27 febrero 2013

Delphine de Vigan

Nada se opone a la noche, de Delphine de Vigan. La familia, siempre la familia. No hay otro argumento tan poderoso en la literatura. En este caso, la madre de la escritora en el centro de la escena, Lucille, bella, misteriosa y peculiar desde niña, víctima de abusos sexuales y enferma mental. El trastorno bipolar que la domina tantos años, ¿qué relación alberga con sus traumas sexuales? ¿Una directa, o más bien lateral, difícil de señalar con precisión, tal vez porque la enfermedad mental siempre estuvo ahí aunque tardara en manifestarse? Delphine de Vigan no teoriza, no elabora hipótesis explicativas, sólo cuenta: ante todo el dolor, la confusión, la trayectoria ora errática, ora más o menos enderezada de esa madre, y a la postre el suicidio; secundariamente, su propio dolor, el de una hija que ama a su madre pero padece desde niña el desorden y el drama familiar.

He leído este libro con pasión creciente. El comienzo es titubeante, un poco premioso, cuesta unas páginas entrar en la historia familiar, pero pronto ésta atrapa al lector y ya no lo suelta hasta el final, anunciado y desvelado en la primera página. Por mi parte, y como el post no quiere ser ni de lejos una crítica literaria o un comentario extenso, anotaré tan sólo tres puntos.

Delphine de Vigan cuenta la historia de su madre, pero inevitablemente su narración incluye sombras, alusiones a fragmentos omitidos, a personajes que aparecen muy poco aunque se nos insinúe su gran relevancia. El resultado es que, pese a dedicarle cuatrocientas páginas a esa vida, faltan detalles. Es cierto que algunos huecos se deben al pudor, a la exigencia de Delphine de Vigan de no abrumar al lector con detalles sórdidos, a su volundad de respetar a su madre y por tanto ciertos límites al hablar de ella. Pero las zonas borrosas tienen mucho también de forzoso. Si uno no quiere abandonarse a la ficción, si desea respetar los límites que impone la realidad, no queda otro remedio que asumir las barreras: contar una historia, contar la historia, implica moverse entre la palabra y el silencio, entre la luz y la sombra, entre lo explícito y lo sugerido. Por eso entiendo que el libro se presente como una novela. No lo es, en el sentido convencional del término. Pero sí lo es, toda vez que la escritora ha metido las manos en la realidad, pero ésta le ha impuesto sus opacidades. Y la escritora lo ha hecho además sin dejar un solo momento de tocar la materia vital pertrechada con sus recursos literarios, guiada por un tono narrativo magnífico.

Nada se opone a la noche nos recuerda de nuevo que casi todas las familias están llenas, en dosis variables, de secretos y mentiras. La numerosa familia de la madre de Delphine de Vigan ha conocido episodios terribles, que bastantes personas del amplio clan conocen aunque no lo quieran, aunque se hayan limitado a enterarse lo menos posible, sin querer escuchar. (“No he querido saber, pero he sabido…”, que empieza Corazón tan blanco, de Javier Marías, otra historia familiar.) Y como acontece mil veces, casi todos se comportan como si no pasara nada, se siguen reuniendo en celebraciones y vacaciones igual que si no hubiera nada definitivamente perturbador, como si nada pudiese producir un corte radical. Todo puede reciclarse, parecen decir los miembros de esta gran familia aceptando la rutina de sus encuentros.

El libro es muy de estos tiempos modernos, de autoficción, en su estructura. Por ejemplo, en algo fundamental, la problematización del intento de captar la realidad y narrarla. Por eso Delphine de Vigan se entromete periódicamente en lo narrado. Y lo hace desde el principio del libro, manifestando de muchos modos la dificultad de contar, compareciendo como una narradora que tiene problemas en la tarea de escribir esta historia, consciente de que hay muchas cosas que no sabe y vacilante sobre su capacidad para contarla con toda la verdad y complejidad que reclama, una narradora que toma decisiones sin cesar sobre el tono, o sobre la selección de contenidos, sobre lo que se debe o puede contar. Una narradora que habla y calla, que sufre al revivir lo relatado, que se confiesa prisionera de lo que ignora, o de los pactos de semisilencio o reserva sobre ciertos episodios a los que ha llegado con algunos miembros de su familia, por ejemplo con su hermana.

El título, Nada se opone a la noche, no es exacto. En la historia de Lucille la oscuridad acaba imponiéndose y ganando la partida. Pero el balance de su hija Delphine no parece hasta el momento tan tenebroso. El amor, la escritura, parecen irradiar luz a su vida. ¿Resiliencia, como se dice ahora? No lo sé. Escribir este libro, enfrentarse a lo sucedido, era necesario para ella, y puede que le haya servido como una estupenda terapia. A los lectores, desde luego, nos ayuda en esa inacabable tarea de pensar la familia, de afrontar nuestra propia familia.

25 febrero 2013

Periódicos

En la cafetería. Desayuno cuando puedo en una cafetería cercana a casa en la cual el dueño pone a disposición del público no uno, sino tres o cuatro ejemplares, según días, de cada uno de los dos periódicos locales, el Diario de Navarra y el Diario de Noticias. Aunque el trato es amable, y el café, la bollería y las tostadas muy decentes, creo que el número de periódicos de libre disposición ayuda bastante a que los parroquianos sean muy abundantes.

Pero esa cantidad de periódicos que es posible leer gratis excita, más de lo habitual, la sorda disputa que se entabla entre los clientes por su posesión, al menos por las mañanas (por las tardes los periódicos son flores mustias, antiguallas, cadáveres). La abundancia dispara un juego de miradas llenas de disimulo, pero vigilantes, ansiosas, implacables, que atraviesan las mesas, y que nos tiene a muchos en un pequeño sinvivir, sólo medio atentos al desayuno, ojo avizor, esperando cazar la pieza, atrapar ese periódico que nos apetece leer.

Las miradas más de una vez destilan hostilidad ante el matrimonio que con todo el morro del mundo pilla siempre dos periódicos, que encima luego se intercambiarán, o ante el jetas que se toma su tiempo para completar el crucigrama, o frente al que se abisma copiando en el móvil números y números que extrae de los anuncios clasificados, o contemplando a esa mujer que deja el periódico a medio leer, pero con algún objeto encima que haga entender a todos que no lo ha terminado, mientras sale fuera a fumar. Gentes que infringen con descaro la norma no escrita de que uno no puede eternizarse con esos periódicos cedidos, que éstos deben circular con agilidad, que no pueden leerse como si uno estuviese en casa con el periódico comprado.

A veces la tensión produce pequeñas explosiones y alguien levanta algo la voz para exigir al poseedor que le deje el periódico, que al menos quiere mirar las esquelas antes de irse, o le pregunta tan insistentemente si ya ha terminado que el otro capta la presión y acelera la lectura. Pero hay quienes actúan con total indiferencia ante esos acuciosos que reclaman su parte del gratuito pastel, o incluso se enfadan ante una demanda que no respeta algo que ellos consideran sagrado: el periódico del bar es para quien lo pilla, y los demás que se fastidien hasta que yo lo suelte.

Pero son raros esos momentos de tensión explícita. Lo habitual es que la atención a lo que pasa, las miradas, la impaciencia, la leve irritación ante el caradura, todo sea soterrado, reprimido, educado, leve en superficie. La procesión va por dentro, carga el ambiente de secreta energía.


Suplementos culturales. Compro a diario El País, y además adquiero otros periódicos nacionales el día que publican su suplemento cultural. Llevo muchos años haciéndolo, más por la información que obtengo (sobre libros que se publican o películas que se estrenan) que por la finura y profundidad de las críticas que pueden leerse.

Pero la crisis está teniendo efectos también desoladores en este sector. Como los periódicos en papel siguen bajando en ventas, y la publicidad continúa desplomándose, cada vez ofrecen menos en menos páginas. Y los suplementos culturales están ya en el límite de lo famélico. Hace poco eché una tarde tirando periódicos viejos que tenía en casa (sí, ya sé que esto revela una enfermedad como otra cualquiera), y comprobé y toqué algo obvio: en 2008 no tenían la delgadez del Gramma a la que se van aproximando. Pero es que, en lo que me interesa, publicaban cada semana unos suplementos culturales rollizos, llenos no sólo de críticas de novedades, sino también de textos de escritores y de artículos de cierta extensión, a veces traducidos de grandes suplementos angloamericanos de libros. Claro, tenían bastante más del doble de páginas que los de ahora. El ABC, por ejemplo, publicaba un buen suplemento, tal vez el mejor; ahora ya viene con menos páginas que el de salud o el de religión.

Tenemos formado el círculo vicioso actual. ¿Cómo van a vender más ejemplares las grandes cabeceras si ofrecen un producto progresivamente más escuálido y pobre? Salvo cuatro locos, que ya van siendo tres y pronto dos, ¿quién va a comprar un producto que ha seguido subiendo en precio y bajando en calidad y cantidad de contenidos? Esto se acaba. Y los blogs no veo que generen (generemos) un buen sustituto de lo que antes leíamos en papel.

20 febrero 2013

Siempre al frente

En los últimos tiempos, cuando veo en los periódicos o en la tele a portavoces de los nuevos movimientos de protesta que han surgido al calor de la crisis, más de una vez me encuentro con viejos, casi históricos militantes de partidos de extrema izquierda. A algunos de mi ciudad los conozco hace muchos años y recuerdo varios jalones de su trayectoria. Otros, en Barcelona o Madrid, sé que llevan asimismo muchos años de activismo; incluso en tiempos tuvieron su momento de relativa nombradía política en la efervescencia crispada de la transición o un poco después. Ahora, después de haber sido sindicalistas, o concejales, o parlamentarios, o de haber estado en coordinadoras o movimientos “anti” de toda laya, o incluso burócratas implacables de minúsculos partidos, son las cabezas visibles de nuevos grupos. Ahí siguen, tan rozagantes, tan orgullosos, tan instalados en lo de siempre (en sus partidos, en sus ideas políticas pero también organizativas), aunque ahora aparezcan en nuevos colectivos. Bueno, algunas son nuevos (la lucha contra los deshaucios, por ejemplo), pero otros son antiguos, solo que a los de siempre les pilla ya viejos, y por eso, por cierta estética, se han subido a embarcaciones en las que antes no navegaban.

Entre esos líderes y portavoces, algunos pertenecen a colectivos que han sido golpeados, en mayor o menor grado, por la crisis y los recortes: pensionistas, sanitarios, profesores... Pero también veo, insisto, a estos correosos militantes al frente de los deshauciados de su vivienda. Ahí ellos no son directamente afectados, bien lo sé. Y verlos ahí me ha hecho pensar en el sentido y los objetivos de su acción.

En mi juventud aprendí, como ellos, que la vanguardia política, la vanguardia comunista, el reducido núcleo de aguerridos y conscientes militantes que formaban esa avanzada rigurosamente selecta y organizada de la la lucha política, tenía la obligación de estar presente en todos los movimientos sociales, vecinales, ecologistas, feministas, internacionalistas (y un largo etcétera), en suma, en todo lo que se moviese en cualquier dirección más o menos progresista. Pero había que estar no de forma discreta, modesta, sino siempre con la intención de marcar la línea política, de determinar la dirección y los fines del movimiento que fuera. Y muchas veces lo conseguían. Había partidos con muy pocos miembros que sin embargo abultaban tanto que parecía que contaran con miles de afiliados. Pero es que esos militantes se multiplicaban sin descanso en su acción, cada uno de ellos se movía en tres o cuatro espacios de lucha, y como además eran muy disciplinados y estudiosos, enseguida destacaban allí donde estuvieran y lograban una influencia, un peso político muy visible.

En el leninismo, por ejemplo, está teorizada esa necesidad de la vanguardia que penetra en los movimientos de masas y, lo que es esencial, trata de dirigirlos. Decía Lenin que el proletariado, las masas, de natural tienden al reformismo, vale decir, al pactismo, a la defensa egoísta, de corto plazo, de posiciones que no tienen en cuenta los intereses “objetivos” de la clase obrera, los intereses de la revolución. ¿Y quién sabe cuáles son esos intereses objetivos? Pues es evidente: la vanguardia consciente que conoce hacia dónde hay que ir en cualquier movilización. Es esta la que da consistencia, coherencia y claridad a las reclamaciones oscuras, poco articuladas, a veces balbuceantes, incluso contradictorias, de las gentes que, ay, sólo miran por sus asuntos a corto plazo o caen en la protesta poco organizada. A esas masas la vanguardia viene a decirles: “aunque tú no lo sepas, yo sí lo sé, yo guiaré tu camino, yo tengo la conciencia clara de lo que de verdad te interesa y conviene”. Resulta lógico, por tanto, que la vanguardia intente siempre no sólo servir al pueblo, que se decía, sino guiar al pueblo, dirigirlo, orientarlo, controlarlo, llevarlo a donde hay que llevarlo.

No dudo de que muchos de esos viejos militantes tengan poderosos sentimientos solidarios. Pero esas ansias reivindicativas y de lucha que brotan de su viejo corazón guerrero no explican toda su conducta, ni mucho menos. Los conozco. Y me mosquea ese afán insaciable de estar en todo lo que se menea, de subirse a todos los carros, un afán, además, no guiado por la humildad, sino por la irrefrenable apetencia de ser el novio en la boda y el muerto en el entierro, o, sin más, el jefe de la barraca, el gran timonel del barco. Y, siempre, el cálculo político, las ganas de sacar tajada, el deseo de orientar cualquier movimiento en función ya no sólo de un cabreo social espontáneo, por confuso que sea, sino de una ideología, la verdad, herrumbrosa, muy herrumbrosa.

Más grave me parece que, contando con su experiencia y habilidad para ponerse al frente de cualquier pancarta, más de una vez ellos (y otros activistas más jóvenes, claro) estén empujando en una dirección que, dadas sus convicciones y sus intereses de grupo, arrastra hoy a la radicalización política. Y es que, como recordaba el otro Muñoz Molina, hay en marcha una dinámica de radicalización de “ciertas élites que arrastran a todo el sistema político y que acaba arrastrando a una población que, en su mayor parte, es ajena a eso”. Debido a la dureza de la crisis, existe un caldo de cultivo. Y en ese ecosistema, siempre hay grupos que se mueven con gran maestría.

12 febrero 2013

Calle Guelbenzu

22 de octubre de 1962. Diario de Navarra publica la carta de un vecino, dirigida “a quien corresponda”, en la que se queja de que la calle Guelbenzu, en el barrio de la Milagrosa, donde lleva poco tiempo viviendo, no esté asfaltada ni tenga aceras o alumbrado público. Los bloques de viviendas ya están habitados, pero llegar o salir de ellos, y más cuando el otoño camina hacia el invierno, llueve y la luz comienza a escasear, es incómodo, casi penoso.

Leída cincuenta años después, la nota me atrapa porque la calle Guelbenzu es mi calle desde ese momento primero de oscuridad y barro. Esos bloques de cuatro alturas, miles de ellos casi idénticos en barrios para obreros que iban naciendo en toda España. Pisos menesterosos de sesenta y cinco metros que para muchos eran su primera vivienda en propiedad. Barrios, en Pamplona, con gente de los pueblos de la provincia, sobre todo, que venían a trabajar a las fábricas, pero también de Andalucía, de Extremadura o Galicia. Barrios naciendo, barrios a medio hacer por todas partes, también sin aceras ni asfalto y a lo sumo con unas pocas luces macilentas. El Ministerio de la Vivienda y el Patronato Francisco Franco, siempre con falangistas al frente, y la industralización que despuntaba. La Milagrosa o el Mochuelo, un barrio bajo la meseta central de Pamplona, con un trazado urbano tirando a desastroso y sin remedio.

Éramos niños con muy poco pero felices. Enseguida disfrutamos de las piscinas y frontones de Educación y Descanso, la obra de los sindicatos verticales donde pasamos mil horas muchos veranos de la infancia y adolescencia. Y también, muy pronto, la iglesia, la preparación para las comuniones en San Enrique, en la zona de Santa María la Real, o hacia el otro lado, la parroquia de San Fermín. Y también el cine Guelbenzu, cerca de la avenida de Zaragoza por la que entraba a la ciudad todo el tráfico, ligero y pesado, hasta que muchos años después, a finales de los setenta, las protestas vecinables tras algunos atropellos obligaron a abrir la variante hasta San Jorge, tanto tiempo terminada e inútil.

Con las calles Guelbenzu y Gayarre, entre otras muchas calles con nombres de músicos, culminaba la ciudad por esa parte, y se abrían los descampados, o un montículo que subíamos y bajábamos sin parar, hierbajos, basuras, algún campo de cereal o huertas sin títulos de propiedad ni permiso, nuestro territorio de juegos y libertad. El límite, entonces lejano, lo señalaban el río Alrevés y las naves herrumbrosas que al lado del campo de fútbol de El Sadar custodiaban perros fieros. Pero por todos esos andurriales holgábamos a nuestro aire, igual que para ir al colegio o, en mi caso, al Conservatorio, ubicado también más allá de otros campos en los que nos entreteníamos a la salida, o, por otro camino de más rodeo, pasando por el monumento a los Caídos, franquismo monumental en el que jugábamos a correr y escondernos.

Las aceras, el asfalto, las luces, todo llegó pronto supongo que gracias al Ayuntamiento. Y luego arribaron otras prosperidades, y más de uno se fue de La Milagrosa en busca de zonas más prósperas, de pisos más grandes y avenidas más anchas. Más tarde llegó la borrachera de nuevos ricos y precios locos que explotó a finales de los noventa y primeros años dos mil. Pero ni quiero ni puedo olvidar que yo vengo de La Milagrosa, de un nivel económico, de una manera modesta, laboriosa, frágil de luchar en la vida, en la cual no faltaban el dolor y el miedo (el miedo económico, uno de los peores), pero tampoco la alegría.

Está a punto de salir un ensayo de Antonio Muñoz Molina, Todo lo que era sólido, que tantas ganas tengo ya de leer, y que aborda el desplome que venimos sufriendo desde 2008, el terrible despertar económico y social tras un largo pero poco consistente sueño de prosperidad. Me interesa mucho ese análisis del pasado y del presente, de lo que fuimos, de lo que creímos ser, y de lo que vemos ahora que en realidad éramos. En ese esfuerzo de recapitulación, qué cerca y qué lejos queda la eclosión desarrollista de los primeros sesenta que vivimos en los barrios nacientes, cuántas cosas nos dice de cómo hemos cambiado, y de cómo, a la postre, hay un hilo que nos une con “cuando entonces”.

04 febrero 2013

María Moliner, más que un diccionario

Instalada en Madrid en 1946, María Moliner, después de más de veinte años por tierras valencianas y murcianas, trabajando al fin como bibliotecaria en un destino oscuro y solitario y con la certidumbre de que sus posibilidades de mejora profesional serían nulas en muchos años por mor de su pasado político, hacia 1950 sintió que su vida necesitaba una inflexión, un giro en busca de nuevos empeños e ilusiones.

Ella misma escribió más tarde que “por aquella época, con el ánimo más tranquilo después de los azares de la guerra y de la posguerra y siendo ya menos absorbentes sus obligaciones de madre de familia con cuatro hijos, empezó a sentir lo que puede llamarse la melancolía de las energías no aprovechadas”. Así que, tras abandonar su idea primera de crear un colegio, porque, con su pasado, el campo de maniobra sería siempre muy angosto, “su actividad derivó, sin que ella misma se diera cuenta de que esa derivación tenía una razón profunda, a la redacción de un diccionario que sirviese de ayuda para el uso eficaz de nuestra lengua. Siempre había fijado su atención en lo defectuosamente que emplean el español incluso personas de formación universitaria. Y un buen día de febrero de 1952 trazó por primera vez en una cuartilla un esquema del diccionario que quería hacer”.

Ahí comenzó un esfuerzo excepcional de catorce años. María Moliner no había estudiado ninguna filología ni era docente o investigadora universitaria. Con gran esfuerzo había podido cursar a comienzos de los años veinte la carrera de Historia y, tras aprobar enseguida una oposición, llevaba treinta años trabajando como archivera y bibliotecaria en destinos que, salvo en el paréntesis de la guerra civil, le exigían y le daban muy poco. No tenía títulos o prestigios o trayectoria que la avalasen, ni se movía en el mundo de los lingüistas, ni formaba parte de un equipo de trabajo que pudiera afrontar con garantías, al menos a priori, un proyecto de tamaña naturaleza.
A despecho de esas limitaciones de partida, en completa soledad (“estando yo solita en casa una tarde”, contó ella misma años después sobre el día de su comienzo), emprendió, con cincuenta y dos años, un descomunal esfuerzo: la redacción de un diccionario que, en palabras de García Márquez escritas en su memoria, es el “más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana”.

Comenzó la tarea en jornadas que, sin dejar su trabajo bibliotecario ni desatender a su familia, empezaron siendo verspertinas, de dos o tres horas, pero acabaron siendo con frecuencia extenuantes, ajenas a cualquier distracción. Jornadas en que se enfrentaba por supuesto con exhaustividad al diccionario de la RAE, pero también a infinidad de libros y periódicos, y en las que redactaba, filtrando toda esa información y tras mucho cavilar, nuevas definiciones claras, perspicaces, originales, de las palabras del español. Su proyecto estaba delimitado: “La estructura de los artículos está calculada para que el lector adquiera una primera idea del significado del término con los sinónimos, la precise con la definición y la confirme con los ejemplos”.

Existían muchos artículos y referencias dispersas sobre María Moliner, centrados casi todos en la aventura titánica y maravillosa de su diccionario. Pero faltaba una biografía que dibujara el cuadro completo de su vida, que nos contara quién era esta mujer, cuál había sido su vida anterior a la de la redacción del diccionario, cómo afrontó las circunstancias personales e históricas que le tocaron. Inmaculada de la Fuente, por fin, ha reunido mil datos dispersos en El exilio interior. La vida de María Moliner, un libro que, sin ser perfecto (le faltan, tal vez por su deseo de ser lo que se llama una “biografía autorizada”, la hondura y la riqueza de claroscuros de las biografías en verdad grandes, más arriesgadas), merece una atenta lectura.

María Moliner aparece en él como una chica obligada a trabajar desde muy joven debido al abandono paterno de la familia a sus trece años. Una joven, tal vez por las tristezas y penurias de todo orden causadas por esa huida del padre, poco romántica, dotada de un sentido práctico y constructivo muy elevado, que sabe sobreponerse a todos los reveses, que va sacando sus estudios como puede por las dificultades materiales que debe superar, y que con veintidós años es funcionaria para poder ayudar en una familia que necesita su sueldo. Murcia será su destino hasta 1930, en el archivo de la delegación de Hacienda.

Pero al mismo tiempo es una joven que logra estudiar, siquiera brevemente, en la Institución Libre de Enseñanza. El paso de María Moliner por la ILE, como el de su hermano y hermana, será decisivo para los tres, tendrá una influencia capital en sus ideas. María Moliner abrazó para siempre la esperanza de los rectores de la ILE (Giner de los Ríos y Bartolomé Cossío) en la educación y la cultura como palancas esenciales en el desarrollo económico y espiritual de España. La educación, la libre difusión de la cultura, los libros y la importancia de una buena red de bibliotecas, el estudio, el esfuerzo por aprender, son objetivos que, en el panorama general de la época, convierten a María Moliner, y para siempre, en una abanderada de la educación avanzada y europea, una liberal en el más noble sentido de la expresión. Una mujer de ideas políticas moderadas, incluso muy moderadas en algunos aspectos, pero al mismo tiempo inequívocamente progresistas en el panorama general de un país todavía atrasado, pobre, inculto, y, no lo olvidemos, con sectores poderosos brutalmente conservadores que consideraban a la Institución Libre de Enseñanza un foco extranjerizante y peligroso.

La República permite a María Moliner dar cauce a sus inquietudes de extensión cultural y a su capacidad de trabajo y organización. Su actividad hasta 1936 es inagotable en el desarrollo de las Misiones Pedagógicas por tierras valencianas, donde se establece la familia en esa década. La creación y mantenimiento de bibliotecas en los pueblos la compromete vivamente. Y en 1936, con la guerra, es nombrada responsable de la Biblioteca de la Universidad de Valencia. Son años de penurias y zozobras, pero también de trabajo tenaz, de entrega a un proyecto que ilusiona a María Moliner y le permite, lejos de la soledad en que había trabajado en los archivos, dirigir equipos, organizar, movilizar, hacer cosas en el ámbito del libro.

La victoria franquista terminó con su empeño. Como María Moliner no se había significado nunca como activista política, su “depuración” fue relativamente benigna y pudo volver al archivo de Hacienda del que había salido hacia la biblioteca universitaria, antes de conseguir el traslado a Madrid en 1946. Pero su amistad y colaboración en los años treinta con tantos profesores republicanos la dejó, para siempre, bajo sospecha para el franquismo, y la obligó a ese exilio interior que tantos sufrieron, al silencio cauteloso y el repliegue en la privacidad a los que la pequeña burguesía ilustrada y liberal que no escapó del nuevo poder franquista tuvo que someterse. Y por eso, en “la melancolía de las energías no aprovechadas” que le asaltó hacia 1950, y desechada la idea de crear un colegio, pensó que la redacción de un diccionario de uso del español sería un objetivo ideológica y políticamente inatacable por la dictadura. Máxime si se emprendía en el ámbito más recoleto, la mesa del comedor del piso familiar.

María Moliner publicó los dos tomos de su diccionario en 1966-67. Nacida en 1900, tenía tantos años como el siglo y estaba cansada y mayor. El diccionario obtuvo un gran éxito editorial y le granjeó el elogio y respeto de algunos intelectuales. Pero provocó asimismo estupor y recelo en muchos lingüistas, que no sabían quién era esa señora que mostraba en público un resultado tan admirable. En cualquier caso, poco tiempo duró su pequeño esplendor, el disfrute de las mieles del reconocimiento. En 1974, apenas ocho años después, y con muchas fichas redactadas para la revisión y actualización de su obra, comenzó el deterioro mental, el asalto del Alzheimer que la tuvo en las tinieblas hasta su muerte en 1981. Al menos había alejado de su ánimo “la melancolía de las energías no aprovechadas”. Aunque tal vez, en esos meses en los que su mente se iba despeñando sin remedio, pudo asaltarle otra melancolía, la que nace de la fugacidad, de la precariedad, de nuestros esfuerzos culminados.