16 de septiembre
En el trabajo hemos tenido un lío de esos que se producen de vez en cuando. Un libro ha salido mal, y la culpa del desaguisado no está clara. Puede ser de quien lo compuso, de quien lo imprimió, de quien hizo de coordinador editorial en nuestra propia oficina, o puede ser que las culpas estén repartidas entre todas las partes. Como a lo peor hay que repetir la impresión, y es un libro caro, quiero hablar con todos antes de decidir nada. Eso me empuja a algo que me gusta, aunque no lo hago con la frecuencia debida: visitar la imprenta. Es una imprenta grande, con maquinaria muy sofisticada. Tratamos el problema que me ha traído, y luego, ya más relajados, la situación del sector. Entre recuerdos, algunas noticias más o menos chismosas sobre gente del oficio y algunas risas, los de la imprenta se lamentan, con datos apabullantes, de la crisis, y de cómo ha golpeado a todo el sector de las artes gráficas. Hablamos de personas que conozco, que son muy buenas en lo suyo pero han caído en el paro más negro, y ya no encontrarán otro trabajo. Vuelvo a la oficina con el ánimo sombrío. Y recuerdo un hombre que conocí cuando yo empezaba, un verdadero experto, en tiempos, en la linotipia, y luego, cuando éstas desaparecieron, en la fotocomposición. Un corrector formidable, además. Un día, tras una crisis anterior, que dejó las empresas de composición reducidas a la mínima expresión, me lo encontré cortando entradas en la puerta de los cines Carlos III. Nos sonreímos incómodamente, y no dijimos nada.
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