24 mayo 2006

La materia de la realidad

Ahora que de nuevo sólo fulge el fútbol, en Pamplona, en el Estatut y pronto en el mundo entero, dentro del eterno retorno de la murga, me vienen a la memoria los tiempos en que fui forofo. No espectador, aclaro, que eso lo es cualquiera, ni siquiera aficionado, sino forofo. Mis recuerdos carecen de grandeza y glamour, porque el Osasuna de mi infancia y adolescencia, el que me subyugaba en el flamante Sadar de 1969, era tan gris rata como el resto de mi vida y, si me apuran, de la realidad. Pero vibraba en nosotros idéntica pasión que si hubiéramos rivalizado con el Manchester o el Milan.

Sería necesaria la capacidad de Ignacio Aranaz, otro volumen de su Pamplonario, para dibujar cabalmente la ciudad de entonces. Pero recuerdo que ésta terminaba al sur con el destartalado barrio de la Milagrosa, y desde allí hasta el flamante campo de fútbol uno se aventuraba un buen pedazo por descampados que muchos domingos la lluvia convertía en barrizales, o por la pequeña elevación que custodiaba la espalda del Oberena, una grada natural para ver gratis, aunque sólo medio terreno, los partidos de este equipo que incluso llegó a jugar en tercera con Osasuna. En el trayecto bordeábamos también galpones y naves vigiladas por perros fieros, o sucios talleres dedicados a la ferralla o a confusas industrias. La carretera, modesta, flanqueda por árboles, sin líneas de señalización y pésimo asfalto que se cortaba en los bordes abrupta e irregularmente, recibía pocos coches, y no hay ni que decir que los aparcamientos de tierra eran otro lodazal invernal en el que los valientes estacionaban a la buena de dios.

Osasuna inauguró el Sadar en segunda división pero pensando en ascender, y con fichajes tan campanudos como el del negro Jones. La desastrosa temporada lo hundió sin embargo en tercera, donde sus rivales al año siguiente eran potencias como el Utebo, el Binéfar o el Barbastro. Luego retornó a segunda y pasaron por aquí aguerridas escuadras, sin ir más lejos el Onteniente o la Cultural Leonesa, pero volvió a subir y bajar, en un tobogán que terminó en 1980, cuando mi vida se había ido por otros derroteros más alegres y había ingresado en la categoría de espectador intermitente, y además televisivo, cosa que no tiene nada que ver. Pero en mi final de infancia frecuenté hasta los entrenamientos de agosto, y vi a los jugadores ensayar fabulosos lanzamientos, jugar partidillos y hacer tablas de gimnasia y pruebas de resistencia. Más de una vez presencié broncas entre el entrenador (por ejemplo Juanito Ochoa, un malaleche) y los adultos que por allí holgazaneaban y juzgaban en voz alta rendimientos y tácticas, mientras los chavales espiábamos junto al vestuario los gestos y palabras de nuestros héroes: Osaba, Ciáurriz, Iparaguirre y Mantecón.

Dice Vicente Verdú que el espectador de fútbol “puede salir indemne del suceso, pero el forofo está afectado e infectado: es un tifoso”. Así que los domingos sufríamos. Mucho, intensamente. Apostados los infantiles entre graderío sur y grada lateral, veíamos al pequeño Santamaría subir indesmayable la banda para que a la postre ni Ostívar ni Osaba materializasen. O nos burlábamos de Pita, el gallego chaparro que trotaba la banda como un correcaminos pastillero. Menos mal que conservo algún recuerdo perfecto: Ederra consiguió en el último minuto un gol contra el San Andrés de Gramanet que supuso el ascenso a segunda en 1970. En cambio, pocos años después la derrota en la promoción contra el Hércules que precipitó otro descenso fue uno de los peores tragos de mi vida. De normal uno mitigaba la desazón observando a los adultos emborracharse, pelear y caer al suelo como muñecos, o con implacable frecuencia aprendiendo rebuscadas maneras de injuriar –nunca he escuchado tantas y tan sexuales palabrotas- y hasta de “cagarse en la columna del sagrario”, rugido que expulsaba un hombre diminuto a mi lado, ataviado siempre con un impermeable dugan, si alguna de aquéllas había molestado su visión de un lance. Siempre cabía asimismo echar un vistazo al marcador simultáneo, ese en el que no te enterabas de nada si no sabías que aquel domingo Calcetines Ferrys representaba al Athletic de Bilbao-Elche o Muebles Jaucasa al Barcelona-Valencia.

El forofo nunca calma su sed de fútbol. Así que del campo nos íbamos al cuarto de estar de casa, a la tele en blanco y negro, para seguir la retransmisión a las siete y media del partido de primera en el Pasarón pontevedrés o en la Condomina murciana. Eran esos encuentros, dice también Verdú, “espejos de la insalvable decadencia dominical”. Partidos invernales, con jugadores bregando en el barro, gradas con pequeños grupos de hombres rodeados de vacío, “primeros planos de condenados que saludan a sus allegados con grotescas simulaciones de encontrarse bien, débiles gritos de aliento que transmiten los micrófonos llamados de ambiente, la iluminación eléctrica cuasisuburbial y la pobreza de los resultados, la indolencia en la voz del locutor-funcionario y la repetida repetición de las jugadas más interesantes”. Uno empezaba a ser adolescente, todo eran confusiones y miedos, pero ya atisbaba que el mundo, como esos partidos, era una ruina, “una enfermedad de hospital interminable”. La televisión daba, en directo, “los intestinos de una realidad transfutbolística, simbolizada”. Y todo de la misma calidad.

Esta mañana los alrededores del campo del Sadar, próximo a donde trabajo, rebosan basura que hay que sortear. Toda clase de envases, sobre todo latas y vasos, papel de plata y restos de bocadillos convertidos en un engrudo vomitivo. Anoche Osasuna se clasificó para la Champions y esta zona y parte del centro de la ciudad han disfrutado de un macrobotellón. Pero mi alegría por el triunfo rojillo no pasa de inconsistente y efímera. Es lo que tiene no ser forofo.

23 mayo 2006

Lo pequeño no es hermoso: es sólo pequeño

Las gentes de Montenegro, una cosa así como Navarra en extensión y habitantes, han votado por la independencia. Menuda ilu, que decíamos de críos. Es cierto que Montenegro tiene sus razones para ser independiente. La más atendible, la voluntad de la mayoría. Y, a fin de cuentas, fue soberana durante cinco siglos y medio –oigo a un montenegrino en la radio celebrar que “ahora vamos a volver al origen”: ¡el sueño de todo nacionalista!-. Pero es que, además, en la tenebrosa carrera de balcanización, demagogia y guerracivilismo que arrancó en la antigua Yugoslavia hace más de quince años, Montenegro, que tiene un primer ministro tan camaleónico y guripa como sus homólogos de todas las viejas tierras de Tito, no podía quedarse rezagado. Y el camino no ha concluido: falta Kosovo, y luego..., con un poco de ganas, hay materia para más querellas, en el camino sin fin hacia las naciones “homogéneas”. El origen, el sagrado origen, que por mítico que sea habla con su voz más seductora.

No he vivido en una pequeña nación independiente. Pero sí tengo una idea de lo que es el poder en una comunidad autónoma, en la cual, sin llegar ni de lejos, por suerte, a lo que sucede en Montenegro, cabe disfrutar de una hermosa cuota de chanchullos, amiguismo, nepotismo y escasa ventilación en los pasillos del mando. Y es que, como dice Jon Juaristi, “la proximidad entre gobernantes y gobernados está muy bien mientras manden los tuyos”. Algo que también han comprobado los catalanes con Pujol y luego con el tripartito. Si no quieres taza, taza y media de clientelismo.

Al mismo tiempo, y junto a esos vicios de la “proximidad”, veo perfectamente cuál es el nada secreto anhelo de un nacionalismo que, en su feroz y despiadada búsqueda de las esencias y el origen, dejaría de lado en esa pequeña nación cualquier remilgo a la hora de “homogeneizar”, de grado o de fuerza, y ello al margen de que las minorías renuentes sumaran casi la mitad de la población. No, teniendo en cuenta dónde vivo y con quién me las tengo que ver, no quisiera vivir en una pequeña nación independiente. A mí también me provocan claustrofobia. Son, en el mejor de los casos, un muermo. Y eso, insisto, en el mejor de los casos.

14 mayo 2006

De nuevo la pelea

Hacé poco, en un volumen de los diarios de Salvador Pániker me topé con esta anotación: «A propósito de sueños, esta noche he tenido uno muy extraño y muy erótico. Sólo que no me tomo la molestia de interpretarlo. No está uno ya para esas bromas. No creo que los sueños sean la expresión de deseos inconscientes reprimidos sino, más bien, combinaciones accidentales de informaciones dispersas, probablemente acumuladas en la víspera, condicionadas por lo que uno comió durante la cena, y apuntando —quizás— a una cierta adaptación con el ambiente».

El desdén contra las interpretaciones psicoanalíticas corrientes que despide este fragmento me recordó la primera andanada vehemente que leí contra aquellas, a comienzos de los años ochenta. En una magnífica revista editada en Asturias, Los Cuadernos del Norte, modelo de calidad y cosmopolitismo, se publicó un largo artículo de Mario Bunge, filósofo y físico con una muy relevante producción sobre los métodos y contenidos de la ciencia, y las relaciones de ésta con la filosofía.

El artículo de Bunge me sorprendió por su virulencia. Yo era bastante joven, pero había podido disfrutar para entonces de las lecciones de Víctor Gómez Pin sobre Freud en la posteriormente mítica facultad de Zorroaga, en un curso en el cual, tras un cuatrimestre inolvidable sobre Kant, apareció Totem y tabú, libro que, en manos de Gómez Pin, resultaba fascinante. Freud, nos decía, era un continuador y al mismo tiempo liquidador de la obra de Hegel, un pensador que con su indagación en el inconsciente se adentraba, como un gran descubridor, en lo que está más allá de la razón y funciona paralelamente a ésta. De hecho, uno de los libros de Gómez Pin ilustra muy bien en su título este tránsito de Hegel a Freud: Ciencia de la lógica (título de la obra más célebre de Hegel) y lógica del sueño (la que desentraña Freud). En Zorroaga, cierto, nadie hablaba de Freud como de un científico -ni falta que hacía, podemos decir-, pero sí se le consideraba un filósofo como la copa de un pino. Por otra parte, nunca oí al también brillante Javier Echeverría, entonces dedicado a la historia y la metodología de la ciencia, referirse a Freud como un charlatán. Echeverría se tomaba muy en serio al fundador del psicoanalista, hasta el punto de escribir un libro al alimón con el seductor Gómez Pin.

Los argumentos de Bunge que estudié en Los Cuadernos del Norte fueron recogidos después en su libro Seudociencia e ideología. Para él, “lejos de constituir un avance revolucionario, el psicoanálisis constituyó una contrarrevolución devastadora”. Alejado de las universidades más prestigiosas, afirma, “el psicoanálisis sigue haciendo estragos en la cultura popular y en las semiciencias sociales, así como en las humanidades”. Algo lamentable, porque no es más que “un gran montón de conjeturas fantásticas”, un engendro al cual “no se le debe una sola ley científica y ni una sola predicción certificada. En cambio, se anima a explicarlo todo, desde las fobias y los actos fallidos hasta el arte y la guerra. Y se atreve a entremeterse en la vida privada de miles de infelices enfermos mentales”. Bunge culmina su requisitoria señalando que el psicoanálisis “es un auténtico quiste en la cultura contemporánea. Aunque, eso sí, mucho más divertido que la parapsicología”.

Con Bunge y Gómez Pin yo había conocido una versión (hay otras muchas, claro) de los dos polos de una disputa que comenzó ya en vida de Freud, y que estos días, con ocasión del 150 aniversario del nacimiento del vienés, resurge por enésima vez. El pasado domingo El País dedicaba nada menos que un editorial (Freud nos mira) a defender con pasión las teorías y terapias freudianas. Para el anónimo entusiasta, la corriente psicoanalítica (que piensa “los conflictos personales como efecto de enredos anidados en zonas oscuras e inconscientes del espíritu y cuya formación habría tenido especialmente lugar en las etapas de la infancia”) ha tenido una importancia decisiva en nuestra cultura: “¿cómo hablar de la historia del arte, del cine, de la literatura, de la música, de los masivos movimientos políticos o los extraños movimientos del corazón ignorando a Freud?”

Pero el editorial iba un paso más allá, toda vez que exaltaba no sólo las interpretaciones psicoanalíticas, sino también su uso como terapia, porque, “seguramente tras la abusiva aplicación de terapias exprés y psicofármacos a granel, una parte de los pacientes ha confiado en la profundidad de un método que se apoya en el habla”, un método, en suma, “más acorde, en teoría, con el supremo bien de la comunicación”.

Esto se proclamaba, insisto, en un editorial, lo cual me dejó perplejo. ¿Debe un periódico tener línea editorial sobre una cuestión tan disputada, en la que no hay ni remotamente unanimidad ni consenso? ¿Es un asunto donde deba tomar partido de forma tan «oficial», impersonal y anónima, y defendiendo no sólo la teoría sino también la terapia (o las terapias, porque el psicoanálisis está lleno de tendencias y sectas enfrentadas entre sí)? No es extraño que a los dos días el periódico publicase la carta de un catedrático de Psicobiología que asestaba aceradas críticas al psicoanálisis en la misma línea que Mario Bunge.

A mí me sobran dudas sobre el fondo de la cuestión, la del valor de verdad del psicoanálisis y/o sus bondades curativas (o sobre el estatuto de la ciencia y de la filosofía, por ejemplo), y exponerlas todas me llevaría por caminos que esta modesta bitácora no debe recorrer –ya que no es más que un registro urgente de dudas e impulsos, el registro, además, y casi siempre, de un diletante-. Pero supongo que la virulencia de la discusión guarda relación con que no hablamos sin más de teoría o de una corriente filosófica; y es que con Freud comienza(n) una(s) poderosa(s) práctica(s) clínica(s), que tienen muchas veces como pacientes a “infelices enfermos mentales”, lo cual carga a la controversia de una gravedad particular. No sé, tengo que hablar con mi amigo P. para que me regale, desde su mucho saber en este asunto, al menos dos centavos de luz.

07 mayo 2006

Las dos culturas

El premio Príncipe de Viana de la Cultura, que otorga el Gobierno de Navarra, se lo han dado en 2006 a un físico, Javier Tejada. Durante varios años su nombre ha estado en danza sin éxito en las deliberaciones, a pesar de la tenacidad del ayuntamiento de su pueblo natal, Castejón. Ahora la candidatura la presentaba “la Universidad Pública de Navarra” (¿quién: el equipo de dirección, el departamento de Física?), y barrunto que contaba con avales más altos en los pasillos del poder.

¿Posee meritos Javier Tejada para obtener el galardón? Ni idea, o sea, que estoy igual que los miembros del Consejo Navarro de Cultura que se lo han concedido. Eso, que un premio lo otorguen personas ajenas por completo a la especialidad del enjuiciado, forma parte del disparate del asunto. Por desgracia, estamos muy lejos de que las dos culturas –científica y humanística— de las que habló C. P. Snow sean partes inseparables del saber de las personas. El ensayista inglés consideraba a los científicos, y en especial a los físicos, adelantados del progreso, mientras que los que él llamaba humanistas o literatos o intelectuales eran, en su opinión, “una curiosa rémora para la evolución de la humanidad y la universalización de la cultura, una falange arrogante de especialistas empeñados, en contra de la historia, en sostener la preponderancia del humanismo literario en pleno auge de la revolución científica, como alquimistas exorcizando la química o guerreros que optan por el caballo y la lanza en la era del tanque y la bomba atómica” (Vargas Llosa). Esta división de Snow ha hecho correr ríos de tinta y admite múltiples matices y tal vez ser refutada. Pero, sea como sea, y volviendo a lo que ahora nos interesa, lo cierto es que el premio a un físico como Tejada se lo han dado personas pertenecientes todas a la otra orilla del saber. Alguien ajeno al Consejo preparó una loa del físico, un experto en archivos la leyó lo mejor que pudo, y escritores, profesores de literatura o periodismo, músicos, escultores y pintores debieron de pensar: “no sabemos gran cosa de esto, pero sea”. (Y ello al margen de que en este evento todos los años hay que escarbar en busca de premiables de entidad, porque los indiscutibles se terminaron hace unos cuantos.)

Dice Javier Tejada hoy en los papeles que es consciente de que en Navarra más que por sus méritos científicos se le conoce por sus artículos. Y al lado de esta constatación podemos leer uno que ha dedicado a la fiesta del libro y la rosa en Barcelona, verdaderamente vacuo y de desaliñada escritura. Casi al final de su paseo en Sant Jordi anota el físico que por las calles de la ciudad caminan ese día personas que “expresan alegría en positivo”. Horror, esto me suena: así se “expresan” no pocos profesores de la Universidad Pública de Navarra. Aquí debe de estar el quid de la candidatura.

¡Viva Revel!

El otro día murió Jean François Revel. Más de veinte años aprendiendo con sus libros. Así que en el final de un ateo irreductible nada más respetuoso que leerle. Compré Diario de fin de siglo hace cuatro años, en cuanto lo publicó ediciones B, pero en este tiempo otros hilos han tirado de mí y el grueso volumen permanecía mudo. “Un libro no leído es un libro no escrito”, escribió Blanchot, y si entendemos la lectura como un diálogo íntimo y vivo entre el autor y un lector, creo que acertó. ¿Había escrito Revel este libro, que encima no se vendió nada en España y ahora se salda a tres euros por todas partes? Sólo estos días acabo de comprobar, de verdad, que sí.

Revel no es ni quiere ser un pensador fino y delicado, y a veces sus generalizaciones, sus afirmaciones contundentes, o incluso su selección de informaciones, me incomodan. Pero es un polemista formidable al que se le entiende todo, un escritor que conoce las reglas de la diatriba e incluso el panfleto, entre las que se incluye una simplificación de los mensajes. Revel odiaba los lenguajes oscuros, las teorías políticas y culturales alemanoides que ofuscan nuestro entendimiento pero engordan a tediosos exégetas. Para mí, que comencé a leerle siendo todavía admirador del comunismo y del nacionalismo, Revel ha sido un excelente regulador de mis ideas, un contrapunto agudo al izquierdismo que me forzaba a repensar, enfriar o más de una vez modificar mis entusiasmos. Nunca he votado en España al partido o partidos a los que supongo Revel hubiese dado su papeleta, pero su influencia ha sido poderosa en algunas gentes de izquierda. Nos ayudó por ejemplo a entender que el comunismo no era un noble sueño, sino una pesadilla totalitaria, y que los proyectos radicales de ingeniería política, fatalmente aliados con la mentira y la rapiña, conducen a la opresión o muerte de millones de personas –muchos lo habían dicho ya, cierto, pero Revel lo ha gritado hasta el último momento, apoyándose en una documentación apabullante-.

Su Diario de fin de siglo es intelectual y político, pero por ello mismo sumamente personal (no íntimo, claro). Y es personal porque compendia, al hilo de lo sucedido en el 2000, muchas de las ideas y rabias que ya conocíamos sus seguidores. Hay aquí una defensa sin complejos de la democracia, el liberalismo y el capitalismo como la mejor manera de organizar con (siempre) relativa justicia la sociedad. La democracia es algo frágil, que sólo se sustenta en el alejamiento radical de la mentira, los creencias no contrastadas, las falsas promesas, las consolaciones y utopías. Así que crítica la pervivencia en la izquierda no comunista de querencias por modelos o sistemas políticos detestables (Revel considera el daño hecho por el comunismo de una magnitud equiparable a la del nazismo); o proclama sin remilgos su aversión frontal al nacionalismo, hasta el punto de mostrarse varias veces harto de la miseria y corrupción que anidan en Córcega y de ser partidario de abandonar la isla a su suerte y concederle la independencia. Revel fustiga también supuestas verdades que no le merecen gran crédito, sean la maldad intrínseca del sistema político americano o la de los alimentos transgénicos, la perversión de la globalización o la atribución permanente de todos los males del tercer mundo al imperialismo y las políticas colonialistas del pasado -en buena medida, dice, son los propios países los culpables de su situación, toda vez que perviven con lozanía la satrapía local y el saqueo de las arcas públicas y de las ayudas internacionales, o el tremendo lastre de las guerras civiles, muchas veces interétnicas. Y qué decir, en fin, de la degradación de la enseñanza, carcomida por el crepúsculo del deber en la familia y en la institución escolar y, cosa no menos importante, la debilidad o estulticia de la mayoría de los discursos pedagógicos modernos.

Todo esto se encontraba, in extenso, en otros libros de Revel. Así que me he fijado ahora más en sus comentarios sobre cuestiones más “menudas”: su indignación ante el culto a la velocidad y ante el mandamiento actual de “divertirse hasta morir”; la pérdida de calidad y sabor de ciertas materias primas (frutas, verduras, etc.), que entristece a un gourmet como él; el deterioro del francés en la calle y en los medios de masas; su agobio frente a requerimientos sociales que le restan tiempo para el trabajo que verdaderamente le interesa; el elogio de la conversación unida a una buena mesa, y la dificultad de una buena charla si hay exceso de comensales; o, incluso (será porque lo he pensado con frecuencia últimamente), la endeblez del argumento y de las partes recitadas de La flauta mágica.

Las últimas palabras del libro recuerdan las que guiaban uno de sus libros más apreciados, El conocimiento inútil: «Una enseñanza, una impresión, diría más modestamente, se desprende para mí de estas notas escritas a vuela pluma durante el último año del siglo. De este siglo que fue el de la lucha entre democracia y totalitarismo, todavía tenemos demasiado arraigadas, pese a la victoria de la democracia, las deformaciones intelectuales del totalitarismo. La democracia no habrá ganado del todo mientras mentir siga pareciendo un comportamiento natural, tanto en el ámbito de la política como en el del pensamiento. Mientras se eternicen en el debate público la traición a la verdad, la negación de los hechos elementales, la distorsión ideológica, el deseo de derribar al contradictor y no de refutar sus argumentos, no podremos afirmar, diga lo que diga el calendario, haber salido del siglo XX y entrado en el tercer milenio.»