30 marzo 2011

Nabarralde

La semana pasada se celebró en Pamplona una reunión de historiadores para debatir y profundizar sobre la conquista de Navarra por las tropas de Castilla en 1512. Una conquista, una guerra, una invasión más o menos aceptada pasivamente, dígase lo que se prefiera, que dio lugar paulatinamente a la incorporación de Navarra, más o menos de grado o de fuerza (al principio de fuerza, claro, que para eso hubo armas, guerra y muerte), a lo que terminó siendo la monarquía hispánica.

A Tomás Urzainqui Mina este congreso no le ha gustado ni un pelo. Ya en el título de su artículo lo tacha de “negacionista”. Y el calificativo se repite más de una vez. Negacionismo, si no me equivoco, es una palabra que comenzó a emplearse hace unos años para designar al conjunto de historiadores y grupos políticos que negaban que el holocausto de los judíos en la segunda guerra mundial hubiera tenido lugar, y que por tanto liberaban a los nazis de su principal y terrible crimen. El término está muy cargado de connotaciones políticas, y su intensidad emocional, como así se quiso, es muy alta. (El negacionismo, por cierto, es un delito en varios países europeos, sin ir más lejos en Francia.) Más tarde, y ya degradando y banalizando la acusación, algunos ecólatras han tildado de negacionistas a quienes aventuran cierto escepticismo sobre el cambio climático y sus efectos más o menos catastróficos en la salud de nuestro planeta.

Tirándose por la pendiente de la exageración, Urzainqui aprovecha el calificativo, con toda su carga emotiva, para, dentro de su visión de lo que aconteció en Navarra a partir de 1512, establecer una separación moral muy afilada entre los invasores castellanos, genocidas sin alma, y los pobres navarros (para él vascos, of course), entonces masacrados. Da igual que los guipuzcoanos y vizcaínos fueran parte esencial del ejército castellano que ocupó Navarra. Nada, pelillos a la mar, los españoles son unos asesinos y los navarros (vascos) unas víctimas, así, sin más.

El congreso no fue plural, según Urzainqui. ¡Pluralismo, más pluralismo!, brama en su artículo. Claro que la concepción del pluralismo que tiene este abogado, historiador en sus ratos libres -y que gasta una sintaxis y puntuación execrables-, peca de notorias limitaciones. Se asemeja a la pluralidad que conformaban, “dentro del Régimen”, las distintas familias del Movimiento en tiempos de Franco. O, para venir a estos tiempos, recuerda una aspiración vasca nacionalista de un futuro plural que vaya, como escribía hace muy poco Fernando Savater, “desde Tasio Erkicia en un extremo hasta Bernardo Atxaga en otro”. No más espectro (mucho menos, en realidad) cubren los historiadores navarros que cita Urzainqui, los “verdaderos” historiadores, que según él, no pudieron asistir al congreso de la pasada semana.

Porque para este destacado representante de la asociación Nabarralde, con ese pluralismo limitado basta y sobra. Los demás historiadores, por ejemplo los que estuvieron en el congreso, son no sólo representantes del “negacionismo subordinacionista” (sic), o de “la sordera del enquistado negacionismo”. Representan además “una concepción autoritaria y monopolista del poder”, están “escorados a una visión unilateral y sesgada desde un atrincherado presentismo, que les impide el sereno y pleno conocimiento de los hechos y de la historiografía generada en estos quinientos años”, y, en fin, únicamente representan al poder “que busca el apuntalamiento de su presente, evidentemente de sumisión y subordinación antidemocrática y antinavarra”. Ay, antinavarra… Suena igual que “antiespañola” o “antivasca”: insultos de nacionalista.

Si esa es la visión de Nabarralde de todos los que no piensan como ellos, ¿qué significa, en su boca, la aspiración a un congreso “plural y omnicomprensivo, de todas las corrientes historiográficas y el lugar de contraste de las diversas tesis existentes sobre la realidad de la conquista de Navarra”? Pues una broma, una broma delirante. El otro, el discrepante, es antinavarro, antivasco, negacionista, lacayo, sicario del poder, o todo al mismo tiempo, y además ¡ha perdido la serenidad! Con denuestos de tan grueso calibre, cuando uno está henchido hasta ese punto de su verdad, y abomina de tal manera de los que sostienen otras tesis, las apelaciones al pluralismo suenan meramente instrumentales, pura charlatanería.

El protagonista de La patria de todos los vascos, la estimable novela de Iban Zaldua, señala que Nabarralde es “una asociación de alucinados historiomaniacos que pretenden que Navarra fue el primer ‘Estado vasco’, y que insisten en llamar a los vizcaínos, por ejemplo, ‘navarros del oeste’”. Exactamente. Hace meses conté en este mismo blog cómo a uno de los historiadores nacioanlistas vascos que cita Urzainqui, estas mismas gentes de Nabarralde le habían suprimido, sin ningún permiso del autor, una frase que nos les gustaba en su libro sobre la guerra de Navarra, un libro por lo demás ortodoxo. Censura por las bravas, sin anestesia. ¿Y estos mismos se atreven a hablar de pluralismo, de objetividad y de ciencia? Alucinados historiomaniacos, y además sinvergüenzas.

25 marzo 2011

Manuel Hidalgo en la radio

Hace dos días, buscando una cita que me sonaba que podía hallarse en La escuela de Platón, un precioso librito de Fernando Savater, encontré de nuevo las páginas en que el autor rememoraba el momento en que, a sus trece años, dispuso al fin de un cuarto para él solo en el domicilio familiar de Madrid.

Yo también tengo mi recuerdo imborrable de una habitación propia, de un espacio para el refugio y el aislamiento. Sucedió a los quince años. Llevaba unos cuantos durmiendo en ese cuarto, pero sólo cuando, tras mucho insistir, conseguí que mis padres accedieran a poner una mesa en él, la habitación se convirtió en mía, en el lugar donde, a puerta cerrada, podía leer hasta tarde, y escuchar sin pausa la radio o los primeros vinilos en un tocadiscos monoaural, un Cosmo con tapa-altavoz-.

Hasta ese día había estudiado siempre en la mesa de la cocina, bien en medio del tráfago familiar, o bien por las noches, más en calma, mientras mis padres y hermana veían la televisión en el cuarto de estar (salón sería una palabra excesiva para denominar aquel habitáculo). Pero la mesa -en realidad una mesita sobre la que había estado seis años el televisor Lavis, con el que se accedía a un solo canal; el otro, el UHF, podía verse de ciento a viento- cambió todo. Podía estudiar en mi cuarto, y podía leer y leer todo lo que caía en mis manos, por horrible que fuera. Y es que no he leído nunca en la cama, y poquísimo en sofás. Siempre he preferido apoyar el libro sobre una mesa, pese mucho o poco.

Ya he dicho que la mesa, la libertad, la estupenda soledad, la puerta cerrada, el pequeño espacio recogido, también me permitían escuchar la radio. Armado con un pequeño transistor, buscaba con ahínco voces que calmaran mi ansia brutal de saber, de enterarme, de salir de la casi absoluta falta de estímulos culturales en que vivía mi familia feliz. No encontraba mucho, por descontado. El franquismo terminal imponía su ley de hierro y no había más emisoras en Navarra, me parece, que Radio Popular, la red de emisoras del Movimiento y Radio Requeté, asociada a la Ser. Todo se iba entre el radio hablado (noticiario que expedía el poder, de obligada conexión para todas las cadenas), concursos, programas edificantes, magacines insustanciales y músicas de parecido pelo –aunque es cierto que en este último campo se permitían modestas islas de modernidad-.

Con todo, pronto encontré en Radio Popular, y hecho en Pamplona, un programa semanal de cine que conducía Manuel Hidalgo. Yo era un loco cinéfilo, y Manuel Hidalgo (no sabía quién era, claro, ni que tenía apenas cuatro años más que yo, aunque a esas edades cuatro años son muchos) hablaba de las películas que se podían ver en Pamplona, en las salas comerciales o en los cineclubs. Eran películas que yo veía -porque me gastaba mis pocos dineros en entradas para el cine Carlos III, el Arrieta o el Aitor, y al cine club Lux entraba gratis-, y que los demorados análisis de Hidalgo iluminaban notablemente. Él tenía ya entonces una formación fílmica importante, o al menos así lo recuerdo, y yo, pegado al transistor para no molestar a mi familia, disfrutaba y aprendía con sus comentarios acerca de Cabaret, El Padrino o El discreto encanto de la burguesía, o del cine de Rhomer, Truffaut, Visconti o Saura.

Sus palabras, siempre tranquilas, y muy bien construidas y dichas, con esa magnífica voz que posee Hidalgo -no sé por qué no la ha aprovechado más en un medio en el que tantas veces se oyen tonos chillones y vulgares-, permitían abrirse en la pequeña ciudad a otra forma de mirar, a unos modos de comprender y estudiar las películas que multiplicaban gozosa y reflexivamente mis arrobamientos en las salas. Además, entre sus palabras, Manuel Hidalgo pinchaba unas músicas regias: lo mismo Mozart y Bach que folk americano o latinoamericano o catalán; músicas que no estaban ni por el forro en mi entorno sonoro doméstico o de amistades.

Hace años que conozco a Manuel Hidalgo, y en los últimos mese lo he visto con frecuencia por asuntos de trabajo. Pero nunca ha surgido la oportunidad de mencionar esta experiencia de juventud, que refulge en mi memoria. En su modestia, una de esas experiencias que ayudan a formar a alguien en un momento vital confuso y arrebatado, máxime si se tiene la tremenda sed de aprender que me abrasaba entonces, y que la habitación propia (los adolescentes la necesitan tanto o más que Virginia Woolf) y la soledad buscada hicieron posible. No recuerdo cuánto tiempo duró ese programa de Hidalgo, entonces un estudiante, pero le debo briznas, magníficas briznas, en lo mejor de mi formación cuando entonces.

“Como toda persona verdaderamente sociable, amo ese privilegio social por excelencia: el espacio de la soledad. Tener un lugar donde estar solo, con todo lo que uno ama, sabiendo que los demás están al alcance de la mano y oír o presentir el rumor amigo de sus almas. Tal es el sentido más enriquecedor que puede tener una casa, una familia y una comunidad. He sido afortunado pues la suerte (y esa otra forma suprema de suerte, el carácter) me ha permitido conocer y degustar este gozo”.

21 marzo 2011

No recuerdo

El otro día, cenando, un escritor me recomendó, entre otras películas, que viera El mundo según Barney. Pienso hacerle caso, porque está basada en una novela, que aquí se tituló La versión de Barney, del escritor canadiense Mordecai Richler. Yo la compré y leí inmediatamente cuando salió, hace diez años, en una edición de Mondadori que no tuvo ningún éxito, hasta el extremo de que, sospecho, gran parte de la tirada se destruyó pronto. Supongo que en algunas bibliotecas la tendrán. Ahora, con motivo del estreno de la película, la ha reeditado (con la misma traducción, excelente, de Miguel Martínez-Lage) una editorial pequeña, Sexto Piso, aunque a un precio, 27 euros, excesivo a todas luces.

Volví a casa el otro día, sin embargo, con una cierta pesadumbre, porque la verdad es que no recuerdo nada, o casi nada, de esta novela, diez años después. ¿Cuál es la trama? ¿De qué va? ¿Qué le pasa a Barney, sobre qué da su versión? Ni idea.

Sólo un punto tengo absolutamente claro en mi memoria: que disfruté mucho con La versión de Barney, que me pareció un libro excelente. Ese recuerdo sí es limpio, nítido.

Qué bien, voy a afrontar la relectura con renovada ilusión. Y con ese recuerdo, me basta para hacer la recomendación a cualquiera.

15 marzo 2011

La insociable sociabilidad

Tertulia de Barañain. El mismo ambiente grato de siempre, la misma gente a la que tanto aprecio. Pero en los últimos tiempos mi participación en esta tertulia es muy intermitente. Y es que no quiero sentirme obligado a leer todos los libros propuestos, por muy equilibrada y atractiva que sea la lista que Jesús, el bibliotecario, ha preparado.

Con la cantidad de aspectos reglamentados que hay en mi vida, la de compromisos ineludibles que me asaltan o a los que no sé decir no, quiero preservar, en la lectura, un espacio para dejarme llevar por el humor del momento, por la llamada de la última novedad o, por el contrario, por el reclamo del libro totalmente inactual que alguien me ha sugerido, o que se cita no sé dónde y que en ese momento concreto se ajusta a mis intereses u obsesiones, al menos a priori (luego hay decepciones, claro, pero también gozos insólitos). Recuerdo con nostalgia esas remotos años en que leía a lo loco, sin plan ni obligaciones, moviéndome sin orden ni concierto por el anchuroso terreno de mis gustos.

Hoy hablamos en Barañain de El barón rampante, de Italo Calvino. Un libro maravilloso, mucho más entretenido, profundo y sutil de lo que lo recordaba. La vida aventurera de un héroe de los árboles (y es magnífica la manera en que Calvino procura siempre que la fantasía de sus andanzas conserve una buena dosis de verosimilitud), pero al mismo tiempo un texto muy contemporáneo, una parábola que ayuda a pensar en asuntos y sentimientos rabiosamente actuales.

El barón rampante admite mil aproximaciones. Pero en mi lectura de estos días he pensado mucho en el modo en que Cosimo, el barón que a los doce años decide vivir para siempre en los árboles, define su relación con los demás. Cosimo no es un eremita, ni un insociable amargado o altivo, ni alguien que haya decidido romper con su familia o con la gente de su pueblo, o que no quiera saber nada de quienes le visitan con los años, atraídos por su extraña forma de vida y su sabiduría. Es más, Cosimo participa activamente en la vida de su comunidad. Son varias las ocasiones en que su contribución es decisiva para resolver problemas que se les plantean a sus paisanos. Y está lleno de sueños reformistas, de planes de mejora social.

Pero ya desde que, casi niño, se sube a los árboles, Cosimo es un ser libre, un hombre que, como él mismo dice cuando su primer amor se aleja, resiste, que se reserva la posibilidad de estar o no estar, de aparecer o desaparecer, de acercarse o alejarse. Su obstinación por permanecer en los árboles toda su vida simboliza el empeño que le anima de no dejarse asimilar, de impedir que ninguna persona o grupo le domestique o atenace. Él va siempre a su aire, lo que no obsta para que siempre esté cerca, por ahí, rondando, cerca o lejos, yendo y viniendo por el limitado perímetro de sus dominios, los árboles a los que puede saltar.

Toda una lección moral.

“Como esta pasión que Cósimo siempre demostró por la vida asociada se conciliaba con su perpetua huida del consorcio civil, es algo que nunca he entendido bien, y sigue siendo una de las no menores singularidades de su carácter. Se diría que él, cuanto más decidido estaba a ocultarse entre las ramas, más sentía la necesidad de crear nuevas relaciones con el género humano. Pero aunque de vez en cuando se lanzase, en cuerpo y alma, a organizar una nueva sociedad, estableciendo meticulosamente los estatutos, las finalidades, la elección de los hombres más adecuados para cada cargo, nunca sus compañeros sabían hasta qué punto podían contar con él, cuándo y dónde podían encontrarlo, y cuándo se vería ganado repentinamente por su naturaleza de pájaro y no se dejaría atrapar más. Quizá, si es que se quiere reducir a un único impulso estas actitudes contradictorias, haya que pensar que él era igualmente enemigo de todo tipo de convivencia humana vigente en sus tiempos, y que por eso huía de todos, y se afanaba con obstinación por experimentar otros nuevos: pero ninguno de ellos le parecía justo y suficientemente distinto de los otros; de ahí sus continuos paréntesis de esquivez absoluta”.

02 marzo 2011

¿Estamos seguros de nuestro pasado?

“No somos dueños de nada, ni siquiera de nuestro pasado. Todo lo que hemos vivido y que tendemos a considerar como una adquisición definitiva, inmutable, está constantemente amenazado por nuestro presente, por nuestro futuro”, escribió Julio Ramón Ribeyro en sus Prosas apátridas.

Al leer Pilar Donoso los diarios y las cartas de su padre, José Donoso, el escritor chileno, así como lo que dejó escrito su madre, Pilar Serrano, sucedió que muchos recuerdos que tenía de su vida familiar, muchas imágenes cristalizadas en su memoria, sufrieron una brutal sacudida. La tarea subsiguiente de transcribir, ordenar y dar a conocer esa enorme cantidad de documentos personales, con frecuencia muy íntimos, que hizo “tratando de conservar cierta objetividad (…), dándole forma al dolor, a la admiración, al desconcierto e incluso al temor” que le produjo descubrir que había vivido veintiocho años al lado de alguien a quien había creído conocer muy bien, pero de quien descubría muchas máscaras más de las que le suponía, ha dado como resultado Correr el tupido velo, que Alfaguara publicó en España hace unos meses, y que ahora leo.

Es un libro apasionante, por lo que enseña sobre muchos sentimientos humanos, pero también sobre las obsesiones y las ideas literarias de un gran escritor, como lo fue el chileno Donoso. Un libro que tiene muchísimas facetas de interés, pero que arranca con esa perplejidad de la hija que experimenta dolorosamente que en cualquier momento de nuestra vida pueden surgir datos nuevos que harán tambalearse aquello que teníamos ya consolidado en nuestra memoria.