17 noviembre 2007

Paredes de hotel

Cuando llego a la espaciosa habitación 612 del hotel donde me alojaré unas noches, lo primero es ensayar, supongo que como todo el mundo, la reconstrucción de un simulacro de hogar. Saca uno de la maleta ropas, zapatos, objetos de aseo y, en mi caso, algunos libros, y lo dispone por armarios, perchas, mesas y encimeras. Mientras me atareo, compruebo que las paredes son de papel. En la habitación de al lado, distingo con nitidez, una pareja habla en inglés con estridencia, tanta que en un principio imagino que discuten. No, medio minuto más tarde su tono es cálido, de confianza y juego.

Más tarde, al volver de la cena, en la cual, como suele ocurrir habitualmente en los encuentros profesionales, le hemos dado vueltas jocosas a un amplio surtido de anécdotas y gajes del oficio que nos emparenta y cohesiona, me lavo primero los dientes. El baño es un cubículo que en realidad parece estar en la habitación contigua. Ahora el tono de mis vecinos parece mucho más íntimo, y dominan las risitas apenas contenidas y las frases susurrantes. Vuelvo a la habitación y pongo la tele. Unos minutos de Buenafuente no es que sean como los de mi siempre añorado Seinfeld, pero hay suerte: Berto, con su cara inexpresiva de recién levantado, sus pelos locos y sus comentarios simples y brutales, me hace reír con ganas.

En cuanto caigo en la cama y el silencio reina de nuevo, veo que me va a costar conciliar el sueño. En el entusiasmo de la conversación con los colegas he comido y bebido en demasía. Lo peor es que al día siguiente tengo que estar muy despierto. Mis vecinos de la 611 van a su bola y están en plena faena. Dedican un buen rato a follar o hacer el amor –que esto de las denominaciones va en gustos-, con gran aparato de gemidos, gritos, resoplidos y casi aullidos femeninos en los instantes postreros. La tarea dura, se alarga, se prolonga. Giro en la cama a izquierda o derecha cada minuto, reajusto la altura de la almohada sin cesar, y recuerdo con rabia el espléndido rioja que hemos trasegado con tanto entusiasmo que, seguro, por la mañana me va a doler la cabeza.

Muy pronto, después de ducharme, bajo a desayunar frugalmente –la gente desayuna en los hoteles como si arrastrara un hambre de posguerra y cartilla de racionamiento-. Me entretengo saludando a los del gremio que no vi por la noche. Subo de nuevo a mi habitación a coger los papeles que necesito y lavarme los dientes –está claro que giro entre cuatro labores: comer, beber, hablar y cuidar mi dentadura-. Al salir de la 612 me encuentro con la pareja inglesa. Son jóvenes, muy rubios, y hacen un gesto mínimo y mudo de saludo. Yo, además de comprobar que cruzan por mi mente pensamientos y sentires que pudorosamente omitiré, recuerdo, como me pasa tantas veces en los hoteles, un fragmento que Alejandro Rossi incluyó en su maravilloso Manual del distraído, un libro que siempre tendrá lugar de honor en mi canon más restringido. Lo acaban de reeditar en bolsillo, y en cuanto retorno a casa lo busco: “Cuántas veces me descubro pensando en las innumerables personas que hacen el amor en este preciso instante detrás de esas ventanas. Es un reconocimiento que nunca deja de asombrarme y que me hace sentir, al caminar por las calles, como si yo fuera el cuidador de un gigantesco burdel”.

04 noviembre 2007

La música me confunde

San Sebastián. Mañana de sábado. El día es limpio, espléndido, frío. La parte vieja no tiene todavía a estas horas, un poco antes del mediodía, la animación de txikiteo que ganará una hora después. Camino de la librería, me doy de bruces con un pequeño grupo de txistularis y trompetas que dirige, pequeño y enérgico, uno de los famosos payasos de la ETB (¿Txirri, Mirri? Txiribiton seguro que no: al desconocer el euskera, está condenado al silencio: es el que recibe las bofetadas). La banda suena muy bien. Como van en mi dirección, acompaso mi ritmo al suyo. Disfruto pegado a uno de los trompetas, mientras lanzo ojeadas a la pequeña partitura que lleva frente a sus ojos, cogida con una pinza al instrumento.

Justo al llegar donde la librería, la banda termina el pasacalles, y enseguida un hombre que les acompaña (¿del ayuntamiento?, ¿de alguna sociedad nacionalista?) comienza a repartir paquetes de hojas grapadas con letras de melodías populares vascas. En tres minutos se arremolina un pequeño gentío que apenas deja resquicios para que pase nadie. Nuestro payaso-txistulari, nariz aguileña y gestos de mando, indica en euskera el número del tema que vamos a cantar y marca la entrada a todos los que nos hemos hecho con las letras. A su señal, nos arrancamos, primero tímidamente y pronto con entusiasmo. Triste bizi naiz eta, hilgo banintz hobe (vivo triste, y ojalá muriera), entonamos a ritmo de tres por cuatro, bien apoyados en los músicos para no irnos de tono.

Nos engolfamos después con la deliciosa Ume eder bat, una de las que prefiero del bardo Iparaguirre. El orfeón ha crecido, porque han seguido parándose hombres y mujeres que acometen el estribillo a voz en grito. Los que no quieren ni mirarnos y sólo desean atravesar la masa que bloquea la angosta calle de Fermín Calbetón, son vistos con desprecio. Se trata sin duda de personas insensibles, inmunes al dulce y tibio entusiasmo que nos transporta cuanto más volumen ganamos.

Cuando llega la última canción en esta estación del viacrucis musical, el solemne Oi ama Euskal Herri, un quejido que Benito Lertxundi grabó incluso con orquesta sinfónica, ya me daría igual culminar gritando ¡Gora Euskadi Askatuta! o cosas mucho peores. Mi corazón rebosa nostalgia y añoranza de un mundo más cálido, y se desborda también de pena y gozo, de exaltación reivindicativa y de ganas de abrazar y besar a todos los que conmigo vibran cuando alcanzamos el éxtasis: Oi ama Eskual Herri goxua, zutandik urrun triste banua (Oh, dulce madre Euskal Herria, triste me alejo de ti).

Por la tarde, tras la copiosa y alcohólica comida con unas amigas queridas, inmóvil frente al mar con el sol como único compañero, y sin otro proyecto ni inquietud, me viene a la memoria Ernest Gellner. En el prólogo del libro póstumo de este gran filósofo y politólogo, Nacionalismo –texto implacable sobre esta teoría o religión política-, su hijo recordaba que Gellner, que aunque ciudadano británico era originario de Checoslovaquia, se emocionaba hasta las lágrimas cuando, de tanto en tanto, cantaba viejas canciones de Bohemia que él mismo se acompañaba diestramente con un acordeón. Empieza a hacer frío de verdad, y, como no sé qué hacer con tantos sentimientos encontrados, decido echar a andar a muy buen paso.