30 enero 2013

Lo que cuenta es la ilusión

Yo también he disfrutado mucho leyendo Lo que cuenta es la ilusión, de Ignacio Vidal-Folch. En principio, y sin otras referencias, ya cuentan con mi interés estas reuniones de fragmentos: notas de dietario, apuntes de lecturas, pequeños relatos de sucedidos cotidianos, alguna que otra sentencia, paradojas más o menos humorísticas o decididamente cómicas de la vida, registro de enfados con personas y situaciones, retratos de gente que se cruza con el autor en Barcelona o en alguno de sus muchos viajes... Recuerdo que me topé con este libro en San Sebastián en octubre, en la FNAC, recién publicado, conseguí agenciarme un taburete y en el anonimato que conceden esos centros comerciales de la cultura estuve más de una hora dichosamente absorto. Ese día no lo compré, pero lo tuve claro: este libro me interesa, y mucho.

Eso es lo fundamental, por supuesto. Sin embargo, leo, releo, y pienso: este es un escritor al que basta y sobra con leerlo. En ese terreno es magnífico. Pero el tono con que cuenta, su mirada sobre bastantes cosas, su frialdad, su despego, su desinterés por las vidas ajenas, incluso una indisimulada altivez... No sé en realidad nada de Vidal-Folch, pero al personaje que ha construido en estas anotaciones dan ganas de tenerlo lejos. Nada excepcional, por otra parte. Esa misma inclinación, e incluso mucho más fuerte, la sufro con más de un escritor que vive en mi ciudad. Lo que podría aprender, sin duda, al menos de los que admiro en algún sentido literario, con cierta frecuencia no compensa en absoluto la molestia o incomodidad de estar con ellos.

Con Vidal-Folch no debo de ser el único que siente eso. Lo confirma el propio anotador: “Rocío, una amiga de Isabel, que me había llamado para pedirme no sé qué, cuando ya hemos entrado en conversación y se siente más en confianza, me confiesa que le daba miedo llamarme, que le asustaba hablar conmigo. Esto hace sonar en mí una nota de confusión y de pena: a saber qué alarde de misantropía, qué coqueterías de solitario, qué bufidos de Minotauro no habré resoplado durante estos años para que de vez en cuando e incluso con cierta frecuencia alguien me confiese temores parecidos”.

27 enero 2013

A vueltas con los premios literarios

En España se convocan y fallan, cada año, muchos, muchísimos premios literarios. De poesía, a un libro o a un único poema, o de narrativa, a novelas, a colecciones de relatos o a un único cuento. Son premios que convocan desde gobiernos o grandes grupos editoriales a municipios de centenares de habitantes; desde asociaciones culturales, deportivas o recreativas más o menos beneméritas, a empresas que tratan de rentabilizar en diversos grados de marketing su inversión. Y, en cuanto a la dotación económica de los galardones, la horquilla se extiende desde los 600.000 euros del Premio Planeta a los doscientos euros de algunos premios extremadamente locales.

¿Que por qué traigo a colación datos tan conocidos? Pues porque he leído, en el último número de la revista TK, una larga entrevista con Salvador Gutiérrez, alma y cabeza visible desde su fundación de Bilaketa, una asociación que, con base en Aoiz, hace muchos años que desarrolla una admirable tarea en muchos terrenos de la acción cultural. Pero el caso es que Salvador Gutiérrez está furioso con el Gobierno de Navarra porque en 2012 sólo le concedió a Bilaketa algo menos de un tercio del dinero que pedía. ¿Que pedía para qué? Pues para sufragar los tres certámenes que organiza, de pintura, poesía y relato breve. La misma rabia que muestra Gutiérrez en la entrevista es la que antes dejó ver en la prensa y en una comparecencia parlamentaria. Hay que recordar que, dejando de lado ahora el certamen de pintura, el de poesía premia un único poema con la bonita cifra de 6.000 euros, y el de relatos reconoce igualmente un único cuento con la misma cantidad.

Premios literarios… ¿Eso es lo más importante, de toda la gama de actividades que promueve y mantiene Bilaketa? ¿Ahí está el quid de la cuestión, el emblema de los recortes, el símbolo del mal hacer de la Administración, el ataque más frontal a la acción de Bilaketa, una agresión intolerable a la Cultura, con todas las mayúsculas del mundo?

Carlos Pujol escribió, en su memorable Cuaderno de escritura, que “la literatura se reduce en síntesis esencial al hecho de escribir y al hecho complementario de leer”. Todo lo demás, dice Pujol, “sus apariencias públicas, sus costumbres, los mecanismos de su inevitable industria y comercio, los caldeados ambientes que frecuentan sus escritores, el eco que tienen las obras y la medida en que son estimadas y remuneradas”, todo eso es adjetivo, nunca sustantivo, rodea a la literatura pero no forma parte de ella. A lo sumo, soy de los que creen que, amén del autor y el lector, la literatura ha necesitado a un mediador que los ponga en contacto, un enlace que tradicionalmente ha sido el editor —si bien internet está empezando a liquidar a ese intermediario—.

En cualquier caso, los premios literarios no forman parte, ¡de ninguna manera!, de la literatura. Su existencia puede asociarse a otra clase de objetos de estudio: la llamada vida literaria, la sociología o la economía de la cultura, la biografía de la pobreza o de un modesta supervivencia. Incluso, más de una vez, el estudio de los premios literarios atañe a disciplinas de otra entidad: la historia de la trapisonda o la desvergüenza, o la fenomenología de la envidia o la vanidad.

Situados en cualquiera de esos planos, y nunca en el de la literatura, no hay ningún inconveniente en reconocer que los premios pueden ser un buen estímulo para determinados autores: hay premios-beca que les ayudan a subsistir o a complementar sus ingresos durante un tiempo. Y no me parece mal que el dinero fluya hacia la cultura, claro que no (dejemos la cosa así, hoy por hoy, sin más matices).

Pero con los premios, con la inmensa mayoría de ellos, sucede otra cosa bien curiosa, y en buena medida bien triste. Y es que la gran mayoría de los premios trafican con unos contenidos que no tienen casi nada que ver con la literatura que los lectores disfrutamos diariamente. La gran mayoría de los premios se mueve en un submundo casi clandestino. Por muchos poemas, relatos o novelas que se presenten a los premios de esa red, incluso por suculentos que sean los premios, todo lo que ahí unos autores producen y presentan, y otros, jurados, premian, queda recluido en el submundo, no sale de ahí, no sube a la superficie en que se mueven los poemas o relatos o novelas que leemos los que leemos.

Casi nadie, casi ningún premiado en los muchos certámenes que hay en España, traspasa los muros que sellan ese circuito. Hay autores multipremiados por ayuntamientos y diputaciones y cofradías de toda laya que habrán obtenido un digno estipendio o sobresueldo con todos esos galardones, buenos pellizcos con un poema por aquí o un relato por allá, pero a los que no conocen ni en su casa a las horas de comer. Sólo un ejemplo: Manuel Terrín Benavides obtuvo cientos de premios por toda España con sus cuentos. Durante muchos años encabezó el ranking de los autores ganadores, al haberlo logrado en cientos de municipios. Seguro que Terrín tenía una enorme habilidad a la hora de producir la literatura que resultara atractiva a muchos jurados. Pero ¿qué obras podemos leer de él los lectores que seguimos la literatura española con cierta atención? Ninguna, ese señor, o por ejemplo Anastasio Fernández, otro multipremiado, o tantos otros que cada año mandan sus textos a veinte o treinta certámenes, no han logrado salir de esa cerrada y clandestina red. Es evidente que han cogido el tranquillo a lo que es resultón para ganar. Y ganan, y muchas veces. Pero esos ganadores, casi todos, quedan encerrados en un circuito que los aleja irremisiblemente de los lectores, de las buenas editoriales. Y lo que es más grave, en sus modos expresivos les afecta, y mucho, la clase de recursos y trucos que permiten que su “producto” destaque en el maremágnum que resulta ser el centón de poemas, novelas o relatos que un jurado debe leer. Por cierto, eso mismo les sucede a muchos de los premiados por Bilaketa.

Por supuesto que los gobiernos y municipios tienen formas mucho peores de gastar el dinero que repartiéndolo entre galardonados por sus versos o sus prosas. Y claro que me acuerdo de los autores grandes o famosos que, en una etapa de su vida, y por estrictas razones alimenticias, se zambulleron en ese circuito concursil, y lo mismo ganaban en Tomelloso que en Mansilla de las Mulas, en Ribadeo que en Benalmádena. Muchos recordamos, sin ir más lejos, los casos de Roberto Bolaño o de Juan Manuel de Prada (pido perdón por citarlos juntos), autores que así ganaron unas buenas perras con sus relatos y novelas. Pero ellos, en un momento determinado, dieron el salto, abandonaron ese submundo, lograron convertirse en escritores leídos, “normales”. Digamos que salieron a la superficie, a una superficie de otra naturaleza.

Ay, Bilaketa, de tantas cosas, seguro, podrían quejarse en estos tiempos de crisis y de recortes presupuestarios de las instituciones. Pero de no recibir ayudas oficiales para sus concursos…, la verdad, no sé.

Yo tenía una especie de prehistoria, que consistía en ganar concursos de pueblos, lo que en esa época te daba mucho dinero. Una vez, en Muskiz (provincia de Vizcaya), uno de los miembros del jurado me dijo: ‘Muy bien lo de tus premios, pero que sepas que te puedes pasar el resto de tu vida en este tiovivo de concursitos y ya está, ¿eh? Nadie te va a conocer así’. Fue duro escucharlo, pero también muy útil”. (Mercedes Cebrián, en una entrevista del también escritor Patricio Pron.)

18 enero 2013

La buena novela y las librerías

He pasado muchas horas de mi vida en las librerías. He sido muy feliz en ellas, perdiéndome en una sección u otra, abismándome en descubrimientos sorprendentes. Así que me siento melancólicamente concernido por su actual e irreversible decadencia. Es claro que los libros en papel cada vez se venderán menos, que los comercios dedicados a este maravilloso objeto serán cada vez más escasos y que sus márgenes de negocio irán cuesta abajo sin remedio. En mi ciudad no hago más que oír rumores y noticias ciertas de problemas, impagos, recortes, despidos, traslados a locales más pequeños e inminentes cierres.

En las grandes ciudades, y sólo en ciertas librerías, las cosas podrán sostenerse algo mejor, al menos durante unos años. Y ello por una cuestión de número, de cantidad de público lector culto. En esas urbes subsiste todavía un conjunto de lectores que podrá mantener ese tipo de negocio cultural más años, igual que hay en ellas tres mil personas entusiasmadas con la música clásica y contemporánea más exigente, y dispuestas a pagar entradas caras. Pero el proceso de arrinconamiento y sustitución del libro físico en todo el mundo es imparable, crisis económica actual al margen. No creo que desaparezca en lo que me queda de vida (después ya me da igual), pero a poco que la salud me respete, conoceré la aceleración de su inocultable ocaso. El futuro ya está dibujado: menos libros en papel, menos imprentas, menos distribuidoras, menos librerías, menos gente trabajando en la cadena del libro, menor peso económico del sector.

Con este triste telón de fondo me llamó la atención, antes de tenerla en mis manos, lo que supe sobre La buena novela, una novela, perdón por la redundancia, de la escritora francesa Laurence Cossé (editorial Impedimenta). Su lectura, puedo decir ahora, resulta altamente recomendable, al menos para quienes hemos sido dichosos en las librerías, o trabajan o tienen interés en algún eslabón de la cadena del libro.

La buena novela relata una aventura cultural, un sueño de dos personas, muy distintas en su biografía pero unidas por su amor a la literatura: abrir una librería donde sólo se vendan buenas novelas, las cuales, idean, pueden ser elegidas sumando las selecciones hechas por ocho grandes escritores franceses a los que piden su colaboración anónima y desinteresada bajo la forma de lista de trescientos títulos que cada uno de ellos considera fundamentales en la literatura mundial. En esa librería, situada en el centro de París (saben que su proyecto sólo es viable en una gran ciudad), no se venden los éxitos de moda, no se admiten las novedades que, sin discriminación, quieren colocar las editoriales y distribuidoras. No se encuentra en su tienda cualquier clase de ficción: sólo aquella que los ocho escritores han seleccionado con un criterio de calidad. Gran parte de la trama la llenan las consecuencias que esta empresa cultural, elitista sin complejos, desencadena, algunas muy poco gratas.

La buena novela no defiende los libros, cualquier libro, sino, únicamente, el buen libro. Cossé reivindica la gran literatura, el canon dictado por personas que han dedicado su vida a la lectura y la creación y que tienen un gusto elevado y exigente, formado tras muchos años de lectura, personas por tanto sin ninguna gana de perder el tiempo con la novela de moda, el best seller millonario o el último “descubrimiento” de un nuevo autor, tildado siempre de genial e imprescindible por los críticos perezosos y que promocionan, cada dos por tres, los departamentos de marketing de las grandes editoriales, como si todas las semanas surgieran grandes escritores.

No es extraño que tal proyecto, que no se edifica a partir de los gustos del gran público (gustos a los que se da la espalda, salvo en casos milagrosos de gran novela que además obtiene éxito popular), concite adhesiones cálidas, en especial de lectores confiados en que todo lo que se vende en el establecimiento viene avalado y merece el intento de su lectura. Pero esta librería, su misma existencia, levanta dosis notables de hostilidad en sectores varios: editoriales y distribuidoras molestas porque ningún escritor ha seleccionado sus “productos”, críticos acomodaticios o cobardes que recomiendan sin criterio ni moral, novelistas que no encuentran en las mesas o en las baldas sus novelas, grandes cadenas de librerías que consideran la apertura de La buena novela una agresión a sus criterios empresariales. Pero también lanzan sus dardos contra la librería sectores ideológicos “progresistas”, airados porque su mismo planteo les parece elitista, antidemocrático, un desprecio al gusto popular de muchos lectores. En fin, demasiados enemigos de un sueño, y algunos muy poderosos.

Nos hallamos ante una novela, entendido aquí el término como un artefacto de la imaginación. Y lo digo porque no conozco ninguna librería que se haya creado bajo esos principios, y menos en ciudades medias o pequeñas. En las realmente existentes, salvo en las especializadas temáticas (en libro religioso, educativo, técnico, jurídico, de viajes, etc.), se vende de todo, libros de exquisito valor literario o ensayístico pero también novelones de consumo rápido o sencillamente infectos. Los libreros, ahora y siempre, han aceptado el libro malo, sobre todo si se vende mucho; incluso los libreros más atentos a la calidad o a lo minoritario salvan su negocio vendiendo esos bestsellers. Bien, de acuerdo. Y más ahora, con la decadencia del libro de papel. Sin embargo…, lo mismo que ciertas editoriales se han ganado una credibilidad entre los lectores por su catálogo y su trayectoria en el tiempo, y todos sus libros merecen crédito, al menos de entrada, ¿sería tan irrealizable, en grandes ciudades, algún establecimiento en el que pudiéramos entrar confiados en que todo lo que se vende ha sido depurado, no por el mercado, sino por gente con lecturas y criterio exquisito?

Me lo he pasado muy bien leyendo esta novela sobre libros, bibliómanos y librerías, y sobre el amor a la literatura y la comunidad informal que crea ese amor. Creo que gana en los largos pasajes que detallan el impulso inicial de los dos creadores de la librería, así como el diseño y creación de ésta, y que componen todo un tratado didáctico sobre estos establecimientos y el funcionamiento del sistema de distribución y venta de los libros. También se sostienen con gran decoro las pudorosas historias de amor y desamor que pespuntean esa trama principal. Pero creo que La buena novela pierde fuelle en la historia policial que va ganando peso en la última vuelta de la historia, hasta el punto de parecer que la propia escritora no termina de acometerla y resolverla con el entusiasmo que dedica a la peripecia de esta librería.

Así que termino con una paradoja. ¿Podría estar a la venta esta novela en una librería que se ciñera a los criterios que en ella se detallan? Me temo que no. Yo no la incluiría en ningún canon. Y sin embargo, contradictoriamente, me atrevo a recomendar su lectura, claro que sí.

15 enero 2013

Marcos Ordóñez

Todos los jueves comienzo El País leyendo los artículos de Marcos Ordóñez. Son lo mejor de un periódico, la verdad, muy venido a menos. También leo, hace más años, sus críticas teatrales en Babelia, esas que le han dado su mayor renombre. En todo caso, los textos de Ordóñez chorrean entusiasmo, traten sobre libros, películas, representaciones, series de televisión o cualquier otro asunto. La cultura es para Ordóñez un festín perpetuo, un conjunto de incitaciones gozosas, un carnaval de oportunidades de disfrute, aprendizaje y reflexión, un banquete en el que, encima, nunca se acabarán los platos que degustar.

Los escritos en prensa de Marcos Ordóñez me llevaron a sus libros, en especial a los menos “literarios”. He disfrutado y aprendido mucho últimamente con Telón de fondo, magnífica síntesis de análisis, confesión e información sobre el hecho teatral, pero también con la historia oral del Café Gijón, o con el volumen sobre los años españoles de Ava Gardner, o con las memorias de Alfredo Landa. Son libros donde, al menos hoy por hoy, encontramos el mejor Ordóñez, el que parece que no está porque en primer plano brillan las voces de otros, pero que ha hecho un trabajo esencial de reconstrucción de tales voces ajenas, que comparecen ante el lector con una autenticidad y una gracia que parecen naturales, sin que se note el esfuerzo de composición que han exigido. Me convencen menos sus novelas, salvo Comedia con fantasmas, un cálido homenaje al teatro español, lleno de la emoción y el vigor que Ordóñez insufla a su escritura.

Ya digo que uno lee a Ordóñez y se imagina a un hombre feliz, lleno de energía, entusiasmado con mucho de lo que saborea día a día en el banquete de la cultura. Un hombre que confiesa que lleva la vida que soñó desde niño, un hincha de la cultura que encima cobra por explicar a mucha gente sus estupendos descubrimientos y que parece sufrir sólo porque no va a tener tiempo para leer y ver todo lo que el mundo le ofrece.

Sin embargo, la lectura de Gaseosa en la cabeza, un texto memorialístico incluido en el libro Turismo interior, desvela otra cara mucho más tormentosa de la vida de Marcos Ordóñez. Adicciones varias durante muchos años, un amplio catálogo de miedos acosándolo siempre, ansiedad extrema, ataques de pánico y alucinaciones en los peores momentos, y un corolario forzoso de antidepresivos y ansiolíticos para controlar su débil psique. Gaseosa en la cabeza es un texto tremendo, una recapitulación del sufrimiento que ha acompañado al escritor en gran parte de su vida, un recuento de la infelicidad extrema que latía por debajo mientras Ordóñez daba a la luz su constante celebración de la cultura.

Pocos textos hay en castellano de la radicalidad indagatoria de Gaseosa en la cabeza. La exposición de la doliente intimidad del escritor es audaz, cruda, casi brutal. Y la figura de su padre, policía y escritor frustrado, que tan importante era también en otro libro autobiográfico previo de Ordóñez, Una vuelta por el Rialto, reaparece, al menos para que intuyamos una parte del peso, bueno y malo, que ha tenido en la vida del escritor.

Alegría, casi euforia ante los buenos libros, las buenas películas, las buenas obras de teatro. Y siempre una escritura ágil, vibrante, estimulante, feliz. Pero, como telón de fondo, una mente en el filo, brillante pero frágil, con la amenaza periódica de la caída. He leído que pronto aparecerá (El Aleph editores) Un jardín abandonado por los pájaros, su último libro, que bucea en su infancia y adolescencia en la Barcelona de los años sesenta. Ya me consumen las ganas de leerlo, con eso está dicho todo.