23 septiembre 2013

Nada nos pertenece

Mi padre salió de casa por su propio pie, el lunes 26 de agosto, y ya no volvió. No volverá nunca al piso en que ha vivido los últimos cincuenta años. Ese día me cité con él a las nueve de la mañana en la puerta del centro de salud de la Milagrosa, y mientras esperábamos a que nos tocara la consulta aún hicimos algunos comentarios banales.

Pero en veinte minutos estaba en Urgencias del hospital. Le operaron de urgencia de una obstrucción intestinal, y le pronosticaron una rápida recuperación. Pero dos días después sufrió un ictus, y en ese momento arrancó un vertiginoso deterioro que nueve días más tarde terminó con su muerte.

Esos nueve días mi padre osciló entre la angustia y desazón por la insuficiencia respiratoria que se le había disparado y que le extenuaba, los penosos esfuerzos por comunicar sus demandas, ya que con el ictus su voz descendió al nivel de un susurro apenas inaudible, y la perplejidad con que verificaba que los nuevos problemas que aparecían a diario le transformaban en un enfermo cada vez más sufriente. Sólo la morfina, catorce horas antes de morir, alivió y disimuló el desastre que su cuerpo expresaba.

Mi padre apreciaba mucho su independencia, y había conseguido alcanzar los ochenta y siete años en una libertad muy gustosa. Aunque muy sociable y jovial, en especial con aquellas amigas y vecinas con las que podía quitarse el traje de padre formal, casi circunspecto, no tenía ningún temor a la soledad, incluso cuando se quedó viudo. Disfrutaba en casa del periódico, del café y los frutos secos, de las películas del oeste y el fútbol, e incluso, hasta un año antes de su muerte, de las horas de ensayo con el saxofón alto que había aprendido a tocar en su pueblo casi de niño y que le ayudó no poco a mantener a la familia en varias épocas. En el piso ha quedado un montón de cintas de casete que se grabó tocando boleros, jotas y valses. Además escribía: recuerdos del pueblo, de la gente que había conocido, de su vida de músico. Escribía mucho y a la diabla, en papeles que luego revolvía con fotografías, facturas y recortes de periódico.

Ese mañana del 26 de agosto mi padre dejó su piso atiborrado, desordenado, con mil papeles y enseres por aquí y por allí, casi convencido (y digo casi porque los días anteriores un leve temor lo acosaba, al haber perdido su tradicional buen apetito) de que en un rato retornaría para desayunar y leer la prensa. Seguro que si se hubiera sentido seriamente enfermo habría sido más cuidadoso antes de abandonar el domicilio.

El otro día decía el escritor Juan Pedro Aparicio, sobre su habitación de trabajo algo que, me parece, se puede aplicar a una casa entera, al piso de cualquiera: “De un tiempo a este parte tengo una fuerte conciencia de que nada de lo que me rodea me pertenece, pues todo quedará cuando ya no esté. Y así, este lugar, estas cuatro paredes que consideré tan mías, que hasta me parecieron yo mismo, empiezo a sentirlas como ese autobús del que uno se baja tras hacer un recorrido entre paradas”.

Ahora nos queda a sus hijos el esfuerzo de desbrozar lo que merece la pena y no entre lo mucho que ha dejado mi padre. Ya nada le pertenece. Él vivió muchos años en ese piso, pero se ha muerto dejando todo abandonado, en el apresuramiento del que piensa que ya habrá tiempo para volver a sus pertenencias, para revisarlas y depurarlas, para dejarlas bien ordenadas, en perfecto estado de revista.