29 agosto 2007

Las notas infelices

José Antonio Gabriel y Galán. ¿Quién se acuerda hoy de él? Pero en los años ochenta, hace como quien dice cuatro días, era un escritor elogiado y que publicó en editoriales de prestigio. Fue además, y entre otras cosas, director de una valiosa revista cultural, El Urogallo. De su poesía no puedo decir nada, pero de sus cinco novelas, que ahora sólo pueden encontrarse, y con suerte, en las bibliotecas, recuerdo haber leído con gran interés A salto de mata, relato de las andanzas de un delincuente de dieciséis años, y El bobo ilustrado, dignísima reflexión sobre un periodista culto, reformista, afrancesado y dubitativo que en la guerra contra los ejércitos de Napoleón en 1808 pasea su incomodidad entre las razones militares e ideológicas de los invasores y la resistencia de sus compatriotas, trabucaires y primitivos. Todos le exigen que se decante y él es incapaz, negado como está para el dogmatismo y las adhesiones incondicionales. Gabriel y Galán tuvo tiempo más tarde de ver premiada en América la que sin duda es su mejor obra, Muchos años después, inventario del naufragio de los sueños políticos y existenciales de tres personajes, uno de ellos jugador compulsivo en bingos y casinos. En 1993, cuando sólo tenía 52 años, Gabriel y Galán murió de un linfoma con el que convivía de mala manera desde 1980.

Ahora la Junta de Extremadura publica un diario que el escritor mantuvo con intermitencias en los trece años de su enfermedad, un ramillete de anotaciones no preparadas en su momento para la salida a la luz y donde saltan a la vista los saltos temporales y los silencios sobre algunos aspectos. Son notas que más parecen ocasión personal de rumia y desahogo terapéutico. Supongo, por otra parte, que de las hojas que dejó Gabriel y Galán su familia habrá censurado no poco, dada su naturaleza tan íntima. Pero lo que ha permitido que podamos leer muestra un carácter tan descarnado que inquieta y subyuga.

Un diario –incluso este, deslavazado- ofrece siempre entradas muy variopintas. Pero cabe entresacar aquí cinco hilos esenciales de los que tirar, y que dicen mucho sobre la intimidad de Gabriel y Galán. El primero, omnipresente, es la enfermedad. Las notas se inician cuando al escritor, que acaba de obtener un éxito con su adaptación para el teatro de La velada de Benicarló, de Azaña, se le diagnostica un linfoma. Tras un primer y duro tratamiento, se sucede al correr de los años el registro de los rebrotes del mal, las falsas alarmas, los durísimos tratamientos y sus efectos secundarios, las pasajeras euforias y en suma toda la panoplia de circunstancias que cosen la trama de un tenaz y desesperado combate contra la muerte. Una guerra que comienza con la indignación y sorpresa que le provoca al hombre el primer ataque, y que a los cuarenta años le pilla totalmente desprevenido: “Vivimos tan ajenos a la idea de la muerte que cuando esta se anuncia uno se siente sorprendido e injustamente tratado. Todo ello a pesar de que la muerte nos rodea con una asiduidad y una persistencia feroz. Pero nos han educado haciéndonos creer inmortales. Esta civilización construye estos escudos protectores que de repente se desmoronan estrepitosamente”.

El segundo hilo que seguir, todavía más poderoso que el primero, es el muy precario equilibrio psíquico en que se mueve Gabriel y Galán. Su existencia se edifica sobre la insatisfacción vital, la permanente sensación de vivir rodeado de angustiosas amenazas y, en consecuencia, una lacerante ausencia de calma y alegría. El autor se siente espantosamente solo, se marea con frecuencia y padece una incurable nostalgia de lo que no tiene y una urgente apetencia de lo que ha dejado. “Me desestabilizo con cualquier alteración psicológica de mi cuerpo, psíquica o ambiental. Esta alteración me produce miedo y con el miedo entro en el proceso angustioso (...) Esa obsesión es un cajón de sastre donde entran: sensaciones de marginación, frustración acumulada, inseguridad, aislamiento, vacío y toda una serie de secuelas psíquicas conducentes a una fase de ansiedad e intranquilidad agudas”.

Pero antes del linfoma, y aquí vamos hacia el tercer hilo, Gabriel y Galán ya había comprobado que el mundo no es el lugar cálido y seguro que imaginó en su primera juventud. Un abandono amoroso profundamente turbador aparece y reaparece en el diario. “Yo he pasado muchos años instalado en el dolor amoroso, el sufrimiento. Desde mi separación con Livja –año 68- yo he vivido ese dolor insoportable, cotidiano, minuto a minuto, y eso durante unos diez años. Ese dolor ha provocado una tensión psíquica continuada, que se ha traducido en numerosas crisis y que ha provocado una especie de ‘rompimiento de mi sistema nervioso’. ¿Cuánto tiempo puede uno soportar el sufrimiento amoroso, la pérdida de la amada, la nostalgia, la soledad, la no aceptación de esa pérdida? (...) Ese periodo de diez años ha sido un robo en mi vida (...) He luchado mucho contra ello, pero no lograba salir del infernal círculo de la obsesión”.

El cuarto eje de la vida interior de Gabriel y Galán es el resentimiento. Jorge Vigil, en su excelente Diccionario razonado de vicios, pecados y enfermedades morales, dice que el resentimiento es el “sentimiento penoso y contenido del que se cree maltratado, acompañado de enemistad u hostilidad hacia los que cree culpables del mal trato”. Esta descripción se ajusta como un guante a lo que nuestro escritor padece, aunque trate de contenerlo, domeñarlo y disimularlo. Y es que, en lo que se refiere a su consideración en la sociedad literaria, se ve “puteado, agredido, engañado, perjudicado” por casi todo el mundo: estudiosos, antólogos de la literatura española, críticos, colegas y responsables de suplemente literarios. Se siente víctima de una “marginación (socio-literaria), de injusticia, de escaso reconocimiento, de determinados fallos de amigos e instituciones”. Es ilustrativo a este respecto un encuentro con el escritor Vicente Verdú, entonces un poderoso cargo en El País. Gabriel y Galán quiere controlarse, racionalizar su situación, rebajarle grados a la queja. Pero apenas lo logra, y lanza sobre su amigo Verdú un copioso memorial de agravios. Por dentro está, ese día y otros muchos, como una olla a presión. Lo paradójico es que Gabriel y Galán reconoce desear con intensidad la fama y el reconocimiento generalizado de sus méritos literarios, pero al mismo tiempo, si ese éxito llegara, le gustaría poder decir no, mantener las distancias. “Es mi contradicción: si me invitan a un estreno, a un acto, a una presentación o cóctel, me molesta, digo que no. Pero si no me invitaran, me sentiría frustrado. En definitiva, [quisiera] ser famoso para mandar a la mierda a la fama”.

El quinto y penoso hilo de las notas es su adicción incontrolable al juego. El autor supo dibujar con precisión al protagonista de Muchos años después porque él mismo llevaba muchos años gastando el dinero que tenía y el que no tenia en bingos y casinos, acumulando deudas, rabia y tensión, y dilapidando muchas tardes en esa frenética carrera por ganar. No es raro que se lamente por sus pocas lecturas, toda vez que, reconoce, no le queda mucho tiempo para los libros, poseído como se siente por la pulsión incontrolable: “El problema del jugador es que no tiene posibilidad de pensar (...) El tiempo adquiere una nueva dimensión: la de la obsesión, y esta impide pensar; los días van pasando y el jugador no se da cuenta de que sus pensamientos, es decir, la realidad, va siendo aplazada por otra realidad vertiginosa y ficticia”.

No es extraño, vistos estos cinco ejes que articulan sus anotaciones, que la impresión que se desprenda de ellas sea de una negrura desazonante, hasta el punto de que parecería que toda la vida de Gabriel y Galán no hubiera sido más que un campo de dolor, miedo, angustia, resentimiento y ludopatía. Una vida que, él mismo escribe, “daría lástima”. Por suerte, en esos casi trece años hubo también trabajo, buenas novelas, un amor correspondido hasta el final de sus días, triunfos provisionales sobre la enfermedad, ciertos reconocimientos de la sociedad literaria, periodos intermitentes de plenitud. “Naturalmente, en las notas, diarios, etc. sólo están apuntados los momentos dramáticos. De ahí la monotonía patética”. Lo que sucede, no obstante, es que resulta perfectamente imaginable que Gabriel y Galán, en realidad como todos nosotros, mantuviera más de una vez algo parecido a una doble vida. La exterior, más controlada, industriosa y “normal”, esa de la que damos cuenta y podemos enseñar, y la interior, la vida íntima que aparece en el libro, y en la cual pululaban por su mente los ejércitos de la noche más oscura. Para conocer esta última, esa que en las relaciones sociales, amistosas y familiares nosotros, como el escritor, queremos ocultar con celo, este diario, escrito por alguien que se examina sin contemplaciones, tiene un impagable valor. Leemos y sentimos que estamos ante un semejante, alguien que planta un espejo para que podamos hurgar en nuestras propias torturas.

25 agosto 2007

El ala oeste

Me gusta mucho la televisión. Pero eso sucede “teóricamente hablando”. Porque mi interés, esa predisposición favorable, rastrea en busca en contenidos y no los encuentra. Así que puedo decir que me gusta ver la tele pero no me interesa casi ningún programa.

Una excepción: hace unos cuantos meses que trato, encantado, de reservar los viernes para ver a medianoche un nuevo capítulo de El ala oeste de la Casa Blanca. Es una serie que en España no ha tenido apenas suerte. La seguimos ocho raros. Desde que arrancó en 2003 a los adictos nos han forzado a estar muy atentos a sus apariciones guadianescas y a grabar en la madrugada temporadas enteras.

En El ala oeste no hay crímenes ni romances. Sólo hay asesores del presidente que se bandean entre congresistas, senadores, embajadores, periodistas y grupos de presión (los poderosos lobbistas). Esos fontaneros son todos, cosas de la idealización del espectáculo norteamericano, abnegados, honestos, eficaces, y enseñan a la menor su robusta convicción de que están sirviendo a la democracia. Nada que ver con lo que hemos leído más de una vez a propósito de quienes se mueven en ese entorno de los presidentes norteamericanos: gente muy lista y competente pero chanchullera, trapacera y si es preciso carente de escrúpulos a la hora de moverse en las alcantarillas, tender trampas a los rivales y urdir maniobras oscuras o delictivas. No, los asesores de El ala oeste son de muy buena pasta. Y, claro, sirven a un presidente demócrata tan perspicaz, bondadoso y enérgico que no pasa de ser una versión depurada del sueño de los Kennedy –el sueño, remarco, y no la realidad de la acción del Kennedy que mandó hasta su asesinato-. Nada que ver con individuos como los Bush o Reagan o, incluso, Clinton. Sólo recuerdo una excepción a esta visión embellecida: los capítulos en que se contó el diseño en el ala oeste del asesinato del heredero de un país islámico escorado hacia el radicalismo y la financiación de grupos terroristas.

Sin embargo, aun admitiendo las servidumbres y distorsiones con que carga la serie, nos enganchan al sofá los que llenan los pasillos del poder y participan en reuniones o conversaciones peripatéticas -que parecen durar sólo un par de minutos-. Sus charlas siempre versan sobre conflictos en los que hay que negociar acuerdos políticos, emplear el sentido de la oportunidad y de la anticipación, aplicar la razón de estado, o bien elegir la manera correcta de comportarse en dilemas o en situaciones angustiosamente problemáticas. Esas situaciones son servidas en unos diálogos brillantes, afilados, tensos, veloces y elusivos que exigen al espectador que permanezca muy atento para no perderse detalle.

Es verdad que A dos metros bajo tierra o Los Soprano han sido series maravillosas, puedo admitir que mejores que El ala oeste. Pero la primera me oprime el ánimo, me deja siempre hundido y con mal cuerpo. Tiene que ser una cosa de la edad. Y la segunda, admito, es soberbia, pero a estas alturas me fatigan los mafiosos y su violencia latente o brutal. Tengo un problema con el género, por mucho que en la serie le hayan dado una brillante vuelta de tuerca. En cambio, El ala oeste pertenece a otro rubro, el político, que si bien aquí aparece con limitaciones y americanadas, me es particularmente caro.

El ala oeste tuvo unas primeras temporadas fenomenales. Ahora estamos viendo ya el declive que precipitó su desaparición (además murió John Spencer, el inolvidable Leo MacGarry, jefe de gabinete del presidente, y sin él no era fácil imaginarse la historia). Abandonó la serie su creador, Aaron Sorkin, y se notó pronto en los guiones. Pero el nivel medio continúa mereciendo la pena, y mucho. Ayer, sin ir más lejos, vi un capítulo casi perfecto. Las promesas electorales que se lleva el viento, por cinismo o por efecto de los embates de la hirsuta realidad, los efectos reales y tangibles de la globalización y la deslocalización, la tentación del proteccionismo..., y detrás, como siempre, una visión de la política muy pegada al realismo -a veces demasiado-, una idea que, como dice Valentí Puig (y repito en este blog), reprueba los maximalismos y celebra lo posible, la reforma, el cambio que no olvida nunca la naturaleza imperfecta de lo humano.

23 agosto 2007

El tiempo

Lluvia y frío. Bendito mal tiempo de agosto. Nos libera de la ansiedad de disfrutar intensamente del verano. Las muchas obligaciones impuestas por el ocio pierden fuerza.

03 agosto 2007

Mucho cuidado con los de los platillos volantes

El periodista especializado en ciencia Luis Alfonso Gámez, indignado porque Televisión Española le hubiese encargado a J. J. Benítez, nada menos que para su primera cadena –se emitió encima en domingo-, el programa Planeta encantado, escribió en su blog dos entradas en las cuales, entre otras cosas, decía que era una lástima que TVE hubiese “seguido el juego a este inventor de misterios". “Programas como éste [estrenado en 2003] demuestran lo fácil que es que cualquier iluminado o estafador engañe a la población". Benítez, según el admirable Gámez, no dice más que sandeces, es un iluminado y basa su negocio en la mentira, el engaño público y la tergiversación.

Bueno, pues un juez ha considerado que comentarios de este tipo son un ataque al honor de Benítez y “tienen una sentido injurioso y vejatorio". ¡Qué pena que el periodista no hiciera como muchos parlamentarios y gentes de partido que califican de delincuente, tahúr, cuatrero o atracador a cualquier adversario, pero apostillan que lo son “políticamente hablando”. Como Gámez no guardó esa precaución, el juez lo ha condenado a pagar una indemnización de 6.000 euros al entusiasta de las astronaves extraterrestres y otras hierbas del pensamiento mágico. Y eso que el juez explica que, antes que el ahora condenado, mucha gente ha opinado y opina "cosas aún peores" de J. J. Benítez, y que estas expresiones "no se consideran tan demoledoras y difamatorias" porque los temas que durante años ha tratado Benítez tienen un alto contenido polémico y son susceptibles de herir, a su vez, sentimientos ajenos.

No entiendo nada, de verdad, dicho sea con temor, no vaya a ser que irrite al juez de primera instancia y al del caballo de Troya. Me guardaré muy mucho de considerar a un juez, como hace hoy Juan Luis Cebrián con el último que le ha tocada en suerte, “personaje siniestro, (que) se comporta como el niño bonito de la judicatura y sus actos menoscaban el prestigio de la democracia, pero no demuestra padecer vergüenza alguna por ello”. Sólo me atrevo a soñar con que la sentencia en el caso Benítez sea revocada en niveles superiores. Igual un miembro de la justicia situado en nivel superior tiene en cuenta que, como dice el mismo castigador en su sentencia, Benítez, que tiene bula en las editoriales más poderosas y en la televisión como si fuera lo que no es, un sabio, hiere sentimientos ajenos. Por ejemplo, y mucho, los míos.

Estos días he leído a ratos los dos últimos libros hasta el momento de la colección ¡Vaya timo!, que tan oportunamente publica la editorial Laetoli en colaboración con la Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico, y que destripan “la parapsicología” y “el yeti y otros bichos”. Mientras me entretenía con estos escépticos y me enteraba de muchos detalles, recordé los buenos ratos pasados en 2006 con uno de los primeros títulos de la colección, Los ovnis ¡vaya timo!, escrito con gracia, claridad y nutrida información por Ricardo Campo. En su breve obra, que por supuesto recomiendo, el autor saca a la palestra varias veces al ufólogo pamplonés, miembro notorio de la que él denomina “farándula platillista”, ese circo en el que, dice Campo, dan volatines “especuladores estúpidos, alucinados y charlatanes desvergonzados”. ¿Se me permite asentir sin reservas a estas palabras si se aplican a individuos como J.J. Benítez, el autor de bestsellers Javier Sierra o el televisivo Iker Jiménez? Ojalá fuera cierto, aunque lo dudo, lo que dijo un productor americano de televisión sobre los platilleros y su juego: “todo el mundo sabe que es sólo entretenimiento”.