20 febrero 2006

Sobando las palabras

Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez. Un libro para leer de una tacada, un sábado tranquilo, por ejemplo. A partir de 1939, republicanos vencidos, humillados, fusilados, ilusiones destrozadas, frío y hedor.

De entrada, admiración. La música cuidada de las palabras al servicio de la lección moral, del homenaje al dolor de unas gentes que tenían ilusiones de progreso y justicia y que, simplemente, perdieron.

Pero más de una vez, mientras leemos, y sobre todo en los dos relatos más extensos, tenemos el barrunto de que esto ya lo teníamos leído, de que asoman los tópicos progres urdidos por la sentimentalidad “buenista” de izquierdas; aunque conviene no olvidar que el tópico degrada casi siempre algo que fue verdad, en este caso la doble verdad de quienes luchaban por la transformación, y de quienes, en el otro lado, impusieron su conservadurismo brutal, que no quería ni podía quitarse el olor a torva sacristía y brillantina.

Con todo, uff, qué libro más esforzado. La fatigosa sensación que no le abandona a uno en en el trayector lector es esta: el tremendo trabajo que se ha tomado Méndez. Se nota demasiado su empeño en cincelar una y mil veces la frase, en tallar un discurso lingüístico con denuedo, palabra sobre palabra. Se advierte tanto su esfuerzo que casi sudamos con él, que le da vueltas y vueltas a cada verbo, a cada sustantivo y adjetivo. Estas apenas ciento cincuenta páginas deben de tener detrás varios cientos más. Y lo malo es que la paliza se nota en demasía, que aparece el manierismo, y que casi vemos los folios un poco sobados.

La tiranía del amor

Hemos leído en nuestra tertulia Herzog, de Saul Bellow, el mejor novelista norteamericano de la segunda mitad del siglo veinte, según dijo Philip Roth. La edición castellana del libro es de 1965, en tiempos todavía de la censura. Y eso se nota. M. ha cotejado esa traducción devorada por todos (el libro es soberbio, el acuerdo es unánime) con una edición de Penguin, y nos dice que en castellano han desaparecido frases sexuales, y que el traductor, a cambio, añadió morcillas extrañas a Bellow. Además, enfrentado a dificultades que le superaban o que le hubiesen exigido mucho tiempo, optó expeditivamente por merendarse párrafos enteros. Lo llamativo es que, tras cuarenta años y un montón de reimpresiones en distintas editoriales, ninguna haya decidido encargar una nueva traducción o, al menos, que se revisase lo más fraudulento de ésta. Ante los datos de M., nos detenemos en melancólicas reflexiones sobre la precariedad y desidia del mundo editorial castellano.

Discutimos un buen rato si Herzog está verdaderamente loco o sólo muy trastornado, pero de forma pasajera, por el abandono de su mujer. Desde luego, Moses Herzog, un intelectual intelectualizado (valga el palabro) que analiza minuciosa, obsesivamente, todas sus ideas y actos, incapaz de liberarse de la culpa y del permanente autocuestionamiento masoquista de sus reacciones, un negado para los sentimientos sólidos y simples, tiene todos los boletos para desestabilizarse con la ruptura de su matrimonio.

Tras una larga discusión, estamos mucho menos seguros que al principio. Y es que Bellow sólo permite oír la voz de Herzog, maniático, egocéntrico, una voz llena de lamentaciones, reproches y exculpaciones. Pero esa voz nos deja al fin llenos de sospechas: sobre él, sobre el verdadero carácter de su aborrecida ex-esposa Madeleine, sobre el juego de versiones que sería posible desplegar acerca de los motivos y actos de otros muchos personajes.

Eso sí: Herzog y varios personajes más encarnan muy bien el reinado tiránico de los sentimientos, una entronización del amor como religión que, desde que Bellow escribió su novela, no ha hecho más que crecer. En la clase media, ayuna de ilusiones laborales o políticas, y perdida la creencia trascendente, el amor es la única tabla de salvación. Con el ocaso del sentido del deber, de la responsabilidad, de los vínculos tradicionales basados en el interés y la contención religiosa, asoma la ansiedad por ser felices, el sentimiento como única base del contrato, y la consecuente fragilidad de éste. Herzog, igual que nosotros, puede pasar por épocas de relativa calma. Pero sabemos que los sentimientos, esenciales para las gentes modernas, volverán a hundirle en nuevas zozobras.

13 febrero 2006

Cantautores

Estos días oigo hasta la extenuación Plata, último cedé de Pablo Guerrero. Recuerdo muy bien, hace más de treinta años, las canciones de su primer elepé, que conservo rayado. Diez títulos soberbios acompañaban a la mítica A cántaros. Sigue Pablo Guerrero en 2006 con sus pocos músicos de siempre, de cuando entonces, y ahora su voz, siempre menguada y rasposa, recibe en varios cortes el dulce aliento de Olga Román, Luz Casal y Olga Manzano, y los arreglos de Luis Mendo, en una síntesis minimalista y decididamente feliz.

Hace unas semanas anduve exaltado con Los delirios del pirata, trabajo de Suburbano de 2002 que alberga, entre otras joyas, Adiós a las penas de abril, un tema en el que el pobre e inolvidable Imanol, muerto en 2004, acompañaba a Luis Mendo y su compañero de grupo, Bernardo Fuster. Entre tanto, la televisión nos dejó ver un viernes de estos Escenario móvil, el documental que Montxo Armendáriz hizo en el tórrido agosto del mismo 2002 en Extremadura siguiendo los pasos de Luis Pastor, otro resistente de los setenta que pelea su presencia musical, sabrosa y atiborrada de buenas influencias africanas y brasileñas, por ejemplo, en bares, tablados y centros socioculturales.

Pablo Guerrero, Imanol, Suburbano, Luis Pastor... Son, entre otros, aquellos a quienes, durante mucho tiempo, y a falta de otra definición más exacta, hemos llamado cantautores, aunque el nombre parece casar más en nuestra memoria con barbas asilvestradas, torpe aliño indumentario y escenarios precarios donde el intérprete nos arengaba con su guitarra y tres acordes, que con la imagen actual de unos autores inquietos, cincuentones, que siguen en la brecha, temo que sin ninguna holgura económica, pero asimilando muchos sonidos del mundo y regalándonos pedazos bellísimos de creación. La urgencia de la política, la parábola un poco tosca, fueron sustituidas, hace ya muchos años, por un mimo en los textos y las músicas que desmiente una y mil veces el tonto tópico de que nos hallamos ante muermos.

Los cantautores no están nunca en las listas de más vendidos, sólo los pillamos en dos o tres programas de radio y sus cedés hay que perseguirlos. Pese a todo, somos una pequeña y rara legión quienes logramos seguir su trayectoria. No sé qué haríamos sin ellos.

09 febrero 2006

La vida y el movimiento

"El coche es una especie de prórroga de la juventud. La juventud quiere estar en todas partes. Tiene la obsesión de la ubicuidad. El coche resuelve con una relativa facilidad esta manía transportando a los seres humanos por montes y por valles. Luego se descubre que estar en todas partes lo mismo da. Se descubre que en la mayoría de los casos lo más agradable es no moverse de casa. Pero la existencia humana está construida de una tal manera, que el arte de vivir se descubre muy tarde. El arte de vivir es a mi modesto entender mucho más importante que el arte de la pintura, de la literatura, de la escultura y en general que todas las bellas artes. Pero se suele descubrir muy tarde, y millones y millones de seres humanos nos moriremos sin haber alcanzado sus rudimentos más elementales. Sospecho, sin embargo, que el arte de vivir nada tiene que ver con el ansia de ubicuidad, que es una de las fuentes más perennes de la tristeza y de la envidia humanas. Pero, esto, desgraciadamente también se descubre cuando ya todo está prácticamente terminado."
Josep Pla. Lo infinitamente pequeño. Editorial Destino

Epístola moral a Fabio

Un ángulo me basta.
Un libro, un amigo, un sueño breve.

Estos versos, de Andrés Fernández de Andrada, me parecen un buen pórtico para este cuaderno, donde no habrá ni orden ni concierto.