1 de septiembre
Ayer un distribuidor me regaló un libro todavía no publicado. En realidad, me dio un montón de hojas toscamente encoladas, con una falsa cubierta, de una novela francesa. Es una prueba todavía repleta de erratas. La novela se publicará dentro de unos meses. Me he sentido un privilegiado, alguien que está en posesión de un pequeño adelanto, de un secreto, del secreto de un libro que en su momento se espera que sea un best seller.
Hoy R., un amigo, me ha regalado varios libros. R. es el coordinador de la sección de críticas de libros en una revista literaria, y por ese desempeño recibe constantemente paquetes y cajas con las novedades de todas las editoriales. R. no parece tan entusiasmado como yo con esos envíos que amenazan con abarrotar su estudio en cuatro días. Y más de una vez he leído comentarios de otros críticos, también abrumados con los paquetes de novedades que no cesan de llegarles.
Así que no es raro que en la cuesta de Moyano, en Madrid, haya podido comprar este bibliómano más de una vez ejemplares que tenían dentro la tarjeta de saludo del autor, o del editor, a veces con unas líneas en las que se rogaba al crítico que reseñara el libro en cuestión. El otro día, por ejemplo, compré por internet un libro de Patricio Pron, el escritor argentino, que contenía una tarjeta de la responsable de comunicación de la editorial. En ella había escrito a mano: por deseo expreso del autor. El que lo había recibido gratis, antes de vendérselo a la librería de ocasión donde yo lo adquirí, había tomado notas de uno de los relatos que incluía, y ahí las había abandonado, tal vez porque en otro relato, en la primera página, había rodeado con un círculo todos los “que” que se había encontrado. Y eran muchos, ciertamente, aunque a mí no me molestaban.
Yo, que salvo en contadísimas excepciones me compro y pago mis libros, sí he tenido varias veces esa sensación de agobio por motivos algo relacionados: cuando he sido jurado de premios y he tenido que leer muchas cosas infumables, o cuando, sin premio por medio, he debido leer por obligación o por compromiso. Peor aún: cuando he debido opinar públicamente atendiendo no al libro, sino a consideraciones, digamos, sociales.
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