26 abril 2006

Henry James como argumento

Acabo de abandonar un libro a la mitad, lo cual equivale a la admisión de un fracaso. Mientras que avanzar con pasión por un texto es una experiencia exaltante, que celebra la plenitud del buen vivir, la colisión entre libro y lector que nos empuja a dejarlo frustra o irrita, y además ensucia el tiempo invertido, que sentimos ya como despilfarrado. El fenómeno se repite con una frecuencia que sube con los años y las lecturas, aunque el remedio tan ensalzado a mi alrededor de desdeñar la curiosidad por las mesas de novedades y refugiarse en los valores clásicos y seguros creo que me situaría en una última vuelta del camino que todavía, será que me veo inmortal, me resisto a ocupar.

Pero hoy no podía continuar más descontento, después de tres días atravesando The Master (Retrato del novelista adulto), una más o menos novela sobre la vida de Henry James del escritor irlandés Colm Tóibín. Me interesaba mucho a priori, porque había leído las alabanzas de los periódicos y sobre todo porque tenía fresco un soberbio encuentro con el novelista. Hace cuatro meses en nuestra tertulia del sótano leímos Otra vuelta de tuerca. Eran días gélidos y parcos de luz, casi los más propicios para las historias de fantasmas y visiones. Recuerdo que en casa o repantingado en una butaca de la magnífica biblioteca de Yamaguchi, me demoré cuidadosa y gozosamente en la historia de los dos niños y la institutriz, mientras cavilaba sobre las trampas que coloca quien narra, las ambigüedades de ese juego tan fino que se trae James con el punto de vista para alimentar la duda de si los tiernos Miles y Flora son unos perversos o de si, por el contrario, asistimos a una narración delirante y trucada de su preceptora. El prodigio del escritor, tan medido y oscilante, dio pie a una jugosa controversia.

Ahora se publican a la vez dos novelas sobre Henry James. Una del siempre ameno –y algo más- David Lodge, sobre la que ya habrá tiempo de volver, y esta de Tóibín. Es curioso que los dos escritores se hayan fijado en un personaje a primera vista tan poco singular como este americano tan inglés. Rico de familia, estimulado por sus padres desde joven para que cultivara su espíritu y se olvidase de las vulgares preocupaciones y aficiones de gentes menos dotadas, Henry James no se casó, no se le conoció tampoco ninguna aventura sexual –hoy, es signo de los tiempos, abundan las cábalas sobre reprimidos deseos homosexuales- y se empeñó siempre en tener bien embridados sus sentimientos, pautado su tiempo y preservada una gran dosis de soledad, de modo que nada perturbara una vida de inteligente espectador ofrecida a la escritura, la lectura y una copiosa pero contenida vida social.

Estos libros proponen, sin embargo, una versión menos mortecina de esa andadura. James mantuvo siempre vivo el ideal de la autosuficiencia, la discreción y la estabilidad anímica -casi podemos decir que para alcanzarlo interpuso una cortina de hierro entre los anhelos y sufrimientos de sus semejantes y su reservada personalidad-. Pero no logró guarecerse frente a heladas rachas de angustia, soledad, deseo y decepción, un debe que, bien consciente, siempre asumió. Como dijo en cierta ocasión, «tal como estoy soy lo bastante feliz y lo bastante desdichado, y no deseo añadir nada a ningún plato de la balanza».

Lo malo del libro de Tóibín es que ni es una buena biografía ni levanta el vuelo como ente de ficción. James es un gigante, pesa mucho, y no es fácil olvidarse de todo lo que está documentado acerca de su vida y liberar la imaginación en direcciones arriesgadas. Tóibín, enfrentado a la tarea de escribir una novela y no una seudobiografía, resuelve el expediente vacilando a medio camino, como si tuviera el freno puesto. Quiere ser sutil, pero resulta agarrotado, torpe, soso. Sus decepcionantes resultados me recuerdan a los de la mayoría de las llamadas novelas históricas, que ni son buena historia ni dignas novelas. Así que, aunque yo haya tropezado por enésima vez y haya tenido que tirarme en marcha de un tren equivocado, me prometo volver a la obra del propio James, que supera mil veces a este libro en complejidad, o leer una buena biografía, sin subterfugios ni recreaciones.

23 abril 2006

Desnudos en el Kursaal

Spencer Tunick y sus fotografías en Donosti. «Volvamos al instante en el que cientos de glúteos ascendieron las escaleras del auditorio y, tras las primeras tomas, descendieron. En ese momento se puso de relieve que los seres humanos además de nuestras diferencias corporales también nos distinguimos por nuestros olores, y más aún cuando no pasamos por la ducha. Algunos de los modelos de ayer se decantaron por esta opción y nos dieron la oportunidad de comprobar que, junto a los tradicionales aromas desprendidos por las clásicas partes, existen hedores propios en la espalda o la nuca. Toda una nueva sensación que quedará en nuestra memoria, además de la sentida al permanecer en cueros tres horas rodeados de congéneres.»

Aitor Anuncibay en el Diario de Noticias

22 abril 2006

Arturo Cañas y nosotros

En mi pueblo han quemado esta madrugada la ferretería del portavoz de UPN en el ayuntamiento, un hombre con el que me he cruzado a veces en estos últimos tres años, él siempre custodiado por dos jóvenes que miraban los bajos de la camioneta del concejal y –siempre con atención recelosa— a todos los que nos topábamos con el trío.

Ya puestos, y como el fuego no sabe de límites exactos, y menos habiendo en la tienda pinturas y plásticos, los autores de la fechoría seguro que han calculado que los comercios contiguos y todos los pisos de encima iban a verse afectados. Si uno se pone a la faena, pues eso, se pone y pelillos a la mar. Además, mejor: con el miedo siempre ha crecido el número de vecinos que deseaban que los amenazados se fueran muy lejos, como apestados que sólo esparcen problemas a su alrededor. Ahora acabo de leer en internet que la ferretería ha sido arrasada, hay 56 vecinos desalojados y destrozos en una mercería y en otra tienda de ropa a la que el humo ha dejado el género inservible. En el paseo matutino he visto con mis ojos el aspecto desolado de todo el edificio, el tizne y la destrucción.

Toda la noche ha llovido intensamente, e imagino lo penoso que ha debido de ser el desalojo apresurado de los vecinos y lo que sentirán ahora, allí donde estén precariamente instalados. Supongo que en unos meses todo recuperará su aspecto normal, eso sí, después de los forcejeos con los seguros y las incontables molestias que sufrirán los agredidos. Pero a mí me interesa lo que ha pasado hoy y sigue pasando en estos momentos –y ello al margen, por irrelevante, de si la faena la han ejecutado los de la Cosa Nuestra o cachorros que se resisten a la tierna jubilación—.

En Cámera café hay un personaje, Arturo Cañas, que además de chófer del presidente es el matón y extorsionador de la oficina. Resulta un sujeto repugnante, pero lo curioso es que todos sus compañeros tratan de caerle bien. Le bailan el agua, le consuelan en sus escasos momentos de flaqueza y, por supuesto, están dispuestos a minimizar y olvidar con presteza sus desmanes. En un delirante sketch recuerdo que Arturo incluso lloraba —y sus colegas de trabajo le consolaban— al recordar los traumas de su infancia. Entendimos que su brutalidad, como nos dicen algunos listos que pasa siempre con la violencia, tenía causas ancladas en el profundo pasado.

Llevaba yo unos cuantos días acordándome de los compañeros de Arturo Cañas cuando veía a tantos intentando “reposicionarse” (perdón por el palabro) en la nueva situación política. Hoy he vuelto del desayuno desalentado, y, me temo, en pocos minutos oiré a un Jesús Quesada cualquiera hablando de que estos incidentes no deben entorpecer el “ilusionante proceso”, o incluso a un trasunto del más patético Julián Palacios que, después de que Arturo le estampe diez veces la cabeza contra la máquina de café estará dispuesto, faltaría más, a dejarle las llaves de su piso para una de sus farras.

17 abril 2006

Guardar el secreto de la destrucción

Una mujer en Berlín. La civilización, la urbanidad, los ritos educados no son más que trajes que muchos se arrancan con rapidez en tiempos de guerra. Abril-junio de 1945 en Berlín, los últimos e implacables bombardeos de los aviones aliados, la forzosa proximidad de los cuerpos en los sótanos-refugio, la irrupción de los rusos en una capital abandonada a su suerte, la violación repetida y acuciante de toda mujer que pillan, los simulacros de afecto hacia algunos oficiales, remedos fatalmente pervertidos por las relaciones de poder, el ingenio de los habitantes para sobrevivir -sobre todo, y creo que no es nada paradójico, de las mujeres, mejor adaptadas al medio, aunque queda en el aire el efecto que la brutalidad tuvo en su vida posterior-. Y, enseguida, el relato de cómo se teje, tras cada golpe y caída, una mínima y nueva estructura, un orden que aleje a los que quedan del hedor, la desesperación y el caos. «La gente se movía ‘por las calles entre las horrorosas ruinas realmente como si no hubiera pasado nada... y la ciudad hubiera sido siempre así’, escribió Alfred Doblin. El reverso de esa apatía fue la declaración del nuevo comienzo, el indiscutible heroísmo con que se abordaron sin demora los trabajos de desescombro y reorganización» (Sebald).

Qué libro. Más eficaz e inolvidable, creo, por el pudor y contención con que su autora registra los acontecimientos. Aunque al lector le queda la duda sobre el grado de reelaboración al que sometió la autora lo escrito en los cuadernos «en caliente» hasta convertirlo en el texto publicado varios años después. El escritor argentino Daniel Moyano dijo que «los escritores no estamos para duplicar la realidad; tenemos que trasladarla al lenguaje». Me parece que la sentencia vale para este libro. Su desconocida autora no quiso, claro, dar entrada a la ficción, sino hablar de lo real. Pero al trasladarlo al lenguaje eligió una manera contenida, escueta, casi fría, con lo cual le dio más verdad, mayor potencia. No eran precisos los detalles escabrosos o las teorías sobre lo sucedido. Tenemos los datos y con ellos el que lee puede componer su propia y vívida reconstrucción del terrible momento.

En el prólogo dice Enzensberger que el libro tuvo una pésima acogida en Alemania cuando se publicó a mediados de los años cincuenta. Como ha escrito Sebald en un libro que recomiendo igualmente con ardor, Historia natural de la destrucción, el llamado ‘milagro alemán’ tuvo un catalizador: «la corriente hasta hoy no agotada de energía psíquica cuya fuente es el secreto por todos guardado de los cadáveres enterrados en los cimientos de nuestro Estado, un secreto que unió entre sí a los alemanes en los años posteriores a la guerra y los sigue uniendo más de lo que cualquier objetivo (...) pudo unirlos nunca». Los alemanes han callado más de cincuenta años sobre el daño que sufrieron los últimos años de la guerra, cuando los aliados iban ganando la partida. ¿Vergüenza? ¿Deseo de no hablar de su propio sufrimiento para evitar así hacerlo sobre los imprescriptibles horrores nazis? Lo cierto es que la mudez incómoda y férrea ha existido todo este tiempo, y que testimonios tan demoledores, por locales que sean, como el de Una mujer en Berlín, fueron víctimas de la conjura del silencio.

Mauricio o Baroja a destiempo

Sobre la obra de Eduardo Mendoza tengo opiniones de lo más corrientes. Es decir, me parecen soberbias sus tres novelas extensas y «serias» –La verdad sobre el caso Savolta, La ciudad de los prodigios y Una comedia ligera-, muy estimable El año del diluvio, y entretenidas las novelas humorístico-picarescas (en especial las dos primeras; mucho menos La aventura del tocador de señoras). Pero me reí con ganas al comienzo de ellas y cada vez menos conforme avanzaban. Creo que es normal y no depende sólo del talento de Mendoza. Salvo a ciertos atletas de la carcajada, a la mayoría de la gente le resulta fatigoso y poco natural mantener durante horas la contracción muscular que provocan las gracias, en especial si se trata de algo tan difícil como el humor escrito. Por buenos que sean los chistes o las situaciones cómicas, decae la respuesta. Hasta con mis admirados Faemino y Cansado resulta imposible sostener similar intensidad de la risa a lo largo de todo su espectáculo, y eso que ahí juegan también los recursos vocales y gestuales.

Ahora Mendoza ha publicado Mauricio o las elecciones primarias, una novela insatisfactoria, un pelín aburrida y anticuada en algunos de sus modos narrativos. Mendoza ha repetido con frecuencia que la novela de sofá está agotada. Pues vaya: la historia de Mauricio está contada como la de la marquesa que salió de casa a las cinco. La voz del narrador omnisciente, que cose los fragmentos a la manera más decimonónica, arroja a lo largo del texto reflexiones y generalizaciones sin demasiados miramientos ni sutilezas, de forma un tanto destartalada. Ahí sí que se reconoce la huella de Baroja, que el escritor ha admitido.

Mendoza se ha referido en las entrevistas al marco social, político y ciudadano en que sitúa las peripecias de los personajes, y ha otorgado a éstas un carácter emblemático. Pero ahí se engaña o nos engaña. Nada sustancial hay en el texto que relacione lo individual y lo social, o que muestre convincentemente la influencia de la Barcelona de mediados de los ochenta en la vida de Mauricio o sus amigos. La ciudad es sólo un irrelevante escenario. Poco hay también sobre la política de los socialistas en el poder entonces en España, y nada acerca de la de los pujolistas en Cataluña. El paso de Mauricio por la política es muy breve y pintoresco y no deja huella en su vida, salvo su conocimiento de “la Porritos”. La política es algo, eso sí, sobre lo que discursea Mendoza o peroran los personajes (todos con el mismo tono expresivo, sin distinción), en el peor estilo barojiano, un postizo desvaído y tosco, nada que brote del encadenamiento de las acciones.

La única subtrama conseguida es la del devenir sentimental de Mauricio y Clotilde, y, como contraste menos logrado, la relación de Mauricio con la gente de Santa Coloma de Gramanet. Entre Mauricio y Clotilde predomina lo insatisfactorio. No hay romanticismo, sólo reticencias y guerrilla de posiciones, rupturas transitorias y reconciliaciones poco ardorosas. Frente a ellos, gente de muy poca altura aunque “moderna”, se alzan la Porritos o Brihuegas. El amor de la primera por Mauricio es genuino, y el atrabiliario Brihuegas representa los valores del militante de base. Pero ni Mauricio tiene nada que ver con Brihuegas ni los vínculos con la pobre Porritos son otros que los de la vanidad y, después, la mala conciencia y la culpa. El dentista, aunque lúcido en ocasiones, no se sale de su círculo, esa burguesía catalana repleta de personas industriosas pero convencionales, trapaceras, adictas a la doble moral, superficiales y acomodaticias. Las familias de los dos protagonistas, o el abogado Macarrós, o Fontán y su novia, quintaesencian a la burguesía menos presentable, pero son el ámbito en que Mauricio está decidido a vivir. Como piensa en cierto momento, el seguro y aburrido mundo de Clotilde «le parecía cada vez más placentero. Allí también había problemas, pero la mayor parte se podían solucionar aplicando la razón y los demás desaparecían solos, con el paso del tiempo».

Para ser justos, hay cosas valiosas en el libro: la gracia de algunos diálogos, y dentro de estos de algunas expresiones, lo que da fe del estupendo oído de Mendoza y de su habilidad para mezclar registros lingüísticos; la adjetivación precisa, de brochazos perfectamente definitorios; el sabio uso de la elipsis y del sobreentendido, o, en fin, el empleo feliz de la hipérbole, algo que suele ser también lo más salvable del Mendoza columnista.

Qué pena. Guardo imborrables experiencias de lectura de Mendoza y por eso me fastidia más esta decepción. Así que prefiero quedarme con la dolorosa constatación de Mauricio cuando decide aferrarse a su acomodado mundo. Será ficticio, pero es que «en el mundo real las cosas no tienen solución por la obcecación y el empecinamiento de las personas. La naturaleza humana prefiere el mal de todos a la transacción. Que se venga el mundo abajo antes de ceder un palmo».

13 abril 2006

Errando

Una tarjeta anuncia un congreso: advierto con sorpresa que lo orgamiza el Gobierno de Navarra. Hace poco otro envento contaba, según un lujoso tríptico, «con el patocinio» de una gran empresa. Una conferencia en la universidad versa acerca de la Contitución española: debe de ser la que quedará, un poco más enteca, tras los nuevos estatutos de autonomía. Y un libro reciente estudia «La aventura del movimietno». Mucho riesgo veo en tal singladura. Menos mal que el subtítulo me tranquiliza: «El desarrollo piscomotor de 0 a 6 años»; entiendo: lo piscomotor está en boga.

«¡Las erratas son las últimas que abandonan el barco!», dijo cierta día, desesperado, Manuel Seco. Para los que trabajamos vigilando libros y folletos el temor a ellas es constante y causa de no pocas mortificaciones. Un impreso puede estropearse por muchos motivos y en cualquier momento de la producción, pero las erratas delatan siempre una inadvertencia, un descuido, un lamparón que acusa al editor. He tenido algo que ver con las que he citado, tontas y desalentadoras; al verlas, definitivas, no brota más que la rabia culpable.

Pero hay erratas con galanura, jocosas a fuer de disparatadas. Hipólito Escolar, fundador de la editorial Gredos, recuerda en sus memorias que en un célebre soneto anónimo el primer verso ganó en contundencia con el desliz: «No me mueve ni Dios para quererte». Y el título del primer capítulo de la obra de Bousoño «Teoría de la expresión poética» adquirió con el concurso del error un significado distinto e intenso: «La poseía como comunicación».

En fin, José Esteban, en su entretenido «Vituperio (y algún elogio) de la errata», cuenta la equívoca dedicatoria que un escritor padeció: «Dedico estos artículos a la Condesa de..., cuyo exquisito busto conocemos bien todos sus amigos». ¿Sería el exquisito gusto que justificaba la dedicatoria original una forma desviada de nombrar lo que le importaba de verdad?

Claro que a un artículo de Antonio Machado el error del linotipista le hizo ganar un sentido con frecuencia muy exacto: «Por ello he dicho siempre a los jóvenes: adelante con vuestra jumentud».

03 abril 2006

Eloy Sánchez Rosillo

En junio de 1990 compré en la cuesta de Moyano Autorretratos, de Eloy Sánchez Rosillo, tras el impacto que me produjo un poema leído al azar. El librero, un sujeto torvo y zorruno, como muchos de los que se dedican al libro de viejo y saldo, me pidió 50 pesetas por el ejemplar. En el hotel lo abrí y se cayó al suelo una tarjeta personal del autor, blanca, clásica, con su dirección y teléfono, que no sé por qué milagro había sobrevivido a los trasiegos. Además, en la página tres, y de su propia mano, el poeta había escrito: “Para Miguel García-Posada, con un saludo muy cordial de su amigo”. Y bajo la bella firma, “Murcia, 15 de mayo de 1989”. Qué bonita es la amistad. ¿Cuánto le habría pagado el de Moyano a García-Posada, el poderoso crítico, por vender al peso este y, supongo, otros muchos libros obsequiosamente obsequiados por sus autores?

El sábado le dieron el Premio de la Crítica a Sánchez Rosillo por su último libro, La certeza. Me gusta la noticia. No soy un lector sistemático de poesía, pero el tono narrativo, o meditativo, nunca oscuro, que tienen sus versos me interesa, emociona y hace pensar. Ya sé que entre los escasos lectores que tiene la poesía hay quienes piensan que la del poeta murciano es demasiado sencilla, prosaica, a veces pedestre. Allá cada cual en este terreno con sus gustos y fantasmas, y que les aproveche a los epígonos de las vanguardias, a los que atienden solo a la sonoridad de las palabras y a los seguidores del último Valente. Yo prefiero copiar aquí un poema del libro ahora premiado.

Ahora

Sí, es verdad que la vida, a mi edad, no merece
en muchas ocasiones demasiado la pena.
Los días son iguales, y míseros transcurren
sin sorpresa, ni canto, ni consuelo.
Alguien que vive en la indigencia soy
cuando recuerdo o sueño que alguna vez las cosas
fueron de otra manera.

Pero llega de pronto —como hoy sucede— un día
que siendo igual que todos es del todo distinto,
piadoso y pleno sin porqué, radiante,
un día que me hace desdecirme, afirmar
que ahora también, y siempre, es hermoso estar vivo,
que si no le pedimos a destiempo
y a nuestro antojo y sin mesura dádivas,
la vida sabrá ser generosa y clemente.
Alzo los ojos hacia el cielo azul
de este día imprevisto.
Y el sol va derramando sobre mí a manos llenas
todo el oro del mundo.

02 abril 2006

Adiós a los grandes sueños

Vuelvo a ver El declive del imperio americano, la película canadiense de mediados de los ochenta. En 2004 tuvo éxito una suerte de continuación, Las invasiones bárbaras: los mismos actores casi veinte años después. Es mejor El declive, pero la visión de su secuela nos dio pie al recuerdo nostálgico de aquellos ochenta y de lo que sosteníamos y sentíamos entonces. Me gustan estas oportunidades que a veces ofrece el cine de sentir el tiempo, retomando personajes que han envejecido como nosotros. Por ejemplo, en El Padrino III me emociona, igual a un muy mayor Michael Corleone-Al Pacino, la canción que canta su hijo, quien no sabe que es la misma que muchos años antes sirvió de fondo a la siciliana historia de amor de su padre. La efusión sentimental del mafioso corre paralela a la del espectador que en 1972, mucho más joven -otra persona-, vio la primera parte de la trilogía.

El declive del imperio americano es el declive de los grandes empeños colectivos y el consecuente refugio en los placeres individualistas. La era del vacío, que diría por aquellos años Gilles Lipovetski. No hay otra aventura ilusionante que la privada. ¿Sublimar? Tampoco ayuda gran cosa, aunque no quede otro recurso. Uno de los vehículos privilegiados de la sublimación, la pasión por el trabajo, o ha desaparecido o no pasa de ser un frágil remedo con el que no nos engañamos. Lo dice uno de los profesores-historiadores protagonistas: “Yo sé que nunca seré un Arnold Toynbee o un Fernand Braudel. Por eso sólo me queda el sexo o el amor. No hago distinciones”. (No es extraño que en Las invasiones bárbaras la relación con los estudiantes sea cruel y estúpida.) Y su amiga, la que ha escrito precisamente el ensayo que da título a la película, advierte al joven amante impresionado por su brillante retórica: “Hablar no cuesta nada. Tú no me escuches y tócame.”

Sospecha: a pesar de la obra que nos han dejado, ¿no pensarían Toynbee o Braudel lo mismo que el mediocre historiador?

Salvar el día

Me gustan las mañanas de sábado. Desayuno moroso con mucho café y abundante canallesca, que además trae suplementos sobre libros y música –y otras hierbas menos aromáticas, como viajes, motor e iglesia: hay que tener estómago para no echarse a perder con esos comistrajos-. Más tarde es posible oír y escuchar música a un volumen respetable: los vecinos, creo, pueden soportarlo sin que les sofoquen las ganas de asesinarme.

Hoy, una de esas coincidencias que en una novela sólo se atreve a urdir Paul Auster. Abro, como tantos días, un libro cualquiera para leer dos páginas mientras escucho el quinteto para clarinete y cuerda de Mozart y de pronto me encuentro, en los Cuadernos de Cioran, con la siguiente anotación: “Estoy escuchando el quinteto para clarinete... que ha marcado mi vida. Siempre que lo escucho, no puedo olvidar que Mozart lo escribió al mismo tiempo que el Réquiem... es decir, durante el último año de su vida”.

No quiero ponerme estupendo, que diría Valle Inclán, ni exquisito, y me da pavor exhibir una imagen excelsa para la que me faltan condiciones. Pero desde hace muchos años, todavía en la época de un elemental tocadiscos monoaural, escucho ese quinteto mozartiano con asombro admirativo. Creo que fue una de las primeras composiciones “clásicas” que disfruté sin mácula de esnobismo, afectación o pose, o simplemente sin el esfuerzo que sí hice en otros casos para aficionarme a una música que no estaba ni remotamente en mi medio amical ni familiar, un esfuerzo que regala el premio del deleite estético pero más de una vez también la conciencia sobrepuesta y satisfecha de ser elevado. Es como si uno se dijera: “Aquí estoy, disfrutando con una música fuera de toda sospecha. Qué culto y selecto soy”.

Con Mozart no hay nada de eso: todo es fácil, directo y natural, aunque su música sea de una riqueza fastuosa. Enfermo, con apuros económicos que le obligaban a trabajar intensamente,“Mozart compuso en sus seis últimos meses en la tierra más obras que muchos autores en toda su existencia” (Xavier Pujol). Entre ellas, La flauta mágica, el inacabado Requiem y este concierto para clarinete y cuerda que hoy, como tantas otras veces, basta para salvar el día.