16 junio 2014

Las meditaciones en el desierto, de Gaziel

En 1946, Agustí Calvet, mucho más conocido por el seudónimo de Gaziel, que ha popularizado desde joven en sus miles de artículos y posteriores libros recopilatorios, está a punto de cumplir sesenta años. Hasta 1936 fue un periodista de los más grandes, y además durante más de diez años dirigió o codirigió La Vanguardia, el gran periódico de la burguesía catalana y el de mayor tirada en España. Pero su distancia vital y política respecto a los dos bandos enfrentados en la guerra civil, y el riesgo de que lo asesinaran en Cataluña al comenzar esta, lo llevó a huir a París, donde vivió los tres años de la contienda española al margen de cualquier acción política. A su vuelta en 1940 sufrió un proceso incoado por el nuevo poder franquista, del que salió absuelto, y se trasladó a vivir a Madrid, donde fundó y dirigió la editorial Plus Ultra. En 1946, terminada la segunda guerra mundial, Gaziel vive bien desde el punto material, pero su ánimo ha virado a los tonos más negros. Para empezar, no tiene periódico en que escribir. La Vanguardia es un medio “ocupado” por el franquismo que no tiene nada que ver con el que Gaziel dirigió, y en todo caso él no quiere travestirse en apologista del nuevo régimen ni vivir en una Cataluña que contempla desolado en su situación del momento –porque Gaziel, aunque haya escrito en castellano casi siempre, es un catalanista ardiente desde su juventud-.

Su carrera periodística, ya digo, se ha interrumpido de forma radical, tal vez ha llegado a su fin. Además, la esperanza que lo mantenía ansioso en los últimos tiempos, que la victoria de los aliados en la guerra mundial se llevara por delante el régimen de Franco, se revela una triste ilusión. Los aliados no acabarán con la dictadura en España, no tienen ningún interés en derrocarla. Va a continuar por tanto, puede que muchos años, un régimen feroz, implacable con el disidente, con el demócrata, con el liberal, con todo aquel que sienta repugnancia por los fastos del fascio español.

¿Qué hacer? A Gaziel, por supuesto, no se le ha olvidado escribir, aunque su nombre haya sido barrido de la profesión. Con una formación muy sobresaliente respecto a la media de los de su oficio, dueño de un estilo un poco inflamado, grave, dolorido, pero suntuoso, preciso, repleto de recursos e ideas que transparentan su enorme cultura, a un Gaziel desesperado, que no ve por delante (¡y ya tiene sesenta años!) más que el desierto franquista, sólo se le ocurre meditar para sí, alimentar en catalán un cuaderno en el que volcar sin censura lo que le subleva íntimamente, sin pensar ni por lo más remoto en que tales pensamientos puedan ser publicados. Crece así Meditaciones en el desierto, el libro que ahora he leído atento y arrebatado.

Gaziel escribe sobre el abandono miserable de Inglaterra, Francia y Estados Unidos, países de los que tanto esperaba, potencias occidentales que han dejado a los demócratas españoles a los pies de los caballos franquistas; se extiende en la naturaleza brutal, clerical, militar, castellanista y antimoderna del régimen, y también de la derecha española más desatada que se adhiere a él; sobre la inhibición de la burguesía, castellana y catalana, a la hora de impulsar un régimen moderno, liberal y democrático occidental en España, ya en la República y mucho más en los tiempos que ahora sufre, en los cuales los ricos sólo piensan en hacerse más ricos al abrigo de Franco; sobre la cobardía y sumisión de los intelectuales notables que no se exiliaron, como Ortega, Azorín, Marañón y tantos otros, a los que más les valdría permanecer en silencio; o sobre el hundimiento absoluto de cualquier posibilidad de que Cataluña tenga alguna personalidad política propia, algo que Gaziel carga no sólo en el debe del régimen, sino también en la falta de coraje y visión histórica de los catalanes (sus páginas sobre Cambó son de una enorme penetración). De paso, registra algunas de sus lecturas, en las que el peso de los autores franceses es decisivo, reflexiona sobre el sexo y la muerte, sobre el carácter racional de los hombres y sus limitaciones, sobre la imposible felicidad duradera, sobre arte y el Quijote…, sobre todo lo que cavila en esos años, entre 1946 y 1953, en que mantiene abiertas esas Meditaciones en el desierto de tono rabioso y sabio, las cuales alimentará al tiempo que escribe tres grandes libros, que sí publica, sobre España y Portugal, libros de viajes y de reflexión histórica que el franquismo permite que salgan a la luz. Cuatro años después, en 1957, a sus setenta, Gaziel volverá a Cataluña, y en catalán seguirá escribiendo hasta su muerte en 1964. Muchos años después, estas Meditaciones en el desierto verán la luz y ayudarán a que muchos lectores descubran al gran escritor que la guerra civil y el franquismo habían sepultado.

Meditaciones en el desierto se publicó en castellano en 2005 y me temo que se vendió poco. Pero este 2014, al socaire del centenario del inicio de la primera guerra mundial, la Gran Guerra, Gaziel conoce de nuevo una cierta fortuna editorial: se están reeditando algunas de sus crónicas de corresponsal de esa guerra, las crónicas con las que nació, casi por accidente, un periodista formidable (él iba, en realidad, para profesor universitario). El Asteroide ha reeditado De París a Monastir, un viaje por la guerra desde Francia a Grecia y Serbia, y Diéresis ha preparado En las trincheras, una antología que estos mismos días leo admirado y sorprendido.

Uno llega a “sus” autores cuando el azar y las circunstancias lo permiten, cuando fijamos nuestra atención en autores que igual nos habían llamado hace mucho tiempo sin que les prestáramos atención. Yo he llegado muy tarde a Gaziel, pero menudo festín: qué escritor me había perdido hasta ahora. De los grandes periodistas de los años veinte y treinta, he disfrutado y aprendido mucho de Pla, de Chaves Nogales, de Camba y de otros de menor fuste. Pero Gaziel ha sido todo un acontecimiento.

09 junio 2014

Dos ediciones que se solapan

Leí el otro día en los periódicos que la editorial Pamiela ha publicado una nueva edición de Atrapados en el paraíso, el libro de Patxi Irurzun que narra el viaje que hizo en 2003 a tierras de Filipinas y Papúa Nueva Guinea en compañía del fotógrafo Joseba Zabalza. Su relato del periplo ganó al año siguiente el premio a la creación literaria del Gobierno de Navarra en la modalidad de novela, lo cual incluía, además de tres mil euros, la publicación del libro. Así se hizo, y hoy es el día en que aún quedan en los almacenes unos cien ejemplares de aquella primera edición, que seguirán a la venta porque no tienen por qué ser retirados.

Antes de lanzar esta nueva edición, ni Patxi Irurzun ni el editor de Pamiela se han dirigido a nadie del Gobierno de Navarra, siquiera sea a un modesto funcionario de medio pelo. Hubiera sido muy fácil, facilísimo, llegar a un acuerdo, seguro, y además los impulsores de esta nueva tirada tienen, muy probablemente, la baza de que en su momento no se firmara un contrato de edición (no lo sé, yo trabajaba entonces en otro lugar y no he encontrado nada en archivos). Pero me parece curioso, por decirlo de alguna manera, que hayan tirado adelante los irurzun y compañía sin hablar con nadie, sin un triste correo electrónico o llamada de teléfono. En fin, ya se sabe que esta es una tierra bronca, y observo en este episodio el mismo proceder que proclamaba orgulloso hace días otro autor de Pamiela: “me jodo en los modales”. ¿El estilo de la casa? ¿Se cree algún ingenuo que habrían actuado de igual modo los de Pamiela si la colisión de dos ediciones del mismo libro en el mercado se hubiera dado no con la Administración, sino con otra editorial privada? Vamos, vamos…

Fui uno de los miembros de la comisión que decidió aquel premio en 2004. En cuanto leí los originales presentados, unos veinte, tuve claro que el que más interés tenía era Atrapados en el paraíso. Fue fácil convencer a los demás integrantes del jurado de que había que premiarlo, sobre todo tras abatir la leve duda inicial de Angel de Miguel, buen poeta y buena persona que luego escribió el prólogo del libro. Hubo quienes, incluso al cabo de los años, nos criticaron por haber premiado un relato de viajes, y no estrictamente una novela. Pero esos policías de fronteras de géneros me aburren indeciblemente, y nunca me tomé sus quejas en serio.

He vuelto a leer este fin de semana Atrapados en el paraíso, y le he encontrado las mismas virtudes que entonces. Patxi Irurzun sólo ha escrito un libro más valioso que este, su dietario Dios nunca reza, publicado en 2011. Pero junto a las virtudes he recordado asimismo las debilidades y caídas de fuerza que ya observé en mi primera lectura de esta historia de un viaje. Sigo pensando que era el mejor de los originales que leímos entonces y que el premio fue justo. Lo que ocurre es que ahora no me apetece extenderme en juicios literarios, en distingos y ponderaciones. Hoy no estamos para eso.

07 mayo 2014

Relatos de plomo

Llevo unos días revisando originales del que será segundo volumen de Relatos de plomo. Historia del terrorismo en Navarra. El libro saldrá en los próximos meses y recordará la acción terrorista en Navarra entre 1987 y 2011, dando fin de este modo al esfuerzo editorial que ya dio lugar al volumen que narraba lo acontecido entre 1960 y 1986.

Como me sucedió en el primer volumen, asfixia y conmociona la lectura de las barbaridades que se narran aquí con el detalle preciso y fluido de los buenos periodistas, esos buenos periodistas que han sido dirigidos por la mano sabia de Javier Marrodán. Presumo que al tratarse de libros muy extensos, con gran número de crónicas y entrevistas, muchos lectores leyeron o leerán estos libros por partes, saltando de un episodio a otro al compás de su interés selectivo o sus recuerdos. Pero yo he debido hacer una lectura profesional de principio a fin, atenta y demorada, y creo que ese recorrido ordenado y completo multiplica la pena y la rabia del lector, lo abruma, lo hunde en la monotonía del horror, en el delirio provocado por quienes no conocen la piedad, por la frialdad metódica que no vacila en provocar desastres como sea, en socializar el sufrimiento (expresión de la propia “izquierda abertzale”) sin tregua ni duda. Cuanto más dolor, mejor; vale decir: cuanto peor, mejor, como ha calculado en todo momento el movimiento terrorista y totalitario que es Eta, tirando de la cuerda, poniendo muchos cadáveres y destrozos sobre la mesa, buscando doblegar a cualquier enemigo, sea el Poder (así, con mayúsculas), sea un ciudadano cualquiera —al que es fácil inocular el miedo.

Tantas cosas podrían decirse sobre estos libros tan necesarios… En esta nota quiero fijarme sólo en tres aspectos relativamente secundarios, o colaterales, que me han golpeado o llamado la atención mientras leía Relatos de plomo. El primero es que la historia de cincuenta años de plomo, enriquecida en el libro con entrevistas hechas ahora a víctimas o familiares, permite entender lo que ha sido la extensión temporal del horror hasta hoy mismo, saber qué ha pasado después de “aquello”, de tal o cual acción terrorista. Los asesinados o mutilados allí quedaron, pero los efectos de lo de entonces condicionan gravemente el presente de la mayoría de las viudas, hijos, hermanos o padres de aquellos asesinados. Víctimas o familiares de víctimas vieron alteradas de modo radical sus vidas, se atiborraron de fármacos, enfermaron de insomnio para muchos años, vegetaron tiempo y tiempo como zombis, se hundieron en la pobreza, tuvieron que irse de Navarra porque tras el crimen no cesó el escarnio, la ofensa implacable infligida por los amigos de los asesinos. Nos enteramos de que hay víctimas que todavía siguen encadenadas a lo que sucedió, o luchan contra el recuerdo porque aún las desequilibra violentamente. Eso por no hablar de los casos, pudorosamente entrevistos en estos volúmenes, en que el dolor ha desunido familias, porque cada sufriente camina en un sentido que no siempre coincide con el de su marido o mujer, hermano o cuñado. Familias enfrentadas, desarticuladas, hijos con vidas a la deriva, muchos dolientes que se abisman en el silencio. Y, en el extremo del túnel, algunos suicidios: la viuda navarra de un comerciante asesinado en Santurce (su delito: tener entre sus clientes a la Guardia Civil) que a los tres meses del crimen se tiró desde un sexto piso, o el hermano de José Luis Hervás, el guardia civil al que mató un etarra en la Foz de Lumbier, y a quien después de dos años de depresión no se le ocurrió otra salida para terminar con su angustia.

Desazona, en particular en el primer volumen, recordar la gran cantidad de policías asesinados que eran extremadamente jóvenes. Algunos, además, acababan de llegar a Navarra cuando su vida se acabó, y sus viudas huyeron de inmediato de esta tierra, rotas y estupefactas. En aquellos finales de los setenta y primeros ochenta, esas mujeres también muy jóvenes fueron abandonadas por el Estado, tuvieron que buscarse la vida en trabajos penosos, todas con hijos muy pequeños, y pasaron bastantes años hasta que recibieron compensaciones más o menos dignas. Este gran capítulo de los guardias jóvenes, sobre quienes casi nadie en Navarra atendió ni un minuto a su nombre o a su historia personal y familiar, es el que más acusadoramente me ha incomodado recordar.

Un último apartado: el primer volumen de Relatos de plomo ya estaba lleno de momentos grotescos, desopilantes, que moverían a la risa si no estuvieran nadando en sangre y terror. Quiero traer a colación tres relativamente menores. No sé cómo calificar, por ejemplo, que, tras destrozar en 1981 el camión de un trabajador autónomo que, entre otros, hacía trabajos de transporte de madera para Renfe, ETA militar justificase el bombazo por su voluntad de combatir “la indiscriminada tala de árboles en Navarra”.

Otro momento sublime se produce cuando en el mismo año comandos de ETA político militar secuestran a tres cónsules de diversos países para "informar" a la comunidad internacional de que en Euskadi hay un “conflicto”. En Pamplona, los etarras, antes de llevarse de su casa al cónsul de Uruguay, Gabriel Biurrun, hurgan en su amplia discoteca y eligen poner música de Vivaldi mientras toman café y licores durante horas y le explican que no le van a hacer daño, pero que, eso sí, lo van a tener secuestrado unos quince días (luego los secuestrados padecieron “sólo” nueve días de cautiverio). Esas horas de los terroristas con Vivaldi de fondo mientras beben en la casa de quien van a llevarse a punta de pistola podrían haber sido buena materia de una película de Buñuel.

Y, en fin, con el terrorismo también vinieron la picaresca y la mangancia de algunos de los que debían dedicarse a combatirlo. Cabe aquí recordar que el industrial guipuzcoano Saturnino Orbegozo, a quien tuvo secuestrado dieciséis días un comando de ETA político-militar octava asamblea (el grupo al que pertenecía Arnaldo Otegui y que acabó integrándose en ETA militar, la ETA que todavía hoy, en 2014, se resiste a disolverse), fue liberado por la Guardia Civil a finales de 1982. Pues bien, merece la pena, creo, reproducir tal cual lo que los autores de Relatos de plomo escriben sobre una derivada de este secuestro: “el periodista pamplonés José María Irujo, que destapó el “Caso Roldán” cuando trabajaba en Diario 16, publicó con los también periodistas Jesús Mendoza y José Macca un libro titulado Un botín a la sombra del tricornio en el que se cuentan todos los entresijos de la turbulenta biografía del que fuera delegado del Gobierno en Navarra y director general de la Guardia Civil. Allí se explica que R.E., la persona que proporcionó la información que hizo posible la liberación de Orbegozo, era “un informador valioso y leal” a quien se decidió recompensar con dos millones de pesetas. El dinero se tomó de los fondos reservados que gestionaba el Ministerio del Interior y viajó secretamente a Navarra, pero nunca llegó a su destino: años después, cuando se supo a qué se había estado dedicando Luis Roldán mientras era delegado del Gobierno en la Comunidad foral, se concluyó con cierto fundamento que aquellos dos millones bien podían estar en su caja de seguridad en Suiza o en algún paraíso fiscal del Pacífico”.

02 mayo 2014

Mortalidad

No sé si éramos amigos, pero la noticia de su muerte me ha golpeado esta mañana desde el periódico, tiñendo de pena el desayuno, y eso que ya se podía barruntar, por su silencio en los últimos meses, que las cosas del cáncer no iban bien. Sólo estuvimos juntos unas horas, el día de verano de 2012 en que al fin nos vimos las caras en su pueblo para charlar de mil asuntos. Pero antes y después de ese único encuentro, en los últimos treinta meses intercambiamos más de doscientos correos, algunos muy extensos, y hablamos mucho por teléfono, desde aquel octubre de 2011 en que me llegó el archivo de una novela que había escrito y que, claro, quería que le publicáramos. No lo hicimos, pero pronto comenzó una relación de muchas palabras y progresiva confianza, que incluía mi lectura y revisión de buena parte de lo que él enviaba a los periódicos y revistas donde colaboraba. Era un columnista rápido, eficaz, siempre ameno, pero en su velocidad se incluía también cierto descuido, expresivo pero también de datos, que yo ayudaba a veces a paliar, siempre deprisa y corriendo, porque las urgencias de los medios lo imponían y porque él era de natural un ribero impaciente, agitado. Así se fue reforzando nuestro curioso y virtual vínculo, más cercano que muchos con gente que veo a diario.

Tenía un historial notable como periodista de radio, en especial por su ejecutoria en el final del franquismo y la transición. Entonces ganó dos premios Ondas y fue una de las voces que, en una cadena Ser todavía no adquirida por el grupo Prisa con los beneficios que fluían de El País, ofrecía un periodismo muy necesario en la frágil democracia. Luego pasó bastantes años en la Cope, y acabó dirigiendo una revista religiosa, algo lógico en un miembro del Opus Dei desde principios de los setenta. Curiosamente, los “suyos” no lo trataron profesionalmente todo lo bien que él creía merecer, y me habló con poco entusiasmo de muchas estrellas de la radio de los noventa y de algunos jefes, mientras añoraba los tiempos de la transición y a sus compañeros de la Ser, que hacían entonces una radio bien lejana de la de algunas voces actuales de esta cadena, mentirosas por demagógicas. (Si bien especímenes similares trafican con la verdad en otras cadenas, y de los tertulianos, de casi todos los tertulianos de cualquier emisora, mejor no hablar.)

Éramos bastante diferentes: en edad, en carácter, en ideas políticas (las suyas muy firmes, las mías más movedizas), y sobre todo en algo que él ponía en el centro de su vida: las creencias religiosas. Pero salvo en alguna frase suya que me irritó levemente por su condescendencia -la propia de quien, desde la paz del más absoluto dogmatismo, siente pena por el increyente, por el extraviado-, creo que los dos supimos movernos con comodidad y tacto en los acordes y desacuerdos. Le sobraba para ello saber estar, cordialidad, nobleza.

Su mayor decepción conmigo nació de mi escaso aprecio por sus novelas. Bien jubilado, se había lanzado con entusiasmo a la ficción, y aplicaba en este ámbito la misma determinación y apresuramiento que en su hacer periodístico. Él no quería dedicar años a una novela, no tenía paciencia para construirla con morosidad. Quería escribirlas en pocos meses y verlas publicadas enseguida. Lo entiendo: a su edad, setenta y pico años cuando se lanzó, tenía prisa, casi urgencia. Y además le movía una intención moralizante que afectaba a todo el edificio novelesco. Había que predicar mensajes con las historias. Por eso tenían que ser novelas muy periodísticas, sencillas de estructura, con personajes de psicología simple, buenos y malos nítidos, y las enseñanzas que se transmitieran tenían que estar muy claras. Pero una buena novela es un artefacto muy complejo, y no consiente, casi nunca, las simplificaciones de la columna o el artículo de prensa escrito a la carrera.

Como las dos novelas que leí me parecieron malas y reclamaba mi opinión con vehemencia antes de su publicación, se la expliqué por escrito en distintos momentos; eso sí, con mucha cautela, empleando términos amables pero blandos, casi gaseosos. Él no era tonto, por supuesto, y mis palabras reticentes, lo sentí con claridad en el ritmo de correos, llamadas y silencios, no le gustaron. Buscó otros apoyos y elogios en el amplio círculo de sus contactos profesionales y religiosos -o las dos cosas al mismo tiempo-. Tuve la convicción, sin embargo, por lo que me iba contando y dejando leer, de que también en esos ámbitos todos se andaban con mucho cuidado y gestos educados, obvio como era que sólo estábamos ante un novelista voluntarioso pero de resultados deficientes. Aun y todo, me quedó la duda, y ahora la desazón, de si no debería haber sido todavía mucho más prudente y delicado en mis juicios.

Le apremié con sincero ahínco para que escribiera sus memorias de periodista, llenas como podían estar de datos sabrosos, de perfiles de gente que había tratado o de reflexiones sobre el viejo y el nuevo periodismo. Conservo un par de correos donde mostraba su disposición para afrontar el empeño. Pero sus últimos mensajes, cuando la enfermedad, entiendo ahora, avanzaba sin piedad, anunciaban una tercera novela, temo que tan poco prometedora como las anteriores. En esos correos todavía me pedía que le revisara artículos, y recuerdo uno muy interesante y extenso de diciembre, el penúltimo que me envió, sobre el asesinato de Carrero Blanco.

Ni entonces ni en febrero se quejó por los efectos de los tratamientos contra el cáncer. No había nada lúgubre en sus mensajes, sólo planes, ilusiones de escritura, referencias a las críticas que su segunda novela había recibido y a las ventas y tratos con librerías. Después, silencio. No puedo saber qué sentía en los últimos tiempos, con la muerte ya tan cerca, ni aventurar en qué medida (espero que muy grande) su fe religiosa confortó su vida y su agonía. Pero en mi recuerdo, el que guardo de un hombre alegre, enérgico, repleto de proyectos, no puedo dejar de recordar unas palabras que escribió Christopher Hitchens en su libro Mortalidad cuando supo que se enfrentaba a un cáncer muy avanzado: me oprime terriblemente la persistente sensación de desperdicio. Tenía auténticos planes para mi próximo decenio y me parecía que había trabajado lo bastante como para ganármelo. JJ, apenas nos vimos, pero no sabes cómo siento tu muerte.

12 marzo 2014

Escritores hacia 1970

Tuve que bajarlo de uno de los estantes más altos de mi biblioteca. Es un libro de bolsillo y papel de mala calidad que conservo descuajeringado. Como no estaban los pliegos cosidos, sino sólo las hojas fresadas y mal encoladas, el trajín de la lectura provocó en su día que muchas se fueran despegando. Igual les sucedió a otros muchos volúmenes de bolsillo comprados en la época y que tengo por casa con cuidado de no extraviar algunas de esas hojas desprendidas.

En el ejemplar tengo anotado que lo compré en julio de 1973 en Galería Artiza, una librería abierta unos años en la parte vieja de Pamplona en los setenta. Fue uno de los primeros libros que adquirí, borracho de ilusión, con algo del dinero ganado como músico en fiestas de pueblos y bodas. Ese mismo día me hice también con Groucho y yo, los desopilantes recuerdos de Groucho Marx.

Cuando leí el otro día que había muerto Ana María Moix me apeteció volver por unas horas a 24 x 24, veinticuatro entrevistas a escritores y artistas que la Moix había ido publicando previamente en el periódico Tele/eXprés bajo el título de “24 horas de la vida de…”. Son charlas en las que casi siempre la autora les inquiere sobre sus hábitos diarios, primero, y también sobre sus ideas y planes de trabajo.

Ahora no compraría un libro así. Libros de circunstancias, libros que hoy me saben a poco, libros de vocación efímera —y eso que hablamos de entrevistas mucho más extensas que las que actualmente se publican, al menos en papel, y que la Moix no desdeña entrometerse más de una vez en ellas con recuerdos y juicios personales, e incluso convierte la entrevista con Ana María Matute en un juego con la imaginación de la autora—. Pero debo ubicarme “cuando entonces”. Juan Ramón Jiménez dijo aquello de que un libro no dice lo mismo en ediciones diferentes, un principio que trato de tener presente siempre en mi trabajo. Con mucho mayor motivo puedo recordar algo más obvio: no leemos el mismo libro en edades distintas. Han pasado cuarenta años, y no en balde, desde que devoré este ramillete de encuentros de la Moix en la Barcelona de finales de los sesenta y primerísimos setenta.

Yo era un adolescente ávido de saber y repleto de ignorancias, y este libro me ayudó a tener un primer contacto sobre todo con escritores que me interesaban. Escritores (Barral, Gil de Biedma, Marsé, Vargas Llosa, García Márquez, Gimferrer, Donoso, Angel González, García Hortelano, Terenci Moix, Max Aub…) de quienes en ese tiempo no sabía nada o casi nada. Pero estaba torpemente seguro, a partir de los muy escasos puntos de referencia que me había ido construyendo en lecturas caóticas, de que me iban a interesar, de que debía enterarme directamente, leyéndolos, de lo que estaban haciendo. Para dar ese paso el libro resultó un preámbulo estupendo y útil; eso sí, para un momento determinado y en un contexto muy preciso.

Releyendo ahora a los entrevistados, es curioso encontrarse con el anuncio de proyectos que culminarían en libros que sin duda van a quedar en el canon de la literatura en castellano. Marsé estaba trabajando en Si te dicen que caí, García Márquez andaba enredado en El otoño del patriarca, Vargas Llosa escribía su monumental estudio sobre la teoría de la novela y la obra de García Márquez, García Hortelano daba los últimos toques a El gran momento de Mary Tribune, Carlos Barral ya escribía Años de penitencia, el primer volumen, y el mejor, de sus extraordinarias memorias, José Donoso acababa de publicar nada menos que El obsceno pájaro de la noche y ya planeaba Casa de campo, que salió varios años después, Terenci Moix escribía sobre su mitología cinematográfica, la cual, me parece, daría sus mejores libros, y se decía a punto de publicar la también valiosa El sexo de los ángeles, que tardó veinte años en ver la luz, Gil de Biedma anunciaba los pocos poemas que le faltaba por dar a la luz en una obra escasa y perfecta, mientras que la mucho más vieja Rosa Chacel diseñaba todavía muchos nuevos libros, Ana María Matute contagiaba a la Moix su entusiasmo por Olvidado rey Gudú, que no terminaría hasta veinticinco años más tarde, y Max Aub enseñaba la rabia, melancolía e incomprensión con la España reencontrada tras treinta años de exilio, y que luego atravesaría ese diario amargo que es La gallina ciega… Solo Dalí es tratado con desdén y simplismo en el libro, a partir de un encuentro en el que despliega su egolatría maleducada y teatrera. Y, ay, Vargas Llosa y García Márquez proclamaban su indestructible amistad, la misma que al año siguiente terminaría para siempre a trompadas y que convertiría el ensayo del primero sobre el segundo, García Márquez. Historia de un deicidio, en un título mítico e inencontrable a lo largo de casi cuarenta años.

Pero es la muerte el factor que me asaltaba al paso constantemente en esta nueva visita a 24 x 24. He contado, y creo que sólo seis de los veinticuatro protagonistas del libro viven todavía, una triste cuarta parte. Los demás han muerto, y el recuerdo muy exacto, sobre tantos de ellos, de lo que publicaron al correr de los años, o de cómo los fui leyendo, incluso de aspectos de su vida que entonces no podía ni sospechar y que hemos conocido tras su muerte gracias a testimonios muy sobresalientes, tiñe esta apresurada relectura de nostalgia y pesar. Este libro no es en 2014 el que fue hace tantos años, y, claro, yo tampoco.

07 marzo 2014

Celine y los consejos para la mujer

No conocía la revista Clara, del grupo editorial RBA. Ahora sé que es una revista dirigida a las mujeres, con secciones de moda, belleza, nutrición, salud, hogar y cocina. Píldoras, textos breves, todo consejos: actualiza tu armario por muy poco, las claves para estar más guapa de la A a la Z, pequeños gestos que dañan tu piel, alimenta tu pelo desde dentro (??), cincuenta ideas para multiplicar el efecto de una dieta, recupera tu energía en quince días y sin fármacos…

De todo esto me he enterado porque vi en enero en un escaparate que con la compra de la revista regalaban un libro. Y no cualquiera: nada menos que De un castillo a otro, de Louis-Ferdinand Celine, el genial escritor francés, médico, antisemita, colaboracionista con los nazis, un prenda. Mal tipo, pero gran escritor, aunque no apto para todos los públicos, ni mucho menos.

El verbo incendiado de Celine, sus furiosas imprecaciones, su voz torrencial y rabiosa y victimista y misógina, una voz que en este libro desorienta al lector que no conozca episodios de su vida, en especial lo que le sucedió a partir de 1945, ¿cómo ha podido pensar algún cráneo privilegiado del marketing que podría casar con una revista como Clara? Ya sé que la editorial RBA publica demasiado, y que debe de tener almacenes llenos de libros invendidos a los que quiere dar salida. Pero el matrimonio entre este libro y la revista es de aurora boreal.

Eso sin contar con que la lectora que adquiera el pack y comience De un castillo a otro se va a encontrar en la primera página con estas palabras de Celine: ¡el parloteo de las mujeres es soberano!... los hombres chapucean leyes, las mujeres se ocupan de cosas serias: ¡la Opinión!... ¡la clientela de un médico está hecha por las señoras!... ¿no las tienes a tu favor?... ¡pega un salto y échate al agua…! ¿tus señoras son débiles mentales, rebuznan de idiotez?... ¡mejor que mejor! ¡Cuánto más limitadas, más zopencas, más rematadamente estúpidas, más poderosas son!

04 marzo 2014

Memoria a dos voces

Dejé otro libro a medias porque me estaba aburriendo pero sobre todo porque me apetecía leer, sin más dilación, El invitado amargo, de Vicente Molina Foix y Luis Cremades. Dos hombres, en 1981, uno de treinta y cuatro años, el otro de apenas diecinueve, inician una relación amorosa. El mayor, Molina Foix, es un escritor ya para entonces de cierto prestigio, con varias novelas publicadas y elecciones literarias e intelectuales bastante consolidadas, todo lo promiscuo sexualmente que ha querido hasta ese momento pero sin ningún enamoramiento poderoso en su historial. El joven, Luis Cremades, está empezando en muchos terrenos: el sexo, la literatura, la sociología, las nuevas amistades que su llegada a Madrid y sus andanzas con Molina Foix y otras personas (otros amantes, con frecuencia) le van abriendo. Es un joven ávido de saber y vivir, que tantea y duda, inmaduro y brillante, inseguro y cortante.

La relación amorosa entre estos dos hombres dura menos de dos años y está plagada de enfados, rupturas y reconciliaciones. Molina Foix se descubre celoso (los celos son ese “invitado amargo” del título, en expresión de Shakespeare), y siente una rabia inocultable cuando su proyecto de una relación amorosa sólida y estable, casi matrimonial, en la cual él ejerza de modo natural un magisterio, tropieza con el desorden instintivo y las ansias de libertad de su joven amante, incómodo en un pacto que a él en ese momento le viene grande. El joven Cremades quiere estar cerca de Molina Foix y aprender de él, desde el primer momento aprecia lo mucho que recibe en la relación; pero inseguro, contradictorio, pobre, curioso en todos los sentidos y con ganas de comerse la vida a dentelladas, no está preparado para acomodarse sin más a los dulces proyectos de su amante.

El libro avanza en el contrapunto de los dos narradores, de dos voces que se complementan relatando, pero que también muestran a veces, inevitablemente, divergencias. Estas también aparecen en el tono. Mientras Molina Foix exhibe, y mucho más a la altura de 2013, un estilo maduro, preciso, elegante, siempre bien encadenado, la narración de Luis Cremades tiende a ser, en tono pero también en ritmo, más cortante, más ajustada lingüísticamente al caos vital, a una vida a la postre más difícil, azarosa y desordenada.

Diferencias de tono y ritmo que responden a estilos de escritura diversos, pero también a la disparidad de sus vidas. Y es que el libro no se limita a la rememoración del amor de principios de los ochenta, sino que se prolonga, con diferentes episodios, hasta nuestros días. Y ahí el contraste entre lo sucedido a los dos antiguos amantes no puede ser más estridente. El coqueto Molina Foix parece vivir (al menos es lo que nos cuenta) desde entonces un camino sin grandes sufrimientos ni sobresaltos, sin amores intensos pero con buenos acompañantes, en una andadura creativa perfectamente sostenida y laureada. Sólo la muerte de su madre o la de amigos como Vicente Aleixandre o Juan Benet, o su elección como Caballero Porta-Estandarte en 1990 en el Misteri de Elche, su ciudad natal (“el honor que más satisfacción me ha producido en la vida”), le trastornan, siquiera sea episódicamente.

Bien distinto es el trayecto de Luis Cremades, a quien zarandean accidentes vitales de toda clase: cambios de domicilio (en una errancia sin fin) y de dedicación profesional y situación económica, relaciones sentimentales y sexuales variadas, intermitentes afanes literarios, y, en fin, problemas graves de salud, los cuales, a la postre, condicionarán crudamente su existencia y se convertirán en otro “invitado amargo”, más cruel que los celos.

Una biografía agitada y dolorosa la de Cremades. En sus cambios de fortuna se transparenta el ansia feroz del grupo generacional que pagó un precio muy alto por vivir en el riesgo. Cremades todavía aguanta con su maltrecha salud, y es capaz de escribir páginas tan magníficas como las de este libro, pero amigos suyos como el también escritor Leopoldo Alas, y muchos otros, se quedaron en el camino por no transigir con los imperativos de la vida “madura” y “sensata”, por pelear hasta el fin pertrechados con la rabia y el libertinaje que tan prometedores parecían en los años ochenta.

“Mi amor por Luis fue un amor sin resguardo, el más cierto, el más excitante y desequilibrante de mi vida, y, pese al devenir de dos años felices y tormentosos, el más perdurable. Del suyo no puedo más que especular, dudar, creer”. Así resume Molina Foix el nervio vital de este libro. Dos vidas, dos hombres muy diferentes pero que nunca dejaron de recordarse, que con su breve relación sellaron un vínculo discontinuo pero profundo, si bien sólo en la madurez esa ligazón ha limado las aristas más hirientes.

Dejo de lado otra vertiente esencial del libro, el relato desinhibido de varias peripecias de escritores que se cruzaron en la vida de estos actores principales: Aleixandre, Savater, Lourdes Ortiz, Juan Benet, Emma Cohen, Umbral, Luis Antonio de Villena. Sobre todos ellos aportan, casi siempre Molina Foix, anécdotas y reflexiones bastante jugosas, algunas sumamente aceradas. En cualquier caso, y para los que apreciamos cada día más los libros que trabajan sobre la memoria, este libro es un alimento de primera calidad.