31 mayo 2013

De Los ilusos a Chusé Izuel

El fin de semana vi dos veces Los ilusos, una película de Jonás Trueba hecha a lo largo de varios meses, casi en ratos libres, con actores amigos y aprovechando material sobrante de otras películas. Los ilusos está confeccionada con muy poco y posee un hilo argumental débil. Un joven, León, que, se nos dice, ya dirigió una película, y que, mientras lo vemos leer, comer, dar clases de cine, charlar con amigos, emborracharse y ligar, planea su próxima historia, la de un joven que se suicida al ser abandonado por su novia. León cuenta alguna vez el proyecto, y lo vemos leyendo libros de o sobre suicidas (Edouard Levé, Chusé Izuel). Eso es todo: el deambular del director, y de algunos de sus amigos y amigas, en el entretiempo poco definido en que piensa ese segundo film. Y ello en Madrid, una ciudad fea, a veces horrible, decrépita, con vallas de obras, zanjas y comercios clausurados con las persianas bajadas y sucias de pintadas, una ciudad sin la más mínima muestra de modernidad lujosa.

Los ilusos enseña repetidamente su condición de artificio. No sólo por la claqueta que abre o interrumpe varias escenas; también por los momentos en que las voces no corresponden con la imagen, u otros en que el propio Jonás Trueba aparece dando instrucciones a los actores sobre la entonación adecuada en una frase o su actitud en una secuencia. Además, incluso en momentos de alto voltaje hay fundidos en negro, que no sé si responden a que hubo que rodar una escena en momentos muy alejados, o a la intención tenaz de recordar el carácter “construido” de lo que se cuenta.

Con esos materiales tan modestos el director ha llenado la pantalla de verdad y fuerza emotiva. La historia, su autenticidad, vence a cualquier esfuerzo de distanciamiento. Trueba ha rodado una película a veces divertida, a veces suavemente amarga, siempre con un alto poder de sugerencia. Lejos de la negrura, las peripecias de León y sus amigos y amores enseñan mucho sobre la desorientación, la incertidumbre ante el futuro, la decepción por el derrumbe de ciertos sueños laborales, los amores líquidos en una juventud demasiado larga y precaria, o la fértil relación entre la ficción y la vida. No hay tesis, no hay conclusiones, no hay seguridades. Todo queda abierto. Incluso la escena en que la joven Aura Garrido, gran actriz, lanza una breve soflama contra la irresponsabilidad de la gente en España y la necesidad de comprometerse en algo y tener hijos, dista de ser un mensaje; queda más bien en el ámbito del dibujo del personaje, esa joven igual más ilusa, por su edad, que los demás —ilusa en el sentido, no peyorativo, de idealista, claro—.

Me gusta todo en esta película menesterosa, felizmente francesa, como de lo mejor de los años sesenta o setenta. No me molesta su aire deslavazado, su ritmo tan pausado. Incluso me entusiasman los riesgos de ritmo que arrostra Trueba en escenas como la de la larga canción que interpreta el grupo El Hijo en el domicilio de alguien, y que disfrutamos entera, sin que suceda en esos minutos ninguna otra cosa reseñable. O, por supuesto, la escena tan absurda, onírica y graciosa alrededor del cineasta Javier Rebollo y su empeño por huir de un conocido; o la aventura con las cintas en VHS que carga León por la ciudad (la cultura como una carga física pesada) y que acaban teniendo un uso sorprendente.

No es Los ilusos una película áspera, oscura, desesperanzada. Pero León, he dicho, prepara su película sobre un suicida, y en el curso de la historia se cita más de una vez a Chusé Izuel, quien se tiró desde el balcón de un quinto piso en Barcelona en 1992, a sus 24 años. Así que, espoleado por la película —y alejándome de ella, porque con el suicidio nos internamos en una atmósfera de enorme gravedad, que no es la de Los ilusos—, el domingo me lancé sobre Amarillo, el libro en que Félix Romeo merodea sobre Chusé Izuel, su amigo desde la infancia y compañero de piso, del piso donde se tiró, en aquellos años barceloneses de tanteos literarios.

El recuerdo de Chusé Izuel que cose Romeo está lleno de datos sobre el suicida y de palabras de él entresacadas de sus cartas, relatos y artículos. Pero ante todo rebosa culpa al no haber calibrado bien la desesperación en que vivía su amigo, y dolor por lo irremediable. Ante un suicidio, además, la pregunta por las causas se llena de incomprensión, de hipótesis y de enigmas que explotan y se llevan dentro muchos años después. Es un libro el de Romeo que no quiere ser una biografía, que no busca el dato exacto ni el retrato más acabado que hubiera podido componerse con los testimonios de otra gente cercana a Izuel. Félix Romeo se abandona sólo a su memoria personal, lacerante, al recuerdo de lo que vivieron juntos, de lo que lo vio sufrir, aun sin tomarse en serio ese sufrimiento, de lo que sólo supo o intuyó al morir su amigo, y de lo que transparentan los relatos de éste sobre sus aflicciones y violentos conflictos interiores, y a veces exteriores.

Tengo veinticuatro años y soy un anciano que agoniza, que se atraganta con su propia saliva, que se caga en los calzoncillos, que se tropieza con sus pies, que busca la salida última, que le tiene pánico a su mismo nombre”. Esto escribió Chusé Izuel poco antes de morir, aunque la última noche la pasó bebiendo, fumando y hablando tranquilamente con el tercer inquilino del piso, Bizén Ibarra, y a las siete de la mañana, con hambre, se comió una tortilla francesa. Seguidamente se tiró desde ese quinto piso. No iba a ser un genio como escritor, y el abandono de su novia dos años antes lo había golpeado con una dureza extrema. ¿Se mató por eso, tal como parece revelar el texto que se lee en Los ilusos y que coloco aquí debajo? ¿Qué sabemos nosotros? ¿Qué podemos decir sobre la angustia de un suicida sin correr el grave riesgo de despeñarnos en el error o la tonta presunción?

Puede que me equivoque, pero existe un momento en la vida, sólo un momento, en que somos conscientes de que somos genios o enamorados. O una cosa u otra, imposible ambas. Y cuando ese momento llega tenemos la vaga certeza de que arrastraremos nuestra carga, sea la que fuere, hasta el final de los días. Yo superé ya el momento. Sé que nunca alcanzaré las cimas de la genialidad y, lo más abrumador, acongojante aun, sé que el momento del amor se escurrió entre mis dedos para siempre. Así, ni tengo nada ni espero nada”.

21 mayo 2013

Los premios, para los amigos

En 1944, al escritor Ignacio Agustí, miembro del núcleo originario de la revista Destino y de la editorial del mismo nombre, se le ocurrió que sería bueno crear un premio que estimulase la escritura de novelas en castellano. Tuvo que vencer ciertas resistencias, porque no todos los miembros de ese grupo de Destino lo veían claro —Josep Vergés, el gerente y hombre clave en la editorial y en la revista, era un tacaño reconocido—, pero al fin nació el premio Nadal, llamado así en honor de Eugenio Nadal, redactor jefe de la revista muerto aquel mismo año. Agustí redactó en solitario las bases del premio y en agosto la revista lanzó la primera convocatoria, con una dotación de cinco mil pesetas y la fecha en que se haría público el fallo: la noche de Reyes del año siguiente.

Residía entonces en Sitges César González Ruano. El escritor, renombrado sobre todo por su faceta de articulista de prensa, había retornado a la España franquista después de un periplo de diez años por distintos países europeos no exento de episodios muy turbios. González Ruano, que coqueteaba, zalamero, con la gente de Destino porque quería publicar en la prestigiosa revista, se enteró de la convocatoria del premio y comenzó a escribir rápidamente una novela, convencido de que las cinco mil pesetas iban a ser suyas. Es más, comenzó una campaña, poco sutil, de extensión de la especie de que ya era prácticamente seguro su triunfo. Ninguno de los cinco miembros del jurado, cuenta Agustí en sus memorias, le había prometido nada, pero él propaló, incluso entre la gente de Sitges, el rumor de que su novela, escrita a la diabla, y engordada con líneas y más líneas de diálogos banales, contaba ya con el premio. Él tenía una trayectoria conocida detrás, llevaba muchos años escribiendo, su novela transcurría en el mismo Sitges, y la escribía a la vista de todos en un café del pueblo costero. ¿Quién tenía más títulos para alzarse con el galardón?

Los originales fueron llegando a Destino, y el día en que terminaba el plazo llegó el último de los veintiséis recibidos, el de una chica desconocida, Carmen Laforet. Su novela Nada entusiasmó a Agustí y a otros miembros del grupo y decidieron premiarla. Así se proclamó en la cena del seis de enero de 1945, la primera de una historia que llega hasta hoy mismo.

Al día siguiente, Ignacio Agustí pensó que debía cumplir un incómodo trámite: explicar a González Ruano lo sucedido, y los méritos que adornaban a la ganadora, Carmen Laforet. El escritor, como era previsible, los recibió furioso y enseguida lanzó sobre Agustí y Rafael Vázquez Zamora, que lo acompañaba, toda su rabia por haber sido relegado en beneficio de una primeriza, “esa señorita Pastoret o Mistinguet o Espinet”. Debemos, dijo:

estar entrando en la era gloriosa de la féminas que escriben. ¿Y escribe tan gloriosamente esa jovencita para que su obra prevalezca sobre la de autores consagrados, que llevan años rompiéndose los cuernos para escribir libros, que tienen los artículos por millares, con la audiencia de centenares de lectores? Díganme: ¿la obra premiada merece el bofetón público que acaban de darme?

No había argumento que calmase a González Ruano, imposible. Pero su enfado alcanzó el punto culminante cuando Agustí le pidió que antes de seguir bramando leyese la novela de Carmen Laforet. Era, le aseguró, sobresaliente, excepcional. González Ruano explotó:

Pero ¿es que no sabéis que en España, desde tiempo inmemorial, los premios se han dado siempre a los amigos? ¿Es que estamos soñando? ¡Dónde se ha visto que un premio sea para el que nos parezca mejor! Los premios se dan a los amigos, se convocan para los amigos, y así será siempre, afortunadamente. ¡Adónde iríamos a parar! ¿Es que pretendéis cambiar los hábitos del país? ¡Aviados estáis! ¡Pues estaría bueno…!

¿Por qué recuerdo esta historia? Pues porque me ha venido a la cabeza con frecuencia desde que la leí en las memorias de Ignacio Agustí, Ganas de hablar. He participado en varios jurados de premios, casi todos en el ámbito de la provincia, y en ese espacio, donde el conocimiento, el trato y la vigilancia mutua son más estrechos y pegajosos, he encontrado más de una vez enfados como los del escritor madrileño. Y no sólo brotaban, tras la concesión del premio, en concursantes con solera, preteridos por ganadores a los que despreciaban, gentecilla que no podía lucir galones como ellos. Hasta ahí, todo normal. Lo incómodo es que la postura de González Ruano la defendieran en las deliberaciones, con más o menos explicitud, otros miembros del jurado que acudían con su decisión tomada en virtud de similares prejuicios, pactos, compromisos o conveniencias. Sólo les faltaba a esos jurados un detalle: el desparpajo de González Ruano, su carencia desacomplejada de frenos hipócritas.

13 mayo 2013

De mierda

Hace unos días disfruté un buen rato con Jesús Pagola, el mejor encuadernador artesano que conozco en mi ciudad, un maestro en su oficio. Jesús es metódico, riguroso y detallista hasta el extremo, lleno de amor por su trabajo, lo que se advierte cuando mima los objetos que maneja con suma habilidad, o pondera morosamente papeles, cartulinas o telas. He visto unos cuantos trabajos de Jesús Pagola, y le he encargado otros, y sus encuadernaciones especiales, siempre de acabado perfecto, otorgan a los libros que él viste con nuevos ropajes una presencia delicada y magnífica.

Jesús me citó para regalarme “un ejemplar de su libro”. ¿De qué libro, pensé? E imaginé una edición fastuosa de algún texto de otro autor. Pero no: el libro está escrito por el propio Jesús Pagola, lleva el título y subtítulo de El retrete. Estancia poética y contiene un conjunto de poemas jocosos, quevedescos, sobre, digamos sin ambages, la mierda y el cagar. Con estricta sujeción a los principios de la métrica (me dijo que en su tiempo leyó con pasión la Métrica española de Antonio Quilis), Jesús ofrece en su libro décimas, sobre todo, pero también sonetos y otras formas, siempre relativas al zambullo y el acto defecatorio.

Casualidades de la vida, había comprado yo días antes un volumen recién publicado, La materia oscura. Historia cultural de la mierda, de Florian Werner, excelente, lleno de información y análisis sobre un acto indispensable para el mantenimiento de nuestro metabolismo, el de defecar, y sobre la materia que excretamos, la mierda. Werner comienza proporcionando datos básicos sobre la materia oscura, su composición y peso real y metafórico en el mundo, pero pronto se introduce en las formas históricas de tratar socialmente con ella, y por tanto en la construcción cultural y social de la vergüenza y del asco. Y es que no siempre y en todo lugar, ni mucho menos, ha provocado la mierda las reacciones que motiva hoy en nuestras sociedades. Es bien llamativo el estudio de las formas modernas, al compás del “proceso de civilización” que estudió genialmente Norbert Elias, de hacer cada vez más reservado (vocacionalmente secreto) y casi invisible un acto esencial para la vida de todas las personas de cualquier época, lugar y condición social. Hoy podemos decir que se han generalizado los sentimientos que una princesa francesa manifestó en 1694: “A los acarreadores, a los soldados de la guardia, a los portadores de litera, al pueblo de esta índole, se lo concedo. Pero: los emperadores cagan, las emperatrices cagan, los reyes cagan, las reinas cagan, el Papa caga, los cardenales cagan, los príncipes cagan y los arzobispos y obispos cagan, los curas y los vicarios cagan. ¡Admitámoslo!, ¡el mundo está lleno de personas repugnantes!”. Es decir, vergüenza y asco —lo cual, insisto, está lejos de ocurrir en todo el mundo—, pero también disolución del orden social jerarquizado e inmutable de tantos siglos.

Sin embargo, la mierda, omnipresente pero cada vez mejor escondida, ha dado lugar a muchas teorías y asociaciones. De la realidad de la mierda, o de sus extensiones metafóricas, han escrito los médicos, pero también los ingenieros, los curanderos y chamanes, los teólogos, psicólogos y psicoanalistas, los poetas y artistas de vanguardia. Por ejemplo, sobre cómo aprovecharla para curar enfermedades, o explotarla en el humor, o de sus vínculos con la religión y la demonología, o sobre su significado en el psicoanálisis freudiano o en el arte contemporáneo más provocador. De todas estas cuestiones se ocupa Florian Werner en su paseo intelectual, documentado, ameno y riguroso.

Como señala el ensayista alemán, «probablemente pocas cosas sean tan capaces de provocar hilaridad en nuestro círculo cultural como una cagarruta, un chiste acerca de una cagarruta o simplemente un pedo escuchado desde lejos, al menos mientras la caca, la broma o el pedo no se acerquen demasiado al que se está riendo y el marco social permita tal hilaridad». La tradición humorística siempre recuerda nuestro ser terrenal y mortal y destruye cualquier seriedad dramática: no hay drama, como dice Werner, en el que los personajes interrumpan sus cogitaciones dolorosas para echarse un pedo o ir a cagar. Esa acción desliza el tono sin remedio hacia lo cómico o grotesco, y rebaja con deliberación varios grados a los humanos.

En esa tradición humorística se inscriben los poemillas de Jesús Pagola. En la literatura española sobran antecedentes de su empeño, desde los gloriosos como Quevedo a los de cualquier anónimo con ganas de ridiculizar o injuriar. Jesús Pagola sólo pretende divertirse y divertirnos; eso sí, recordando que, por mucha vergüenza o disimulo que gastemos, aquí se trata de algo en lo cual, literalmente, nos va la vida.

Mientras tengas buena mierda
que sacar el culo pueda,
todo irá como la seda.
Tenlo presente y recuerda
si no quieres que sea lerda
tu existencia como humano;
pues si quieres estar sano,
ten en cuenta que en tu vientre,
todo aquello que entre
debe salir por el ano.

08 mayo 2013

Escribir (o no)

Gracias a los enlaces que coloca el náuGrafo, llego al excelente blog de Miguel Angel Hernández, de quien yo también estoy leyendo Intento de escapada. Y me gusta mucho su última entrada por el momento, Una vestidura incómoda, en particular por el empeño que (de)muestra de escribir, escribir, lo que sea, “no importa el contenido. Sólo escribir. Poner palabras una detrás de otra”. Yo no he publicado ninguna novela interesante, como sí lo es la de Hernández, y por la cual, presumo, anda de aquí para allá en tareas promocionales. Pero también me ha faltado tiempo en la última quincena para llegar a este blog, y no quiero pararme de nuevo, abandonar unos meses otra vez, dejarlo dormido de nuevo. Aunque, recurrentemente, han influido en el silencio, además, las dudas paralizantes, esa sensación que me asalta con frecuencia de que otros ya han dicho mucho mejor, infinitamente mejor, cualquier cosa que yo pueda apuntar en este ángulo.

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Por ejemplo: En abril tuve dos excelentes lecturas (entre otras decepcionantes), propuestas por la tertulia de Barañain: la enésima de Los muertos, el relato de Joyce, que en su brevedad es inagotable, y Los enamoramientos, de Javier Marías, que me hubiera gustado que en lugar de cuatrocientas páginas hubiese tenido mil o dos mil. Y pensé en escribir sobre el peso de los muertos en las dos historias, sobre las actitudes y reacciones de los vivos ante los fallecidos: olvidar, superar, aliarse con el tiempo, o quedarse anclado, atrapado en la ciénaga del dolor. Incluso me entusiasmé un día con unas páginas de Jon Juaristi sobre el relato de Joyce, y la relación entre los muertos, el nacionalismo irlandés, las voces ancestrales que tiran de los vivos para atraparlos y la angustia de Gabriel cuando descubre que no tenía ni idea de los verdaderos sentimientos de su mujer, del auténtico peso en la vida de ella de las voces ancestrales. Pero luego pensé que mejor callar, que sobre eso, o sobre lo que morosamente desmenuza Díaz-Varela, el personaje de Marías, a propósito de los muertos y los vivos, hay ya mucho escrito, y que nada interesante podría añadir yo; o que, en en el mejor de los casos, pergeñar algo no totalmente inane me llevaría mucho tiempo y esfuerzo. Después comencé En la orilla, la novela de Chirbes. La dejé en la página cuarenta, al menos por ahora, y dudo mucho de que vuelva a ella. Pero me ha sucedido lo mismo: explicar mi rechazo exigiría un análisis que ahora no puedo afrontar. Así que estamos igual: silencio. Y, al mismo tiempo, necesidad de escribir, de no abandonarme, de, al menos, apuntar algo. Lo que sea.