16 octubre 2006

Lo que de verdad importa

En estos días de premios literarios sería fácil —y tal vez resultón en un blog— darle a la tecla acerca de los chanchullos de muchos premios, sin ir más lejos del Planeta, donde todo está cocinado antes de que el jurado haya puesto a calentar la cazuela, o de las maniobras trapaceras de algunas ilustres personalidades del mundo literario cuando se ponen en faena de juzgar y decidir sobre otros (recuerdo algunas historias muy divertidas en los diarios de José Luis García Martín en las que aparecen, con nombres y apellidos, eximios poetas convertidos en jurados sin escrúpulos). Pero se ha escrito demasiado de esta vertiente de la “sociedad literaria”. Me apetece en cambio rescatar unas líneas que salvé este verano del Manual de literatura para caníbales, de Rafael Reig. Esperaba mucho bueno de ese libro y recibí poco. Profundamente desequilibrado, con bastante menos gracia de la que aspira a tener, el libro de Reig arrea con saña a ciertos escritores célebres. Por ejemplo, a Rubén Darío, siempre macerado en alcohol, a Azorín, descrito como un personajillo obsesionado por auparse a lomos del artefacto promocional, bien ideado por él, de la generación del 98, o a José Ortega y Gasset, a juicio de Reig un vanidoso repulsivo que sólo suspiraba por las marquesas y los millonarios con chistera y chaqué. Poca cosa de valor ofrece con ello Reig. En esa demolición de prestigios se tira el agua sucia, pero también el niño del auténtico valor de esos escritores. Puestos a ser irreverentes, mejor resultado obtuvo Antonio Orejudo, amigo de Reig, que en Fabulosas narraciones por historias convirtió a estos y otros prohombres literarios en personajes de una novela a ratos –sólo a ratos, la verdad— desquiciada, hilarante y feroz.

En medio de los sarcasmos, Reig apunta algo que dejo aquí porque me interesa mucho más: «Al fin y al cabo, la literatura no es más que un tipo que está en su casa y se pone a escribir en pijama. Este individuo obstinado escribe y escribe, sin parar, hasta que consigue terminar un libro. Después otro sujeto lo imprime, otro lo distribuye y, al final del recorrido, siempre aparece otro, también en su casa, que se pone a leer sin zapatos, con los pies encima de la mesa. Este es el fenómeno literario. Pare usted de contar. Tipos cansados, con ojeras, que escriben en pijama. Mujeres adormiladas en un vagón de tren. Hombres que se descalzan para leer más cómodos. Niños absortos en un rincón del patio durante todo el recreo».

14 octubre 2006

Alfonso Reyes o tirando piedras contra mi tejado

Nueva visita a la feria del libro viejo y de ocasión. La tarde es deliciosa y la plaza del Castillo está muy animada, aunque, ay, comprando libros uno puede moverse con gran comodidad. Me llevo una antología del mexicano Alfonso Reyes, un verdadero sabio del que uno siempre saca algo valioso. Al azar encuentro estas líneas que, escritas en 1921, parecen preludiar lo que ahora tantos probamos con los blogs:«Ya no hay quien no escriba para el público artículos de dos o tres líneas. En estética, micro-realismo, y en estilo, monosilabismo. Así va el mundo. Y a juzgar por el aceleramiento de la vida, así como se ha dicho que la revista matará al libro, puede asegurarse que la nota matará al artículo. No se ve, antes de aventurarse en una lectura, si el asunto nos interesa, si la firma nos merece confianza: se ve si ocupa más de tres páginas. Los libros de notas –pulso febril del tiempo— serán la literatura de mañana, y ya casi son la de hoy». Claro que no podía imaginar Reyes, ¡en 1921!, lo que vendría muchos años después –aunque ya se ve que los pronósticos siempre son arriesgados: ni ha muerto el artículo extenso ni las revistas han matado a los libros; el día que estos mueran el crimen lo cometerán otros agentes—.

El fragmento termina con una observación de Reyes muy exacta, pero a la cual, a la altura de nuestros días, quisiera uno despojar de su punto lamentoso: «También los tratados de filosofía sistemática se van transformando en ‘ensayos’, palabra del escepticismo.» Sí, somos escépticos frente a los grandes sistemas, por eso apreciamos el fragmentismo, la sugerencia, la exaltación del individuo y la autonomía del comportamiento con respecto a las grandes creencias —que vemos como incómodos corsés que además ciegan el verdadero conocimiento de lo que hay—.

10 octubre 2006

Más fuertes que el amor

“Imagino a un hombre nacido sin corazón. Es bueno, al menos no es cruel; no es un libertino, se comporta bien, pero no tiene corazón.” Así describió la escritora Fenimore Woolson a un personaje, mientras tenía como modelo, por lo visto, a Henry James, de quien estaba enamorada. “Sin corazón” tiene el significado indudable, en este contexto, de “sin capacidad de enamorarse”. Porque James, que nunca conoció el amor, salvo el filial, sí fue un apasionado. ¡El autor, el autor!, de David Lodge, donde he encontrado la cita de Woolson, habla sobre todo de la angustiosa necesidad de James de reconocimiento literario. Tras el fracaso de su principal empeño teatral, en 1895, James escribió a su hermano que había pasado las horas más terribles de su vida. Y en 1909 cayó en una profunda depresión al comprobar el fracaso de ventas de la edición de su obra completa.

Hablábamos hoy de algunas personas conocidas y recordé esta lectura del verano (que, de paso, recomiendo vivamente, aunque no es la mejor novela de Lodge). ¿Amor? Parece evidente que para muchas personas hay pasiones mucho más intensas, incluso abrasivas.

Postal de verano

Feria del libro antiguo y de ocasión en la Plaza del Castillo. Compro una novela y entre sus páginas encuentro una postal corriente que reproduce el puerto de Fuenterrabía-Hondarribia (sic). En el reverso, las líneas que una mujer, seguro que joven, escribe el 23 de agosto de 1984 a una pareja amiga de Zaragoza. El arranque excita mi atención. “Queridos Ana y Chema, al fin hemos visto el mar”. ¿El mar por primera vez en la vida de la chica? ¿El mar una vez más, dentro del enésimo periplo vacacional? Prefiero inclinarme por la segunda hipótesis, más improbable pero no absurda para una parte de la población del interior español que aún no tenía en 1984 el actual poder adquisitivo y tampoco sufría la compulsión turística que hoy nos devora. La frase revela así, en especial con ese “al fin”, la alegre potencia, casi infantil, de los momentos iniciáticos.

Más intriga destila el final: “Ana, sobre lo que tú y yo sabemos, la cosa va funcionando, a veces me cuesta pero se logra”. ¿Qué era aquello que funcionaba sólo más o menos, con desfallecimientos ocasionales, y que la remitente no pudo evitar insinuar? ¿Qué le afligía o fatigaba tanto? ¿Su relación con quien también firma la postal? ¿Un viejo conflicto familiar o laboral en vías de remisión, pese a lo que “cuesta”? Por sorpresa me he topado con una pequeña confidencia que podría ser el motor para un ejercicio de taller de escritura. Sólo que aquí la materia prima la ponen las tribulaciones que asoman tras la letra menuda, casi escolar, de una mujer que en Fuenterrabía, un día de “fuerte sol”, escribió una postal de verano.

18 septiembre 2006

Babeando

El País extractaba ayer domingo un artículo del escritor y diputado argentino Miguel Bonasso en el que narra un encuentro reciente con Fidel Castro. Bonasso, autor de algunos libros valiosos, escritor político de ideas confusas tirando a siniestras, y que ha sido publicado aquí por la editorial batasuna Txalaparta, se topa primero con el médico personal del caudillo, quien anda “derrochando bonhomía”. Una “señora muy amable” le introduce después en la habitación del enfermo, donde la visión de éste le reconforta: “el nudo que yo traía en la garganta se aflojó de golpe. Puede sonar increíble, pero Fidel estaba tan lúcido y filoso como siempre”. Castro, seguro que para multiplicar el regocijo del argentino, le “subraya que su gran amigo Hugo Chávez se ha convertido en un líder mundial”. En esas anda desde luego el militarote bolivariano, al que sus arengas en “Aló presidente”, alimento del zapping, más le emparentan con Cantinflas, y por eso acaba de estrechar lazos fraternales, en una gira, con las grandes esperanzas de la revolución mundial. Por ejemplo, el últimamente reblandecido Gadafi, o el rozagante presidente iraní, o el gran timonel de Corea del Norte, otro figura.

Bonasso escucha embelesado a Fidel, el cual habla “con la misma intensidad de siempre, como si no hubiera pasado por el filo de la navaja dejando en terrible suspenso a millones de personas”. Y parece producirle un escalofrío la confesión del cubano de que quería terminar la corrección de las pruebas del libro de Ignacio Ramonet (Fidel Castro: biografía a dos voces) “porque no sabía de qué tiempo dispondría”. Tan tremendo le parece el momento a Bonasso, tan cargado de gravedad, que se cierne sobre la habitación “la sombra del gran límite, de la imposibilidad de toda posibilidad”. Sobrecogedor.

El tono babeante y genuflexo de todo el articulito es idéntico al que se gasta el propio Ramonet, quien, pese a las homilías llamando a la rebelión que nos asesta en Le Monde Diplomatique, aparece en el libro como un vocero de Castro tan entusiasta y rendido que en la presentación casi lo retrata como un superhombre, tal es el conjunto de virtudes y saberes que lo adornan. En fin, que Ramonet, en realidad, no ha tenido ningún remilgo en firmar lo que no es más que un panfleto autopropagandístico del propio tirano.

¿Pero qué condena es esta? ¿Es que no hay otro camino decente, con lo que ha caído en el mundo en los últimos veinte años, que el de esta cuadrilla de líderes desalineados pero despóticos y sus periodistas felpudo? ¿Es que la crítica y la resistencia a la globalización realmente existente tienen que estar en manos de esta jarca?

13 septiembre 2006

El blog muerto

Un blog muerto, igual que cualquier otra web que no ha sido alimentada hace tiempo, produce una impresión penosa. Alguien, cabe suponer, tuvo una ilusión, un proyecto, lo sostuvo unos meses y luego, por mor del desánimo, de un desfallecimiento, de la simple pereza, lo dejó dormir sin propósito ni plan. El lector fiel o el esporádicamente curioso vuelven alguna vez a ese sitio, echan en segundos un vistazo, ven que no hay nada nuevo, abandonan con un click y pronto la página, o el blog, caen en el olvido. Este mínimo ángulo ha estado a punto de cerrarse, lo cual, seguro, a nadie importaba. Casi casi, vista su desidia, ni siquiera a quien habita en él.

El retorno comenzará con el apoyo en algunos poetas leídos o releídos en el periodo estival y de valor seguro. Merece la pena transcribir algunos de sus versos. Serán las muletas que, espero, ayudarán a volver a caminar lentamente.


El dolor de todos los que somos

En el café de El Sario -bendito oasis de media mañana- Pedro me habla de Sol de noviembre, el último poemario de Miguel d’Ors. Yo también lo disfruté en verano, animado por un diálogo entre el escritor y la profesora Ana Eire leído poco antes (“Conversaciones con poetas españoles contemporáneos”, editorial Renacimiento). Hace bastantes años que doy vueltas, con interés y emoción, a los poemas de Miguel d’Ors, y algunos versos me los sé de memoria. Desconozco el lugar que ocupa el autor en la poesía española, aunque él se ha quejado más de una vez, y vuelve amargamente al asunto en su charla con Ana Eire, de la marginación que padece por su catolicismo y su adscripción al Opus Dei (lo que a veces le arranca orgullo y desdén: “este placer divino de sentirse / detestado por toda la canalla”). No lo sé. Me parece evidente que, aun contando con las ridículas cifras de venta de la poesía, d’Ors tiene un público fiel y entusiasta que sigue su obra aunque nada tenga que ver con la Obra, perdón por el chiste malo. Hace veinte años, espoleado por el entusiasmo, regalé un montón de ejemplares de Es cielo y es azul, pese a que en ese librito es donde más se manifiesta “el enorme esquematismo intelectual a que su ideología religiosa le lleva a reducir la historia contemporánea” (García Martín). No me importó, la verdad. D’Ors es mucho más que un antiabortista. Hay en él una variedad de motivos, preocupaciones, argumentos y recursos técnicos que le otorgan estatura de poeta mayor.
Hoy, será por la tópica y tonta tristeza posvacacional, o tal vez por algo más hondo, me entran ganas de volver a uno de los temas insistentes en la poesía dorsiana: el dolor vital, el dolor que de verdad padece el hombre y poeta, sin máscaras ni fingimientos. Con ese material de la experiencia se contruyen sus versos. Como él mismo dice: “¿Dónde, si no en la vida vivida, podrían encontrarse los materiales para esa construcción?” Un dolor que no calma esa “paz del más absoluto dogmatismo” católico que asoma en sus libros, a veces parece que con forzado voluntarismo. No, la fe no alegra o serena su existencia corriente y moliente. “Anónimos y en prosa / se consumen mis años. / Qué pequeña mi vida. / ...Y que me duela tanto...”, se lamenta, un dolor que d’Ors asocia a las propias limitaciones, a la cárcel de su carácter (“Este trabajo amargo de ser yo”, concluye un poema). No es raro que sueñe con una salida, la que sea (“Cualquier cosa distinta / de estar aquí arañando / en esta soledad estas palabras. / Cualquier cosa distinta. Cualquier cosa / antes que la maldita realidad.”), y que anhele ser otro, bien el que fue en la infancia gallega, un paraíso del que le arrojaron violentamente al venir su familia a Pamplona -y, lo que es peor, al hacerse adulto-, bien cualquiera de las personas de las que envidia su modo de vida: parientes resueltos y alegres que gozaron extensa e intensamente, o personajes históricos de admirable trayectoria (“Y esta melancolía de no haber sido Stevenson / o el conde Henry Russell”).

Ahora bien, el poeta no se engaña. Huir, y hacerlo ante todo de uno mismo, ser otro, trasladarse a soñados lugares (ese mítico Wyoming de varios poemas), cifrar la felicidad en parajes hermosos donde vivir intrépidamente, no garantiza nada: “Pero tú sabes que la huida / nunca será verdad, / que vayas donde vayas / siempre te encontrarás / esta misma tristeza. / Que allá donde hayas ido / estarás siempre tú.” Porque si pesa tanto el “trabajo amargo de ser yo” (el poeta le confiesa a Ana Eire: “me llevo muy mal conmigo mismo”), no es extraño que la esperanza se desvanezca: “Ahora comprendo: lo hermoso es todo aquello donde no estoy yo.” O, dicho con otra feliz formulación, “Recuerda, te lo ruego / que yo soy esa ausencia, / que yo soy el extraño / que falta en todos esos lugares donde siempre / está mi corazón.”

El problema se complica porque el yo no es algo único y compacto. La persona, cuarteada, en guerra consigo misma, es una y su contraria, varias al mismo tiempo y muchas a lo largo del tiempo, en una escisión conflictiva que incluye a los yoes que uno hubiera podido ser y no fue pero golpean la conciencia, y también todos aquellos que uno tal vez alcance a ser y ya están de algún modo presentes hoy, ilusionando o inquietando el vivir. D’Ors le dice a Ana Eire en el libro citado, a propósito del desdoblamiento del yo: “En cierto momento empezaron a aparecer escisiones: el Miguel d’Ors real y los Miguel d’Ors ex-futuros, los que podían haber sido y no fueron. (...) Juego con el Miguel d’Ors real y con los Miguel d’Ors que fueron posibles en un momento y que se perdierorn. Son posibilidades que están ahí como fantasmalmente presentes, como vidas paralelas. Luego está el Miguel d’Ors consciente y el inconsciente. Hay un poema que se titula “D’Os” y digo: “Me pregunto / de qué estará hablando / en mis versos / ese desconocido / llamado / yo”.

Esta pelea aparece en varios poemas, así que me callo y transcribo uno de Sol de noviembre. Ah, y por supuesto me adhiero a lo que el amigo Pedro ha escrito en su blog (www.doscent.blogspot.com): “Saludo a Miguel d´Ors y lo propongo de candidato en este tiempo de candidatos a algo: a gran birloque, a vate menor, a gran iluso, a poeta maduro, a ministro plenipotenciario. Propongo a quien proceda que lo traiga para que el poeta hable, lea sus poemas, se le impongan medallas, aunque sean virtuales, aunque estén gastadas”.


Conversación con el otro

Lo sabemos los dos: somos muy diferentes
y coincidimos poco en opiniones
y costumbres: tú seco, altivo, formalista;
yo tímido, inseguro, con la lágrima fácil.
Tú miembro diligente
del Opus Dei; yo pecador, oveja
blanca y negra, y un tanto cimarrona,
del rebaño de Cristo, con muy poco entusiasmo
por los curas. Tú serio; yo proclive a reírme
del Sistema Solar,
de ti, de mí y aun de mi propia risa.
Tú un burgués sin problemas; yo un problema
bancario vitalicio. Tú huraño y solitario;
yo multitudinario de amistad
y solitario. Tú de derechas; yo todo
dificultades para diferenciar el asco
del comunismo y el del consumismo.

Pero después, fantasma advenedizo,
criatura del rencor, después de tantos
años de compartir el mismo nombre,
de llevarte a mi lado noche y día
junto a mi Ángel Custodio (vaya dúo),
de verte llegar siempre a todas partes
por delante de mí –y oír el alboroto,
hacer de tripas corazón, y adentro-,
después de tantas tortas
dirigidas a ti que terminaron
en mi cara, no es raro
que hayamos acabado comprendiéndonos
y hasta, de alguna forma, ya lo ves,
teniéndonos cariño.

25 julio 2006

Lecciones de los maestros

Hace dos meses, justo después de mi lectura de Lecciones de los maestros, de George Steiner, Aurelio Arteta, buen amigo, me envió el precioso texto que había escrito para que se leyera en el homenaje que unos profesores de la Universidad de Cádiz tributaban a su colega de filosofía José Luis Rodríguez Sández, que acaba de jubilarse y a quien Aurelio conoció y admiró en Madrid hace ya bastantes años. Este fin de semana, en un estupendo encuentro con amigos, lleno de helados, bebidas, viandas y mucha conversación, no sé por qué terminamos hablando un buen rato de la vida universitaria, de cómo, dicen, la investigación va ganando la partida a la docencia, de profesores que dan sus clases a la diabla y sólo atienden a los artículos y proyectos que les reportan promoción académica e ingresos. En esas charlas siempre me viene a la memoria, como contraejemplo, la figura de José Luis, quien hace exactamente treinta años fue mi profesor en COU en el Instituto Padre Moret (Irubide).

En 1976 venía yo de un colegio de curas en el que todo era mediocre: nosotros, el profesorado, la atmósfera, los resultados y mi propio ánimo. Para colmo, había equivocado de raíz la dirección de mis estudios, condenándome a varios años de estéril dedicación a una electrónica que nadie reconocería hoy. Así que, pese al interés que extrañamente me suscitaba la filosofía, mis ridículos conocimientos de la materia (o también, claro, de historia o de literatura, que también me atraían) eran fruto del autodidactismo más estricto. Llegué por ello a Irubide con ganas de comerme el mundo, de escuchar de verdad, de aprender, de encontrar al fin algo y alguien que aliviara mi desorientación, y por fortuna encontré algunos profesores excelentes, como Santiago Arellano en Lengua y Javier Medrano en Literatura. Pero ninguno alcanzaba la estatura magistral de José Luis Rodríguez Sández.

Llegaba éste al aula, siempre con traje y corbata, y con movimientos pausados sacaba unas cuartillas de su cartera, que a lo largo de la hora apenas consultaba, y encendía el primero de los cigarrillos 1-X-2 que le veríamos consumir sin cesar. No le recuerdo más de un minuto sin fumar, ni siquiera cuando padeció unas neuralgias aliviadas con intensa medicación. (Y, por cierto, estoy seguro de que a nadie molestaba lo más mínimo ese trasiego con el tabaco. Eran otros tiempos.) Tras este breve preámbulo comenzaba su clase. Las virtudes como profesor de José Luis Rodríguez comprendían, como escribió Alejandro Rossi a propósito de José Gaos, “desde las más externas –el cuidado en la modulación de la voz, el manejo del gesto, la elegancia en el decir, la concepción de la hora académica como una pieza acabada, con un final que se ajustara no sólo a las exigencias del tema, sino a ciertos cánones de composición dramática- hasta esas otras excelencias que eran el resultado de la erudición filosófica, de su escrúpulo interpretativo, del trabajo intenso que, invariablemente, ponía al servicio de cada lección”.

José Luis sólo en ocasiones escribía algún dato en la pizarra: un autor, un título. No empleaba métodos innovadores, “activos” o “progresistas”, ni convertía sus clases en un coloquio “democrático” en que socializar cualquier ocurrencia o tontería de los alumnos, lo que le hubiera podido servir para salvar la obligación sin dar golpe. Era, sin más, un profesor que dominaba profundamente su materia y sabía transmitir a unos jovenzuelos, con admirable claridad, los problemas esenciales que han enfrentado los grandes filósofos y las respuestas que les han dado. En el camino, se permitía hacer frecuentes referencias, que siempre venían a cuento, a la presencia de esas cuestiones en la literatura, la historia, la teoría política e incluso la teología. Armado de un profundo amor a la palabra, la cual administraba con extremo cuidado, desbrozó aquel curso con paciencia y rigor el programa de historia de la filosofía (la selectividad era una barrera insoslayable), sin caer nunca en el descriptivismo exhaustivo y ramplón en que he visto despeñarse a otros profesores (del tipo “éste dijo esto y el otro dijo aquello”). José Luis siempre sintetizaba el corazón de los problemas. Secundariamente, nos dio pistas muy atinadas y útiles sobre lo que podíamos hallar al año siguiente en la universidad (por ejemplo, en la única existente entonces en Navarra, la del Opus, en la cual había trabajado unos años pero donde, según se intuía por sus palabras, no lo había pasado demasiado bien).

Ha escrito Manuel Arranz, a propósito del libro de Steiner, que “sin duda aprendemos algo cuando leemos, pero para que haya enseñanza tiene que haber magisterio, y no puede haber magisterio sin oralidad. Esto no contradice la autoridad de los textos en la que se basan muchas veces las enseñanzas. Pero esas mismas enseñanzas, sobre todo en la edad temprana, más que transmitidas deben ser inoculadas”. Si pienso en el caso de José Luis Rodríguez creo que esa diferencia entre transmisión e inoculación resulta irrelevante: la calidad de sus clases actuaba ya como una suerte de poderoso afrodisíaco intelectual. Años después, cuando por mor de su influencia estudié filosofía en Zorroaga, sólo como alumno de Fernando Savater, Víctor Gómez Pin o Tomás Pollán, por ejemplo (o, por suerte, de algún profesor más, como el propio Aurelio), volví a sentir esa poderosa excitación que nos impulsaba, tras de clase, a correr a los libros donde seguir atiborrándonos de vitaminas cerebrales. Únicamente lamento no haber atendido el par de invitaciones de José Luis para continuar charlando fuera de la clase, por culpa de la timidez y de mi dedicación, aquellos tiempos, a reuniones y actividades políticas izquierdistas que, claro está, nada hicieron cambiar la Transición pero me robaron muchas energías.

Los buenos profesores abundan menos que los buenos artistas, dice Steiner. José Luis Rodríguez Sández ha sido buen profesor toda su carrera, estoy seguro. Es casi un tópico señalar que hoy en los institutos las cosas no son nada fáciles, y no parece que las probatinas de métodos y más métodos “renovadores” hayan podido hacer frente con éxito a los muy conplejos obstáculos que desazonan y desalientan a tantos profesores de secundaria. Frente a ello, ¿es posible mantener alguna clase de excelencia en la Universidad? ¿Tal vez un poquito más, si se tiene clara la importancia de la docencia y no se obsesiona el docente con la promoción y las guerrillas departamentales? José Luis, que en 1976 era catedrático de instituto, volvió a su tierra sevillana y al cabo de unos años, supongo que al menos en parte por buscar mejores escenarios para su magisterio, saltó de nuevo a la Universidad, ya no privada sino pública, para provecho y regocijo de los estudiantes de Cádiz. Allí ha continuado siendo, Aurelio Arteta dixit, “una de las escasas figuras de sabio que teníamos a mano”, como lo fue en aquel imborrable curso pamplonés, para mí y seguro que al menos para varios de mis compañeros.

22 julio 2006

Julio Cortázar y el encierrómetro

Julio Cortázar nos regaló, dentro de sus Historias de cronopios y famas, así, por las buenas, sin negocio alguno ni universidad que acometiera estudios “científicos” previos, unas muy útiles instrucciones para subir una escalera. Dada la vocación de servicio público que anima este blog, no me resisto a reproducir unas líneas: “Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. (...) Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se la hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie”.

Ahora, unos avispados forofos del argentino han puesto en circulación el “encierrómetro”, una aplicación informática que, “tomando como referencia los diversos factores que concurren en un encierro, permite al usuario conocer el índice de riesgo al que se enfrenta en la carrera”. Perfecto. Estoy seguro de que todas las mañanas de las pasadas fiestas los animados a medirse con los morlacos en la vieja Iruña se sometían previa y voluntariamente al test, y que los que no alcanzaban la puntuación adecuada, bien por derrengamiento, cojera o sobrepeso circunstancial, o merluza macroscópica, factores de los que no habían sido conscientes hasta realizar la sencilla prueba, abandonaban al punto el peligroso intento. Y es que cada día nos es dado comprobar con alborozo que, como en la edad de oro de la zarzuela, las ciencias adelantan que es una barbaridad.

Donde más resplandece la admiración por Cortázar es en la advertencia que acompaña en la web a tan científico y productivo cuestionario: “El resultado final del índice ofrecido por el Encierrómetro sólo es válido en el caso de que tu intención sea participar en el encierro iniciando tu carrera antes del paso de los toros, dejando que te vayan alcanzando porque tienes la intención de correr cerca y por delante de ellos, y una vez alcanzado, corriendo durante unos metros (los que puedas, en función de la velocidad del toro y la tuya) delante de alguno de ellos a una distancia no superior a 8-10 metros”. No me extraña que uno de los “divinos” de la carrera, esos que llevan muchos años corriendo, se atreviera a insinuar en la prensa, con toda caridad y discreción, que, hombre, la ocurrencia del programita puede ser útil para “algunos extranjeros”que, ya se sabe, piensan que lo normal es subir una escalera hacia atrás o de costado, o que el encierro se corre detrás de los toros o a tres kilómetros de ellos.

21 julio 2006

Mi principal sentimiento es el miedo

Incapaz de parar, repantingado en la playa o al fresco abrigo de los bares o trasnochando, he devorado Memoria del miedo, de Andrew Graham-Yooll, un racimo de historias que participan de la memoria personal, la crónica y el análisis político y que en sucesivas oleadas dibujan el cuadro de los terribles años setenta en Argentina, esos que comienzan con el asesinato del general Aramburu por cuenta de un grupo peronista entonces flamante, los Montoneros, que presencian seguidamente, entre 1971 y 1976, la violencia constante y brutal de militares, paramilitares y guerrilleros de toda laya, y que se internan en el túnel más atroz cuando en marzo de ese último año el ejército deja de lado cualquier formalismo y, en medio de la indiferencia de gran parte de la población, acomete la eliminación sistemática de quienes se habían resistido con las armas a sus designios.

Graham-Yooll, hijo de escoceses, miembro de una comunidad británica que mantuvo en Argentina su lengua, sus colegios y muchas de sus costumbres, y periodista en un diario editado allí en inglés, The Buenos Aires Herald, escribió este libro al comienzo de su exilio londinense, abrumado por el extrañamiento y por el recuerdo del horror que había conocido antes de escapar a los seis meses del golpe, a punto de que lo detuvieran. Para entonces Graham-Yooll tenía consolidada, pese a los lazos amistosos, su interpretación del laberinto argentino: “El conflicto civil nació de la rivalidad política, pero más aún de las emociones personales que eran invocadas como motivos de venganza. Un individuo se lanzaba a vengar a un militante hecho pedazos por una granada; un oficial decidía vengar a un colega que había sido blanco de otra venganza. Aumentaban las víctimas; los jefes de los grupos rivales asumían la responsabilidad de los desmanes y ordenaban escaladas terroristas como forma de mantener su autoridad y de tratar de ganar adeptos entre los vacilantes. Así el conflicto avanzaba hacia la guerra.”

A la luz de esta visión, queda claro que Graham-Yooll no era un peronista de ninguna de las varias facciones que enaltecían al viejo caudillo al tiempo que se mataban entre sí, ni un nacionalista de ninguna clase (tal vez por su curiosa condición de argentino criado a veinte kilómetros de Buenos Aires en un medio más british que el de Cambridge), ni un convencido de las virtudes emancipadoras de las metralletas ni un derechista enfangado en el exterminio de zurdos. En uno de los capítulos más conmovedores del libro, en el que cuenta cómo se involucra en la ayuda a la postre inútil a una joven montonera, Graham-Yooll cita a Mario Eduardo Firmenich, líder del grupo armado, que dictaminó en una rueda de prensa, con criminal arrogancia: “A aquellos que están en el medio, les aconsejamos que se hagan a un lado cuando empiece la guerra”. “Si se pudiera odiar a un hombre por una sola frase”, le dice Graham a la guerrillera, “ése sería tu jefe, y ésa la frase. Tan claro, tan asesino; con esa frase hizo que centenares de personas creyeran que tenían que elegir de qué lado estaban; trataron de esconderse, y decidieron... morir.” Y es que Graham-Yooll, en el fuego cruzado de aquellos años, no tiene dudas respecto a su ubicación: “En el medio, como siempre”. A lo cual la joven replica: “Sí, estás en el medio, pero no sos neutral. Estás en el medio de un lío”.

En medio del lío y no neutral. De esa delicada posición brota el valor moral de un hombre que ve lo que pasa y se atreve, lleno de temor, a contarlo. Amigo de muchos escritores y periodistas fascinados por la violencia, y sólo muy ligeramente protegido por su profesión y por el medio en que trabajaba, Graham-Yooll se forzaba a redactar informaciones y denuncias políticas que le fueron granjeando el odio de los militares sin ganarle el aprecio de los guerrilleros. En esos años de plomo, e incluso cuando en marzo del 76 el terror se desnude totalmente, el angloargentino será incapaz de permanecer al margen de lo que sucede, si bien no se hace ninguna ilusión sobre la utilidad del esfuerzo: “Había muchos artículos en los que me animaba a hacer breves referencias a la anormalidad política... Después temblaba pensando en la reacción. Era un círculo estúpido, más que vicioso, en el que yo me obligaba a informar y luego esperaba aterrado las posibles consecuencias. Lo que era peor: era un ejercicio agotador con el que se lograba muy poco.”

El miedo, siempre el miedo, omnipresente en el libro. “El terror paraliza; la histeria avergüenza; el miedo humilla. Las dos primeras sensaciones son incidentales y se desvanecen; el miedo es un compañero constante”. El miedo que desvela sin remedio, que sobresalta por cualquier nimiedad, el miedo que hace mearse y cagarse a un fotógrafo secuestrado por matones de la derecha peronista, el miedo del que nacen sarpullidos o eccemas, el miedo a un paquete sospechoso o ante un Falcon sin matrícula, el miedo al teléfono, la noche o la calle vacía. Miedo que alcanza el paroxismo cuando los militares, en su labor aniquiladora, se lanzan tras el golpe a torturar y matar también a familiares de los guerrilleros, o a sus amigos, o a cualquier persona que pudiese haberles ayudado levemente, o incluso a pibes que hipotéticamente podían convertirse en resistentes años después. “Es bueno recordar el miedo, para no repetirlo”, dice el autor. Pero acto seguido no puede dejar de preguntarse, con amarga retórica, sobre lo que, pese a todo lo que acontecía, dominaba en gran parte de los argentinos: se sentían “en el medio” pero además querían ser, más que neutrales, indiferentes: “¿cómo pudimos, toda una sociedad, vivir en compañía del miedo como si fuera normal? ¿Cómo pudimos, como país, vivir diciendo: “por algo será, o en algo andará’”?

Este breve acopio de citas no da cuenta cabal en absoluto de la riqueza de datos y matices del libro. Días después de “comérmelo” he vuelto con emoción admirativa a la historia del pobre fotógrafo aterrado, o a la de la patada del periodista a uno de los muchos cadáveres que “aparecían” en los bosques cercanos al aeropuerto de Ezeiza, o a la de la joven viuda montonera consumida por el miedo y la soledad física y afectiva, o a la de la liberación, tras nueve meses de secuestro, del millonario Jorge Born, una representación en la que tiene un papel relevante un Graham-Yooll ya muy mal visto por el poder y frustrado porque sabe que no podrá contar en su periódico nada de lo presenciado; o a la historia de sus últimos días en el país, en septiembre del 76, cuando el sinvivir devora su vida familiar y laboral; o a la historia final del encuentro con dos torturadores que años después escupen ante él retazos de sus fechorías, en un tenso diálogo que se corta como el desenlace de un gran cuento. Historias que funcionan como el mejor de los relatos gracias al talento narrativo de Graham-Yooll, y que muestran las enormes posibilidades que en manos de un periodista de raza tiene la realidad si pasa por el cedazo de la (buena) elaboración lingüística.

Los amigos de Graham-Yooll estaban, ya lo he dicho, mucho más en el lado de la guerrilla que en el de los milicos. Y cuando retorna unos días a Argentina en 1980, todavía con miedo porque la dictadura pervive (hasta 1994 no volverá definitivamente, para dirigir The Buenos Aires Herald), su tono es casi elegiaco en la remembranza de tantas vidas segadas, de tanto dolor desparramado y tantos huecos en su propio espacio vital. Pero el periodista no se deja ganar sólo por los sentimientos, o, mejor dicho, por un sentimentalismo mutilado o parcial. Así que cuando resume, en ese prólogo que siempre se escribe en último término, su balance del periodo, sigue aferrado a ese “medio” desde el que vivió el desollamiento de Argentina: “Todavía me siento perturbado por la locura de los jóvenes rebeldes. Encontraban explicaciones para el asesinato con el tono de voz de una conversación normal, y el desatino apenas se notaba entre tantas muertes diarias, en un país donde la muerte era parte de la vida. Sigo atónito por la furia de la represión: por la crueldad ciega de los seres humanos más primitivos, por el cálculo frío de los intrigantes.”

16 julio 2006

Socorrer al necesitado

El otro día detuvieron a Pablo Muñoz, director del Diario de Noticias (de Navarra y de Gipuzkoa). Tras 72 horas en una comisaría, incomunicado y supongo que desazonado, harto y aburrido, Garzón encontró un rato para interrogarlo. Total, y como casi todo el mundo suponía, para soltarlo tras la declaración con una fianza relativamente ridícula. Qué frivolidad procesal. Estoy de acuerdo con los que han tildado el arresto de chapuza y, por eso mismo, de atropello. Visto lo visto, ¿no hubiera sido más lógico y correcto que Muñoz, si aparecía citado en documentos o en testimonios de otras personas, fuera llamado a declarar, sin el trago previo de la detención, a la postre eludible por casi nada? ¿O es que alguien pensó en serio que podía huir?

Sin embargo, leo hoy domingo una entrevista a Muñoz en el propio periódico que dirige y me asaltan varias preguntas. Dejo de lado la flagrante inexactitud que afirma de que “el empresario extorsionado es la auténtica víctima del terrorismo” (¿no hay y ha habido víctimas mucho más sufrientes?); puede deberse, como tantas veces sucede, a la poca pericia de los redactores de su medio a la hora de reproducir lo dicho. Lo relevante es que parece que el director se dedicaba a la intermediación entre empresarios y etarras desde hace tiempo y con relativa regularidad, en una suerte de segunda (¿o primera?) ocupación.

Sostiene Muñoz que como ya no existe desde hace años en Iparralde la posibilidad de que el etarra “señor Robles” hable con los empresarios chantajeados y/o recoja el dinero, hace falta alguien que ayude a éstos y los ponga en contacto con sus extorsionadores, eso sí, como dice hábilmente, “sólo” cuando el “advertido” no quiere aportar ni un euro a la causa. “¿A dónde podía acudir el empresario en el caso de quisiera pagar o resolver esa situación?”, se pregunta (contradictoriamente). Pues a él mismo. ¿Cuándo comenzó a correr la voz entre los afectados de que el director de periódicos también hacía este noble trabajo en el “sector público voluntario”, que decíamos en tiempos? ¿Sabía a quién tenía que dirigirse para “resolver la situación”? ¿Había un canal permanentemente abierto y estable?

No tengo ninguna vocación de juez o policía, pero sólo con lo que insinúa Muñoz mi curiosidad ciudadana se ha visto notablemente excitada. Estoy seguro de que su declaración del viernes fue apasionante y muy rica en detalles. Aquí hay una gran historia, no cabe duda, y espero que algún día la conozcamos, aunque sus materiales primarios sean la extorsión, la vileza y el miedo. Menos mal que los materiales secundarios son los que componen la acción intermediadora, “cargada”, dice Muñoz, “de ética y moralidad”. Así sea.

28 junio 2006

Aprendiendo a ser justos

Se acaba el curso en las tertulias sobre libros que funcionan en la biblioteca de Barañain. Y para celebrarlo, algo nuevo y especial, un viaje a Barcelona de más de cuarenta personas. Feliz idea del alma de estos clubes de lectura, Jesús Arana, que llega a buen puerto un fin de semana de junio en el que sustituimos el tórrido mediodía navarro por la deliciosa noche con que nos recibe la capital catalana. Hemos leído en el curso varias novelas de Eduardo Mendoza, Juan Marsé y Enrique Vila-Matas, y aunque no podemos encontrarnos personalmente con ellos, no perdemos el tiempo. Jesús y el magnífico equipo que trabaja en esta iniciativa (Juana Mari, Tere, Begoña) han preparado un buen programa, lleno pero sin agobios y, claro, con la premisa de la libertad total de movimientos de cada quien, según sus fuerzas y manías (como la de comprar libros en el mercado de Sant Antoni, tentación a la que corremos algunos). Cena con la tertulia de la biblioteca del Carmelo, itinerarios por el barrio del Poble Sec y por los escenarios de algunas novelas de Mercè Rodoreda, y sabroso encuentro con la escritora Gemma Lienas, más que su novela. Antes, después y en medio, múltiples charletas entre nosotros sobre libros y vida, vida y libros, que para muchos no está claro si en esto fue antes el huevo o la gallina.

Ambiente fenomenal en el grupo. El propio Jesús Arana, en un artículo que recomiendo desde ya y que apareció en el verano de 2005 en la revista La casa de los Malfenti (www.lacasadelosmalfenti.com) escribió que “Una idea hermosa que está detrás de los grupos de lectura es la que acierta a formular Adolfo Marsillach en sus memorias cuando dice: ‘En el fondo de mi corazón sólo considero compatriotas a quienes leyeron los mismos libros que yo he leído’. Con toda la exageración que puede haber en esta frase es cierto que encierra una verdad: un bagaje de lecturas compartidas, además de ayudar a los miembros a identificarse con el grupo en la medida que tienen unas referencias culturales comunes cada vez mayores, los hace partícipes de una misma experiencia y esto, se quiera o no, une”. Se quiere, se quiere. Desde luego, en Barañain he conocido a gente admirable, o a gente que, al menos, pone en el encuentro algunas de sus mejores facetas y su disposición más cordial y atenta.

La lectura, escribió Gabriel Zaid, es una conversación, pero que en primera instancia se produce entre el lector y lo escrito, y por tanto implica silencio y soledad. Sin embargo, del movimiento intelectual, anímico, espiritual que ponen en juego los libros brota naturalmente el impulso de hablar con semejantes sobre lo que hemos leído y definir mejor lo pensado y sentido. Y es que sucede con frecuencia que sólo en el diálogo, en el intercambio discursivo en alta voz, toman forma en nosotros mismos determinadas ideas que la lectura había ido animando pero que permanecían más o menos borrosas. Leemos, hablamos, pensamos, y hay una interacción que afila cada fase del proceso y las dispara a todas por caminos progresivamente más fértiles. Es cierto que a veces en la tertulia, como sucede en cualquier encuentro, la conversación es desordenada y fútil, pero en general no sólo se enriquece el proceso que he descrito; asoman además, con ocasión de los libros, intensos retazos de vida, verdad, felicidad, duda o dolor. No puedo concebir una utilidad más noble para la lectura.

Desde luego en Barañain, lo dice también Jesús Arana en su artículo, “los grupos de lectura están compuestos por personas con profesiones de lo más heterogéneas, con distintos niveles de estudios, con creencias muy diversas y pertenecientes a diferentes clases sociales y sin embargo todas tienen en común algo: pasión por la lectura, curiosidad intelectual, gusto por la conversación, mentalidad abierta, capacidad para respetar las opiniones de los demás. (...) Así definidos, son un fenómeno que responde a un tipo de sociedad donde los espacios para la conversación han dejado de ser algo natural y es necesario crearlos”. Yo añadiría un matiz: hablar ya hablamos en la vida ordinaria, mucho, a veces demasiado, por ejemplo por teléfono. Pero en las tertulias sobre libros no se trata de un tipo de conversación sobre hechos u objetos, o sobre naderías, una conversación de grado cero. Sin necesidad de profundizar en técnicas narrativas o de caer en la erudición, hay en la conversación en Barañain la suficiente calidad reflexiva y vital como para que muchos días salgamos en un estado de deliciosa ebullición, incluso si el libro es malo o no ha prendido en el grupo. Porque un mal libro también puede dar lugar a un excelente debate.

Habría muchos días para rememorar. Por ejemplo, y salvando las enormes distancias de calidad, recuerdo cómo una novela de Benjamin Constant y otra de Laura Mintegi nos dieron pie a charlar sobre el amor mucho más allá de la hora fijada. Una mala obrita de Aitor Arana nos animó a escudriñar con vehemencia en los deseos y dilemas sexuales, lo mismo que Catherine Millet. Enrique Vilá Matas nos llevó por los caminos de la vanidad y de la narración como ejercicio seductor. El corazón de las tinieblas, de Conrad, suscitó un apasionado debate sobre el colonialismo y los crueles delirios humanos. Y un soberbio cuento de Jokin Muñoz sacó al aire los temores de padres y madres sobre la vida y destino de sus hijos.

Conseguir que funcione bien una tertulia requiere cierta organización, sobre todo si los participantes son muchos y no deben comprar los libros -se les dejan en préstamo-. Si además incluimos la extensión de la idea a otras bibliotecas hasta que ha prendido, con el atento asesoramiento del propio Jesús Arana, y conseguir de vez en cuando encuentros con autores, y articular actividades complementarias como lecturas poéticas, actuaciones musicales y sesiones de cuentacuentos, cabe atisbar el esfuerzo que está detrás de la actividad. Borges enumeró en su poema Los justos algunas acciones que pueden hacer las personas (Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire // El que agradece que en la tierra haya música // Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto // El que acaricia a un animal dormido...) y que parecen mínimas, privadas, casi irrelevantes. Sin embargo, culmina el poema, “esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo”. Durante muchos años consideré que por bellos que fueran los versos, la conclusión era metafórica o simplemente exagerada. Ahora ya no estoy tan seguro. Supongo que para salvar al mundo hace falta la gran política, y los planes generales, y la acción colectiva y los propósitos personales de largo alcance. Pero los pequeños actos de justicia o compasión, la asunción irrenunciable de nuestras propias responsabilidades, la implicación serena o entusiasta en modestos pero hermosos proyectos..., todo eso adquiere cada día más valor a mis ojos. En Barañain, por ejemplo, en la acción infatigable de Jesús y de los demás trabajadores de la biblioteca, acción que ha tejido una red de cultura que crece y crece, pienso que tenemos una muestra de lo que se puede hacer para llegar a ser justos.

26 junio 2006

Muerte en Orihuela

El sábado la televisión vasca emitió un programa en recuerdo del cantautor Imanol, que murió hace dos años en Orihuela. Me contaron que sus últimos tiempos fueron muy duros y que necesitó más de una vez la ayuda económica de amigos para salir adelante. Los artistas como Imanol no lo han tenido fácil casi nunca, porque su música no es de cuarentaprincipales, pero es que además él, aun cantando sobre todo en euskera, se había convertido en un proscrito para el poder nacionalista. Desde que en 1986 comenzó a plantar cara a los postulados y las fechorías del nacionalismo etarra, se cernió sobre Imanol un veto rotundo de los ayuntamientos donde Herri Batasuna gobernaba o controlaba las concejalías de cultura y euskera, esas concejalías que suelen dejar en sus zarpas hasta los partidos no nacionalistas. Después, a medida que Imanol seguía evolucionando, vivió el ninguneo de parte del mundo nacionalista “moderado”. Y ya se sabe que las antipatías políticas se traducen siempre en ausencia de contratos y actuaciones, en este caso en pueblos, ikastolas y eventos de toda laya donde los nacionalistas tienen la sartén por el mango y el mango también. Imanol, harto y pobre, acabó yéndose de Euskadi y buscando con sus excelentes discos en castellano nuevas posibilidades.

Escuché a Imanol por primera vez en pleno monte, un gélido domingo de enero de 1977, cerca del monasterio de Iranzu, en el fin de fiesta de unas jornadas de convivencia de la organización juvenil de LCR-ETA VI, escisión de ETA devenida en troskista. Aquel día yo era sólo un invitado, miembro de otra peña comunista. Imanol, un antiguo etarra exiliado y resistente ya en el París de los primeros setenta, cantó algunos temas de la época en que había musicado, con el seudónimo de Mikel Etxegaray, poemas de Mikel Azurmendi. Pero recuerdo en especial una canción popular sobre los forjadores vascos que, furiosos por la explotación que padecen, planean quemar las fábricas y liquidar a los patronos. Todo muy de la época. Hacía un frío que pelaba, pero vibramos igual que si Urbasa fuese sierra Maestra, y nos sentíamos prestos para cualquier intrépida acción que implantase el anhelado poder proletario y popular. Desde entonces, y durante veinticinco años, compré sus discos y le vi muchas veces en Pamplona, ora en buenos auditorios, ora en modestos centros de barrio, sólo con su guitarra o junto a diversos músicos.

Imanol fue cada vez más un excelente cantor de la naturaleza (de “todos los colores del verde”, que diría Raimon), de los sentimientos y de los romances populares del país, pero también, como todos los grandes músicos vascos, un hombre con una inevitable dimensión pública. Sólo que mientras los grandes nombres, por calidad y prestigio, como Mikel Laboa, Benito Lertxundi o Xabier Lete, han estado siempre en posiciones nítidamente nacionalistas y han podido moverse en la democracia peneuvera con absoluta comodidad y salir al mundo con el beneplácito de todas las progresías, y Oskorri hace muchos años que se hizo perdonar su inicial “marxismo-españolismo”, Imanol se movió políticamente, en un cambio similar al de otras muchas gentes, pero de altos costes para su vida y carrera. Así, tuvo que soportar insultos ya en los setenta por cantar algunos temas en castellano, o amenazas por participar en el homenaje a Yoyes a raíz de su asesinato, o la feroz campaña de muchos nacionalistas cuando, tras las pintadas contra él, dio un paso adelante y organizó el festival de Anoeta en 1989 en el que contó con la solidaridad de amigos como Sabina, Labordeta, Javier Krahe o Luis Pastor (qué miserables resultan ahora, en la distancia, las evasivas o reservas que balbucieron entonces las vacas sagradas de la música vasca), o la estigmatización que desde entonces le acompañó.

Pero él siguió trabajando, siempre a su aire, sin encajar exactamente en ninguna posición partidista y sin sectarismos a la hora de elegir versos de poetas euskaldunes de todos los colores ideológicos para sus músicas. Imanol encarnaba muy bien la ilusión de un País Vasco normal, sin matonismos ni identidades historicistas, el sueño de un vasquismo civilizado y radicalmente abierto. A la postre, su fracaso fue nuestro fracaso, y no es casualidad que algunos de sus amigos acabaran creando la plataforma Basta Ya, nombre que, para los sectores que incrementaron su hartazgo en la misma dirección que Imanol, lo dice todo en dos palabras.

Es verdad que, hablando de un artista, eso no es lo más relevante. Todavía hoy paladeo con frecuencia muchas de sus canciones, la energía, dulzura o melancolía que rezuman, su voz grave, potente pero muy bien modulada y tantas veces doliente, que supo conjuntar en tantos temas con amigos. En el documental he podido revisitar dúos memorables con Paco Ibáñez, Amaya Uranga, Ainhoa Arteta, Labordeta o incluso Georges Moustaki, con quien hizo en euskera una preciosa canción de aires griegos, así como algunas de sus interpretaciones a capella, de inusual intensidad. Pero, por desgracia, me quedo con un momento de su trayectoria, alrededor de 1985-86, que enlaza fatalmente el arte y la política. Imanol había publicado en dos años un par de discos soberbios, “Oroituz” y sobre todo “Mea kulparik ez”, llenos de temas, como Ilun ikarak, que continúan expandiendo una rara emoción. Pero en ese punto de plenitud artística, tal vez el más elevado de su trayectoria, se vio involucrado como “tonto útil” en la fuga de Sarrionaindía y Pikabea de Martutene que organizó Mikel Antza, luego gran gurú etarra. Y a poco de sacar el segundo álbum vino la “ejecución” de Yoyes, la reacción indignada de Imanol y el comienzo de sus peores incomodidades, esas que culminaron con su muerte, “como del rayo”, en Orihuela, que no era ni su pueblo ni el mío, hace ahora dos años.

07 junio 2006

El valor de dos centavos

He leído Dos centavos. Un diario, de Pedro Charro Ayestarán (ediciones Eunate). Como de los diez seguidores que debe de tener este ángulo un par ya han censurado la extensión de mis notas, por si acaso huyen enseguida de su lectura me apresuro a decir que el libro de Charro es espléndido y que sería bueno que tuviese muchos compradores y, quién sabe, lectores.

Me interesan desde siempre los diarios, o los dietarios (la distinción entre los dos términos es peliaguda y lábil), y los he leído de muchas clases. Sin ánimo de agotar el muestrario, me vienen a la mente los que contienen sólo los hechos más menudos de la vida de su autor. Otros vuelan majestuosamente por los excelsos pensamientos filosóficos o los comentarios sobre libros o películas, y no dejan que nos asomemos apenas a la cotidianeidad de quien está al fondo. Y otros mezclan adecuadamente los ingredientes y entonces, creo, semejan una buena conversación. Como en ésta, en el diario deben estar presentes la reflexión general y la anécdota, lo elevado y lo trivial, la especulación y la confidencia, el pensamiento riguroso y los mínimos sucedidos. Creo, en todo caso, que a riesgo de caer en la inanidad, los detalles son esenciales en un diario. Como les aconseja Charro a sus alumnos de un taller de escritura, hay que “dar cuenta de lo particular, de lo que bien mirado no puede importar a nadie. (Eso es, justamente, lo que más interesa a todo el mundo.)” Y en ese sentido, el diario, este diario de Charro por ejemplo, se aproxima a la literatura.

En todo caso, un diario publicado siempre es una construcción, un producto en el que comparece el hombre o la mujer que lo va tejiendo, pero donde se selecciona a partir de los cuadernos originales y por eso mismo se oculta, se cuenta pero se calla. Incluso se manipulan fechas y nombres, o se transmutan anécdotas, de modo que el diarista siempre compone un personaje. Ello no resta a priori interés al resultado, en absoluto, toda vez que en los buenos diarios el lector, que normalmente no conoce al escritor, sin embargo encuentra en él, en su forma de contar la vida, un espejo en que mirar su propia existencia y someterla a escrutinio.

Un diario admite todo, es un género tan flexible que algunos autores incluyen en él poemas, o semirrelatos de varia extensión o, por qué no, como hace Charro, desde el texto de una intervención en un congreso de psicoanalistas en Argentina hasta columnas publicadas en la prensa en el periodo en que este diario se iba forjando y que, vemos ahora, guardan una relación orgánica con sus anotaciones privadas y lo deslizan en otra legítima dirección, la del ensayo.

Pedro Charro no ha dado a la luz un diario íntimo, pero sí sumamente personal. Aquí tenemos a alguien que en 2004 se hace consciente de cambios vitales significativos. Un hombre en un momento de transición, que se angustia algunos días por ver lo que el tiempo ha hecho con él (“Un dietario, un diario, es un ejercicio de lucidez sobre el tiempo”), pero también por las decisiones que ha tomado, es decir, por lo que él ha hecho para reorientar el curso de sus cosas. Es un hombre que se ha atrevido a cambiar de trabajo, a dejar una posición profesional establecida y solvente, pero que teme no poder ganarse la vida con sus nuevas y variadas ocupaciones. Un hombre que ha ido cambiando de ideas, por lo que ahora se ve más maduro y comprensivo, pero que al mismo tiempo no puede dejar de añorar el que fue tiempo atrás. Un hombre al que le gustaría tener un carácter más contundente, incluso mal genio, pegar más de una vez un puñetazo encima de la mesa ante el espectáculo de la estupidez o la maldad. Un hombre, en fin, con unos hijos que le hacen más responsable y le inspiran al tiempo, con sus preguntas y obstinaciones, minirrelatos melancólicos o de una curiosa gracia.

Hay otro cambio fundamental. 2004 es el año en que Charro siente que ha hallado su propio estilo en la escritura, la manera que se ajusta mejor a sus aspiraciones, lo cual casi le llena de euforia. La columna Dos centavos, que publica en septiembre, marca, en cierto modo, un antes y un después. “Siento la extraña sensación de haber llegado al final, es decir, al principio. Que algo ha cristalizado, se ha precipitado; que, sin pensarlo, he aprendido a escribir de otra forma, (...) he encontrado un cierto estilo. (...) Todo camino lleva a alcanzar mayor ligereza, a desprenderse de peso, a hacerse más desenvuelto, a mostrarse natural, a parecer fácil. Debería dar saltos de alegría si no tuviera este pánico a perder de pronto el don”.

No sorprende por ello que en la presentación señale que el diario gusta “porque nos gusta lo breve, lo fragmentario, lo sugerente, más que lo sistemático”. Y es que es un género que le va como anillo al dedo porque le permite mostrar más que demostrar, sugerir y no sentenciar. Le permite un estilo depurado, más elemental, para decir mucho cada vez con menos, un modo narrativo o ensayístico en el que la sugerencia es más potente que la explicitud. Como dijo Bela Bartok, “cuanto más madura uno, más experimenta la necesidad de proceder por medios económicos, de expresarse más simplemente”. Pedro Charro no escribe, ni quiere, tratados sistemáticos, escritos rotundos y combativos, sino apuntes enlazados casi por asociación azarosa, por recuerdo y evocación. Pero es tal su convicción de que ha encontrado en el diario un vehículo expresivo adecuado que llega a anotar: “Dudas sobre la valía de lo escrito. Y de pronto, reivindicación del diario: Estas notas sobre las que vuelvo, a las que no daba importancia, son justamente la obra en cuestión, lo que auténticamente estoy escribiendo. Como si la escritura, para poder ser algo, necesitase quitarse importancia, ser indeliberada, casi secreta”.

Este diario tiene otra línea de fuerza. Pedro Charro lee y toma notas recurrentemente sobre el filósofo Heidegger y el poeta Ezra Pound, dos figuras gigantescas que sin embargo padecieron esa forma de miserable estulticia, tan habitual en los intelectuales del siglo XX, que les llevó a abrazar con entusiasmo la causa del totalitarismo, en este caso del fascismo y del nazismo. Como dice en relación con esa ilusión totalitaria, “las tonterías más torpes e interesadas, la ceguera para lo obvio y la falta de coraje moral, se encuentran por doquier, pero más a menudo entre los intelectuales, entre idealistas muy puros”. No es nada raro que este juicio tan taxativo le incline hacia lo mejor del inagotable y poliédrico liberalismo: “Ponerse de parte del individuo y de la libertad conduce con el tiempo a abandonar la izquierda y colocarse en un liberalismo más o menos radical, en un posibilismo lúcido y un poquito desencantado”.

Del análisis del mal en la Europa del siglo XX transita el autor en varias ocasiones al del mal en nuestra sociedad, la catástrofe del terrorismo, encima comprendido o consentido por tantos. Ante él abandona cualquier tono dubitativo o ambiguo: “Esta historia hedionda (la de la indiferencia y el desprecio ante el sufrimiento provocado por el terrorismo nacionalista vasco), esta realidad que no quisimos ver, esto que clama desde entonces es, quizás, el acontecimiento central de todos estos años.” El libro contiene páginas emocionantes por ejemplo sobre el sufrimiento de la familia Ulayar, que, además del asesinato del padre en 1979, debe padecer el silencio cobarde o cómplice de tanta gente y durante tantos años, y el ignominioso enaltecimiento del asesino, hijo predilecto del pueblo.

Hay más, mucho más en este diario. Pero creo que debo parar. Me da pena no haber dicho nada sobre la relación del autor con el psicoanálisis y los grupos de lectura en el habla, o sobre lo que les cuenta en el congreso de Buenos Aires, o sobre la ironía como rasgo frecuente de su estilo, o sobre... En fin, si con lo que he apuntado consigo animar a alguien a darse un buen paseo por este admirable libro, me doy por satisfecho. Y espero que no se enfaden conmigo más, por pelma, esos dos de lo que hablé al principio.

04 junio 2006

Charlatanería

Hace diez días, en la presentación de un libro que repasa los cien años de una escuela pública intervino el viejo escritor que hace mucho tiempo nos cautivó con su poderoso aliento faulkneriano, pero que ni sé desde cuándo sólo desparrama escritos muy menores por los periódicos. El salón lucía una buena entrada de las madres y padres que llevan sus retoños al centro. Como en éste hay una nutrida y creciente matrícula en la línea de enseñanza en euskera, no pocos de esos progenitores son profesionales, acomodada clase media: médicas e ingenieros, profesores en otros centros, toda suerte de funcionarios con monovolumen y sofisticadas bicicletas de montaña. Eso sí, gente maja, progres muy viajados y, sobre todo, amantes de lo euskaldun, que ya sabemos que en esta tierra progresismo y vasquismo han dado en ser términos casados hasta la muerte. En ese ambiente el viejo escritor dijo, sin quitarse la boina y con gesto ceñudo, que a la escuela pública sólo van los republicanos y los pobres y menesterosos. Dejando aparte la primera condición, porque lo del republicanismo va en la mente y no se nota a simple vista, lo de pobres y menesterosos resultaba, oído allí, simplemente hilarante.

En algunos barrios, sobre todo de las grandes ciudades, sí se acerca a la verdad la sentencia del viejo escritor. Es la escuela pública en español la que acoge a los pobres, incluyendo en tal condición, claro es, a los gitanos y a los inmigrantes que no paran de llegar y que los centros privados ahuyentan implacablemente. Pero donde yo vivo, y en todo el País Vasco, la enseñanza en euskera actúa como una barrera tan disuasoria como las que coloca la privada para librarse de quienes no interesan, de modo que a las líneas del modelo D acude un alumnado casi exclusivamente autóctono en el que los pobres y menesterosos lo serán de espíritu, no sé, porque de otra cosa ni por el forro.

Cuando el viejo escritor largó su sentencia no había en la sala gitanos ni inmigrantes, esos que por cierto acuden a la diminuta línea de enseñanza en castellano y a los cuales muchos de los padres de euskera quisieran ver lejos de “su” colegio. No, lo que dijo el viejo escritor era, más que una clamorosa inexactitud, una aseveración que, por muchas licencias poéticas que estemos dispuestos a concederle a un fabulador, entra de lleno en la categoría de bullshit, una expresión sobre la que un filósofo ha escrito un librito enjundioso y que se puede traducir como charlatanería. Bullshit acostumbran a ser por ejemplo los discursos de los políticos y los publicitarios, palabrería excretada por quienes, más que la verdad, que exige aburridos datos y distingos cuidadosos, aprecian la “sinceridad”.

Nuestro viejo escritor es desde luego “muy sincero”, lo que se nota en el tono dolorido con que siempre se pronuncia, y estoy seguro de que no hay en él la más mínima intención de mentir. Pero es que la charlatanería no juega en el terreno de la verdad y la mentira, sino en el de la manipulación emotiva, en el campo de las resonancias afectivas que confirman y refuerzan nuestras elecciones primarias. Así que se dice, con bullshit, lo que hay que decir, en este caso lo que a la próspera parroquia le regala los oídos y le gusta imaginar, y el pacto entre el discurso y el auditorio queda soldado. Como susurró satisfecha detrás de mí una madre, “estos hombres mayores son siempre los mejores”. Más progres si cabe y con la conciencia en inmejorables condiciones, al acabar el acto muchos se fueron “de potes”, como es de rigor.

24 mayo 2006

La materia de la realidad

Ahora que de nuevo sólo fulge el fútbol, en Pamplona, en el Estatut y pronto en el mundo entero, dentro del eterno retorno de la murga, me vienen a la memoria los tiempos en que fui forofo. No espectador, aclaro, que eso lo es cualquiera, ni siquiera aficionado, sino forofo. Mis recuerdos carecen de grandeza y glamour, porque el Osasuna de mi infancia y adolescencia, el que me subyugaba en el flamante Sadar de 1969, era tan gris rata como el resto de mi vida y, si me apuran, de la realidad. Pero vibraba en nosotros idéntica pasión que si hubiéramos rivalizado con el Manchester o el Milan.

Sería necesaria la capacidad de Ignacio Aranaz, otro volumen de su Pamplonario, para dibujar cabalmente la ciudad de entonces. Pero recuerdo que ésta terminaba al sur con el destartalado barrio de la Milagrosa, y desde allí hasta el flamante campo de fútbol uno se aventuraba un buen pedazo por descampados que muchos domingos la lluvia convertía en barrizales, o por la pequeña elevación que custodiaba la espalda del Oberena, una grada natural para ver gratis, aunque sólo medio terreno, los partidos de este equipo que incluso llegó a jugar en tercera con Osasuna. En el trayecto bordeábamos también galpones y naves vigiladas por perros fieros, o sucios talleres dedicados a la ferralla o a confusas industrias. La carretera, modesta, flanqueda por árboles, sin líneas de señalización y pésimo asfalto que se cortaba en los bordes abrupta e irregularmente, recibía pocos coches, y no hay ni que decir que los aparcamientos de tierra eran otro lodazal invernal en el que los valientes estacionaban a la buena de dios.

Osasuna inauguró el Sadar en segunda división pero pensando en ascender, y con fichajes tan campanudos como el del negro Jones. La desastrosa temporada lo hundió sin embargo en tercera, donde sus rivales al año siguiente eran potencias como el Utebo, el Binéfar o el Barbastro. Luego retornó a segunda y pasaron por aquí aguerridas escuadras, sin ir más lejos el Onteniente o la Cultural Leonesa, pero volvió a subir y bajar, en un tobogán que terminó en 1980, cuando mi vida se había ido por otros derroteros más alegres y había ingresado en la categoría de espectador intermitente, y además televisivo, cosa que no tiene nada que ver. Pero en mi final de infancia frecuenté hasta los entrenamientos de agosto, y vi a los jugadores ensayar fabulosos lanzamientos, jugar partidillos y hacer tablas de gimnasia y pruebas de resistencia. Más de una vez presencié broncas entre el entrenador (por ejemplo Juanito Ochoa, un malaleche) y los adultos que por allí holgazaneaban y juzgaban en voz alta rendimientos y tácticas, mientras los chavales espiábamos junto al vestuario los gestos y palabras de nuestros héroes: Osaba, Ciáurriz, Iparaguirre y Mantecón.

Dice Vicente Verdú que el espectador de fútbol “puede salir indemne del suceso, pero el forofo está afectado e infectado: es un tifoso”. Así que los domingos sufríamos. Mucho, intensamente. Apostados los infantiles entre graderío sur y grada lateral, veíamos al pequeño Santamaría subir indesmayable la banda para que a la postre ni Ostívar ni Osaba materializasen. O nos burlábamos de Pita, el gallego chaparro que trotaba la banda como un correcaminos pastillero. Menos mal que conservo algún recuerdo perfecto: Ederra consiguió en el último minuto un gol contra el San Andrés de Gramanet que supuso el ascenso a segunda en 1970. En cambio, pocos años después la derrota en la promoción contra el Hércules que precipitó otro descenso fue uno de los peores tragos de mi vida. De normal uno mitigaba la desazón observando a los adultos emborracharse, pelear y caer al suelo como muñecos, o con implacable frecuencia aprendiendo rebuscadas maneras de injuriar –nunca he escuchado tantas y tan sexuales palabrotas- y hasta de “cagarse en la columna del sagrario”, rugido que expulsaba un hombre diminuto a mi lado, ataviado siempre con un impermeable dugan, si alguna de aquéllas había molestado su visión de un lance. Siempre cabía asimismo echar un vistazo al marcador simultáneo, ese en el que no te enterabas de nada si no sabías que aquel domingo Calcetines Ferrys representaba al Athletic de Bilbao-Elche o Muebles Jaucasa al Barcelona-Valencia.

El forofo nunca calma su sed de fútbol. Así que del campo nos íbamos al cuarto de estar de casa, a la tele en blanco y negro, para seguir la retransmisión a las siete y media del partido de primera en el Pasarón pontevedrés o en la Condomina murciana. Eran esos encuentros, dice también Verdú, “espejos de la insalvable decadencia dominical”. Partidos invernales, con jugadores bregando en el barro, gradas con pequeños grupos de hombres rodeados de vacío, “primeros planos de condenados que saludan a sus allegados con grotescas simulaciones de encontrarse bien, débiles gritos de aliento que transmiten los micrófonos llamados de ambiente, la iluminación eléctrica cuasisuburbial y la pobreza de los resultados, la indolencia en la voz del locutor-funcionario y la repetida repetición de las jugadas más interesantes”. Uno empezaba a ser adolescente, todo eran confusiones y miedos, pero ya atisbaba que el mundo, como esos partidos, era una ruina, “una enfermedad de hospital interminable”. La televisión daba, en directo, “los intestinos de una realidad transfutbolística, simbolizada”. Y todo de la misma calidad.

Esta mañana los alrededores del campo del Sadar, próximo a donde trabajo, rebosan basura que hay que sortear. Toda clase de envases, sobre todo latas y vasos, papel de plata y restos de bocadillos convertidos en un engrudo vomitivo. Anoche Osasuna se clasificó para la Champions y esta zona y parte del centro de la ciudad han disfrutado de un macrobotellón. Pero mi alegría por el triunfo rojillo no pasa de inconsistente y efímera. Es lo que tiene no ser forofo.

23 mayo 2006

Lo pequeño no es hermoso: es sólo pequeño

Las gentes de Montenegro, una cosa así como Navarra en extensión y habitantes, han votado por la independencia. Menuda ilu, que decíamos de críos. Es cierto que Montenegro tiene sus razones para ser independiente. La más atendible, la voluntad de la mayoría. Y, a fin de cuentas, fue soberana durante cinco siglos y medio –oigo a un montenegrino en la radio celebrar que “ahora vamos a volver al origen”: ¡el sueño de todo nacionalista!-. Pero es que, además, en la tenebrosa carrera de balcanización, demagogia y guerracivilismo que arrancó en la antigua Yugoslavia hace más de quince años, Montenegro, que tiene un primer ministro tan camaleónico y guripa como sus homólogos de todas las viejas tierras de Tito, no podía quedarse rezagado. Y el camino no ha concluido: falta Kosovo, y luego..., con un poco de ganas, hay materia para más querellas, en el camino sin fin hacia las naciones “homogéneas”. El origen, el sagrado origen, que por mítico que sea habla con su voz más seductora.

No he vivido en una pequeña nación independiente. Pero sí tengo una idea de lo que es el poder en una comunidad autónoma, en la cual, sin llegar ni de lejos, por suerte, a lo que sucede en Montenegro, cabe disfrutar de una hermosa cuota de chanchullos, amiguismo, nepotismo y escasa ventilación en los pasillos del mando. Y es que, como dice Jon Juaristi, “la proximidad entre gobernantes y gobernados está muy bien mientras manden los tuyos”. Algo que también han comprobado los catalanes con Pujol y luego con el tripartito. Si no quieres taza, taza y media de clientelismo.

Al mismo tiempo, y junto a esos vicios de la “proximidad”, veo perfectamente cuál es el nada secreto anhelo de un nacionalismo que, en su feroz y despiadada búsqueda de las esencias y el origen, dejaría de lado en esa pequeña nación cualquier remilgo a la hora de “homogeneizar”, de grado o de fuerza, y ello al margen de que las minorías renuentes sumaran casi la mitad de la población. No, teniendo en cuenta dónde vivo y con quién me las tengo que ver, no quisiera vivir en una pequeña nación independiente. A mí también me provocan claustrofobia. Son, en el mejor de los casos, un muermo. Y eso, insisto, en el mejor de los casos.

14 mayo 2006

De nuevo la pelea

Hacé poco, en un volumen de los diarios de Salvador Pániker me topé con esta anotación: «A propósito de sueños, esta noche he tenido uno muy extraño y muy erótico. Sólo que no me tomo la molestia de interpretarlo. No está uno ya para esas bromas. No creo que los sueños sean la expresión de deseos inconscientes reprimidos sino, más bien, combinaciones accidentales de informaciones dispersas, probablemente acumuladas en la víspera, condicionadas por lo que uno comió durante la cena, y apuntando —quizás— a una cierta adaptación con el ambiente».

El desdén contra las interpretaciones psicoanalíticas corrientes que despide este fragmento me recordó la primera andanada vehemente que leí contra aquellas, a comienzos de los años ochenta. En una magnífica revista editada en Asturias, Los Cuadernos del Norte, modelo de calidad y cosmopolitismo, se publicó un largo artículo de Mario Bunge, filósofo y físico con una muy relevante producción sobre los métodos y contenidos de la ciencia, y las relaciones de ésta con la filosofía.

El artículo de Bunge me sorprendió por su virulencia. Yo era bastante joven, pero había podido disfrutar para entonces de las lecciones de Víctor Gómez Pin sobre Freud en la posteriormente mítica facultad de Zorroaga, en un curso en el cual, tras un cuatrimestre inolvidable sobre Kant, apareció Totem y tabú, libro que, en manos de Gómez Pin, resultaba fascinante. Freud, nos decía, era un continuador y al mismo tiempo liquidador de la obra de Hegel, un pensador que con su indagación en el inconsciente se adentraba, como un gran descubridor, en lo que está más allá de la razón y funciona paralelamente a ésta. De hecho, uno de los libros de Gómez Pin ilustra muy bien en su título este tránsito de Hegel a Freud: Ciencia de la lógica (título de la obra más célebre de Hegel) y lógica del sueño (la que desentraña Freud). En Zorroaga, cierto, nadie hablaba de Freud como de un científico -ni falta que hacía, podemos decir-, pero sí se le consideraba un filósofo como la copa de un pino. Por otra parte, nunca oí al también brillante Javier Echeverría, entonces dedicado a la historia y la metodología de la ciencia, referirse a Freud como un charlatán. Echeverría se tomaba muy en serio al fundador del psicoanalista, hasta el punto de escribir un libro al alimón con el seductor Gómez Pin.

Los argumentos de Bunge que estudié en Los Cuadernos del Norte fueron recogidos después en su libro Seudociencia e ideología. Para él, “lejos de constituir un avance revolucionario, el psicoanálisis constituyó una contrarrevolución devastadora”. Alejado de las universidades más prestigiosas, afirma, “el psicoanálisis sigue haciendo estragos en la cultura popular y en las semiciencias sociales, así como en las humanidades”. Algo lamentable, porque no es más que “un gran montón de conjeturas fantásticas”, un engendro al cual “no se le debe una sola ley científica y ni una sola predicción certificada. En cambio, se anima a explicarlo todo, desde las fobias y los actos fallidos hasta el arte y la guerra. Y se atreve a entremeterse en la vida privada de miles de infelices enfermos mentales”. Bunge culmina su requisitoria señalando que el psicoanálisis “es un auténtico quiste en la cultura contemporánea. Aunque, eso sí, mucho más divertido que la parapsicología”.

Con Bunge y Gómez Pin yo había conocido una versión (hay otras muchas, claro) de los dos polos de una disputa que comenzó ya en vida de Freud, y que estos días, con ocasión del 150 aniversario del nacimiento del vienés, resurge por enésima vez. El pasado domingo El País dedicaba nada menos que un editorial (Freud nos mira) a defender con pasión las teorías y terapias freudianas. Para el anónimo entusiasta, la corriente psicoanalítica (que piensa “los conflictos personales como efecto de enredos anidados en zonas oscuras e inconscientes del espíritu y cuya formación habría tenido especialmente lugar en las etapas de la infancia”) ha tenido una importancia decisiva en nuestra cultura: “¿cómo hablar de la historia del arte, del cine, de la literatura, de la música, de los masivos movimientos políticos o los extraños movimientos del corazón ignorando a Freud?”

Pero el editorial iba un paso más allá, toda vez que exaltaba no sólo las interpretaciones psicoanalíticas, sino también su uso como terapia, porque, “seguramente tras la abusiva aplicación de terapias exprés y psicofármacos a granel, una parte de los pacientes ha confiado en la profundidad de un método que se apoya en el habla”, un método, en suma, “más acorde, en teoría, con el supremo bien de la comunicación”.

Esto se proclamaba, insisto, en un editorial, lo cual me dejó perplejo. ¿Debe un periódico tener línea editorial sobre una cuestión tan disputada, en la que no hay ni remotamente unanimidad ni consenso? ¿Es un asunto donde deba tomar partido de forma tan «oficial», impersonal y anónima, y defendiendo no sólo la teoría sino también la terapia (o las terapias, porque el psicoanálisis está lleno de tendencias y sectas enfrentadas entre sí)? No es extraño que a los dos días el periódico publicase la carta de un catedrático de Psicobiología que asestaba aceradas críticas al psicoanálisis en la misma línea que Mario Bunge.

A mí me sobran dudas sobre el fondo de la cuestión, la del valor de verdad del psicoanálisis y/o sus bondades curativas (o sobre el estatuto de la ciencia y de la filosofía, por ejemplo), y exponerlas todas me llevaría por caminos que esta modesta bitácora no debe recorrer –ya que no es más que un registro urgente de dudas e impulsos, el registro, además, y casi siempre, de un diletante-. Pero supongo que la virulencia de la discusión guarda relación con que no hablamos sin más de teoría o de una corriente filosófica; y es que con Freud comienza(n) una(s) poderosa(s) práctica(s) clínica(s), que tienen muchas veces como pacientes a “infelices enfermos mentales”, lo cual carga a la controversia de una gravedad particular. No sé, tengo que hablar con mi amigo P. para que me regale, desde su mucho saber en este asunto, al menos dos centavos de luz.

07 mayo 2006

Las dos culturas

El premio Príncipe de Viana de la Cultura, que otorga el Gobierno de Navarra, se lo han dado en 2006 a un físico, Javier Tejada. Durante varios años su nombre ha estado en danza sin éxito en las deliberaciones, a pesar de la tenacidad del ayuntamiento de su pueblo natal, Castejón. Ahora la candidatura la presentaba “la Universidad Pública de Navarra” (¿quién: el equipo de dirección, el departamento de Física?), y barrunto que contaba con avales más altos en los pasillos del poder.

¿Posee meritos Javier Tejada para obtener el galardón? Ni idea, o sea, que estoy igual que los miembros del Consejo Navarro de Cultura que se lo han concedido. Eso, que un premio lo otorguen personas ajenas por completo a la especialidad del enjuiciado, forma parte del disparate del asunto. Por desgracia, estamos muy lejos de que las dos culturas –científica y humanística— de las que habló C. P. Snow sean partes inseparables del saber de las personas. El ensayista inglés consideraba a los científicos, y en especial a los físicos, adelantados del progreso, mientras que los que él llamaba humanistas o literatos o intelectuales eran, en su opinión, “una curiosa rémora para la evolución de la humanidad y la universalización de la cultura, una falange arrogante de especialistas empeñados, en contra de la historia, en sostener la preponderancia del humanismo literario en pleno auge de la revolución científica, como alquimistas exorcizando la química o guerreros que optan por el caballo y la lanza en la era del tanque y la bomba atómica” (Vargas Llosa). Esta división de Snow ha hecho correr ríos de tinta y admite múltiples matices y tal vez ser refutada. Pero, sea como sea, y volviendo a lo que ahora nos interesa, lo cierto es que el premio a un físico como Tejada se lo han dado personas pertenecientes todas a la otra orilla del saber. Alguien ajeno al Consejo preparó una loa del físico, un experto en archivos la leyó lo mejor que pudo, y escritores, profesores de literatura o periodismo, músicos, escultores y pintores debieron de pensar: “no sabemos gran cosa de esto, pero sea”. (Y ello al margen de que en este evento todos los años hay que escarbar en busca de premiables de entidad, porque los indiscutibles se terminaron hace unos cuantos.)

Dice Javier Tejada hoy en los papeles que es consciente de que en Navarra más que por sus méritos científicos se le conoce por sus artículos. Y al lado de esta constatación podemos leer uno que ha dedicado a la fiesta del libro y la rosa en Barcelona, verdaderamente vacuo y de desaliñada escritura. Casi al final de su paseo en Sant Jordi anota el físico que por las calles de la ciudad caminan ese día personas que “expresan alegría en positivo”. Horror, esto me suena: así se “expresan” no pocos profesores de la Universidad Pública de Navarra. Aquí debe de estar el quid de la candidatura.

¡Viva Revel!

El otro día murió Jean François Revel. Más de veinte años aprendiendo con sus libros. Así que en el final de un ateo irreductible nada más respetuoso que leerle. Compré Diario de fin de siglo hace cuatro años, en cuanto lo publicó ediciones B, pero en este tiempo otros hilos han tirado de mí y el grueso volumen permanecía mudo. “Un libro no leído es un libro no escrito”, escribió Blanchot, y si entendemos la lectura como un diálogo íntimo y vivo entre el autor y un lector, creo que acertó. ¿Había escrito Revel este libro, que encima no se vendió nada en España y ahora se salda a tres euros por todas partes? Sólo estos días acabo de comprobar, de verdad, que sí.

Revel no es ni quiere ser un pensador fino y delicado, y a veces sus generalizaciones, sus afirmaciones contundentes, o incluso su selección de informaciones, me incomodan. Pero es un polemista formidable al que se le entiende todo, un escritor que conoce las reglas de la diatriba e incluso el panfleto, entre las que se incluye una simplificación de los mensajes. Revel odiaba los lenguajes oscuros, las teorías políticas y culturales alemanoides que ofuscan nuestro entendimiento pero engordan a tediosos exégetas. Para mí, que comencé a leerle siendo todavía admirador del comunismo y del nacionalismo, Revel ha sido un excelente regulador de mis ideas, un contrapunto agudo al izquierdismo que me forzaba a repensar, enfriar o más de una vez modificar mis entusiasmos. Nunca he votado en España al partido o partidos a los que supongo Revel hubiese dado su papeleta, pero su influencia ha sido poderosa en algunas gentes de izquierda. Nos ayudó por ejemplo a entender que el comunismo no era un noble sueño, sino una pesadilla totalitaria, y que los proyectos radicales de ingeniería política, fatalmente aliados con la mentira y la rapiña, conducen a la opresión o muerte de millones de personas –muchos lo habían dicho ya, cierto, pero Revel lo ha gritado hasta el último momento, apoyándose en una documentación apabullante-.

Su Diario de fin de siglo es intelectual y político, pero por ello mismo sumamente personal (no íntimo, claro). Y es personal porque compendia, al hilo de lo sucedido en el 2000, muchas de las ideas y rabias que ya conocíamos sus seguidores. Hay aquí una defensa sin complejos de la democracia, el liberalismo y el capitalismo como la mejor manera de organizar con (siempre) relativa justicia la sociedad. La democracia es algo frágil, que sólo se sustenta en el alejamiento radical de la mentira, los creencias no contrastadas, las falsas promesas, las consolaciones y utopías. Así que crítica la pervivencia en la izquierda no comunista de querencias por modelos o sistemas políticos detestables (Revel considera el daño hecho por el comunismo de una magnitud equiparable a la del nazismo); o proclama sin remilgos su aversión frontal al nacionalismo, hasta el punto de mostrarse varias veces harto de la miseria y corrupción que anidan en Córcega y de ser partidario de abandonar la isla a su suerte y concederle la independencia. Revel fustiga también supuestas verdades que no le merecen gran crédito, sean la maldad intrínseca del sistema político americano o la de los alimentos transgénicos, la perversión de la globalización o la atribución permanente de todos los males del tercer mundo al imperialismo y las políticas colonialistas del pasado -en buena medida, dice, son los propios países los culpables de su situación, toda vez que perviven con lozanía la satrapía local y el saqueo de las arcas públicas y de las ayudas internacionales, o el tremendo lastre de las guerras civiles, muchas veces interétnicas. Y qué decir, en fin, de la degradación de la enseñanza, carcomida por el crepúsculo del deber en la familia y en la institución escolar y, cosa no menos importante, la debilidad o estulticia de la mayoría de los discursos pedagógicos modernos.

Todo esto se encontraba, in extenso, en otros libros de Revel. Así que me he fijado ahora más en sus comentarios sobre cuestiones más “menudas”: su indignación ante el culto a la velocidad y ante el mandamiento actual de “divertirse hasta morir”; la pérdida de calidad y sabor de ciertas materias primas (frutas, verduras, etc.), que entristece a un gourmet como él; el deterioro del francés en la calle y en los medios de masas; su agobio frente a requerimientos sociales que le restan tiempo para el trabajo que verdaderamente le interesa; el elogio de la conversación unida a una buena mesa, y la dificultad de una buena charla si hay exceso de comensales; o, incluso (será porque lo he pensado con frecuencia últimamente), la endeblez del argumento y de las partes recitadas de La flauta mágica.

Las últimas palabras del libro recuerdan las que guiaban uno de sus libros más apreciados, El conocimiento inútil: «Una enseñanza, una impresión, diría más modestamente, se desprende para mí de estas notas escritas a vuela pluma durante el último año del siglo. De este siglo que fue el de la lucha entre democracia y totalitarismo, todavía tenemos demasiado arraigadas, pese a la victoria de la democracia, las deformaciones intelectuales del totalitarismo. La democracia no habrá ganado del todo mientras mentir siga pareciendo un comportamiento natural, tanto en el ámbito de la política como en el del pensamiento. Mientras se eternicen en el debate público la traición a la verdad, la negación de los hechos elementales, la distorsión ideológica, el deseo de derribar al contradictor y no de refutar sus argumentos, no podremos afirmar, diga lo que diga el calendario, haber salido del siglo XX y entrado en el tercer milenio.»

26 abril 2006

Henry James como argumento

Acabo de abandonar un libro a la mitad, lo cual equivale a la admisión de un fracaso. Mientras que avanzar con pasión por un texto es una experiencia exaltante, que celebra la plenitud del buen vivir, la colisión entre libro y lector que nos empuja a dejarlo frustra o irrita, y además ensucia el tiempo invertido, que sentimos ya como despilfarrado. El fenómeno se repite con una frecuencia que sube con los años y las lecturas, aunque el remedio tan ensalzado a mi alrededor de desdeñar la curiosidad por las mesas de novedades y refugiarse en los valores clásicos y seguros creo que me situaría en una última vuelta del camino que todavía, será que me veo inmortal, me resisto a ocupar.

Pero hoy no podía continuar más descontento, después de tres días atravesando The Master (Retrato del novelista adulto), una más o menos novela sobre la vida de Henry James del escritor irlandés Colm Tóibín. Me interesaba mucho a priori, porque había leído las alabanzas de los periódicos y sobre todo porque tenía fresco un soberbio encuentro con el novelista. Hace cuatro meses en nuestra tertulia del sótano leímos Otra vuelta de tuerca. Eran días gélidos y parcos de luz, casi los más propicios para las historias de fantasmas y visiones. Recuerdo que en casa o repantingado en una butaca de la magnífica biblioteca de Yamaguchi, me demoré cuidadosa y gozosamente en la historia de los dos niños y la institutriz, mientras cavilaba sobre las trampas que coloca quien narra, las ambigüedades de ese juego tan fino que se trae James con el punto de vista para alimentar la duda de si los tiernos Miles y Flora son unos perversos o de si, por el contrario, asistimos a una narración delirante y trucada de su preceptora. El prodigio del escritor, tan medido y oscilante, dio pie a una jugosa controversia.

Ahora se publican a la vez dos novelas sobre Henry James. Una del siempre ameno –y algo más- David Lodge, sobre la que ya habrá tiempo de volver, y esta de Tóibín. Es curioso que los dos escritores se hayan fijado en un personaje a primera vista tan poco singular como este americano tan inglés. Rico de familia, estimulado por sus padres desde joven para que cultivara su espíritu y se olvidase de las vulgares preocupaciones y aficiones de gentes menos dotadas, Henry James no se casó, no se le conoció tampoco ninguna aventura sexual –hoy, es signo de los tiempos, abundan las cábalas sobre reprimidos deseos homosexuales- y se empeñó siempre en tener bien embridados sus sentimientos, pautado su tiempo y preservada una gran dosis de soledad, de modo que nada perturbara una vida de inteligente espectador ofrecida a la escritura, la lectura y una copiosa pero contenida vida social.

Estos libros proponen, sin embargo, una versión menos mortecina de esa andadura. James mantuvo siempre vivo el ideal de la autosuficiencia, la discreción y la estabilidad anímica -casi podemos decir que para alcanzarlo interpuso una cortina de hierro entre los anhelos y sufrimientos de sus semejantes y su reservada personalidad-. Pero no logró guarecerse frente a heladas rachas de angustia, soledad, deseo y decepción, un debe que, bien consciente, siempre asumió. Como dijo en cierta ocasión, «tal como estoy soy lo bastante feliz y lo bastante desdichado, y no deseo añadir nada a ningún plato de la balanza».

Lo malo del libro de Tóibín es que ni es una buena biografía ni levanta el vuelo como ente de ficción. James es un gigante, pesa mucho, y no es fácil olvidarse de todo lo que está documentado acerca de su vida y liberar la imaginación en direcciones arriesgadas. Tóibín, enfrentado a la tarea de escribir una novela y no una seudobiografía, resuelve el expediente vacilando a medio camino, como si tuviera el freno puesto. Quiere ser sutil, pero resulta agarrotado, torpe, soso. Sus decepcionantes resultados me recuerdan a los de la mayoría de las llamadas novelas históricas, que ni son buena historia ni dignas novelas. Así que, aunque yo haya tropezado por enésima vez y haya tenido que tirarme en marcha de un tren equivocado, me prometo volver a la obra del propio James, que supera mil veces a este libro en complejidad, o leer una buena biografía, sin subterfugios ni recreaciones.

23 abril 2006

Desnudos en el Kursaal

Spencer Tunick y sus fotografías en Donosti. «Volvamos al instante en el que cientos de glúteos ascendieron las escaleras del auditorio y, tras las primeras tomas, descendieron. En ese momento se puso de relieve que los seres humanos además de nuestras diferencias corporales también nos distinguimos por nuestros olores, y más aún cuando no pasamos por la ducha. Algunos de los modelos de ayer se decantaron por esta opción y nos dieron la oportunidad de comprobar que, junto a los tradicionales aromas desprendidos por las clásicas partes, existen hedores propios en la espalda o la nuca. Toda una nueva sensación que quedará en nuestra memoria, además de la sentida al permanecer en cueros tres horas rodeados de congéneres.»

Aitor Anuncibay en el Diario de Noticias

22 abril 2006

Arturo Cañas y nosotros

En mi pueblo han quemado esta madrugada la ferretería del portavoz de UPN en el ayuntamiento, un hombre con el que me he cruzado a veces en estos últimos tres años, él siempre custodiado por dos jóvenes que miraban los bajos de la camioneta del concejal y –siempre con atención recelosa— a todos los que nos topábamos con el trío.

Ya puestos, y como el fuego no sabe de límites exactos, y menos habiendo en la tienda pinturas y plásticos, los autores de la fechoría seguro que han calculado que los comercios contiguos y todos los pisos de encima iban a verse afectados. Si uno se pone a la faena, pues eso, se pone y pelillos a la mar. Además, mejor: con el miedo siempre ha crecido el número de vecinos que deseaban que los amenazados se fueran muy lejos, como apestados que sólo esparcen problemas a su alrededor. Ahora acabo de leer en internet que la ferretería ha sido arrasada, hay 56 vecinos desalojados y destrozos en una mercería y en otra tienda de ropa a la que el humo ha dejado el género inservible. En el paseo matutino he visto con mis ojos el aspecto desolado de todo el edificio, el tizne y la destrucción.

Toda la noche ha llovido intensamente, e imagino lo penoso que ha debido de ser el desalojo apresurado de los vecinos y lo que sentirán ahora, allí donde estén precariamente instalados. Supongo que en unos meses todo recuperará su aspecto normal, eso sí, después de los forcejeos con los seguros y las incontables molestias que sufrirán los agredidos. Pero a mí me interesa lo que ha pasado hoy y sigue pasando en estos momentos –y ello al margen, por irrelevante, de si la faena la han ejecutado los de la Cosa Nuestra o cachorros que se resisten a la tierna jubilación—.

En Cámera café hay un personaje, Arturo Cañas, que además de chófer del presidente es el matón y extorsionador de la oficina. Resulta un sujeto repugnante, pero lo curioso es que todos sus compañeros tratan de caerle bien. Le bailan el agua, le consuelan en sus escasos momentos de flaqueza y, por supuesto, están dispuestos a minimizar y olvidar con presteza sus desmanes. En un delirante sketch recuerdo que Arturo incluso lloraba —y sus colegas de trabajo le consolaban— al recordar los traumas de su infancia. Entendimos que su brutalidad, como nos dicen algunos listos que pasa siempre con la violencia, tenía causas ancladas en el profundo pasado.

Llevaba yo unos cuantos días acordándome de los compañeros de Arturo Cañas cuando veía a tantos intentando “reposicionarse” (perdón por el palabro) en la nueva situación política. Hoy he vuelto del desayuno desalentado, y, me temo, en pocos minutos oiré a un Jesús Quesada cualquiera hablando de que estos incidentes no deben entorpecer el “ilusionante proceso”, o incluso a un trasunto del más patético Julián Palacios que, después de que Arturo le estampe diez veces la cabeza contra la máquina de café estará dispuesto, faltaría más, a dejarle las llaves de su piso para una de sus farras.

17 abril 2006

Guardar el secreto de la destrucción

Una mujer en Berlín. La civilización, la urbanidad, los ritos educados no son más que trajes que muchos se arrancan con rapidez en tiempos de guerra. Abril-junio de 1945 en Berlín, los últimos e implacables bombardeos de los aviones aliados, la forzosa proximidad de los cuerpos en los sótanos-refugio, la irrupción de los rusos en una capital abandonada a su suerte, la violación repetida y acuciante de toda mujer que pillan, los simulacros de afecto hacia algunos oficiales, remedos fatalmente pervertidos por las relaciones de poder, el ingenio de los habitantes para sobrevivir -sobre todo, y creo que no es nada paradójico, de las mujeres, mejor adaptadas al medio, aunque queda en el aire el efecto que la brutalidad tuvo en su vida posterior-. Y, enseguida, el relato de cómo se teje, tras cada golpe y caída, una mínima y nueva estructura, un orden que aleje a los que quedan del hedor, la desesperación y el caos. «La gente se movía ‘por las calles entre las horrorosas ruinas realmente como si no hubiera pasado nada... y la ciudad hubiera sido siempre así’, escribió Alfred Doblin. El reverso de esa apatía fue la declaración del nuevo comienzo, el indiscutible heroísmo con que se abordaron sin demora los trabajos de desescombro y reorganización» (Sebald).

Qué libro. Más eficaz e inolvidable, creo, por el pudor y contención con que su autora registra los acontecimientos. Aunque al lector le queda la duda sobre el grado de reelaboración al que sometió la autora lo escrito en los cuadernos «en caliente» hasta convertirlo en el texto publicado varios años después. El escritor argentino Daniel Moyano dijo que «los escritores no estamos para duplicar la realidad; tenemos que trasladarla al lenguaje». Me parece que la sentencia vale para este libro. Su desconocida autora no quiso, claro, dar entrada a la ficción, sino hablar de lo real. Pero al trasladarlo al lenguaje eligió una manera contenida, escueta, casi fría, con lo cual le dio más verdad, mayor potencia. No eran precisos los detalles escabrosos o las teorías sobre lo sucedido. Tenemos los datos y con ellos el que lee puede componer su propia y vívida reconstrucción del terrible momento.

En el prólogo dice Enzensberger que el libro tuvo una pésima acogida en Alemania cuando se publicó a mediados de los años cincuenta. Como ha escrito Sebald en un libro que recomiendo igualmente con ardor, Historia natural de la destrucción, el llamado ‘milagro alemán’ tuvo un catalizador: «la corriente hasta hoy no agotada de energía psíquica cuya fuente es el secreto por todos guardado de los cadáveres enterrados en los cimientos de nuestro Estado, un secreto que unió entre sí a los alemanes en los años posteriores a la guerra y los sigue uniendo más de lo que cualquier objetivo (...) pudo unirlos nunca». Los alemanes han callado más de cincuenta años sobre el daño que sufrieron los últimos años de la guerra, cuando los aliados iban ganando la partida. ¿Vergüenza? ¿Deseo de no hablar de su propio sufrimiento para evitar así hacerlo sobre los imprescriptibles horrores nazis? Lo cierto es que la mudez incómoda y férrea ha existido todo este tiempo, y que testimonios tan demoledores, por locales que sean, como el de Una mujer en Berlín, fueron víctimas de la conjura del silencio.

Mauricio o Baroja a destiempo

Sobre la obra de Eduardo Mendoza tengo opiniones de lo más corrientes. Es decir, me parecen soberbias sus tres novelas extensas y «serias» –La verdad sobre el caso Savolta, La ciudad de los prodigios y Una comedia ligera-, muy estimable El año del diluvio, y entretenidas las novelas humorístico-picarescas (en especial las dos primeras; mucho menos La aventura del tocador de señoras). Pero me reí con ganas al comienzo de ellas y cada vez menos conforme avanzaban. Creo que es normal y no depende sólo del talento de Mendoza. Salvo a ciertos atletas de la carcajada, a la mayoría de la gente le resulta fatigoso y poco natural mantener durante horas la contracción muscular que provocan las gracias, en especial si se trata de algo tan difícil como el humor escrito. Por buenos que sean los chistes o las situaciones cómicas, decae la respuesta. Hasta con mis admirados Faemino y Cansado resulta imposible sostener similar intensidad de la risa a lo largo de todo su espectáculo, y eso que ahí juegan también los recursos vocales y gestuales.

Ahora Mendoza ha publicado Mauricio o las elecciones primarias, una novela insatisfactoria, un pelín aburrida y anticuada en algunos de sus modos narrativos. Mendoza ha repetido con frecuencia que la novela de sofá está agotada. Pues vaya: la historia de Mauricio está contada como la de la marquesa que salió de casa a las cinco. La voz del narrador omnisciente, que cose los fragmentos a la manera más decimonónica, arroja a lo largo del texto reflexiones y generalizaciones sin demasiados miramientos ni sutilezas, de forma un tanto destartalada. Ahí sí que se reconoce la huella de Baroja, que el escritor ha admitido.

Mendoza se ha referido en las entrevistas al marco social, político y ciudadano en que sitúa las peripecias de los personajes, y ha otorgado a éstas un carácter emblemático. Pero ahí se engaña o nos engaña. Nada sustancial hay en el texto que relacione lo individual y lo social, o que muestre convincentemente la influencia de la Barcelona de mediados de los ochenta en la vida de Mauricio o sus amigos. La ciudad es sólo un irrelevante escenario. Poco hay también sobre la política de los socialistas en el poder entonces en España, y nada acerca de la de los pujolistas en Cataluña. El paso de Mauricio por la política es muy breve y pintoresco y no deja huella en su vida, salvo su conocimiento de “la Porritos”. La política es algo, eso sí, sobre lo que discursea Mendoza o peroran los personajes (todos con el mismo tono expresivo, sin distinción), en el peor estilo barojiano, un postizo desvaído y tosco, nada que brote del encadenamiento de las acciones.

La única subtrama conseguida es la del devenir sentimental de Mauricio y Clotilde, y, como contraste menos logrado, la relación de Mauricio con la gente de Santa Coloma de Gramanet. Entre Mauricio y Clotilde predomina lo insatisfactorio. No hay romanticismo, sólo reticencias y guerrilla de posiciones, rupturas transitorias y reconciliaciones poco ardorosas. Frente a ellos, gente de muy poca altura aunque “moderna”, se alzan la Porritos o Brihuegas. El amor de la primera por Mauricio es genuino, y el atrabiliario Brihuegas representa los valores del militante de base. Pero ni Mauricio tiene nada que ver con Brihuegas ni los vínculos con la pobre Porritos son otros que los de la vanidad y, después, la mala conciencia y la culpa. El dentista, aunque lúcido en ocasiones, no se sale de su círculo, esa burguesía catalana repleta de personas industriosas pero convencionales, trapaceras, adictas a la doble moral, superficiales y acomodaticias. Las familias de los dos protagonistas, o el abogado Macarrós, o Fontán y su novia, quintaesencian a la burguesía menos presentable, pero son el ámbito en que Mauricio está decidido a vivir. Como piensa en cierto momento, el seguro y aburrido mundo de Clotilde «le parecía cada vez más placentero. Allí también había problemas, pero la mayor parte se podían solucionar aplicando la razón y los demás desaparecían solos, con el paso del tiempo».

Para ser justos, hay cosas valiosas en el libro: la gracia de algunos diálogos, y dentro de estos de algunas expresiones, lo que da fe del estupendo oído de Mendoza y de su habilidad para mezclar registros lingüísticos; la adjetivación precisa, de brochazos perfectamente definitorios; el sabio uso de la elipsis y del sobreentendido, o, en fin, el empleo feliz de la hipérbole, algo que suele ser también lo más salvable del Mendoza columnista.

Qué pena. Guardo imborrables experiencias de lectura de Mendoza y por eso me fastidia más esta decepción. Así que prefiero quedarme con la dolorosa constatación de Mauricio cuando decide aferrarse a su acomodado mundo. Será ficticio, pero es que «en el mundo real las cosas no tienen solución por la obcecación y el empecinamiento de las personas. La naturaleza humana prefiere el mal de todos a la transacción. Que se venga el mundo abajo antes de ceder un palmo».