17 julio 2016

Los niños bomba, de Bea Cantero

Como anuncié en mi anterior entrada de este blog, hace una eternidad (¿quién me va a leer así, con tantos silencios?), en la biblioteca de Noáin, además de a Cristina Iribarren, escuché a Bea Cantero hablar sobre su primera novela publicada, Los niños bomba. Un novela en cierto modo política (aunque sin políticos ni negociaciones parlamentarias), fragmentaria, arriesgada, llena de acidez, que se quedó en mi mente y que ahora, en una relectura, me ha dado pie a pensar de nuevo en el catálogo incompleto pero relevante de estupideces, supercherías y malestares contemporáneos que la autora ha recopilado.

Los niños bomba concentra en un hospital sus distintas escenas, relativamente independientes aunque al tiempo cosidas por varios hilos, y muestra las reacciones de algunos pacientes ante su enfermedad, y frente a las terapias, pruebas y experimentos farmacológicos a que se ven sometidos. Pero si unimos todos los actores que aparecen y sus acciones en las varias escenas del libro podemos decir que el hospital funciona como metáfora del mundo de hoy, como un microcosmos en el que las conductas, coerciones, sumisiones y desobediencias son análogas a las que se producen en otros ámbitos de la realidad.

En ese hospital no sólo son relevantes los pacientes. También los médicos y el poder sanitario y político, así como los familiares y visitantes. Algunos de estos últimos la autora los convierte en turistas para quienes el sufrimiento de los demás es una nueva experiencia, una diversión emocionante, el programa de ocio visiting. Y habiendo entretenimiento, allí estarán las televisiones, que transmutan esa forma de voyeurismo turístico en un programa de telerrealidad. Hay también desempleados, como Teo y Nicolás, forzados, tras perder su trabajo, a servir de cobayas en pruebas con nuevos fármacos. Y comparecen artistas, como el llamado Irku, un tipo en el que es difícil distinguir entre la voluntad de revulsivo emocional y denuncia social de sus vídeos y fotografías y, cosa muy distinta, el aprovechamiento de la agonía y muerte de los demás para sus ansias de triunfo en el mercado del arte.

En un momento dado, el libro transita de la violencia simbólica que, bajo distintos ropajes, tiñe la vida del hospital, a la violencia ciega y brutal que provocan, allende el recinto sanitario, unos niños bomba que causan matanzas al hacer explotar la carga que llevan. No sabe el lector cuántos son, dónde actúan, o si forman parte de una organización o una red más amplia. Su presencia en el libro es lejana, difusa, como un elemento que actúa al fondo del paisaje (fuera de foco, como si dijéramos), y que los que pululan por el hospital ven en noticiarios. Pero lo que sucede con ellos, o lo que se rumorea sobre su acción, expande inquietud y miedo entre la población, parece el motivo perfecto para el consejo que ofrecía el siniestro vigilante de una viñeta de El Roto: Por su propia seguridad, permanezcan asustados. El libro termina con lo que tal vez hubiera podido ser un relato independiente: las páginas acerca de un grupo de jóvenes, miembros de los llamados Cascos blue, que han presenciado o provocado escenas de violencia de tal intensidad en conflictos bélicos como el de Afganistán que sufren traumas psíquicos indeterminados. ¿Mejorará su estado y podrán abandonar el hospital? ¿Hasta dónde llega su desequilibrio?

Habrá quien piense que Bea Cantero ha escrito la fábula de un horrible mundo futuro, una distopía, o al menos una dislocación expresionista en la que algunos episodios extremos se alejan de nuestra realidad, aunque tal vez la anuncien. Creo, sin embargo, que el hospital-mundo, o el hospital-bomba, como se le denomina en la contracubierta, dibuja un panorama que recuerda demasiado al nuestro. La diferencia entre la sociedad en que viven los protagonistas de Los niños bomba y la que conocemos hoy es mínima. El hospital-mundo de Los niños bomba ya está aquí. Modelos de acción y actitud como el pensamiento positivo u optimismo obligatorio son promovidos en nuestras sociedades modernas, y correlativamente hay una tendencia poderosa que estigmatiza y desprecia a quien se niega a transitar por esos modelos de pensar o sentir; la obsesión turística, que exacerba el consumo de lugares, en una compulsión banal y frenética de nuevas experiencias, ya no se detiene en nada, no conoce límites éticos; los programas de telerrealidad, que explotan la jugosa mercancía del dolor y la vejación, se parecen como dos gotas de agua a los que hoy emiten tantos canales; incluso los niños bomba, el elemento más llamativo de la historia, traen a la mente episodios cada vez más frecuentes en nuestras sociedades de terrorismo genérico, indiscriminado, brutal.

En Los niños bomba aparece, ya lo he dicho, el llamado pensamiento positivo, una especie de optimismo obligatorio que se va convirtiendo en un mecanismo muy extendido de digestión y aceptación de lo que nos sucede en cualquier orden de la vida. Marc, el personaje más poderoso del libro, no sólo es un ferviente convencido de que todo lo que le pasa, hasta lo más terrible, puede verse como una oportunidad de mejora y un ilusionante “reto” (asquerosa palabra). Él se niega a pensar o sentir nada que suene a derrotismo o rabia ante un problema o dolor, no quiere aceptar que las cosas vayan mal en ningún ámbito, y desprecia a quien no consigue enfrentar con ese ánimo optimista sus desgracias, a quien no puede o quiere evitar el lamento, la queja, la indignación ante algo que le ha sucedido. En la línea de Barbara Ehrenreich, autora del magnífico ensayo y reportaje Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo, la novela de Bea Cantero pone el acento, por una parte, en la vertiente coactiva y segregadora de ese positivismo forzado, y de otra en algo que también señala Ehrenreich y que Marc invoca como gran atractivo del programa de telerrealidad: la idea de que “misteriosamente, los pensamientos pueden tener una incidencia directa en el mundo real. De algún modo [para quienes creen en esto] los pensamientos negativos producen resultados negativos, mientras que los pensamientos positivos se materializan en forma de salud, prosperidad y éxito”. Así, el pensamiento positivo, unido tantas veces a la creencia casi religiosa en el poder de las llamadas energías y las vibraciones positivas, declara su capacidad de transformar y derrotar cualquier sufrimiento o problema que podamos tener.

Este conjunto de falacias y supersticiones ha acabado siendo, sin embargo, un modelo de autodisciplina emocional y social. Está muy bien que, en la medida de lo posible, mantengamos la alegría en la vida y que afrontemos la adversidad con serenidad y ganas de superarla. Pero también tenemos derecho a sentirnos tristes, indignados, pesimistas. ¡Y es completamente lógico, natural y hasta sensato y deseable en muchas ocasiones! El pensamiento positivo mutila el espectro emocional de los seres humanos y decreta la alegría y el optimismo como el único programa ante lo que nos acontezca. Sirve así ante todo para el autocontrol, la interiorización de actitudes que consiguen el mejor de los objetivos del poder, de cualquier poder: que aceptemos encantados nuestros problemas, nuestro sometimiento, y nos culpemos si no lo logramos, si no vivimos lo que nos pase, por cruel e injusto que sea, con una actitud alegre y conformista.

Menos mal que, junto a la aceptación alegre y “positiva” de lo que sucede, subsiste la resistencia. El mundo-bomba no es enteramente uniforme. Hay personajes que no comulgan con ruedas de molino, que no soportan los engaños, los timos del pensamiento positivo-mágico, la alegría bobalicona. Ahora bien, su insumisión es irónica, discreta, cautelosa, toda vez que el consenso social es una máquina apisonadora que soporta muy mal el descreímiento y la rabia. Hay que andarse con cuidado en la desobediencia, que a nuestro alrededor, y en el hospital-bomba, hay muchos representantes de ese férreo acuerdo en favor de la alegría, la positividad y la creencia en el poder de las energías. En todo caso, personajes como Jun o Teo abominan de la tendencia dominante y, cada uno a su manera, tratan de no ahogarse en la marea que quiere anular la libertad individual y las reacciones complejas, maduras y reivindicativas frente a lo que nos sucede.

Pero en conjunto no hay muchos motivos para el optimismo. Al comienzo del libro, la autora coloca una cita del antropólogo francés David Le Breton que diagnostica admirablemente buena parte de lo que desarrolla el libro: “La disolución mediática del mundo genera un ruido ensordecedor, una equiparación generalizada de lo banal y lo dramático que anestesia las opiniones y blinda las sensibilidades”. En el ruido mediático en que vivimos todo es equiparable, lo más terrible y lo más banal. Todas las opiniones, se dice, son respetables, tienen el mismo valor de verdad; incluso las más absurdas o estúpidas, con frecuencia, son las más resultonas en cualquier discusión, la cual conviene, en términos de audiencia y espectáculo, que se convierta en bronca y griterío. La ciencia y las seudociencias poseen en ese medio el mismo estatuto, y la idea de verdad, incluso las de rigor y falsabilidad, son una antigualla. Y el lenguaje no interesa que se utilice para nombrar con claridad. La ocultación, el eufemismo, la perífrasis, la cursilería blandengue en el decir crean una neolengua, un vehículo perfecto para la confusión, la mentira y, a la postre, manipulación. ¿Y qué decir de la sensiblidad? Los turistas del visiting, el turismo o merodeo por los lugares del dolor y la enfermedad, ¿qué sienten? ¿Curiosidad más o menos morbosa, leve compasión, alivio por no ser ellos los enfermos, o sencillamente nada, el tedio del turista estragado?

Los niños bomba, ya lo he dicho, es una novela que da fe de una sociedad profundamente estúpida y amenazante. Pero el esfuerzo, digamos, ideológico, aprovecha en este libro el vehículo de la ligereza, de una manera de decir irónica y oblicua. Así, el estilo de Los niños bomba tiene el cuidado en la pincelada, en la frase feliz y escueta, en el dibujo de los personajes y sus gestos, en la escena pequeña pero reveladora. Recursos estos que recuerdan más de una vez el cuidado en la elipsis y la sugerencia de los buenos relatos breves. Al mismo tiempo, Bea Cantero ha hecho un trabajo lingüístico muy cuidadoso, un esfuerzo que tiene que ver, creo, con su empeño a lo largo del libro en afirmar que en el lenguaje, y en la lucha contra las trampas y ocultaciones del lenguaje del poder y de la corrección política, hay una batalla política de la máxima importancia. Al reproducir y dinamitar muchos clichés lingüísticos hodiernos, muchas bobadas de la neolengua, muchos tópicos y eufemismos de circulación actual, consigue momentos de una rara sutileza, una finura que no excluye, todo lo contrario, la dureza ante lo que está aquí, o ante lo que se nos viene encima a toda velocidad. Por eso me ha interesado mucho Los niños bomba. Porque habla de hoy con ironía y cierta distancia, pero sin dejarnos olvidar que la gracia del asunto, de lo que acontece en nuestra sociedad, es una gracia que nos deja inquietos y helados.