16 octubre 2006

Lo que de verdad importa

En estos días de premios literarios sería fácil —y tal vez resultón en un blog— darle a la tecla acerca de los chanchullos de muchos premios, sin ir más lejos del Planeta, donde todo está cocinado antes de que el jurado haya puesto a calentar la cazuela, o de las maniobras trapaceras de algunas ilustres personalidades del mundo literario cuando se ponen en faena de juzgar y decidir sobre otros (recuerdo algunas historias muy divertidas en los diarios de José Luis García Martín en las que aparecen, con nombres y apellidos, eximios poetas convertidos en jurados sin escrúpulos). Pero se ha escrito demasiado de esta vertiente de la “sociedad literaria”. Me apetece en cambio rescatar unas líneas que salvé este verano del Manual de literatura para caníbales, de Rafael Reig. Esperaba mucho bueno de ese libro y recibí poco. Profundamente desequilibrado, con bastante menos gracia de la que aspira a tener, el libro de Reig arrea con saña a ciertos escritores célebres. Por ejemplo, a Rubén Darío, siempre macerado en alcohol, a Azorín, descrito como un personajillo obsesionado por auparse a lomos del artefacto promocional, bien ideado por él, de la generación del 98, o a José Ortega y Gasset, a juicio de Reig un vanidoso repulsivo que sólo suspiraba por las marquesas y los millonarios con chistera y chaqué. Poca cosa de valor ofrece con ello Reig. En esa demolición de prestigios se tira el agua sucia, pero también el niño del auténtico valor de esos escritores. Puestos a ser irreverentes, mejor resultado obtuvo Antonio Orejudo, amigo de Reig, que en Fabulosas narraciones por historias convirtió a estos y otros prohombres literarios en personajes de una novela a ratos –sólo a ratos, la verdad— desquiciada, hilarante y feroz.

En medio de los sarcasmos, Reig apunta algo que dejo aquí porque me interesa mucho más: «Al fin y al cabo, la literatura no es más que un tipo que está en su casa y se pone a escribir en pijama. Este individuo obstinado escribe y escribe, sin parar, hasta que consigue terminar un libro. Después otro sujeto lo imprime, otro lo distribuye y, al final del recorrido, siempre aparece otro, también en su casa, que se pone a leer sin zapatos, con los pies encima de la mesa. Este es el fenómeno literario. Pare usted de contar. Tipos cansados, con ojeras, que escriben en pijama. Mujeres adormiladas en un vagón de tren. Hombres que se descalzan para leer más cómodos. Niños absortos en un rincón del patio durante todo el recreo».

14 octubre 2006

Alfonso Reyes o tirando piedras contra mi tejado

Nueva visita a la feria del libro viejo y de ocasión. La tarde es deliciosa y la plaza del Castillo está muy animada, aunque, ay, comprando libros uno puede moverse con gran comodidad. Me llevo una antología del mexicano Alfonso Reyes, un verdadero sabio del que uno siempre saca algo valioso. Al azar encuentro estas líneas que, escritas en 1921, parecen preludiar lo que ahora tantos probamos con los blogs:«Ya no hay quien no escriba para el público artículos de dos o tres líneas. En estética, micro-realismo, y en estilo, monosilabismo. Así va el mundo. Y a juzgar por el aceleramiento de la vida, así como se ha dicho que la revista matará al libro, puede asegurarse que la nota matará al artículo. No se ve, antes de aventurarse en una lectura, si el asunto nos interesa, si la firma nos merece confianza: se ve si ocupa más de tres páginas. Los libros de notas –pulso febril del tiempo— serán la literatura de mañana, y ya casi son la de hoy». Claro que no podía imaginar Reyes, ¡en 1921!, lo que vendría muchos años después –aunque ya se ve que los pronósticos siempre son arriesgados: ni ha muerto el artículo extenso ni las revistas han matado a los libros; el día que estos mueran el crimen lo cometerán otros agentes—.

El fragmento termina con una observación de Reyes muy exacta, pero a la cual, a la altura de nuestros días, quisiera uno despojar de su punto lamentoso: «También los tratados de filosofía sistemática se van transformando en ‘ensayos’, palabra del escepticismo.» Sí, somos escépticos frente a los grandes sistemas, por eso apreciamos el fragmentismo, la sugerencia, la exaltación del individuo y la autonomía del comportamiento con respecto a las grandes creencias —que vemos como incómodos corsés que además ciegan el verdadero conocimiento de lo que hay—.

10 octubre 2006

Más fuertes que el amor

“Imagino a un hombre nacido sin corazón. Es bueno, al menos no es cruel; no es un libertino, se comporta bien, pero no tiene corazón.” Así describió la escritora Fenimore Woolson a un personaje, mientras tenía como modelo, por lo visto, a Henry James, de quien estaba enamorada. “Sin corazón” tiene el significado indudable, en este contexto, de “sin capacidad de enamorarse”. Porque James, que nunca conoció el amor, salvo el filial, sí fue un apasionado. ¡El autor, el autor!, de David Lodge, donde he encontrado la cita de Woolson, habla sobre todo de la angustiosa necesidad de James de reconocimiento literario. Tras el fracaso de su principal empeño teatral, en 1895, James escribió a su hermano que había pasado las horas más terribles de su vida. Y en 1909 cayó en una profunda depresión al comprobar el fracaso de ventas de la edición de su obra completa.

Hablábamos hoy de algunas personas conocidas y recordé esta lectura del verano (que, de paso, recomiendo vivamente, aunque no es la mejor novela de Lodge). ¿Amor? Parece evidente que para muchas personas hay pasiones mucho más intensas, incluso abrasivas.

Postal de verano

Feria del libro antiguo y de ocasión en la Plaza del Castillo. Compro una novela y entre sus páginas encuentro una postal corriente que reproduce el puerto de Fuenterrabía-Hondarribia (sic). En el reverso, las líneas que una mujer, seguro que joven, escribe el 23 de agosto de 1984 a una pareja amiga de Zaragoza. El arranque excita mi atención. “Queridos Ana y Chema, al fin hemos visto el mar”. ¿El mar por primera vez en la vida de la chica? ¿El mar una vez más, dentro del enésimo periplo vacacional? Prefiero inclinarme por la segunda hipótesis, más improbable pero no absurda para una parte de la población del interior español que aún no tenía en 1984 el actual poder adquisitivo y tampoco sufría la compulsión turística que hoy nos devora. La frase revela así, en especial con ese “al fin”, la alegre potencia, casi infantil, de los momentos iniciáticos.

Más intriga destila el final: “Ana, sobre lo que tú y yo sabemos, la cosa va funcionando, a veces me cuesta pero se logra”. ¿Qué era aquello que funcionaba sólo más o menos, con desfallecimientos ocasionales, y que la remitente no pudo evitar insinuar? ¿Qué le afligía o fatigaba tanto? ¿Su relación con quien también firma la postal? ¿Un viejo conflicto familiar o laboral en vías de remisión, pese a lo que “cuesta”? Por sorpresa me he topado con una pequeña confidencia que podría ser el motor para un ejercicio de taller de escritura. Sólo que aquí la materia prima la ponen las tribulaciones que asoman tras la letra menuda, casi escolar, de una mujer que en Fuenterrabía, un día de “fuerte sol”, escribió una postal de verano.