16 marzo 2016

Doris Lessing y La otra crónica (LOC)

En los últimos meses he estado enfrascado en la lectura o relectura de autobiografías, memorias y diarios más o menos íntimos. Y entre el conjunto de libracos disfrutados (recapitulando su vida, hay autores que suman más de mil y más de dos mil páginas), se encuentran los dos volúmenes de memorias de Doris Lessing, Dentro de mí y Un paseo por la sombra, unas memorias magníficas que ya me atraparon hace unos años. El mejor de los libros, Dentro de mí, cuenta los años de infancia y juventud de la autora, desde su nacimiento en 1919 en Persia hasta que en 1949, a sus treinta años, consigue los medios para abandonar Rodesia del Sur (desde 1979 la independiente Zimbaue) y comenzar a vivir de la literatura en Londres, donde enseguida publicará su primera novela, Canta la hierba.

Las memorias de Lessing son de una franqueza poco habitual, hasta el punto de que en muchos momentos crean el efecto de una larga conversación, incluso un poco desordenada pero siempre sabrosa, que la escritora hubiera mantenido con amigos en largas veladas llenas de confidencias y reflexiones de largo alcance. Franqueza, en primer lugar, al narrar el fracaso familiar, con un padre enfermo que nunca logró sacar adelante su granja y una madre dominante y culpabilizadora, en perpetua frustración y queja, que siempre alimentó en su hija poderosos sentimientos de dolor, rabia y mala conciencia. En segundo lugar, Doris Lessing escribe con pocos tapujos e indulgencia sobre su vida sentimental y sexual, la de una mujer que afirma sin rubor sus deseos pero acumula bastantes decepciones con sus amantes; están además sus matrimonios sin amor y su malísima adaptación al papel de esposa y madre, hasta el extremo de que a sus dos primeros hijos los dejó muy pronto en manos de la familia de su primer marido, y sólo crió al tercero, al que tuvo con el segundo esposo, Gotfried Lessing, a quien también abandonó cuando ella, sola con el niño, se fue de Rodesia del Sur. En tercer lugar, Doris Lessing dedica muchas páginas en los dos volúmenes a su actividad política, marcada por una adhesión temprana al comunismo que, si bien duró sólo unos diez años, determinó sus reflexiones políticas mucho tiempo después, hasta el punto de que Coetzee, el gran escritor sudafricano, ha escrito que los dos grandes temas de la vida de Lessing fueron la relación con su madre y la continua revisión de los motivos por los que ella, y tantas otras personas, pudieron creer en el comunismo y cerrar los ojos a la barbarie que trajo consigo.

Hay más, mucho más, en las memorias de la escritora, por ejemplo sobre su educación formal e informal, el colonialismo, la escritura y los escritores, o sobre el benéfico papel del sufismo en su vida a partir de los cuarenta años. En todo caso, el lector se asoma a esta revisión vital de Doris Lessing y encuentra material más que suficiente como para engancharse y desatar la reflexión acerca de su propia vida, en un juego de espejos muy fructífero.

Las memorias de Doris Lessing han vuelto a mi mente porque este sábado, como todos, y por razones, digamos, familiares, compré el periódico El Mundo, y precisamente porque incluye un cuadernillo central, La otra crónica (LOC), que se dedica a asuntos del corazón y la entrepierna. Sí, esa “mierda de LOC”, que dice Letizia de Borbón de pasada en sus desahogos vía móvil con amigos poco recomendables.

La otra crónica incluía, dentro de un artículo que también trata de los amores de Vicente Aleixandre y Carlos Bousoño, el anuncio de la próxima publicación de 150 cartas que Doris Lessing envió en 1944, cuando tenía 25 años, a un joven amigo, y tal vez amante, Leonard Smith, piloto de la RAF que residía temporalmente en Rodesia del Sur, la colonia inglesa a la cual la familia de Doris Lessing se había ido a vivir cuando ella tenía cinco años, buscando en África una vida próspera y atractiva que la pobre Inglaterra de los años veinte no podía ofrecerles.

Consecuente con la línea de LOC, que busca siempre el morbo, el detalle sexual, el chisme y la satisfacción de un lector (o lectora) al que le gusta ver rebajados o escarnecidos a los personajes públicos, para lo cual es preciso hurgar en todo lo que pueda sonar a extraño o sórdido en su vida privada, el periodista ha espigado en las cartas de Lessing. Y buscando lo más “fuerte”, lo único que puede interesar al lector de LOC de una escritora de la talla de Doris Lessing, entresaca la propia definición de la escritora, a sus 25 años, como "egoísta, polígama, amoral, irresponsable, desequilibrada”. Y lo que concluye ella misma: “en absoluto soy un buen miembro de la sociedad (y odio pensar lo que me harían en la Unión Soviética, pero afortunadamente no voy a hacer una lista en este momento)". La carta continúa con una declaración de intenciones. "Quiero un trabajo, disfrutar de mi hijo, escribir, ser feliz y, por supuesto, formar parte del partido, y tener un amante sin todas esas cosas del matrimonio que me desquician. ¿Voy a cumplir todo esto? No lo sé".

Leeré esas cartas en cuanto pueda. Pero en el libro citado, Dentro de mí, Doris Lessing (donde cita varias veces a amigos pilotos de la RAF, aunque no individualiza a Leonard Smith, tal vez porque vivía cuando ella escribió su obra y podía perjudicarle de algún modo), ya dedicó muchas páginas a esa década de los años cuarenta, a sus fallidos matrimonios, a su experiencia ambivalente de la maternidad, a sus amantes, trabajos y escarceos políticos. Y allí explica con gran vigor cómo fueron años esos años de insatisfacción, de confusión, de ensoñaciones poco definidas, y a la vez de búsqueda de un camino personal que la fuera centrando, que la sacara de la esquizofrenia en que vivía. Y es que por una parte era una joven que buscaba la acción, el placer y la felicidad, una joven insumisa a las convenciones y que ambicionaba dedicarse a la literatura, pero por otro lado Lessing vivía instalada en unas relaciones que la ahogaban, en un disgusto íntimo muy profundo con la vida que llevaba, con el país y la familia que la asfixiaban, con la desazón que la acompañaba en todo momento por no atreverse a romper amarras y empezar en otro lugar, con otras personas y, muy importante, con la literatura.

Puede que las cartas ayuden a entender mejor esos años jóvenes y difíciles y contradictorios, que aporten datos y juicios que complementen lo que Lessing contó en sus memorias. Pero eso no le interesa en absoluto a un medio como LOC. El sábado, leyendo la simpleza que publicaron, que reduce una vida a dos frases, pensé: “LOC, ¡quita tus sucias manos de Doris Lessing!”.

07 marzo 2016

Rutinas de conservación y necesidades financieras

Una tensión atraviesa El gran museo, la película sobre el Museo de Historia del Arte de Viena. Asistimos, de una parte, a las rutinas asociadas de siempre a un museo, mucho más si se trata de uno con riquísimos fondos de pintura, escultura y artes decorativas de varios siglos. Conservadoras, restauradoras, operarios moviendo y colgando o descolgando cuadros, técnicos absortos ante el ordenador que analizan aspectos de las obras digitalizadas. Guardar, sacar, colgar, embalar y desembalar, sopesar y ensayar distintas secuencias a la hora de exponer las obras, buscar y eliminar con denuedo agentes destructores de estas. Silencio, cuidado, concentración, lentitud.

Pero hoy a los grandes museos públicos no les basta con los presupuestos que las administraciones aportan para sostenerlos. Están forzados a captar más visitantes (que paguen entrada), a buscar fuentes complementarias y privadas de financiación, y toda suerte de ingresos más o menos atípicos por la venta de productos asociados, o por el alquiler de espacios para “eventos”, o por lo que sea. En El gran museo esta preocupación moderna y esencial la encarna un joven, no sé si gerente o responsable de las finanzas y el marketing, obsesionado por el control del gasto y la búsqueda de ingresos. Para ello vigila cualquier detalle que, según él, puede atraer o no a los potenciales visitantes y colaboradores. Desde la tipografía de las mayúsculas de un anuncio, que debe ser “amable”, sin aristas, hasta el uso de la palabra “Imperial” asociado a la colección, que estudios de mercado confirman que posee un gran atractivo para los visitantes. Eso sin contar con la importancia de mantener buenas relaciones con los políticos de turno y de atenderles exquisitamente cuando visitan el museo.

Muy avanzada la película, hay una escena en la cual el director financiero informa a la responsable de las exposiciones temporales de que le ha recortado diez mil euros del presupuesto para una gran muestra. Nadie grita, la contención es la norma. Pero el tono del director y de la mujer, y en especial el rostro de esta, dicen mucho sobre las dos lógicas que conviven con tensión en el gran museo.

03 marzo 2016

Neil McGregor

Ayer vi en Filmin, gracias a la generosidad de Luis G., El gran museo, un documental sobre la vida diaria del Museo de Historia del Arte de Viena que se estrenó en salas hace un par de meses y recomiendo sin reservas.

Al comienzo, la cámara acompaña a una mujer (luego sabremos que es la directora del museo) que atraviesa salas imponentes del edificio, un palacio bellísimo del finales del XIX, en compañía de un visitante jovial y resuelto. En su conversación el visitante pregunta con tino y ante todo derrocha simpatía y savoir-faire.

En los créditos finales de El gran museo comprobé lo que sospechaba, que el visitante es Neil McGregor, director hasta hace muy poco del British Museum, el museo más visitado en el mundo después de El Louvre, y que antes lo fue, bastantes años, de la National Gallery. Sin duda, un peso pesado de la museística mundial, un representante cabal de los directores modernos de estos grandes centros, expertos en arte pero al mismo tiempo ejecutivos capaces de moverse a la perfección en el mundo de las relaciones de poder, el marketing y las rentabilidades económicas de la cultura.

Neil McGregor dirigió hace pocos años una obra maestra de la divulgación, el libro (y antes serie de radio en la BBC) La historia del mundo en cien objetos. Un recorrido por la historia a través de cien objetos seleccionados entre los muchos que guarda el British Museum, objetos que representan y ayudan a entender momentos fundamentales de la historia de todos los continentes y épocas. El libro ejemplifica una gran tradición inglesa, la que es capaz de aunar una capacidad de síntesis sobresaliente con la claridad y elegancia expositivas. No me extraña que la idea de McGregor haya tenido no sólo unas ventas de best-seller, sino también varias secuelas, historias de territorios más reducidos que se articulan igualmente sobre un elenco de objetos representativos. Y algunas que conozco, por cierto, son muy estimables.

02 marzo 2016

La humildad del arreglista

El canto de las sirenas, un programa de Radio Clásica, estuvo dedicado el último domingo a distintas versiones del Kaiser-Walzer o Vals del Emperador, el célebre vals de Johann Strauss (hijo). Tengo debilidad por este tema desde que de niño me cautivó en un disco de treinta y tres revoluciones (un LP) en el que la orquesta de Mantovani interpretaba trivialmente las más conocidas composiciones de la familia Strauss. Siempre lo he puesto por encima de El Danubio Azul, y, si en el concierto de Año Nuevo la Filarmónica de Viena incluye el Vals del Emperador —que no es siempre: cuestión de gustos del director invitado—, mi mañana se ilumina.

Entre las versiones del vals que incluye el programa destaca el arreglo para orquesta de cámara de Arnold Schönberg. Cuando el músico vienés lo preparó, en los años veinte, estaba creando ya música radicalmente nueva, abriendo caminos arriesgados y decisivos en la composición del siglo XX. Sin embargo, en su arreglo del vals hay humildad, respeto a la partitura de Strauss. Schönberg no quiere ponerse por encima de un músico inferior a él, no pretende sobresalir ni desvirtuar el original llevándolo a su terreno radicalmente innovador. Y ahí veo, en ese arreglo que multiplica la belleza de la partitura, y en la actitud con que lo resuelve un músico tan capaz del respeto al pasado como de la vanguardia atonal, un gesto de grandeza de Schönberg.