16 agosto 2016

Pisando ceniza, de Manuel Arroyo-Stephens

El otro día Pedro Charro, buen amigo, traía a colación, en su comentario a mi entrada sobre las autobiografías arriesgadas e impúdicas, un libro, Pisando ceniza, que lleva algo más de un año en el mercado. Lo leí gracias a su recomendación al poco de que saliera y por su mención me he animado a releerlo. No quise el otro día hacer ningún listado exhaustivo, claro, de libros que encajaran en mis gustos en el género. Pero no cité este, además, porque es un libro más literario que memorialístico. Stepehn Vizinczey escribió que “la verdad completa sobre alguien o algo solo puede ser contada en una novela”. Creo que si donde Vizinczey escribe novela nosotros ponemos relatos, el enunciado del escritor húngaro es el que ha guiado la escritura de Pisando ceniza.

Eso, por supuesto, no quita ningún mérito al libro, bellísimo, cautivador. Sólo que el uso de los recuerdos del autor, Manuel Arroyo-Stephens, sobre algunas personas o situaciones está sujeto ante todo a exigencias de composición literaria, de reconstrucción libre y más o menos imaginativa o adornada de un ambiente, un clima moral, unos personajes, y menos a la voluntad de dar fe notarial de lo que aconteció. Armado con esa voluntad, el autor no tiene ninguna dificultad en cambiar u omitir nombres de personajes, inventar directamente las andanzas que le parezcan oportunas o incluso narrar, en el quinto de los relatos de Pisando ceniza, poniéndose en la piel, en la voz de uno de sus hermanos.

Manuel Arroyo podría haber escrito unas memorias muy extensas, porque sus andanzas profesionales y vitales dan para mucho, y ha conocido a gentes que hubieran alimentado un grueso volumen trufado de nombres de tronío, sabrosas anécdotas, encuentros gloriosos, líos y odios, ejercicios de supervivencia. El autor podría habernos contado, por ejemplo, sus andanzas como librero y grandísimo editor, o las de promotor discográfico, empresario o intermediario de mil negocios, o representante de toreros como Rafael de Paula o de cantantes como Chavela Vargas. Sin embargo, a sus setenta años ha escogido el camino de la reserva sobre sí mismo, y ha centrado sus esfuerzos en los demás, tomándose todas las libertades que le han parecido necesarias. Aunque, como dice al comienzo de su narración de los últimos tiempos de José Bergamín, y esto cabe extenderlo a los demás personajes de los que escribe, “a veces no he sabido si era de él o de mí sobre quien estaba escribiendo”. Y es verdad que, aquí y allá, Arroyo dice y sobre todo hace cosas que alumbran, al contacto con los protagonistas de las historias, datos decisivos sobre su idea de la amistad, la admiración, las relaciones familiares, la sagacidad y audacia comerciales, el papel de los libros en su vida, o la catástrofe vital del franquismo y la rabia que le explota ante lo que destrozó en España.

Entre los seis capítulos del libro, en esta nueva lectura han seguido atrapándome en especial los que para mí son más queridos, los tres primeros. El inicial, Un librero de viejo, parece una novela corta del mejor Baroja, con toques del Cela de La Colmena, llena de personajes que retratan un mundo y una época, la última del franquismo y la de la inicial incertidumbre posfranquista. Gentes del libro, tan esquivas como un gran librero de viejo, o tan modestas y esforzadas como ciertos artesanos eminentes u otros libreros poco boyantes; funcionarios corruptos a los que es preciso bailar el agua o sobornar para contrabandear títulos prohibidos por la dictadura, o bibliófilos de postín. Hay en este relato, todo un capítulo de la lucha por la vida al modo barojiano (y también de pelea por una cultura libre), piedad y fino humor al hablar de los libreros, encuadernadores e iluminadores, y sarcamo y desprecio al convocar a los sirvientes del poder.

En el segundo capítulo, Melancolía del torero, el autor rememora su entrada en el mundo taurino de la mano del escritor José Bergamín, una persona decisiva en su vida. Bergamín, entusiasta del toreo de Curro Romero y sobre todo del de Rafael de Paula, viajó con el autor a muchos lugares en los años setenta con la esperanza de contemplar faenas gloriosas de este último matador. Pero esas se producían sólo en algunas corridas, pocas. De Paula era “torero de una clase de toro muy especial”, y si en el lote que le tocaba no salía por el portón esa clase, no había nada que hacer. El diestro, sereno pero huidizo, soliviantaba al público y la bronca estaba servida. Así, con los recuerdos de esas andanzas, la pasión por la lidia, las relaciones de Arroyo y Bergamín con Rafael de Paula, la preparación editorial de La música callada del toreo, libro capital de Bergamín, la irrupción de Rafael Alberti en esas relaciones y un final de enorme potencia con otro torero, Antonio Ordóñez, de protagonista, Arroyo-Stephens compone una historia central en su formación personal, y también profesional, puesto que durante unos años, los más gloriosos de su carrera de matador, Arroyo fue el apoderado de Rafael de Paula —aunque el autor nos hurta las circunstancias en que llegó a cuajar tal relación entre ambos—.

José Bergamín, que ya había ocupado un lugar clave en ese relato, se convierte en el protagonista absoluto del tercero, Región luciente. Bergamín, harto de Madrid y de su clima político, vivió sus últimos exilios casi siempre sin dinero (y cuando lo tenía, presto a derrocharlo), cada vez más débil y enfermo, tan encogido y flaco que el viento parecía capaz de llevárselo, pero irreductible republicano hasta el último momento y feroz enemigo de la Transición. Bergamín se marchó primero a Fuenteheridos, en Huelva, y al final al País Vasco, donde publicaba en las publicaciones del entorno etarra, las únicas que aceptaban sus textos incendiarios sobre el momento político. Con esa travesía que culmina con su entierro en Fuenterrabía, su amigo Arroyo-Stephens escribe el capítulo más extenso y hondo de Pisando ceniza, el mejor, una pieza sobre la agonía del artista, al que el autor ayuda y acompaña con admirable fidelidad. Pero el retrato de Bergamín, emocionado y lleno de delicadeza, no esconde los desacuerdos políticos y de carácter entre el maestro y el discípulo, la personalidad difícil, orgullosa e indomable de Bergamín. ¿O no? ¿Era así el gran escritor, y decía lo que Arroyo transcribe en diálogos vibrantes entre los dos, o asistimos a una recreación libre e imaginativa de los primeros años ochenta, los del final de un anciano enfermo? No lo sé. Pero tiendo a pensar que, aun contando con que Arroyo haya introducido ficción en lo narrado, en ningún lugar de este libro es más aplicable la frase de Stephen Vizinczey que he citado al comienzo. Leemos las cien páginas de este extraordinario relato y creemos tocar la verdad profunda de una persona que se muere lenta y angustiosamente y de un amigo que lo acompaña.

El cuarto relato del libro, Palangana, es el más ficcional, sin duda, aunque en él Arroyo-Stephens se apoya en recuerdos reales o verosímiles del pueblo de la familia de su padre, Espinosa de los Monteros, que él llama siempre Berrueza, tomando la parte por el todo. Para mi gusto este relato es el menos atractivo. Maravillosamente escrito, y de un subgénero que me gusta de siempre, el de los hombres matando las horas en bares y repitiendo borrachos por enésima vez obviedades y gansadas, bromas y dardos biliosos, creo que a esta narración de unos tipos amargados y que a duras penas sobreviven sin futuro en un pueblo sojuzgado por el franquismo y la religión le falta algo para ser perfecta, para que nos enganche como las restantes —¿humor, algún gramo de verdadera originalidad, algún giro que añada densidad?—.

En los dos últimos relatos del libro, Manuel Arroyo vuelve la mirada a su familia, y en especial a su madre, la única con la que el autor siente poderosas afinidades. El padre es una figura semiausente que nunca hizo feliz a su mujer y que a los hijos sólo les provocaba hostilidad y desdén. Y respecto al resto de la familia, Arroyo escribe que “tampoco fue quedando con el tiempo mucho amor ni relación entre los hermanos, ni creo que a ninguno le hiciese falta ni le importase”.

En cambio, su irlandesa madre es libre (todo lo libre que se podía ser en el ámbito privado en el franquismo), poco convencional en sus juicios, sarcástica y con tendencia creciente a la misantropía. Ya desde joven supo enfrentarse a la familia de su marido, un clan gélido y henchido de delirios de grandeza. Y al llegar a la vejez su batalla principal es la de separar, en el cementerio del pueblo, a la familia que ella ha creado de la de su cónyuge. Un empeño en el que la secundan sus hijos. Además, al autor le une a su madre ser los dos “los únicos con sentido del humor”, un humor, explica, que “no consiste en contar cosas graciosas sino en una mezcla de sabiduría y carácter, de entender y vivir la vida con resignación y entereza, de no tomarse en serio a sí mismo, ni mucho menos a los demás, de ver el lado absurdo de las cosas sin sobresaltarse, de cultivar el desapego, de ser sencillo y natural además de comprensivo y paciente con los defectos de los demás, como éramos nosotros, en definitiva”. Esa poderosa comunión que crea el sentido del humor, sin embargo, no evita al protagonista (¿el autor?) escuchar el grave y muy dolorido reproche que ella le lanza en su vejez por no haberla acompañado más, por no haber estado más cerca de esa madre que lo necesitaba mucho más de lo que, siempre pudorosa en la expresión de los sentimientos, podía reclamar: “Te vas a arrepentir (…). Te va a doler no haberme hecho caso, no haber venido a verme más a menudo (…). Yo contaba contigo, que fueses mi apoyo en estos últimos años. (…) Te va a doler toda la vida no haberme hecho más caso estos últimos años, insistió con voz firme y dolida. Vas a tener remordimientos”. Y el lector piensa: ¿Hubo esos remordimientos? ¿Hay pena en él por lo que se echa en cara su madre, que desapareciera de su vida cuando ella lo necesitaba? No lo sabemos.

Su madre muere, en una agonía breve pero muy dura, en el relato magnífico con que se cierra el volumen. Y muere como ella quiere, atendida sólo por mujeres de absoluta confianza, sin querer ver a nadie más en esos días postreros. Con la misma reserva muere también el librero de viejo del primer capítulo, o José Bergamín en la soledad física buscada, únicamente con su hija cuidándole, o algunos de los aldeanos del relato Palangana, que no avisan a nadie de que la muerte les va a llegar inminentemente. La muerte pudorosa, casi escondida, es una constante de los protagonistas de este libro.

Al comienzo del relato sobre los últimos tiempos de Bergamín, escribe el narrador que “La memoria es triste porque su alimento es lo perdido”. Sobre la ceniza en que se han convertido tantas personas fallecidas es donde parece haberse escrito este libro invadido por la tristeza de las pérdidas, del recuerdo de quienes ya no están con el autor. Pero esa constatación no es una queja. Como escribe Arroyo-Stephens, en ella sólo hay “esa aceptación que enseñan la vejez y el sufrimiento”. Aunque, como añade a renglón seguido a propósito de Bergamín, “escribir sobre él fue mi manera de no perderlo del todo, de no permitir a la muerte que mate tanto como quisiera”. En esa hermosa y tal vez inútil batalla ha nacido este libro inolvidable.

01 agosto 2016

¿Pornografía sentimental?

Mientras andaba enfrascado, estas últimas semanas, con las grandes autoras estadounidenses de relatos del siglo XX, me ha dado tiempo para alternar, a ratos (no puedo leer muchos cuentos de una tacada, la disposición que exigen es distinta que la de una novela), con Adiós a una casa de muñecas, las memorias de Claire Bloom, una actriz inglesa de enorme altura que, además de interpretar en el teatro a gigantes como Shakespeare, Ibsen, Chéjov o Tennessee Williams, trabajó bastante en la televisión y en el cine, empezando por su gran actuación, de muy joven, en Candilejas, de Charles Chaplin. En estas memorias el peso fundamental se lo llevan sus andanzas sentimentales, que recorre sin ninguna floritura estilística pero con notable claridad. Amores y abandonos (con nombres y apellidos), decepciones, pasiones sexuales, errores, inseguridades, todo lo escruta Claire Bloom con agilidad y franqueza. Y con perplejidad y mucho dolor cuando aborda los años con su tercer marido, el novelista Philip Roth, al que dedica una parte fundamental de su memoria. Roth, un hombre atractivo y muy peligroso, seductor y manipulador, generoso a veces pero en general increíblemente mezquino y calculador en asuntos de dinero, hombre de reacciones explosivas y brutales, y de un egoísmo tan desnudo que Claire Bloom duda todavía, al escribir, si cabe endosar lo peor de su conducta a los desequilibrios mentales que Roth ha padecido en diversas épocas.

A punto de terminar las memorias de Claire Bloom leí en El Mundo que el filósofo Javier Gomá, a propósito de un texto cuya escritura brotó tras la muerte de su padre, advierte, por si acaso alguien espera otra cosa, que no le “interesa la literatura terapéutica, ni lo que llamo literatura maleducada que consiste en desnudar sentimientos e intimidades. No me interesa la pornografía sentimental”.

A mí esta opinión me suena a tontería, y en el mejor de los casos a simple preferencia que en sí tiene el mismo valor que mi juicio, hondamente sentido, de que el queso, ya desde su olor, es un alimento vomitivo, odioso. Lo único que me subleva en la manifestación de gustos de Gomá es que parece emitida con tono inapelable de autoridad filosófica, como si estuviéramos ante un dictamen objetivo. “Literatura maleducada”, “pornografía sentimental”… En fin, opiniones denigratorias, pareceres sin ningún fundamento superior.

Mis gustos son justamente los contrarios que los de Gomá. Las autobiografías y memorias que yo busco son, de entrada, las que Gomá desprecia. Me gusta el escritor (o la escritora, claro) que arriesga, que se desnuda, que habla claro, que escruta su vida sin velos pudorosos ni maniobras de ocultación, que, en suma, no tiene miedo a quedar mal ante el lector. Luego, el resultado tal vez sea decepcionante para los que leemos esa vida, porque entre los propósitos y el resultado puede mediar un abismo, y no basta con el impudor para escribir un gran libro, ni mucho menos. Pero, en principio, mis simpatías están decididamente del lado del valiente, del sincero e incluso indiscreto, del que convierte su vida en materia de disección sin anestesia. Incluso aunque su escritura produzca daños colaterales entre quienes el escritor fue encontrando en su existencia, empezando por su familia. Y es que, como escribe Simone de Beauvoir al comenzar La plenitud de la vida, “si un individuo se expone con sinceridad todo el mundo está más o menos en juego. Imposible encender la luz sobre su vida sin iluminar más o menos la de los demás”. Aunque sea para mostrar miserias de esos otros, por supuesto.

Esa es la actitud que admiro cuando alguien me cuenta su vida, o una parte de ella. Por eso en el último año, sin ir más lejos, he leído o releído, con fines docentes pero también por puro interés, entre otros muchos libros del género, las memorias de Doris Lessing, o el primer volumen de las de Castilla del Pino (el segundo es más diplomático en algunos asuntos íntimos, más “social”), o el diario tan minucioso de Christa Wolff, o los libros de Emmanuel Carrere, sobre todo Una novela rusa o De vidas ajenas, o las brutales memorias de Jesús Pardo, o el relato de Piedad Bonnett sobre el suicidio de su hijo, o el de Sergio del Molino sobre la muerte del suyo. Y ya estoy deseando sacar tiempo para dos volúmenes que prometen: Instrumental, de James Rhodes, un libro que no dejan de recomendarme muchas personas, o en septiembre El amor del revés, el relato de Luisgé Martín sobre su identidad sexual y los tormentos que le produjo durante varios años. Todos estos libros son muy distintos, incluso en resultados. Pero todos están escritos sin temor del autor a quedar mal. Son libros al margen, en mayor o menor medida, de los relatos llenos de silencios sobre cualquier asunto vidrioso, amables, complacientes, velados, insustanciales, bien educados, con que nos aburren o irritan tantos que relatan su vida.

Relatos bien educados, eso sí. Relatos que recuerdan, bien al contrario de las conversaciones directas y francas que son, en cierto modo, las buenas autobiografías, a las que, cuenta Borges en su relato Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, mantenía el padre del narrador con el ingeniero Ashe: Mi padre había estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. Eso parece gustarles a los Gomá del mundo.