27 diciembre 2010

Es de libro (IX)

29 de septiembre

Anteayer presenté una conferencia que dio en Pamplona Juan Cruz, periodista de El País y escritor, y que además fue varios años el director de la editorial Alfaguara. Juan Cruz tiene fama de muy listo e hiperactivo, y en el poco rato que puedo verlo en acción lo confirma, antes y después de la charla y mientras cenamos. Curioso, pregunta mucho a todos los que le presentan y cuenta infinidad de anécdotas, recuerda al instante los nombres de quienes lo rodean y los saca a colación con soltura instantánea, y todo lo hace mientras maneja diestramente dos móviles con los que no para de enviar y recibir mensajes y de llamar.

Me comprometí hace tiempo a esos cuatro minutos de presentación porque sabía que eso me obligaría, gozosamente, a leer Egos revueltos. Una memoria personal de la vida literaria, que, como el subtítulo indica, son los recuerdos de Juan Cruz sobre los escritores que ha conocido en su vida —no sólo, claro, en los años en que ejerció como mandamás de Alfaguara—. El libro tiene un título formidable, y merece mucho la pena. Son recuerdos sin sangre, porque la voluntad de Juan Cruz es la contraria: celebrar lo mucho que el contacto personal con los grandes nombres de la literatura le ha dado en su vida, desde que muy joven, periodista en Tenerife, soñaba con plantarse en la casa de Guillermo Cabrera Infante en Londres, impresionado por la lectura de Tres tristes tigres.

Después de la cena y las despedidas, E. y yo acompañamos a Juan Cruz al hotel. Mañana, nos dice entre frecuentes miradas a sus móviles, tiene muchas cosas que hacer en Madrid. En los días siguientes, me entero por su blog de que está en México, en Nueva York, en Colombia, en... Y entre tanto no dejan de aparecer entrevistas que hace a personas de toda clase. Su voluntad sigue siendo la de comerse la vida con avidez, sin descanso ni freno. ¿De dónde sacará además la fuerza, la concentración y la calma que requieren la escritura de sus libros, algunos magníficos, y que por otra parte publica con puntualidad anual?


1 de octubre

Estamos comenzando la edición de un libro que cabe incluir en la casilla de los complicados. Muchas fotografías, textos de distintos tipos y autores, incluso un documentalista, un director editorial y un diseñador que debe poner en página todo lo que los demás vayan entregándole, de acuerdo con las pautas marcadas por el director. Cada uno de los que intervienen tiene sus rutinas, sus manías, su ego más o menos hinchado y sus fobias.

Mi función es la de mediador. Actúo por encima, o por debajo, de todos ellos. Y es tarea difícil, muchas veces incómoda: templar gaitas, atender a cada uno como se merece, pero al mismo tiempo vigilar que el proyecto no encalle ni se salga de madre... ¿Tengo la paciencia, la habilidad y la firmeza necesarias? Dudo.

Juan Cruz, en Egos revueltos, tiene páginas muy valiosas sobre cómo debe gestionar un editor los egos de los autores. Cómo debe ponerse al servicio de ellos, animarlos, cuidarlos, frenarlos a veces. El libro de Diane Athill que he citado en este diario también es ilustrativo en muchos fragmentos de su delicado y complejo modo de conducirse con los autores. Y recuerdo también las memorias de un editor que más me han entretenido en muchos años: Editar la vida, de Michael Korda, un libro verdaderamente cautivador. El autor cuenta sus andanzas retocando textos de novelistas, pero también de actrices, cantantes, personas con el ego no revuelto, sino desatado, hipertrofiado, personajes repletos de exigencias, fragilidades y, siempre, susceptibilidad. No conozco otras memorias de un editor tan divertidas como las de Korda.

5 de octubre

Hoy ha sido un mal día, lleno de pejigueras y exigencias estúpidas, un día extremadamente “moderno”, muy de nuestra época. Tal vez por eso, he dejado muy pronto el libro que estaba leyendo, y me he acordado de unas palabras de Philip Roth que Rodrigo Fresán recoge en su diario: “La clave no es trasladar libros a pantallas electrónicas. No es eso. No. El problema es que el hábito de la lectura se ha esfumado. Como si para leer necesitáramos una antena y la hubieran cortado. No llega la señal. La concentración, la soledad, la imaginación que requiere el hábito de la lectura. Hemos perdido la guerra. En veinte años, la lectura será un culto… Será un hobby minoritario. Unos criarán perros y peces tropicales, otros leerán».

No me gustan nada los lamentos apocalípticos. Pero me da rabia sospechar que ya soy un dinosaurio. En fin, puede que todo se reduzca a eso: ha sido un mal día.

26 diciembre 2010

Es de libro. Un diario (VIII)

18 de septiembre

Hace poco más de un año, agobiado por la proliferación selvática de libros en casa, tuve que gastarme mis ahorros (y los que no tenía, claro, para lo que obtuve “ayuda” de una caja de ahorros) en comprar un local situado justo al lado del portal en que vivo. Por su amplitud, y la altura de sus techos, podré meter ahí en el futuro varios miles más de libros. Pero bajar algunos, los que sea, de mi casa a ese local, es algo que hago con cierto sufrimiento. Siento que los libros que dejan mi casa y pasan a ubicarse en el nuevo hogar sufren una inocultable degradación que los coloca en la antesala de su eliminación, al menos de su eliminación en mi biblioteca. Es inevitable la operación, pero me incomoda.

Hoy he organizado una cita con amigos en casa, y me veo obligado a quitar, de la mesa donde cenaremos, unos ochenta libros que se han ido quedando ahí, a falta de un sitio mejor del hogar donde depositarlos. Como ésos no quiero que vivan todavía en la bajera (¡están recién comprados!), debo expulsar otros de casa para que los de la mesa encuentren acomodo. Los volúmenes camino de la bajera siento que van a una premuerte. La operación me lleva un gran rato, porque en ella me asaltan dudas constantemente, y la tarde se me va tomando decisiones que oscilan entre la dureza y la piedad.

25 de septiembre

Voy a la feria del libro antiguo y de ocasión de Pamplona. Entre ofertas que merecen un examen detenido, hay muchísima morralla. Son libros, ¡una cantidad pavorosa!, que no es que ahora estén de saldo, es que resulta increíble que hace tiempo alguien se tomara el trabajo de publicarlos. Lo primero por su contenido, claro, absurdo, disparatado, efímero. Pero también por otros factores: traducciones anónimas y delictivas de grandes obras de la literatura universal, cubiertas que provocan traumatismos oculares irreversibles, encuadernaciones tan zafias o precarias que no permiten que el libro se abra ni una sola vez sin que se descuajeringue.

Lo peor es que me compro dos libros que ya tenía. Y mucho más preocupante es que los compro entusiasmado. Uno de ellos, El último negro, de Ramón Buenaventura, tuve la intención de leerlo en cuanto lo adquirí, hace años, pero entonces cierta novela se cruzó por el camino y la de Buenaventura quedó relegada y cayó en el olvido. Hasta hoy, que la he vuelvo a comprar. El otro, El libro de mi madre, es de Albert Cohen. Vuelvo a casa, pasan varias horas, y de pronto tengo un pálpito; busco ese volumen, lo encuentro muy pronto. Incluso tiene páginas subrayadas, unas seis o siete. Está claro que lo empecé… El resto del día se me va en melancólicas fruslerías sobre el tiempo que pasa y el deterioro de mi memoria, que de joven era formidable. Ah, y en leer El libro de mi madre. Me interesa mucho, como tantos otros que abordan el recuerdo del padre o de la madre del escritor (Richard Ford, Simenon, Kafka, Paul Auster, etc.); ¡pero es que al mismo tiempo leerlo es ya una cuestión de orgullo!

25 diciembre 2010

Es de libro. Un diario (VII)

16 de septiembre

En el trabajo hemos tenido un lío de esos que se producen de vez en cuando. Un libro ha salido mal, y la culpa del desaguisado no está clara. Puede ser de quien lo compuso, de quien lo imprimió, de quien hizo de coordinador editorial en nuestra propia oficina, o puede ser que las culpas estén repartidas entre todas las partes. Como a lo peor hay que repetir la impresión, y es un libro caro, quiero hablar con todos antes de decidir nada. Eso me empuja a algo que me gusta, aunque no lo hago con la frecuencia debida: visitar la imprenta. Es una imprenta grande, con maquinaria muy sofisticada. Tratamos el problema que me ha traído, y luego, ya más relajados, la situación del sector. Entre recuerdos, algunas noticias más o menos chismosas sobre gente del oficio y algunas risas, los de la imprenta se lamentan, con datos apabullantes, de la crisis, y de cómo ha golpeado a todo el sector de las artes gráficas. Hablamos de personas que conozco, que son muy buenas en lo suyo pero han caído en el paro más negro, y ya no encontrarán otro trabajo. Vuelvo a la oficina con el ánimo sombrío. Y recuerdo un hombre que conocí cuando yo empezaba, un verdadero experto, en tiempos, en la linotipia, y luego, cuando éstas desaparecieron, en la fotocomposición. Un corrector formidable, además. Un día, tras una crisis anterior, que dejó las empresas de composición reducidas a la mínima expresión, me lo encontré cortando entradas en la puerta de los cines Carlos III. Nos sonreímos incómodamente, y no dijimos nada.

23 diciembre 2010

Es de libro. Un diario (VI)

10 de septiembre

Ayer cené en casa de una pareja de clase media, de esas que todos los meses ingresan más de cinco mil euros. Hablamos de novelas policiacas, lo cual parece ser ahora sinónimo de novelas de nórdicos. Los anfitriones son personas que están atentas a todas las novedades del género. Pero eso sí: novelas que puedan sacar de la biblioteca cercana a su casa. Porque nunca compran un libro. Todos los leen aprovechando el servicio de préstamo. No es el único caso que conozco, por supuesto. Muchos de mis conocidos se proveen de libros de la misma manera.

A veces, pero no siempre, esas personas se refieren a la falta de espacio en su casa, o, incluso, y eso ya me parece más sorprendente, a lo caros que son los libros. Estamos hablando de personas que visten buena ropa (¡que esa sí que es cara!), que viven en buenas casas, y que te asestan, a la menor, su último viaje a Estambul, Nueva York o Siria. Sé que vivimos en una época que reivindica el gratis total en la cultura, tontería que no comparto si no introducimos distingos de varias clases. Pero, hombre, lo de caro es relativo, ¿no? Al menos para ellos.

Ya sé que no sería nada fácil instrumentarlo, pero creo que el criterio debería ser muy otro: el servicio de préstamo de las bibliotecas deberían poder usarlo casi exclusivamente quienes todos los meses tienen que ajustar al céntimo sus gastos: las personas en paro, los estudiantes, los pobres. Y en todo caso, creo, y muy ocasionalmente, la ínfima minoría de los bibliómanos, aquellos que además de comprar libros sin parar tienen tal necesidad de consultar volúmenes, de probar todos los libros, que también podrían caer en la ruina si no tuvieran esa clase de ayuda para su patología.

Luego, pensando en esos acomodados que consumen sólo libros en préstamo, con lo que obstaculizan el acceso a ellos a quienes de verdad más los necesitan, se me ocurre una explicación adicional. Esas personas pertenecen a la mayoría que nunca lee algo dos veces. C. S. Lewis dice que “el signo inequívoco de que alguien carece de sensibilidad literaria es que, para él, la frase ‘Ya lo he leído’ es un argumento inapelable contra la lectura de un determinado libro”. Para esas personas, sigue Lewis, un libro leído es un libro muerto, “como una cerilla quemada, un billete de tren utilizado o el periódico del dia anterior: ya lo habían usado”.

22 diciembre 2010

Es de libro. Un diario (V)

6 de septiembre

Feria del libro antiguo y de ocasión en San Sebastián. Visito esta feria hace años por estas fechas, y siempre encuentro, a muy buen precio, cosas que no me he decidido a comprar antes, por ejemplo de editoriales tan solventes como Tusquets y Anagrama. Hay además un librero que suele ofrecer, a precios muy bajos, gran parte de lo que ha publicado el Círculo de Lectores en los últimos tiempos. Hoy, entre otras cosas, compro por nueve euros el primer volumen de la edición del Círculo de las obras completas de Vargas Llosa, con los relatos de Los jefes, las novelas La ciudad y los perros y La casa verde, el extraordinario Los cachorros, y una conferencia sabrosísima, Historia secreta de una novela. En el catálogo del Círculo yo sabía que se vende a 45 euros. Por supuesto, ya tengo en varias ediciones todos esos libros, pero por nueve euros no me podía resistir.

Veo también que por cinco euros puedo llevarme la última novela de Tomas Pynchon, Contraluz. Lástima, la compré precisamente el mes pasado en el Círculo por treinta. Y eso que es un libro que intimida. Más de mil páginas que exigen, seguro, una ardua y morosa lectura. Necesitaré mucha calma y tiempo para poder hincarle el diente a Pynchon. Algo imposible de encontrar con la vida que llevo, o que llevamos. ¿Cuándo podré leerlo?

En el prólogo del volumen que he comprado de Vargas Llosa (¡ay, qué maravillosa claridad y elegancia en su exposición!) me sorprende encontrar una reticencia del autor, varias veces expresada, hacia su segunda novela, La casa verde. Vargas Llosa, que se recuerda muy distinto en los ya lejanos años sesenta, cree que complicó demasiado esta novela, atraído por el experimentalismo formal. Ese riesgo, desde luego, lo salvó muy bien conforme fue haciéndose mayor, y desapareció del todo hace muchos años. El problema para mí es que hace muchos años que sus libros no tienen interés, y cada vez se leen peor. ¿Desde cuándo no he disfrutado de verdad con una novela de Vargas Llosa? Me parece que desde Historia de Mayta, hace 25 años. Ah, sí, me interesaron mucho sus memorias, El pez en el agua. Pero novelas… Por ejemplo, no entiendo la veneración casi general por La fiesta del chivo. No quiero ir de raro, pero es que me aburrí tanto, me pareció tan previsible… Ni una sola página me invitaba a avanzar.

PD. Hoy, cuando estoy a punto de entregar estas notas (comienzos de octubre), han concedido a Vargas Llosa el premio Nobel. Me parece justo. Acabo de leer a Javier Cercas, y dice algo que comparto sin reservas: cuando uno ha escrito tres novelas como La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en la Catedral, ya se ha ganado ese premio. Da igual lo que escriba después, su aportación ya le hace merecedor del Nobel y de los premios que haga falta. Y, por supuesto, para concederle un premio que se supone que es literario, debería dar igual lo que opina sobre el comunismo o el liberalismo, o si cambia de opiniones políticas a lo largo de su vida. Todo eso son, en estos momentos, banalidades.

Justo hoy, también, leo en el blog de Alberto Olmos, Hikikomori, algo que relaciono inmediatamente con Vargas Llosa. A Olmos lo acaban de incluir, los de la revista Granta, en la lista de los veinticinco escritores en castellano menores de 35 años más prometedores. Y reflexionando sobre su edad, la ambición inmensa que puso en sus primeros esfuerzos literarios, y lo que supone la ambición en la literatura, dice: “Dudo mucho de que los autores mejoren con los años; estoy seguro de que empeoran. Los que ya hemos publicado cinco novelas o más nos damos cuenta de que no teníamos tantas cosas que decir, y de que cada día hay menos ilusión por decirlas. De principiante, uno no piensa más que en partir la historia de la literatura en dos; no tiene que atender a minucias como qué editorial publica o quién escribe o qué críticos critican. Se escribe a lo grande, de pequeño. Pero después va dando la impresión de que no merece la pena, al menos no merece la pena el derrame cerebral, el despellejamiento del alma, el darlo todo a un papel en blanco. Vivir es bello a veces, como dice Francisco Brines. Escribir bien no es bello nunca; es dolor. Y uno a veces quiere dejar de hacerse daño”. Vargas Llosa creo que hace años que quiso dejar de hacerse daño, aunque, por lo que dicen, sí mantuvo un régimen de trabajo espartano.

21 diciembre 2010

Es de libro. Un diario (IV)

1 de septiembre

Ayer un distribuidor me regaló un libro todavía no publicado. En realidad, me dio un montón de hojas toscamente encoladas, con una falsa cubierta, de una novela francesa. Es una prueba todavía repleta de erratas. La novela se publicará dentro de unos meses. Me he sentido un privilegiado, alguien que está en posesión de un pequeño adelanto, de un secreto, del secreto de un libro que en su momento se espera que sea un best seller.

Hoy R., un amigo, me ha regalado varios libros. R. es el coordinador de la sección de críticas de libros en una revista literaria, y por ese desempeño recibe constantemente paquetes y cajas con las novedades de todas las editoriales. R. no parece tan entusiasmado como yo con esos envíos que amenazan con abarrotar su estudio en cuatro días. Y más de una vez he leído comentarios de otros críticos, también abrumados con los paquetes de novedades que no cesan de llegarles.

Así que no es raro que en la cuesta de Moyano, en Madrid, haya podido comprar este bibliómano más de una vez ejemplares que tenían dentro la tarjeta de saludo del autor, o del editor, a veces con unas líneas en las que se rogaba al crítico que reseñara el libro en cuestión. El otro día, por ejemplo, compré por internet un libro de Patricio Pron, el escritor argentino, que contenía una tarjeta de la responsable de comunicación de la editorial. En ella había escrito a mano: por deseo expreso del autor. El que lo había recibido gratis, antes de vendérselo a la librería de ocasión donde yo lo adquirí, había tomado notas de uno de los relatos que incluía, y ahí las había abandonado, tal vez porque en otro relato, en la primera página, había rodeado con un círculo todos los “que” que se había encontrado. Y eran muchos, ciertamente, aunque a mí no me molestaban.

Yo, que salvo en contadísimas excepciones me compro y pago mis libros, sí he tenido varias veces esa sensación de agobio por motivos algo relacionados: cuando he sido jurado de premios y he tenido que leer muchas cosas infumables, o cuando, sin premio por medio, he debido leer por obligación o por compromiso. Peor aún: cuando he debido opinar públicamente atendiendo no al libro, sino a consideraciones, digamos, sociales.

20 diciembre 2010

Es de libro. Un diario (III)

29 de julio

Hace dos meses me visitó una pareja. Él, cuarentón, ella de veintipocos años. Viven en Cataluña. Su aspecto es modesto, aunque en su conversación eran muy educados. Sin móvil, estuvieron mandándome correos electrónicos desde ordenadores de bibliotecas públicas de Pamplona en los que solicitaban verse conmigo. Querían saber qué pueden escribir sobre Navarra. No son de aquí, no han escrito nunca sobre esta tierra, me dijeron que trabajaban en una asesoría legal. En realidad no han escrito nunca ningún libro. Pero estaban dispuestos a tratar el tema navarro que yo les indicara. Cualquiera. Historia, geografía, etnología, naturaleza, instituciones… Parecían atreverse con todo. Yo me quedé un poco desconcertado. No sabía por dónde empezar a explicarles que las cosas no funcionan así, que es más lógico que ellos tengan claro, lo primero, qué les interesa estudiar y que luego, ya escrito lo que fuera —sin encargo previo, compromiso ni adelanto económico—, veríamos si tenía interés o no publicarlo.

La despedida fue muy correcta. Pero no debieron de quedarse satisfechos. Un compañero en otro departamento me dice hoy que acaban de visitarle a él exactamente con el mismo planteamiento. No han arrancado todavía, no tienen nada que enseñar. Pero, por lo que me ha contado, no logré convencerles en absoluto.

19 diciembre 2010

Es de libro. Un diario (II)

9 de julio

He venido, aprovechando que estoy de vacaciones muy cerca, a la Semana Negra de Gijón. Hace dos años también me acerqué un viernes, el primero de la feria, que dura diez días. Entonces todavía celebraban la cita con la novela negra y policial en la playa de Poniente, en el centro de la ciudad. Ahora la ubican al lado de otra playa, la del Arbeyal, mucho menos principal, más proletaria, en una zona en que coexisten edificios muy modernos con naves de un polígono industrial en declive, un polígono típico de ese Gijón (de esa Asturias, en realidad) que a partir de finales de los años setenta se fue hundiendo y se ha visto obligada a buscar nuevos modos de supervivencia económica y mudar su piel. La feria queda encajonada entre la playa, que hoy está muy nutrida, y un césped donde se agolpan un buen número de mujeres (sólo mujeres) tomando el sol en topless.

Lo primero que se encuentra el visitante es un real de feria. Hay barracas clásicas, como la noria, los autos de choque o los caballitos, junto a otras más novedosas. Pero domina brutalmente la cháchara estentórea del hombre de la tómbola. Parece el mismo hombre de todas las tómbolas de barracas del mundo, con el mismo tono que ya oíamos de niños, hablando de muñecas para el caballero o la señora.

Abundan los puestos de comida. Comida turca, cubana, salchichas, bocadillos de todas clases, intensas fritangas que al calorazo de la media tarde marean al visitante al revolverse con los sabores de los puestos de dulces. Y muchos puestos solidarios en los que se venden camisetas y objetos tontos de artesanía.

Libros no hay muchos, la verdad. La mayoría de las casetas venden volúmenes ajenos a la temática del encuentro. Sólo el puesto de la librería Negra y Criminal, de Barcelona, tiene la entidad que el evento reclama. Hay otros estands más modestos con oferta de algo de novela negra, y alrededor de ellos lugares donde se vende ocultismo y otras patrañas, o estudios sobre el materialismo dialéctico y el imperialismo, o biografías de revolucionarios mexicanos, cubanos y argentinos, o todos los saldos de la editorial asturiana Júcar, ya fenecida, donde siempre hay algo que merece la pena (compro, por quinta vez, Adolphe, de Benjamin Constant, maravilloso librito). Por suerte, encuentro además dos o tres puestos en los cuales el bibliópata puede hacerse, a precios bajísimos, con ediciones muy solventes de Senectud, de Italo Svevo, los Diarios de Tolstoi, El mundo de ayer, de Stefan Zweig, o La muerte de Virgilio, de Hermann Broch. Volúmenes, como se ve, escasamente policiales, pero que siempre viene bien comprar, aunque ya se tengan.

Se supone que el lugar central de esta semana es la carpa en que se celebrarán los debates entre escritores y las presentaciones de libros del género. Pero hoy los escritores estarán llegando a Gijón, calculo, en el tren que les trae de Madrid, y luego se correrán su primera juerga nocturna por la ciudad. Hasta mañana no se arrimarán a esta carpa, tardíos y resacosos. Hoy las ciento y pico sillas del lugar están vacías, y sólo dos técnicos andan probando micrófonos.

En tiempos fui un loco de la novela negra y policial. Hoy el género sigue de moda, y los editores no saben ya a qué nuevo autor nórdico publicar, embarcados en la búsqueda frenética de otro Stieg Larsson. Pero yo no soy el mismo. En los últimos tiempos sólo he leído la última pesquisa de los guardias civiles de Lorenzo Silva, La estrategia del agua, que me ha parecido peor que las anteriores, aunque su factura es solvente, y La vida fácil, de Richard Price. Pero Price, de quien recuerdo novelas buenísimas, como Clockers y Freedomland, cada vez es menos encasillable en el género. En La vida fácil la intriga no importa nada. Lo que hace Price es retratar a unos policías con vidas muy aperreadas, y en especial analizar cómo un crimen descalabra a una familia. Gran novela realista, sin más adjetivos.

18 diciembre 2010

Es de libro. Un diario (I)

En muy pocos días, la revista TK, que editan los bibliotecarios (y bibliotecarias, claro, que son mayoría) de Navarra va a publicar un pequeño diario que fui escribiendo entre junio y octubre. La idea, como cuento allí, surgió leyendo con gran placer un diario del escritor argentino Rodrigo Fresán. En ese rato de lectura se me ocurrió ir pergeñando uno yo, que recogiese historias mínimas de un bibliómano, de un hombre que vive en parte alrededor de los libros, que lee los que puede (siempre muy pocos, poquísimos, por definición), y que además trabaja haciendo libros, más exactamente moviendo todos los hilos para lograr que los libros de otros salgan bien hechos, aunque no acaba de considerarse exactamente un editor.

En este blog voy a publicar algunas de las entradas del diario. Y además intercalaré, cuando me apetezca, entradas nuevas escritas en los últimos meses, después de que entregara a los amigos de TK este Es de libro.

30 de junio

Algo cada vez más difícil de alcanzar en mi propia ciudad: el gusto de estar en una librería sin hablar con nadie, sin topar con conocidos, sin verme obligado a saludar. Ser invisible, totalmente ignorado, desconocido. No tener que mantener conversaciones con los libreros, o con amigos que me distraen de lo que quiero: vagabundear, tal vez comprar, dudar, volver sobre mis pasos, ojear y hojear las novedades, o irme sin comprar nada. La libertad asociada al anonimato.


4 de julio

Necesito poseer los libros, comprarlos, que sean míos, leerlos o reelerlos cuando quiera. Me gusta comprarlos, disfruto mucho en la operación demorada en la librería, pero tal vez no leerlos hasta años después, o comprar incluso por si acaso, o comprar algunos que me interesan dudosamente.

Tengo una amiga, sin embargo, que no tiene ningún sentido posesivo, ningún afán de conservación. Compra libros, los lee —o los abandona si le aburren—, y luego me los revende, a un precio que solemos regatear, en un juego divertido. Así me hice anteayer con el Diario del hombre pálido, de Juan Gracia Armendáriz, que tenía intención de comprar pero se me había ido quedando atrás en mis rastreos por las librerías. Bendito negocio he hecho. Es un texto lleno de sabiduría en su composición, el libro de un escritor que encuentra el tono más ajustado para contarnos su pelea de hombre enfermo que quiere ser más, mucho más que un hombre enfermo, que vive como puede, ama, hace deporte, lee y escribe, y convive con otros enfermos en sesiones de diálisis contadas maravillosamente. Un hombre que a veces se desespera un poco por las limitaciones que padece, pero casi siempre conserva la esperanza. Juan, al que conozco un poco y con el que he disfrutado algunas conversaciones sobre las lecturas de cada quien, ha conseguido no sólo su mejor libro hasta ahora, sino un libro mayor. Su lectura me ha hecho pasar un fin de semana perfecto, y me alegro de que esté teniendo una notable repercusión. Recuerdo, por ejemplo, entre las muchas referencias al libro que han ido apareciendo en suplementos, periódicos y otros medios, un magnífico y extenso post de Vicente Verdú, que vio una entrevista a Juan en CNN+ y se quedó impresionado. Este libro se merece una legión de lectores.

14 diciembre 2010

Manuel Bear y el timo de las brujas

Conozco a Manuel Bear hace bastantes años. No me atrevo a proclamarme amigo suyo, porque igual él lo considera una presunción o un equívoco. No conviene dar por hecho lo que nunca se ha hablado con claridad, y ya se sabe que los hombres gastamos un borroso pudor sobre estos asuntos. Pero sí puedo asegurar que le tengo en gran aprecio, y que he disfrutado muchas veces de su compañía y de su inteligencia, punzante e irónica como pocas.

Adicto a la prensa como soy, Manolo ya me pareció un excelente periodista cuando comencé a leerlo hace muchos años, y lo seguí en sus diversas etapas en los medios navarros en que trabajó. Pero siempre he pensado que, más allá del ejercicio del periodismo y de sus servidumbres y mangancias, en Manolo hay un excelente escritor. Recuerdo muy bien algunos sueltos en el Diario de Navarra en los ochenta, y sobre todo admiré en los noventa muchos de los breves que publicaba en el Diario de Noticias, así como algunas columnas perfectamente construidas en su breve paso posterior por El Correo. En todos esos textos refulgía, muchas veces a enorme altura, y a despecho de sus pocas líneas, el filo de una visión a veces soliviantada, otras ácida, o compasiva, o hilarante, perfectamente armada a partir de un hecho mínimo, de una metáfora bien desplegada, de una frase de algún protagonista de la actualidad. Manolo mostró entonces sus mejores artes de escritor de prensa, las propias de quien posee, sin un gramo de grasa retórica, una mirada culta, libre y acerada sobre la vida pública de esta comunidad.

Ahora Manuel Bear ha dado a la luz una magnífica síntesis sobre el mundo de la brujería, dentro de la colección que, con el expresivo subtítulo de ¡Vaya timo! -toda una declaración de principios- lleva años poniendo en las librerías la editorial Laetoli. Como advierte Manolo desde el principio, no es un libro destinado a “disuadir a nadie sobre la inconveniencia de creer” en las brujas. No, el autor sabe que hay mucha gente que tiene una relación muy problemática con la razón y el sentido de la realidad, y que las brujas son “uno de los frutos más tenaces de la imaginación”. Por eso, y más allá de convencer o no, lo que pretende en este libro es servirse de la bibliografía más solvente para trazar un panorama del origen y desarrollo de la creencia en las brujas y de la muy problemática entidad de éstas, y, al mismo tiempo, contarnos las reacciones que tal creencia provocó durante varios siglos, en especial en los poderes civiles y religiosos.

Manolo Bear no se empeña en disuadir a los que creen que las brujas vuelan, organizan akelarres y tienen poderes mágicos. Pero eso no significa ni de lejos que su punto de vista, por informado y serio que sea, acabe resultando blando, falsamente tolerante, ubicado en la equidistancia más o menos comprensiva con esas creencias, y por tanto también con las percepciones extrasensoriales, las capacidades de las echadoras de cartas o las videntes, u otras diversiones de ese jaez. Nada de eso. El libro está trufado, aquí y allí, de alfilerazos jocosos, de sarcamos muy divertidos, de sentencias fulminantes sobre este universo de fantasías. Como dice el autor, “La brujería y las artes asociadas son un diálogo equívoco y fugaz entre dos individuos que no se conocen a sí mismos, no se conocen entre sí y no conocen la materia de la que están hablando, porque de otro modo no sería un saber oculto el negocio que los ocupa”. Menos mal que esa “impostura participada” es, al menos en nuestros días, un “juego consentido, aunque no siempre inocuo”.

Pero el fenómeno de las brujas no puede despacharse sólo con ironía, o con una colección de escépticas andanadas. Ya digo que eso es más fácil hoy, porque la experiencia de tratos con las brujas modernas tiene un campo de juego bien delimitado e incruento. Vivimos un tiempo en que “la credulidad de los usuarios tiene por lo general un límite de seguridad al que se llega pronto. Nadie arriesga nada de valor por lo que le diga una pitonisa”. Sin embargo, durante siglos las cosas estuvieron teñidas de colores mucho más oscuros. Porque la supuesta realidad de las brujas fue un arquetipo misógino, muy misógino, que sirvió como coartada, en la Edad Moderna, para “un gigantesco ajuste de cuentas de los poderes civil y eclesiástico con las sociedades tradicionales”, el cual condujo a la persecución sobre todo de mujeres que, torturadas salvajemente, inventaban cualquier cosa.

Esa “caza de brujas” estuvo asociada a otros muchos factores, por ejemplo a las delaciones fantasiosas a las que el poder civil y religioso dio crédito -aun siendo con frecuencia obra ¡de niños de ocho o nueve años!-, o a los odios y venganzas vecinales como motor de denuncias y procesos, o a la histeria popular o de los poderosos ante epidemias, cambios sociales o disidencias o “herejías” religiosas, o a la activación del mecanismo del chivo expiatorio, con la iglesia haciendo desempeñar al invento del “Diablo” un papel de motor de muchos rituales, confesados por las pobres “brujas” mientras sufrían tormento… Ahí tenemos algunas de las razones que explican las torturas, condenas y hogueras en que se vio envuelta Europa durante demasiado tiempo. Esa parte de la historia está narrada, en el libro de Manolo Bear, lógicamente con acentos más graves.

En comparación con esos siglos de delaciones, procesos disparatados y violencia planificada y brutal, los siglos XIX y XX han tenido un tono inofensivo. Manolo explica muy bien la relevancia de los folcloristas y antropólogos en la adquisición de “respetabilidad” y “credibilidad” de las brujas, y se detiene con viveza y humor en algunos personajes importantes en los ritos brujeriles de estos siglos, y en las variantes más modernas del fenómeno. “La magia moderna siempre termina en un grupo de individuos ataviados con mallas de danza o en cueros que se contorsionan y recitan mantras para captar y conducir la energía, como si formaran un parque eólico viviente. Es una magia ensimismada y abstracta, con rasgos de club social y de programa de autoayuda”, resume casi al fin.

Me he reído no pocas veces con este libro, me ha hecho pensar, me ha recordado cosas que me interesaron en otro tiempo, y más de una vez me ha llenado de melancolía. Contiene el resumen de algunos episodios señeros de la historia universal de la infamia, y por otro lado, por el lado de los adeptos a esas creencias, nos recuerda que la racionalidad crítica y desprejuiciada no ha cautivado nunca a demasiada gente. Si todo eso está contado con la gracia, agilidad y elegancia que Manolo Bear despliega, qué más se puede pedir. Admirable libro, de verdad, quién escribiera así.

09 diciembre 2010

Los que van y vienen en los deportes de la COPE

Yo también me he pasado a los deportes de la COPE. Mientras conduzco, o cocino, o limpio, o como algo, me gusta escuchar la radio. Y los fines de semana soy de los que han abandonado Carrusel deportivo, de la cadena SER, para seguir oyendo (y a veces, no siempre, escuchando) a Paco González y su gente. Yo también, por seguir subido a esta ola, pienso que la SER ha cometido un grave error al echar a estos animadores de la radio deportiva. Lo peor es que todo se haya debido a un problema, parece evidente, de egos revueltos (que diría uno de PRISA y por tanto de la SER a muerte, Juan Cruz). Es decir, de chulerías enfrentadas, testículos sobre la mesa, amenazas, faroles y desplantes –en el relato del propio Paco González que leí, a las órdenes “por cojones” y a gritos del director de la SER, Daniel Anido, él respondió, en un alarde de finura, que “eso lo va a hacer tu prima la coja” y un portazo; lo siguiente fue su despido-.

Paco González, Pepe Domingo Castaño y su troupe mantienen en la COPE el estilo ya consolidado en sus muchos años de Carrusel deportivo, y que en tres meses ha producido un cierto vuelco en las audiencias: agilidad, humor, un cierto gamberrismo, peleas más o menos teatralizadas entre forofos, publicidad “vivida” y “dramatizada” por Castaño, y una poderosa masculinidad en el tono general, un ambiente de juerga de hombres, con toques inevitables de cachondina y machismo. Esto último no me gusta nada, pero también siento en lo más hondo, tal vez por mi edad, que el fútbol es una cosa de hombres. En mi infancia y juventud, al menos, que es cuando lo viví con religiosa intensidad, no había mujeres en los estadios, y una forofa era un especimen extrañísimo. Hoy las cosas parece que están cambiando, pero a estas alturas no veo claro que las cosas hayan mejorado por ello, es decir, porque las mujeres puedan ser tan bestias como los hombres en los campos; no sé si van a mejor, al menos en términos de disminución de la burricie asociada a la testosterona y el machismo.

Digo que Paco González mantiene en Tiempo de juego el estilo ya consolidado hace años, pero tengo la sensación de que lo ha acentuando. Hay más gamberrismo ahora en su programa que en los años de la SER, un tono un poco más brutico y desenfadado, y eso que todavía no ha llegado el más chulo del lugar, el por otra parte excelente radiofonista que es Manolo Lama. Y más de un día he pensado: ¿qué les parecerá todo esto a los oyentes de siempre de la COPE? ¿No vivirán un cierto conflicto entre los excelentes ingresos publicitarios que estos de deportes han traído y, por otro lado, el tono que desprenden sus programas, tan poco coherente con el de los curas, los Kikos, Cañizares y Roucos? Es cierto que durante varios años han tenido en antena a sujetos tan peculiares como el pequeño gran hombre, don Federico. Pero, dejando aparte su estilo faltón, el gritón y brillante aragonés remaba en la misma barca ideológica que la cadena. A veces adelantaba al PP por la derecha, y no era tampoco un católico muy regular, pero, matices al margen, era muy del PP. Paco González y su gente, en cambio, no parecen ser más que de ellos mismos, y su discurso suena tan escéptico, tan poco inflamado, tan disonante con el habitual en la COPE...

El otro día, en el magnífico blog del gran poeta que es Enrique García Máiquez –casi tan gran poeta como católico a machamartillo y desacomplejado hombre de derechas- encontré un post significativo sobre el rumbo de la COPE en los últimos meses. Me parece, a tenor de lo que escribe, y mucho más aún leyendo a sus hinchas en los comentarios, que a Tiempo de juego nos hemos pasado mucha más gente de la que en principio parecen indicar los datos del Estudio General de Medios. Porque unos, muchos, hemos llegado, y otros, no sé cuántos, se han ido. Parece que no deben de ser pocos los oyentes antiguos de la cadena de los obispos que han migrado a otras radios más frikis, o simplemente más coherentes, como Radio María, esRadio (la de don Federico) o Intereconomía.

08 diciembre 2010

Vecinos

Nos juntamos en una sala de la iglesia más cercana a nuestras casas, un lugar que supongo dedicado habitualmente a cursillos prematrimoniales y amenidades de ese cariz. Hace un frío que pela, y mientras dure la reunión todos permaneceremos con los abrigos puestos, y más de uno con bufanda. La luz, de fluorescentes, es muy justa, en el límite de la escasez, y esparce en el ambiente una precariedad añadida. Con todo, no es mal sitio. De vez en cuando, paseando, sorprendo otras comunidades en las que los vecinos charlan y discuten apostados en el portal, mientras se recuestan incómodos sobre los buzones o la puerta del ascensor o las jardineras, en unas condiciones pronto tan penosas que los asuntos, más que acordarse, se asesinan antes de que todos los asistentes huyan hacia arriba al trote.

Cuando llego, con trece minutos de retraso sobre la hora marcada en la convocatoria, sólo hay dos personas en la antesala, tan pocas que no se atreven a entrar. Así que soy el primero en sentarme, en una silla del fondo y de pasillo, porque así tendré más expedita la salida. En segunda convocatoria alcanzamos la cifra de nueve asistentes. Teniendo en cuenta que somos casi cien los llamados, el número de los presentes revela el impacto de la convocatoria en el ánimo de mis convecinos. Nueve personas vamos a decidir por cien.

He tenido que hacer un gran esfuerzo para obligarme a acudir a esta reunión de la comunidad de vecinos. Más de un año no lo he hecho. Pero es que hay un asunto importante en el orden del día, que afecta a un buen número de vecinos, y sobre el que urge tomar decisiones. Los presentes son los habituales, esos que ya conozco de otros años, y que siempre me sorprenden por su conocimiento detallado, casi exhaustivo, de las incidencias producidas no sólo en su portal, sino también en los de los demás. Entre ellos destaca sobremanera el presidente, un joven amable y listo que parece haber encontrado su misión vital en esta comunidad de propietarios, a la que dedica días y noches, y sobre la que conoce todo: seguros de continente y contenido, facturas, morosos, luces normales y de emergencias, cerraduras, canalones y desciegues, goteras, ascensores, bordillos y papeleras, depósitos y calderas… Nada escapa a su minucioso escrutinio y a su incansable búsqueda de mejores posibilidades y soluciones. Él se queja, aunque salta a la vista que con escasa convicción, de que hay gente que le llama o se presenta en su piso a cualquier hora, porque no hay día en que no surja alguna incidencia con el agua caliente, la temperatura de la calefacción, las bombillas o los jovenzuelos gamberros. Él siempre está ahí, al pie del cañón, y la administradora señala, entre risas y veras, el cordial pero implacable control al que la somete a ella este presidente obsesivamente entregado.

Hoy la reunión discurre con relativa presteza, y en dos horas damos cuenta del orden del día. Pero he conocido, en esta y en otras comunidades, reuniones tediosas, caóticas, desesperantes. Asambleas a las que era imposible encontrarles un orden mínimo, un solo argumento que trascendiese el interés particular más desaforado. Reuniones que han discurrido entre intervenciones soporíferas, alfilerazos, susceptibilidades, abiertos enfrentamientos, argumentos que de egoístas resultaban disparatados, y un progresivo espesamiento que terminaba dando al encuentro una calidad tan borrosa que impedía saber de qué se estaba tratando o qué podíamos votar.

Hay miles de libros sobre la democracia participativa y la democracia representativa. Y muchos también sobre la deliberación en democracia, y las condiciones ideales para esa democracia deliberativa. Recuerdo ahora, por ejemplo, un buen artículo de Félix Ovejero sobre la deliberación en el libro El saber del ciudadano, que coordinó Aurelio Arteta. Pero en ese texto Ovejero comienza hablando de una reunión de escalera, y de las condiciones para que se convierta en un ejercicio auténtico de democracia deliberativa. Uff, no por favor, podía haber elegido otro ejemplo. Yo, cada vez que acudo a una reunión de vecinos crezco en misantropía, y pienso en lo difícil que resulta que nos entendamos en la proximidad, del íntimo disgusto que nos provocan nuestros semejantes en ciertos ambientes, de cuánto podemos hablar sobre el desinterés de millones de personas en los asuntos públicos, y de cómo las reuniones de vecinos son el grado cero de la democracia y la demostración más dolorosa de que la democracia representativa, en cualquier ámbito, tiene presente pero también tiene futuro. Vaya que sí lo tiene.

06 diciembre 2010

Sherlock Holmes y nosotros

Ayer vi por enésima vez La vida privada de Sherlock Holmes, de Billy Wilder. Una de las cadenas surgidas con la TDT, laSexta Tres, nos regala cada noche películas valiosas, la mayoría de los años setenta. Y ayer tocaba esta maravilla de Wilder, de la que él abomina porque los productores se la destrozaron en el montaje final. Pero lo que podemos ver es oro puro, hasta el punto de que cabe pensar a qué alturas hubiera llegado el film si no llega a ser por los cortes que le infligieron.

Me interesa comentar sólo uno de los aspectos de esta película tan deliciosamente inglesa. Hay en ella una entrada en acción encantadora, la descripción inicial de las rutinas de los protagonistas. Esas rutinas, que tanto ayudan a vivir, especialmente en la edad adulta. Y hay en esas conductas una ilustración primera de la discreción en el trato humano, de la contención, del pudor. Holmes y Watson viven instalados en unas sólidas costumbres, muy bien cuidados por la señora Hudson. Representan la normalidad burguesa, respetable, urbana, cómoda, educada, irónica (Holmes, no Watson, que no se entera de nada o casi nada; su presencia, especular, es la modesta del testigo lerdo, siempre razonable y convencional).

Pero esa superficie de su vida y conducta esconde furores y carencias que la entrada en acción de la supuesta viuda belga permitirá aflorar con violencia. Todo el andamiaje de la personalidad de Holmes, en especial su misoginia, la seguridad arrogante que posee en sus inmensos poderes deductivos, y su autosuficiencia sentimental, sufrirán una brutal acometida. El Holmes del final ha sido derrotado en todos los sentidos, da igual que el caso haya quedado resuelto.

Por eso es tan ilustrativa la última escena. El recurso a la cocaína, que ya es muy revelador, en épocas de calma, de hasta qué punto la normalidad es precaria y epidérmica, es mucho más necesario en Holmes cuando ciertas pasiones han tambaleado los cimientos de su personalidad. No hace falta hablar con claridad, no hay que dar muchas explicaciones. Pero hasta Watson entiende, casi sin palabras, que las soluciones habituales no valen en ciertos momentos. La vida oculta es muy poderosa, y sus ansias y dolores reclaman paliativos más potentes. Un final perturbador, y muy poco edificante, para una lección sobre la vida. La de Sherlock Holmes, pero también la de todos nosotros.