24 marzo 2013

De la fotografía y los días felices

Venciendo mi pereza, cruzo la comarca a la peor hora del tráfico para llegar al Centro Huarte de arte contemporáneo. El pequeño esfuerzo merece la pena, porque me mueven dos poderosos reclamos. El primero es que quiero escuchar a Carlos Cánovas, que hablará de la génesis de su libro Navarra. Fotografía, recientemente publicado por el Gobierno de Navarra, y que es una soberbia historia de la fotografía que se ha hecho en Navarra desde mediados del siglo XIX hasta hoy mismo. Carlos no solo es un gran fotógrafo, muy reconocido entre los profesionales españoles. También es un maestro del oficio en sus dimensiones más prácticas, servidor muchos años en el laboratorio de otros colegas y artífice para ellos de reproducciones siempre cuidadas en papel. Y además, por si esto fuera poco, tiene un conocimiento profundo de la historia y la teoría del trabajo fotográfico, un dominio en verdad admirable y radicalmente alejado de cualquier provincianismo. Porque estamos hablando de Navarra, pero Carlos no es un erudito local que exhuma a cuatro señores remotos de una oscura provincia para consumo de otros cuatro señores mayores desocupados y rancios. Su visión es mucho más amplia y honda, y está anclada en referentes internacionales del mejor vuelo interpretativo.

Sesenta personas escuchamos la charla de Carlos Cánovas, ponderada, informativa, pero con las gotas de provocación teórica e ironía necesarias para suscitar el debate. Su libro, que a rachas le ha llevado muchos años de recopilación de datos e imágenes y de escritura, tiene voluntad enciclopédica sobre todos aquellos que en la fotografía en Navarra pueden ser considerados autores (con todos los matices que quiera darse a este concepto). Pero Carlos no rehúye los juicios ni la reflexión sobre las líneas temáticas dominantes, o sobre las influencias de unos autores en otros, o sobre los cambios técnicos y sociales que han condicionado movimientos estéticos. Por eso, con su libro no se recuperan y estudian sólo fotógrafos. También se aprende de fotografía en su más amplio y profundo sentido. Al menos yo, que no he hecho una foto en toda mi vida (aunque, como todos, consumo imágenes sin cesar, a veces reflexivamente), he aprendido y disfrutado mucho con el libro de Carlos. Y no digo más porque he tenido una pizca de participación en su salida a la luz y eso me provoca cierto pudor.

La conferencia de Carlos Cánovas en el Centro Huarte se celebra en uno de los espacios que albergan las fotografías de Miguel Leache. Ya las había visto otro día, pero me apetece volver a ellas. Por los días felices, que así se llama la exposición, y también un libro editado al mismo tiempo con ese material, incluye casi cien fotografías hechas en pisos vacíos, abandonados, en lugares donde ya no vive nadie, en habitaciones en las cuales los que se fueron dejaron, en grados más o menos avanzados de deterioro, objetos variopintos: colchones o somieres, sillas y mesas, cables sueltos, platos o botellas, perchas y ropas, cuadros, utensilios de cocina.., o sencillamente basura. Miguel Leache retrata no sólo los objetos: también la luz, la calle entrevista por ventanas o balcones, la calidad de los suelos, la geometría que conforman paredes y puertas. Pero entre todo ello reina el vacío; un vacío, podemos decir, atronador.

Si no sabemos nada, si vemos las fotografías de Leache sin ninguna información adicional, el conjunto, en su indeterminación espartana o caótica, despide la tristeza del abandono, la desolación que llena los espacios no habitados ni cuidados, esos lugares de vida a los que ya nadie insufla vida y en los cuales avanza un silencio sucio, el polvo y la creciente dejadez de lo que se construyó para que alguien lo ocupase y ahora yace en el descuido. Los signos de que esas habitaciones tuvieron ocupantes, los indicios de la acción humana que existió, nos permiten imaginar el pasado, fantasear con la cualidad ¿alegre? de los viejos tiempos, los de los días felices a que alude el papel que alguien escribió con la voluntad del conjuro y dejó, como notario y profeta, antes de irse. Leache ha fotografiado el vacío, la luz que ya no disfruta nadie, los restos del pasado que sugieren historias, que abren puertas a nuestra lucubración. Pero esta tiene un tono inevitable de aflicción, porque algo se terminó, alguien se fue, y el decorado, sin aquellas personas, está siendo derrotado por la amargura y la pérdida. Ahí, en ese enorme poder de sugerencia, está lo esencial de este trabajo fotográfico de Miguel Leache, el mayor valor de esta ristra de imágenes que en su desnudez dicen o nos permiten imaginar tanto…

¿Les añade algo esencial a estas fotografías que conozcamos que las viviendas que aparecen fueron abandonadas porque sus propietarios no pudieron seguir pagando sus créditos hipotecarios y el banco o caja que les había prestado el dinero forzó su desahucio? ¿Que sepamos que nada fue voluntario, que sus moradores se vieron obligados tras un procedimiento judicial a irse a la puta calle y buscar otro lugar donde vivir? Dicho de otro modo: ¿pierden algo decisivo, o todo su valor, estas imágenes si desconocemos que se hicieron tras el desahucio forzado y “legal” de las viviendas? ¿Esta información de contexto es la que les otorga toda su relevancia?

No, no creo que ese feo dato añada nada sustancial a las fotografías de Leache, las cuales, pienso, se sustentan perfectamente por sí mismas, y en su indeterminación se abren a mil resonancias emotivas . Es cierto que si lo conocemos, si sabemos que son documentos post-desahucio, la información nos perturba, y puede parecer que obtura nuestra imaginación, que ya poca cabida tiene ésta frente a la contundencia de la realidad. Pero toda esa gama de sentimientos y emociones que nos asaltan lo hacen en nuestra condición de ciudadanos, de personas preocupadas o indignadas por la realidad social, y creo que no quitan ni ponen nada fundamental, desde el punto de vista estético, a lo que habíamos visto, a lo que la obra de arte (y estas fotografías lo son) dice por sí misma, despojada de referencias ambientales, aquí y en Lima y en Sebastopol, ahora, en 2013 y en Navarra, pero también en otro tiempo futuro y lejano, cuando la pesadilla de los deshaucios haya concluido y podamos enfrentarnos a Por los días felices con un ánimo menos conturbado.

Estamos en un tiempo social y económicamente tan perverso y distorsionado, y nos acongoja ver que hay tanta gente que lo pasa mal, que en el terreno estético parece que, según gritan algunos, no hay lugar más que para el documento social, la denuncia, el grito, el realismo social (o socialista, que de todo se hace), y, en el terreno que nos ocupa, el fotoperiodismo y la fotografía descarnada y brutal, como de reporterismo de guerra. Pero esa urgencia estética me parece que debe ser rechazada si se plantea como excluyente, como un único modelo para tiempos de crisis.

No debemos olvidar nunca que nuestras urgencias como ciudadanos (y cada uno verá cuáles son para él, que tampoco en esto hay ni debe haber unanimidad) no son las que deben marcar, mecánicamente, las miradas del arte, que se mueve en otra longitud de onda. Continúa siendo legítimo, como siempre, explorar otros caminos, vías menos pegadas a las urgencias de hoy, posibilidades más vinculadas a la sugerencia, a la calidad de la composición, al detalle aparentemente minúsculo pero que nos emociona, nos abre la mente y la memoria, nos deja espacio para soñar, nos interpela de una forma más libre y abierta. Y eso sin contar con algo evidente, que estamos saturados de denuncias visuales. Hemos visto tantos horrores, la fotografía (y en general la imagen) nos ha enseñado la crueldad y la muerte de tantas maneras, que la eficacia, cívica y estética, de ese empeño es muy cuestionable. La denuncia del corresponsal de guerra, la foto brutal del que hurga en lo más sórdido de la miseria humana, la mostración escandalosa y brutalmente explícita, tienen, debido a la saturación del horror, una vida más corta y un efecto más limitado.

El empeño de Miguel Leache es, por ello, perfectamente legítimo en su intención, y excelso en sus resultados. Miguel dijo en la presentación de sus fotografías, en febrero, que con ellas buscaba la exactitud de la poesía, es decir, no el periodismo, no el documento de urgencia, sino algo más abierto y sugerente, más literario en el mejor sentido de la expresión, menos coyuntural. Creo que lo ha conseguido. En su desnudez, en su radical despojamiento, en su “abstracción”, en su capacidad por ello mismo de asociarse a múltiples vivencias del espectador, estas imágenes tendrán larga vida y una poderosa capacidad para conmocionarnos. Pasarán los desahucios, podremos serenar nuestro ánimo, y las fotografías de Miguel Leache quedarán, porque su campo de juego es otro, de una consistencia mucho más fértil.

18 marzo 2013

Limónov

Veo en televisión una breve entrevista con Emmanuel Carrère a propósito de Limónov, su último libro publicado en castellano. Fascinante, como todos los suyos desde El adversario, la historia con la cual dio el salto decisivo en su trayectoria. Limónov lo devoré en cuanto se publicó el mes pasado, sufriendo por no poder abandonarme sin descanso a su lectura hasta terminarlo. Carrère retrata a un ruso infantil y ególatra, siempre resentido, valiente hasta el heroismo, contradictorio, arrogante, autoritario lindando con el fascismo, convencido de que el darwinismo social es implacable y justo. Pero, escriba sobre lo que escriba, Carrere sabe contar, poner en vilo al lector, convertirlo en un adicto a sus historias. Una novela rusa, de 2008, ya era formidable, y De vidas ajenas lo comenté aquí con entusiasmo.

Tan importante en Limónov es el devenir de su protagonista como el trasfondo en tres cuartas partes del libro: Rusia, su país. El comunismo estaliniano en que nace Limónov; los grupos literarios de vanguardia exasperada y alcohólica en que pelea en su juventud; la Unión Soviética en descomposición a la que regresa en 1989, la de Gorbachov y pronto Yeltsin; y, en fin, la Rusia de Putin, ese político autoritario, poco escrupuloso, rabiosamente añorante del comunismo y que instaura un poder feroz con vocación eterna. Un enemigo implacable con los escasos opositores que se le enfrentan, entre ellos Limónov, “viejo jefe carismático de una partida de jóvenes desesperados”. ¿Qué pinta la democracia en esa Rusia de hoy? Nada. Ni está ni se le espera con Putin, pero tampoco lo estaría con Limónov o con la mayoría de los demás opositores.

Sobre Rusia Emmanuel Carrère no habla de oídas, y ese escenario, y su análisis de lo que en él sucede, acaba siendo en el libro tan apasionante como las andanzas del héroe. En Rusia parece hallar el escritor la otredad radical, algo totalmente diferente de lo que define su vida de burgués bohemio en un país tranquilo y previsible como Francia. Ahí está una clave para entender su interés por Limónov, un sujeto tan ruso, excesivo y complejo. Un tipo que, desde luego, es de otro mundo, y que sueña con terminar, como un mendigo, en un rincón perdido de Asia central, en algún lugar achicharrado por el sol, polvoriento, lento, violento.

13 marzo 2013

Manuel Vázquez Montalbán

Entre el domingo y el lunes, la 2 de Televisión Española emite un documental, dentro del programa Imprescindibles, sobre el escritor Manuel Vázquez Montalbán. En octubre hará diez años que murió de un infarto en una escala en Bangkok del vuelo que lo devolvía a Barcelona tras un periplo por Australia y Nueva Zelanda.

El título del programa avanza su tono; y es que, como suele ser norma en la gran mayoría de los documentales televisivos sobre alguien, rebosa incienso y lisonja. Pero también superficialidad. Todos los que salen en él adoraban al periodista, cronista, escritor y hombre y lo recuerdan con emoción (en especial Carmen Balcells, su agente literaria). La gran mayoría lo admiraban, y son muchos quienes se identificaban con sus posturas políticas. Eso sí, acerca del valor de su obra, nada de nada. El resultado, para los que recordamos a la perfección al Vázquez Montalbán literato y político, tiene no obstante interés, aunque discurra por lo correcto y trillado.

Yo no puedo escribir de MVM con distancia, porque ocupa un lugar notable en mi vida lectora, es decir, en mi vida. A lo largo de más de treinta años fui comprando y leyendo sus libros (algunos de los últimos ya los saqué de bibliotecas), y durante ese tiempo lo seguí también en varios medios: Triunfo, Por favor, La calle y El País. Leí todas sus novelas, las del detective Pepe Carvalho y las ajenas al género negro, y también bastantes de sus ensayos sobre periodismo y teoría de la comunicación, literatura y política. No pude, al final, porque yo era otro y mi consideración política de Vázquez Montalbán se había transformado, con sus libros sobre Pasionaria, o Cuba, o el subcomandante Marcos. Ah, y tampoco me interesó nunca la turrada de la gastronomía, a la que dedicó varios volúmenes.

Hace un año, en una de las periódicas remodelaciones de mi biblioteca, llevé a la bajera los más de cuarenta libros suyos que tengo (publicó muchos más, pero creo que no me falta nada fundamental). El traslado siempre entraña preguntas, acompañadas del gramo de melancolía que comporta la revisión de nuestro pasado: ¿Hice bien en invertir tanto tiempo con este autor? ¿No habría sido mil veces más provechoso leer a otros más indiscutibles? ¿Volveré a alguna de sus obras? ¿Cuáles merecerían la relectura?

Las preguntas no tienen en mi caso un tono frío, de aséptico recuento intelectual. Pienso en Vázquez Montalbán y revisito, sobre su ejemplo, muchas lecturas de mi vida, pasiones perdidas, admiraciones que se han derrumbado, autores que ahora miro con extrañado desinterés. Pero si me pongo en la vida de entonces, recuerdo muchos datos y emociones. En primer término mi pasión adolescente por la revista Triunfo: antifranquismo, apertura política y mental a un mundo cultural fastuoso, lleno de autores, historias y teorías que conocer. En ese escenario Vázquez Montalbán brillaba como el que más: inteligencia, ironía, buena información, una base ideológica robusta, una mezcla divertida y brillante de los registros cultos y populares, Marx y Concha Piquer, Gramsci y los cancioneros sentimentales más relamidos, Lenin y el otro Marx, el gran Groucho. Y siempre una visión dogmática de fondo pero afilada, la del intelectual de izquierdas que ante cualquier asunto o situación cortaba con el cuchillo de la lucidez la mantequilla política, social, cultural. O eso me parecía entonces, un largo entonces.

Vázquez Montalbán publicó mucho, muchísimo. Dotado de una enorme facilidad ante la máquina de escribir y el ordenador, rápido, cumplidor y seguro siempre, estajanovista del periodismo desde muy joven y luego de la literatura, alcanzó mucho éxito y ventas con sus novelas policiacas, se hizo rico (pero ya digo que escribiendo sin descanso), y sin dejar de ser comunista hasta la muerte fue un escritor perfectamente establecido desde que llegó la democracia, mimado de varias maneras por el mismo poder, socialista y luego popular, al que fustigaba todos los lunes en su columna de El País. Con la riqueza, Vázquez Montalbán alcanzó la condición de bon vivant, que más de una vez justificó con una frase ingeniosa: “Estaría bueno que sólo los de derechas pudieran gozar de la vida”.

Pero a la altura de 2013, ¿se puede decir que va a quedar algo de él, o el purgatorio en que se encuentra (casi no hay libros de Vázquez Montalbán ahora en circulación, parece habérselos tragado la tierra; algo habitual en los escritores tras su muerte) conduce al infierno del olvido absoluto?

Entre tanto que publicó, me arriesgo a una selección drástica y puede que algo injusta, que desdeña continentes enteros de su producción. Algunos no voy ni a mentarlos. Sí vaticino que sus novelas del detective Carvalho no resistirán el paso del tiempo. Tal vez La soledad del manager y Los mares del sur (la mejor), y a lo sumo las dos o tres siguientes que escribió. A partir de 1985, mejor dejarlo. En cambio, quiero creer que aguantarían bien la relectura cuatro novelas sin género: El pianista, Los alegres muchachos de Atzavara, Galíndez y El estrangulador, esta última la más extraña y compleja de las suyas. Y, en fin, dentro de su tarea periodística ingente estoy seguro de que hay piezas memorables, en particular de los años sesenta y setenta, antes de que se hiciera opinador, que es más descansado. Merece la pena, por eso, consultar los tres volúmenes que Francesc Salgado ha seleccionado de esa obra, y que son lo más reciente publicado de Vázquez Montalbán.

Quiero traer aquí brevemente, por último, una cuestión que planteó hace una semana Arcadi Espada en su columna El correo catalán. Ya he recordado que MVM era rico y comunista. Esa doble calidad no está exenta de paradojas, que otros llamarían contradicciones. En fin, dado que no hay manera de enlazar sin más a las palabras de Arcadi, porque en la red es de los que cobran, las copio aquí sin más comentarios:

Comprenderás que el recuerdo de nuestro querido MVM, y sus agudas contradicciones, se me aparezca con mucha frecuencia en este tiempo de crisis y demagogias. También hay personas que llevan vidas estupendas (…) y dan su apoyo público a propuestas que supondríann la liquidación de su nivel de vida. Están en su derecho, desde luego; pero, como en el caso de MVM, no me parece que tengan que esperar al incierto triunfo de sus propuestas. Desde ahora mismo podrían ir desembarazándose de sus excedentes. Porque de lo contrario empezaremos a pensar (…) que la razón fundamental de su noble exposición de propósitos es que saben que, como aquella dictadura del proletariado oteada desde el balcón de Vallvidrera (barrio de lujo donde vivía MVM) , jamás podrá llevarse a cabo (…) El tipo que baja a la plaza a dar su apoyo a la nacionalización de los bancos, la disolución del Parlamento, la cancelación de las hipotecas vigentes y el cierre de televisiones y periódicos, ese hombre airado no puede subir a ninguna vallvidrera al caer la noche. Ha de quedarse a la intemperie. Cambiar el sistema es duro y carísimo y se necesitan su dinero y su ejemplo”.

11 marzo 2013

Dos enseñanzas de Coetzee

La correspondencia mantenida durante cuatro años entre dos escritores célebres, Paul Auster y John Coetzee, ahora publicada en castellano, deja un sabor insatisfactorio. Es verdad que, aquí y allá, ambos nos obsequian con alguna idea atractiva, alguna confesión bien meditada sobre su labor literaria. Pero el conjunto levanta poco el vuelo. Pese a mi buena disposición frente al libro, no ha terminado de engancharme, y eso que lo he acabado con paciencia y esperanza.

El intercambio epistolar deja ver a un Auster siempre correcto, más cálido e incluso entusiasta que Coetzee, un Auster que no dice ninguna tontería pero es más previsible en sus reflexiones . En cambio, el sudafricano Coetzee, un verdadero grande de la literatura, muestra un deseo más acusado de salirse de caminos trillados, de pensar por su cuenta, sea sobre la crisis económica, sea sobre la importancia en su vida de los deportes, haciendo pruebas, ensayando ideas, aunque eso le distraiga por sendas perdidas o le reporte a veces (y con él a nosotros) magros resultados.

Entre puritanos. Me he fijado en particular en dos fragmentos de este libro. En el primero, Coetzee le reenvía a su interlocutor una carta que ha recibido. Y la precede de una sola pregunta: “¿Qué se puede hacer?”. Ese lector de su novela Hombre lento se ha fijado en lo que en determinado momento dice un personaje secundario de la historia: «Me siento decepcionado y me parece una vergüenza que un escritor que disfruta de un prestigio como el suyo se rebaje a usar insultos antisemitas, y además de forma completamente gratuita. (…) Su referencia a los “judíos” hecha de esa forma despectiva no añade nada valioso a la historia, y en mi opinión está de más. Para mi se ha echado a perder un libro interesante». Insisto, hablamos de una novela, y en ella la referencia a los judíos la hace un personaje creado por Coetzee, no este mismo.

Paul Auster responde a Coetzee con sensatas razones: No hagas caso, no pienses más en ello. Pero si quieres responderle, dile que has escrito una novela, no un panfleto sobre comportamiento ético, y que solo porque un personaje diga lo que dice no significa que tú apruebes sus manifestaciones. Que esa es la lección primera de “Cómo leer una novela”.

Pero a Coetzee la carta de esa lectora le ha golpeado en alguna fibra sensible y no puede, al menos para sí mismo, dejarla pasar sin más. Y le responde a Auster: «Mi pregunta sigue en pie: ¿Qué se puede hacer con esto? Porque —siendo el mundo como es, y sobre todo siendo el siglo XX como era— una acusación de antisemitismo, igual que una acusación de racismo, lo pone a uno a la defensiva. “¡Pero es que yo no lo soy!”, te vienen ganas de exclamar, extendiendo las manos para enseñar que las tienes limpias. La verdadera pregunta, sin embargo, no es quién tiene las manos limpias y quién no las tiene. La verdadera pregunta surge de ese momento en que te obligan a ponerte a la defensiva, y del sentimiento desolador que viene a continuación, esa sensación de que se ha evaporado la buena voluntad entre lector y escritor, esa buena voluntad sin la cual leer deja de ser un placer y escribir empieza a dar la sensación de ser un ejercicio impuesto y fatigoso. ¿Qué se puede hacer después de eso? ¿Para qué seguir cuando te están retorciendo la palabras en busca de desaires y herejías encubiertos? Es como estar otra vez entre puritanos».

Puritanos... Como escribió Emma Goldman, «el puritanismo nos ha hecho tan estrechos de mente y de tal modo hipócritas, y ello por tan largo tiempo, que la sinceridad, así como la aceptación de los impulsos más naturales en nosotros, han sido completamente desterrados con el consecuente resultado de que ya no pudo haber verdad alguna, ni en los individuos ni en el arte».

Las palabras de Coetzee las he asociado con otras que leo de Muñoz Molina en su ensayo de ahora mismo, Todo lo que era sólido: «Muchas cosas, simplemente, no pueden decirse. Ningún comentario sarcástico o negativo está permitido sobre ninguna ciudad (con excepción de Madrid), pueblo, provincia, comarca, región, nacionalidad, acento, gremio, colectivo organizado. Hasta la broma más suave puede ser entendida como un agravio, y como en España una cosa que abunda mucho es la valentía colectiva y anónima, sobre todo cuando se ejerce sobre una persona inerme, el que diga algo inconveniente corre el peligro de un linchamiento que no siempre se queda en lo verbal, o en lo simbólico: no faltarán ultrajados que difundan por Internet su teléfono y su dirección, por ejemplo».

La moral del escritor: Sobre su compromiso con la escritura, con el lenguaje, Coetzee no es que diga nada nuevo, pero resulta admirable la escrupulosidad con que se toma su trabajo, su exigencia radical al afrontarlo, más allá de toda recompensa económica o social. «Yo me sorprendo a mí mismo dedicando horas enteras a pulir textos en prosa hasta dejarlos impecables, más allá de lo que se requiere para que los publiquen y por tanto para que me paguen. Supongo que me puedo excusar diciendo “No soy de esas personas que entregan prosa defectuosa”, igual que podría decir: “No soy de esas personas que se bajan de la bicicleta y andan” (que se bajan de la bicicleta y andan aunque no haya nadie mirando). Creo que esa es la parte interesante. Pocos lectores tienen idea de lo que cuesta dejar un párrafo perfecto. Si te bajas de la bicicleta y andas no te va a ver nadie, ni tampoco si lo dejas estar todo y bajas la colina sin pedalear. ¡Pero yo no soy así, esa no es la idea que tengo de mí mismo!»

04 marzo 2013

En el coche, la música

Los sábados y domingos, mientras conduzco, escucho Toma 1, el programa de Manolo Fernández que este año cumple cuarenta años, la mayoría de ellos en Radio 3. Música country, o lo que el presentador del programa denomina, con más flexibilidad, americana music. Tengo muchos conocidos que no soportan esta música, tal vez porque la asocian con vaqueros de Texas o de Oklahoma ferozmente republicanos, con la América profunda más conservadora. Pero al margen de esa identificación, simplista por demás, lo cierto es que a mí me entusiasma el folk country y no me canso de escuchar a viejas leyendas como Johnny Cash, Kris Kristofferson, Willie Nelson o Emmilou Harris, o a muchos autores de hoy mismo que siguen creando temas magníficos que Manolo Fernández programa puntualmente.

Cada sábado o domingo tengo un momento para el recuerdo, una experiencia emocionalmente intensa, de normal cuando el presentador pincha algún viejo tema que gente más joven versionea. Este sábado me quedé cinco minutos dentro del coche, ya aparcado, escuchando la recreación que un grupo joven ha hecho de Leaving on A Jet Plane, un tema de John Denver que Peter, Paul and Mary hicieron dulzonamente célebre en 1969 y que ahora sale en un disco en memoria de Denver que han preparado cuarenta cantantes. De inmediato se pone en marcha el turbión de los recuerdos. Mil descubrimientos adolescentes, primeros discos comprados en Orbaiceta Musical, que escuchábamos previamente con cascos en cabinas que tenían, pasión por Bob Dylan, un LP maravilloso de Kris Kristofferson que adquirí pero dejé pronto a un amigo y éste tuvo al sol un montón de días dentro de su coche aparcado, con lo cual el vinilo se estropeó miserablemente, horas y horas escuchando a John Denver, al inglés Donovan o a Johnny Cash, el descubrimiento de Woody Guthrie y de su hijo Arlo, la felicidad y tremenda desdicha de aquellos años, todo revuelto y caótico… Termina la canción de John Denver y me quedo unos minutos más en el coche, entregado a ese ejercicio sentimental inútil, dulce y un poco doloroso.

El coche, un buen lugar para escuchar música. Hace poco la lingüista Inés Fernández Ordóñez contaba en Juego de espejos que todos los días, cuando recorre Madrid a solas en su vehículo, yendo o viniendo del trabajo, se pierde en la música que más quiere gracias al reproductor de cedés, y que esos ratos le confortan el ánimo indeciblemente. A mí, más desastroso y elemental en mis rutinas, me basta con la radio, que, aun contando con los inconvenientes del azar, casi siempre que conduzco me premia con algún tema soberbio en Radio 3, o con un fragmento capturado en Radio Clásica, unos minutos que, con mucha frecuencia, salvan el día, introducen en la grisura espesa y laboral una cuña de belleza.

Digo laboral, pero no es así ahora. Estos instantes de gozo en el coche, tantos años disfrutados a diario entre el trabajo y mi casa, son ahora de fin de semana. Así que me lo paso bomba con la selección dominical de La madeja, un programa de Radio 3 que recuerda a grandes de otras épocas del rock o del blues, o con un programa totalmente friki, La curiosidad mató al gato, que los sábados cocinan Fernando Navarro y el actor Carlos Areces, este de la cuadrilla de actores que empezaron con La hora chanante y Muchachada Nui. En La curiosidad mató al gato se escucha a la gente más rara que imaginarse pueda, llevando al extremo lo que ya hizo Paco Clavel muchos años con El guirigay y con Extravaganzza. Los temas que elige Carlos Areces “para perlar los ojos” de los oyentes, o las versiones de temas famosos que encuentra, ejecutadas por los peores cantantes del planeta, son indescriptibles.

Ratos de coche y música, momentos robados al tiempo más pedestre y tonto. El sábado, en Iturrama, la gente pasaba hacia los bares que se llenan a la hora del vermú mientras yo estaba perdido dentro del vehículo. Luego salí para comer en un estado de cierta euforia, llena la cabeza de mil cosas, pensando que la mañana no había terminado nada mal.