El otro día alquilé El ciclo Dreyer, una película de Alvaro del Amo que, con el gélido desdén del público, pasó por las salas como una exhalación hace siete meses. Yo creo que en mi ciudad ni se estrenó. Pero me animé a llevármela a casa porque, amén de haber leído con provecho durante años y en varias revistas textos sobre cine de Alvaro del Amo, me cautivó su anterior obra, Una preciosa puesta de sol, conjunto de diálogos y gestos muy bien medidos de una abuela, su hija y su nieta, tres mujeres que se quieren como es usual en las familias, con una mezcla inextricable de cariño solícito y repentinos y estruendosos estallidos de rencor, mezquindad y memoria envenenada.
El ciclo Dreyer presenta a cuatro jóvenes, uno de ellos nada menos que un sacerdote, que en las semanas en que se proyectan y comentan en un cineforum varias películas del genial director danés son sacudidos por seísmos emocionales bien trufados de culpa, escrúpulos religiosos, conciencia del deber, angustia e indecisión. Como se ve, una constelación de sentimientos y creencias que guardan una relativa analogía con la que alberga el mundo de Dreyer. La película de Alvaro del Amo es irregular, tal vez fallida, pero su ambición y algunas de sus escenas la elevan sin ninguna duda muy por encima de la media de lo que se nos ofrece habitualmente en las salas, al menos en las de Pamplona, y merece un pase.
Alvaro del Amo ubica la trama en los años sesenta, lo que ha calculado muy bien para que los amores y desamores tortuosos contengan dosis precisas de verosimilitud. Porque estamos hablando de universitarios burgueses en quienes contendían entonces a brazo partido una formación católica entreverada de ideales heroicos y banales ortodoxias -en un paisaje donde no podían faltar curitas jóvenes, dinámicos y proféticos como de novela de Martín Vigil-, y por otro lado unas urgencias feroces, al menos en algunos, de reventar el sólido y sórdido cuadro familiar y social y experimentar una plenitud sentimental y sexual -y tal vez política- liberada de los mil enconsertamientos que su clase les había ceñido al cuerpo y a la mente. Al fondo, el cambio económico, cultural y moral que, aun dentro del franquismo, ganaba terreno en el país, y la añoranza de una Europa libertina y democrática atiborrada de tesoros intelectuales (como ese ejemplar de Cahiers du Cinéma que dos protagonistas se pasan en la película como una valiosa mercancía).
Y el cine, claro, el cine como valor en sí pero también como emblema y vehículo de algo más, por muy censurado que llegara: cenáculo para conocer nuevas ideas, costumbres y personas, ocasion para pensar y hablar (a veces, por la época, en clave, crípticamente), ventana abierta al mundo y sus tentaciones en el casposísimo y tenebroso solar patrio, lugar de encuentro con gentes afines, y siempre la promesa que la fábrica de sueños ha abierto y sigue abriendo desde los tiempos de Melies y Lumiere, pero con la tonalidad particular que la época, católica, burguesa y dictatorial -pero protorrebelde- imprimía.
Sé de lo que hablo. En 1971, casi en la época en que se cuenta El ciclo Dreyer, yo era un adolescente que comenzaba a acudir con enorme interés y timidez al Cine Club Lux, un invento de los jesuítas me parece que de los años cincuenta pero que alcanzó su edad de oro y su primacía absoluta en el reino de los cineclubs pamploneses poco antes de que yo lo conociera, y las sostuvo hasta que la democracia del 77 lo hirió de muerte y vació sin remedio el gran salón del colegio, de más de mil localidades. Este se llenaba sólo en la denominada Semana del Cine, siete películas especiales presentadas por forasteros prestigiosos que paladeábamos a finales de enero como un evento de primera magnitud (lo era asimismo en la ciudad, algo ahora inconcebible). Ahora bien, el resto del curso, en las proyecciones de los viernes, las más concurridas (las de los sábados eran, no sé, como de menor rango), podían juntarse perfectamente más de trescientas personas para algo que hoy –en, por ejemplo, el admirable intento que conozco de un amigo querido- no convoca más de diez forofos: deglutir filmes franceses, italianos, alemanes, rusos, polacos, húngaros, checos, suecos, japoneses y a veces, pocas, norteamericanos, la mayoría en versión original subtitulada –supongo que este último detalle gracias a que algunos distribuidores alimentaban no sólo los cineclubs, sino especialmente, a partir de 1967, las llamadas salas de arte y ensayo, una modalidad de exhibición complementaria pero paralela-.
En el Lux, además de la presentación a veces muy extensa de la cinta, tenía lugar un coloquio tras ella al que nos quedábamos no menos de cincuenta locos del cine para perorar sobre el fondo y la forma en André Delvaux, los mensajes ocultos o explícitos en el polaco Wajda o en el primer Milos Forman, el compromiso en Pasolini o Visconti, el humor surrealista del inigualable Buster Keaton o, claro, la densidad metafísica de Ingmar Bergman, la estrella de los cineclubs de la época. Nos daban fácilmente las once de la noche en la ceremonia, me parece que no del todo laica. En ella la mayoría de las ocasiones ni la claridad conceptual ni el humor ni la ligereza eran plantas muy lozanas, pero nuestra pasión por lo que allí estaba en juego no mermaba ni un gramo.
Yo no pasaba de ser un advenedizo en ese mundo. No era de familia bien, no estudiaba en los jesuítas y, al menos los primeros años que asistí sin fallar un solo viernes, no hubiera podido pagarme la entrada –menos mal que un familiar favorecía, digamos, mis propósitos-. Pero, eso sí, en esa primera juventud convivían en mí y en tanta otra gente una avidez inaplacable de saber y una presencia difusa y confusa, la del fantasma de la religión -y aquí retomo el cabo de El ciclo Dreyer-. Bueno, en mí y en el cineclub, y no únicamente a causa de que el alma y motor primero del Lux fuera el incombustible y verborreico jesuíta Padre Ciriano. Recuerdo a muchos otros directivos-presentadores del cineclub, antiguos alumnos del colegio, que dejaban adivinar en sus gestos y palabras una formalidad y moderación que desprendían un inocultable tufillo a congregación de cristo, por muchas “inquietudes” que les acuciaran. Uno de los más conspicuos, sin duda un sólido estudioso del cine al que yo escuchaba con reverencia, en pocos años se ordenó, y creo que por ahí anda, de párroco.
Pero ni la religión ni nuestras limitaciones ni miedos ni perplejidades empequeñecían la intensidad emotiva e intelectual del evento de los viernes. En el decorado miserable e ineludible del franquismo, agredida nuestra pasión, no hay que olvidarlo, por la odiosa censura que prohibía tantas películas y mutilaba las que autorizaba, unos jóvenes se sumergían hasta el cuello en el cine y lo sorbían con delectación, y hablaban sobre él, al modo de los protagonistas de El ciclo Dreyer, poniendo en el empeño una cuota adicional de interés y ansiedad. El cine oficiaba de motor de la conciencia crítica, de dispositivo de sublimación de otras carencias y frustraciones, en fin, de camino prestado por el que transitaban y se calmaban o exacerbaban pasiones multiformes.
La mezcla de todo ello en cada persona era, insisto, muy confusa, y muy diversas las dosis de cada elemento. Es verdad que junto a los modosos y conservadores directivos del cineclub andaban por allí personas con ideas más claras y firmes. Sin ir más lejos, casi siempre aparecía Montxo Armendáriz, lanzado ya entonces a la militancia antifranquista clandestina. Pero la mayoría necesitó más tiempo hasta que se despejaron ciertas nieblas de la juventud, la religión desapareció de nuestro corazón o al menos se resituó en él, la situación política cambió y nuestro acceso al cine no estuvo tan mediatizado por ella, y, en suma, para que nuestras vidas adquiriesen los rumbos que han ido tomando con los años. La cinefilia se depuró con todo ello y adquirió un peso más ajustado en esas trayectorias adultas.
El cine, una pasión de juventud, escribió cierto escritor francés. No, no debería ser así, sería una pena, y aunque ahora nos expulsen de las salas los nuevos modos de diversión y un nutrido puñado de antropomorfos que no cesan de producir sonidos de toda índole mientras las películas transcurren, tenemos ya (¡y los que vamos a tener en el futuro!) nuevos y benéficos modos de conocer muchos filmes ajenos al circuito comercial y que disfrutaremos en una relajada privacidad. Pero lamento que, al menos para mí, maldita madurez, el cine no tenga ya la potencia y la particular calidad moral y sentimental que ganó en aquellos años convulsos, cuando toda la semana aguardaba con ilusión la sesión del viernes y sorbía hasta la última gota de las palabras que escuchaba en unos coloquios que, poco a poco, la gente iba abandonando. Y es que hacía mucho frío en un salón que nunca se acababa de calentar bien y, la verdad, la discusión se estaba liando.
1 comentario:
Me he acordado leyéndote, Ricardo, de la escena preciosa del cine que recrea Camus en El primer hombre. Y te recomiendo una película que tal vez no conozcas: Io non ho paura. También pasó sin pena ni gloria una tarde de invierno por los Yamaguchi.
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