilusionado las conversaciones y la música de Juego de espejos. Ojalá aguante el programa, ojalá continúe Luis Suñén, ojalá siga la buena música aliviando el peso de nuestra vida.

15 junio 2012

¿Rememorar la batalla de Lácar?

El sábado día 9 se representó de nuevo en Lácar, una pequeña localidad de Tierra Estella, la batalla que en febrero de 1875 tuvo lugar en ella. Aquel día de hace 137 años los carlistas, los Requetés Voluntarios de Don Carlos VII, infligieron una severa derrota al ejército del rey Alfonso XII.

José Peña Ibáñez, un carlista donostiarra que tuvo importantes cargos en el periodismo y en la política de los años más puros del franquismo, en San Sebastián y en Madrid, escribió en 1940 un libro titulado Las guerras carlistas: antecedente del Alzamiento Nacional de 1936. En él narra la batalla de Lácar en estos términos: “los 12 batallones de D. Carlos (…) corrían hacia Lácar con alocado empeño, leones y no hombres semejaban, lanzándose sobre el campo liberal con denuedo desconocido. Soldados y pertrechos quedaron por las heredades y por los caminos. Cundió el pánico en los batallones de D. Alfonso y el desconcierto trocóse en ligera fuga, que por momentos acrecentaba el temor colectivo; era brioso el acuchillar de los carlistas, cuyas masas de bermejas boinas eran, al avanzar con huracanado ímpetu, como sanguinosa inundación, siendo Lácar tomado a la bayoneta. Huían los liberales en derrota, arrollados por aquellos combatientes que eran hijos de quienes contestaban: ¡A LA MUERTE!, cuando les preguntaban, al atacar Bilbao en la guerra de Cabrera y Zumalacárregui: ¿Adónde vais, bárbaros navarros? Media hora bastó. Sembrada de muertos aparecía la campiña, lúgubre y desolada en las postreras horas. Millares de bajas y de fusiles, tres piezas de artillería y enorme botín quedó en manos de las tropas de D. Carlos”.

Esta gesta de los bárbaros navarros, como orgullosamente escribe Peña Ibáñez, en la que murieron más de mil soldados liberales y los heridos fueron muchos más, es la que cada dos años gustan de revivir en Lácar unos voluntariosos actores aficionados, para solaz de todos los que quieran pasar la tarde. Pero está claro que en Lácar se cometió una matanza. ¿Como en otras batallas de esa guerra, de cualquier guerra? ¿Cómo las que también perpetraron los liberales o realistas? Seguro, pero no lo olvidemos: una matanza, una carnicería.

La gesta de Lácar quedó en la memoria carlista como un hito glorioso, hasta el punto de que en la rebelió de 1936 adoptó el nombre de Tercio de Lácar el batallón de voluntarios que desde Navarra, al poco de iniciarse la contienda, partió a conquistar el País Vasco. Como puede leerse todavía en la página de los requetés, bajo el expresivo título de “La historia se repite”, “Los voluntarios del Tercio de Lacar en los primeros días (lucharon) contra el Marxismo en la Columna del Coronel Beorlegui. (…) Sin duda, la mejor Unidad de Infantería tipo Batallón del Ejercito Nacional. ¡Lo mejor de lo mejor!”.

Los carlistas, tan orgullosos de Lácar, y tan satisfechos, al menos los más tradicionalistas, de su papel en la guerra del 36, establecen por tanto una firme continuidad histórica entre las dos guerras, y reivindican todos sus triunfos por igual. Es más, uno de los dos autores de un libro aparecido el año pasado sobre la actuación de los carlistas en el 36 (de título, vaya, Requetés), Pablo Larraz Andía, fue uno de los actores en la representación del sábado. Y si 1875 queda lejos, y puede ser motivo ya de petrificación teatral, 1936 sigue siendo una fecha muy conflictiva, que sangra en la memoria de mucha gente que todavía en 2012 no quiere olvidar, que no recuerda asépticamente, que se levantaría con dolor y rabia si se organizara hoy algo similar a lo de Lácar, pero sobre alguna matanza de 1936, aunque hayan pasado casi ochenta años. ¿Se admitiría alegremente hoy una reivindicación alegre y festiva de una matanza de republicanos de cualquier tendencia? ¿Acudiría la gente apaciblemente a matar la tarde en un juego teatral de ese tipo, o incluso inverso, es decir, en el que gentes de izquierdas masacraran a carlistas, falangistas y clérigos? Todo ello ha sido y es motivo de obras de arte serias, en las cuales hay una intención crítica y reflexiva. Pero festejar, como se hace en Lácar, es algo muy distinto.

En Lácar no solo había carlistas el pasado sábado. Y no puedo comprender que personas ajenas a lo que hoy es la diminuta cofradía carlista (conozco y aprecio a algunos de quienes intervinieron en el acto, y sé que sus ideas no tienen nada que ver con las ultramontanas) participen en el evento, actuando o mirando. Bien triste me parece que tanto los actores como los espectadores disfruten con la rememoración de una carnicería que, además, es asociada triunfalmente con otros momentos terribles y más recientes de nuestra historia. Y me parece radicalmente insuficiente que este año, ¡por vez primera!, los organizadores hayan deslizado una cierta justificación y disculpa del evento, al afirmar que la representación “quiso recordar esta contienda, pero (…) sobre todo quiso ser una llamada de atención sobre las consecuencias de la guerra ‘entre la gente humilde que sufre sus penalidades’”. ¿Vale con esta mala conciencia y esta “reorientación” del acto? Para mí, no.

Mucha gente dirá que esta mascarada sabatina es un pasatiempo inofensivo, una idea “lúdica” de la Asociación Turística Tierras de Iranzu para llevar gente a la zona, unos visitantes que antes y después de la función gasten un dinero en la hostelería de los pueblos cercanos. Y parte de eso hay, sin duda. La civilización del espectáculo y del ocio, la trivialización kitsch de la realidad, la explotación económica del consumo de lugares, la necesidad compulsiva de vivir hacia fuera, sin parar, moviéndose a donde sea, las ganas de llenar la tarde y echar unos potes… Todo ello explica parcialmente que se celebren esta clase de eventos. Pero la frivolidad y las ganas de divertirse tienen unos límites.

Hace años, Rafael Sánchez Ferlosio criticó frontalmente la conmemoración de la rebelió comunera de Castilla en Villalar, que en la transición fue aprovechada por varios partidos para una afirmación regionalista y una necesidad de distinción reivindicativa que él desentrañó con rabia. Su artículo se titulaba Villalar, por tercera y última vez. No sé cuántas ediciones lleva la representación de Lácar, pero dan ganas de gritar ya: ¡Por última vez! ¡Que se acabe ya!

13 junio 2012

Fariseísmos

Desde que Rajoy ganó las elecciones y empezó a tomar medidas, una crítica feroz se repite todos los días en los diversos medios de la izquierda: el Partido Popular toma decisiones que no estaban en su programa electoral, es más, está haciendo cosas que había prometido no hacer.

Es cierto. Rajoy dijo que haría esto o lo otro, y no lo hace. Pero, sobre todo, dijo que no haría esto o aquello, incluso que nunca haría lo de más allá, y luego va y olvida sus promesas anteriores.

Puedo entender que los votantes del PP, no sé cuántos, se indignen con estos cambios. Se supone que ellos votaron por una determinada política, y ahora se encuentran con otra en ciertos terrenos. El contrato entre el PP y sus electores podría por tanto haberse quebrado, al menos parcialmente, y éstos sentirse estafados, indignados.

Sin embargo, las encuestas no indican ningún cambio sustancial en las intenciones de voto. Los que dieron su papeleta al PP en noviembre, hoy por hoy seguirían haciéndolo, con más o menos ilusión.

Claro que esto puede cambiar. En Andalucía, el PP perdió un número significativo de votos en las elecciones autonómicas respecto a las generales de cuatro meses antes. O sea, que al menos una parte de esos votos perdidos pudieron ser de personas decepcionadas con los cambios de postura de Rajoy en el tiempo que llevaba gobernando.

Y, por supuesto, en toda España el desencanto de los votantes del PP puede ir a más, conforme avance la legislatura, al ver que las cosas no mejoran con sus elegidos. Pero esa desafección todavía no se ha producido de forma significativa.

Los únicos ataques públicos que he leído a la política de Rajoy, lanzados desde las filas de sus votantes, han sido (pocos, la verdad) por no ser suficientemente radical en sus cambios: porque no ha ilegalizado el aborto en cualquier supuesto, porque detectan en él complejos y miedos “progres” que le frenan a la hora de aplicar una política más resueltamente derechista o conservadora, porque no se ha cargado la herencia socialista de forma más expeditiva… En suma, porque, dicen algunos votantes del PP, es un maricomplejines, como repite hace años la víbora Jiménez Losantos.

Pero me sorprende que, día a día, los ataques a Rajoy por “no cumplir sus promesas”, “por “mentir”, por “engañar a los españoles” (nada menos; ¿a qué españoles?), los lancen casi siempre personas que nunca, en ninguna circunstancia, han votado ni piensan hacerlo a los populares, personas que, al margen de lo que dijera o hiciera Rajoy, nunca le votarían.

Algunos ejemplos entre muchos: leo todos los días a opinadores de la izquierda como Nacho Escolar, con frecuencia escucho a Gemma Nierga o Angels Barceló en la SER, o a sus tertulianos, y todos ellos y ellas ni un solo día dejan de repetir el estribillo de cómo ha engañado Rajoy. “Dijo que no iba a subir el IRPF y lo subió el primer día; dijo que no subiría el IVA y lo va a elevar muy pronto; dijo que mantendría los servicios públicos y no para de efectuar recortes…” Todos los días, sin dejar uno. Y como estos opinadores que cito, muchos más, muchísimos más, clamando, borboteando su amarga decepción.

¿A ellos los ha engañado el Gobierno? ¿Es que votaron al PP y ahora, visto lo visto, se sienten traicionados? ¿A estos miembros conspicuos de la izquierda se les puede llamar decepcionados por la política de Rajoy?

La acusación, viendo quién la formula, es sorprendente, y no pasa de ser una argucia, un truco propagandístico y sentimentaloide, propio de la retórica política más blandegue. Estos "escandalizados" me parecen fariseos.

Su argucia es hipócrita y tramposa, insisto, porque hablamos de personas que tenían y tienen una posición perfectamente lejana a la del PP, personas a las cuales nada de lo que haga o deje de hacer Rajoy va a modificar sus planteamientos, bien lejanos a los de los populares.

Las decisiones del gobierno, y más en estos momentos, se deben criticar, o no, por sí mismas, al margen de si contradicen o no lo que prometió antes. Para criticar o elogiar a Rajoy basta con su política, con lo que hace, sea lo que prometió, sea algo muy distinto a lo que prometió.

Esa crítica a la cosa misma, a las medidas adoptadas, es la que me parece legítima en personas ajenas, muy ajenas, al Partido Popular. Gentes que me gustaría que dejaran ya de presentarse como pobres almas engañadas. Su lamento no es más que un seudoargumento, una trampa indigna en el debate político.

Dejo de lado una cuestión fundamental, a saber, cómo la realidad lleva a veces a rastras al político, cogido del gaznate; cómo determinadas situaciones excepcionales llevan al político a adoptar medidas excepcionales que contradicen lo que prometió. Pensando especialmente en quienes lo eligieron: ¿Debe dimitir? ¿Puede contradecirse y quedarse tan ancho, o confiar en que las siguientes elecciones refrendarán sus cambios y virajes? ¿Qué pinta en todo eso la ética de la responsabilidad y la ética de las convicciones? Pero este asunto exigiría mucho más espacio y profundidad.

10 junio 2012

La bofetada

El otro día hablaba con un distribuidor sobre la editorial RBA. Una gran empresa, que edita muchísimos títulos, demasiados para el escuálido mercado actual, que les pone unos precios peligrosamente altos, y que me temo que no consigue encontrar, al menos en literatura, el espacio que podría merecer. ¿Novela negra o policial? Muy bien, RBA publica a buenos autores, pero su cantidad de novedades y reimpresiones anega a cualquiera. ¿Recuperaciones de grandes libros agotados en otros sellos? Fenomenal, pero son tantas las recuperaciones que no creo que encuentren mucho comprador. ¿Novedades de literatura contemporánea? Lo bueno se pierde entre lo fallido y lo regular. Menos mal que las infinitas variantes y controversias que provoca el método de adelgazamiento de Pierre Dukan parecen producirles beneficios…

Es una pena que en ese maremágnum de novedades haya pasado casi desapercibida una novela que RBA publicó el año pasado, La bofetada, de Christos Tsiolkas, pese a la abundante y buena acogida crítica que tuvo. La bofetada es la obra de un escritor australiano hijo de inmigrantes griegos, y algunos de sus personajes principales comparten esa misma condición. Los ascendientes, en un país que se ha ido forjando con oleadas de llegados de muchos países, tienen su relevancia en lo que se nos cuenta. Familias griegas, en especial, que pelean por mantener su fidelidad a los lazos más tradicionales, en conflicto con la mezcolanza de la moderna Australia; aborígenes del propio país que todavía sufren los prejuicios de otros grupos; conversos al islamismo que buscan certezas profundas, un asidero sólido frente a la confusión de la modernidad; mujeres descendientes de la India o judías de tradición familiar que perdieron cualquier creencia muchos años atrás y se resisten perplejas y furiosas al revival religioso que observan alrededor; o, en fin, australianos “puros”, de familias de vieja procedencia inglesa, convertidos únicamente en uno más entre los muchos grupos componentes de la Australia contemporánea, radicalmente multicultural. Marcas étnicas y religiosas que atraviesan los grupos de amigos y las parejas y provocan desencuentros, recelos, incluso choques violentos.

Pero lo que Christos Tsiolkas presenta en La bofetada es, sobre ese fondo, un magnífico tapiz de conflictos éticos entre un grupo de familiares, amantes, matrimonios y amigos. Siguiendo, en distintos capítulos, las peripecias presentes y pasadas de ocho de esos personajes, y sus relaciones con otros muchos, las 540 páginas de la historia abordan varias cuestiones. Por ejemplo, ciertas ideas nuevas que se han convertido en el paradigma de la corrección política y provocan encontronazos entre quienes las aceptan y las rechazan; el peso opresivo y al mismo tiempo aceptado que tiene tantas veces la familia; la inseguridad angustiosa que se desencadena en ciertos adolescentes en el tránsito al mundo adulto; la utilización de los hijos para compensar otros muchos desastres vitales; o la crisis dolorosa que alrededor de los cuarenta azota a varios protagonistas: crisis sexual y sentimental, de proyectos de vida, de elecciones de futuro. Sobre estos asuntos Christos Tsiolkas nos muestra, no nos adoctrina; nos cuenta, pero deja al lector que saque conclusiones. Todos son asuntos de muchas caras, cada persona actúa con su mochila vital detrás. Tsiolkas narra con crudeza los problemas que revientan y es el lector quien, si quiere, juzga.

Tal vez, con todo, un gran eje vertebre La bofetada: los conflictos de diversas parejas. Decía el otro día el escritor israelí Abraham Yehoshua que “la relación de pareja (…) es la relación más profunda. Las relaciones biológicas, entre hermanos o padres, no se eligen. La de pareja se puede ir al traste en un solo golpe. Cómo mantener esto día a día es el mayor reto del ser humano”. Pues bien, en esta novela hay, en las parejas que aparecen, muchas diferencias de criterio, dudas, broncas, frustración e infelicidad acumuladas, violencia, miedo, trampas, mentiras y soluciones de compromiso. Las parejas no se rompen, y todos (y todas) aguantan lo que no está escrito, pero hay dinamita en ellas, hasta el punto de que muchos personajes de La bofetada viven con los nervios de punta, en una tensión que de cuando en cuando estalla en virulentas explosiones.

He disfrutado no poco con La bofetada. Le sobran algunas páginas, es probable, y no todos los personajes están dibujados con la misma destreza. Pero Tsiolkas es un narrador notable, sabe contar y cautivar al lector, y en muchos, en muchísimos momentos, estas andanzas de australianos me han parecido, sustancialmente, no sé, de lo más pamplonesas.