27 octubre 2008

De Alberti, escuderos y viudas

El País traía el miércoles un reportaje sobre el modo en que la viuda de Rafael Alberti, María Asunción Mateo, está administrando los derechos de las obras del escritor, que le pertenecen por herencia. Peticiones económicas desorbitadas por autorizar el uso de cualquier poema en antologías o canciones, reimpresión bloqueada de antologías poéticas agotadas, censura y manipulación de las memorias del escritor, falta de placet para documentales en los que aparezcan palabras de Alberti… La consecuencia de este peculiar secuestro de la obra, la imagen y la memoria del artista por parte de su viuda es que, según muchos de los antiguos amigos del gaditano, la lectura y la presencia pública de Alberti estén desapareciendo. “Ya apenas se oye, ni se sabe de él”, resume su hija Aitana, enfrentada hace años con la viuda.

Este asunto fue tratado por extenso en la última parte de un libro de Benjamín Prado publicado en 2002, A la sombra del ángel. 13 años con Alberti, en el que el autor contaba cómo, después de haber estado muy cerca del poeta del 27 durante varios años en la década de los ochenta, haciendo para él de acompañante, chófer, amigo y casi chico para todo, Alberti se había alejado de él, y de otros amigos poetas como Luis García Montero o Luis Muñoz, a partir del momento en que Asunción Mateo apareció en su vida y comenzó a controlarla. Según Prado, el declive físico de Alberti discurrió a la par que el progresivo dominio de su compañera y luego esposa (desde 1990) sobre cualquier dimensión de su existencia. Algo que también corrobora Mario Muchnik en el primer volumen de sus memorias, el más interesante sin duda, Lo peor no son los autores, donde cuenta las trapacerías censoriles y manipuladoras de la Mateo en los distintos volúmenes de La arboleda perdida, las memorias del escritor.

En el libro de Benjamín Prado el más interesante no es el último tramo, sino el primero, aquél que reconstruye los años en que estuvo muy cerca de Alberti. Son páginas, muchas, que rebosan admiración por el poeta gaditano. Su libro es el de un joven escudero, alguien que sorbe todas las historias del genio, del personaje que ha tratado a tantas celebridades de la literatura y de la política. Prado es un joven autor deseoso de aprender, un ayudante a quien no le importa acompañar y atender a Alberti en mil y una circunstancias, e incluso someterse a todos sus caprichos. A la postre, como le dice Julio Cortázar: «¿Vos querés ser escritor? Aquí, al lado del genio no lo serás, porque es difícil correr hacia delante mientras mirás hacia arriba. Pero y qué. Disfruta no más. Ahora es como si estuvieses apilando leña».

Alberti aparece en A la sombra de un ángel como un viejo seductor, a veces tierno y afectuoso, a veces coqueto, desordenado, torpón en la vida práctica, dependiente, cariñosamente evocador de mil y una historias. Pero también es vanidoso, egocéntrico, cobarde, colérico, celoso de todos y de todo, absolutamente seguro de su propio genio y al mismo tiempo necesitado enfermizamente de reconocimiento perpetuo. Alberti vive, a la edad tan avanzada en que Benjamín Prado le sirve, le lleva y trae, le escucha y atiende, en buena medida de recuerdos, ocupado en perfeccionar incesantemente la narración de sus anécdotas y de sus encuentros con los protagonistas del siglo XX. Es un hombre acostumbrado a ocupar de manera natural el centro del escenario. Y cuando no es así, sencillamente se duerme, se echa un sueñecito, porque casi nada le interesa ya de lo que digan o hagan los demás.

Desde luego, el retrato de Benjamín Prado es admirativo, aunque todo lo que acabo de enumerar, la otra cara del poeta, aparece también en su texto. Por eso, aunque compré el libro cuando salió, en 2002, lo leí en las pasadas navidades, estimulado directamente por un artículo bilioso de Antonio Muñoz Molina sobre Alberti. Un artículo, todo hay que decirlo, en que se notaban las ganas de Muñoz Molina de responder con un navajazo a la pequeña herida que en su orgullo le infligió Alberti cuando él era un joven escritor desconocido en la Granada de los años ochenta. Sólo que, al margen del ajuste de cuentas, Muñoz Molina, que, claro es, no formaba parte del grupo de “admiradores fervientes y aduladores obsequiosos” del viejo poeta (Prado sí, obviamente), acertaba de lleno, me parece, en su descripción de las claves que mueven a una vieja gloria cuando se convierte en “parodia de sí mismo”. Benjamín Prado no estaría de acuerdo con esta crueldad de Muñoz Molina, seguro, pero me temo que hay una cierta complementariedad entre lo que recoge su libro y el artículo del autor de El jinete polaco.

«Las caras privadas, en público, son más sabias y gratas que las caras públicas en privado. Siempre en público, rodeado siempre de admiradores fervientes y aduladores obsequiosos, el escritor viejo —y no tan viejo— se deja convertir, por la omnipresencia del halago, en parodia de sí mismo. Ya no quiere o no sabe estar solo, porque en la soledad no hay público; y poco a poco incluso para estar en privado elige a quien al actuar de público alimente la íntima impostura, la representación del personaje» (Antonio Muñoz Molina).

19 octubre 2008

San Sebastián

Sábado de otoño en San Sebastián. Después de Pamplona, es la ciudad donde más tiempo he pasado. Aquí estudié un tiempo, en el alto de Zorroaga, en los gloriosos inicios de la carrera de filosofía en la Universidad del País Vasco, cuando la facultad acogía a un plantel de profesores formidable, una rara conjunción que duró poco. Sobre esa época creo que todavía no se ha escrito lo suficiente. Algunos de los que entonces nos daban clase deberían contar desde dentro cómo fueron aquellos años. En unas aulas que se caían a pedazos, se producía a diario el milagro de la pasión intelectual, de la lección verdaderamente magistral que nos inyectaba una energía en vena. Salíamos y corríamos hacia los libros, hacia un saber que comer con glotonería.

Cuántas veces llovía sin cesar en Donosti y no quedaba otro remedio que hacer dedo al pie de la cuesta, justo donde acaba Anoeta, para que algún compañero con coche nos subiera a la antigua residencia de ancianos. Cruzábamos lodazales antes de acceder a un edifico que se caía a pedazos, unas desvencijadas aulas con goteras de obsceno caudal. Allí Fernando Savater, manos finísimas y anillo de oro, elegante capa y gorra tipo Sherlok Holmes, pero zapatos embarrados hasta el calcetín, se disponía a emprender un moroso y fascinante recorrido por la Ética a Nicómaco. Y Víctor Gómez Pin pensaba en voz alta sobre Kant, hasta que, a lo mejor en la clase siguiente, su discurso, ya perfilado y sólido, se volvería cautivador. Puedo hablar de otros muchos profesores, pero prefiero, para no ser injusto y dejarme a gente muy valiosa, cortar la enumeración.

La ciudad tiene merecida fama por la bahía de la Concha. Pero en aquellos tiempos conocí otro Donosti: Eguía, o Herrera, o Intxaurrondo, barrios donde la ciudad se desliza por la fealdad incluso sórdida. En Pamplona, ya entonces, no había zonas tan desastradas como los que enseñaba San Sebastián en cuanto se salía del circuito turístico.

Entre mis compañeros de clase, el primer día, precisamente en la clase de arranque de Savater, había un tipo que, de pronto, se subió a la tarima y nos habló en euskera, como si aquello fuera el comienzo de una asamblea. No sé qué dijo, porque mi pobre euskera daba y sigue dando para poco y nadie respondió a sus palabras. Era Txelis, José Luis Alvarez Santacristina, y en adelante intervino muchas veces en el aula. Como un líder natural e indiscutido les hablaba de tú a tú a algunos profesores, siempre en euskera, en particular al arrollador Gómez Pin, que tanto ha escrito sobre él después. Hasta marzo del año siguiente su verbo fue omnipresente. Un día dejó de venir y todos entendimos el motivo. Y más tarde lo vimos en los papeles como un jefazo de Eta, antes de que, ya en los noventa, lo expulsaran de la banda y se diera a la religión más desaforada.

Hoy, en este día tan suave y soleado de octubre, en el que sólo el viento norte pone un toque poco veraniego, he vuelto a encontrarme, como el año pasado, con el grupo espontáneo que canta melodías populares vascas por la parte vieja y que el año pasado cité en este blog. No he podido cantar, en el buen rato en que me he unido a la comitiva, los temás que más me gustan, los sentimentales y más melancólicos. Pero incluso en Egun da Santi Mamiña, o en Iturringo arotza lo he hecho con ganas, como siempre que de cantar varios se trata.

Luego paseamos por la parte vieja. No hay una mesa libre en las terrazas. La gente aprovecha el solecillo tan dulce de las dos de la tarde. Encuentro, como en ninguna otra ciudad, y como siempre aquí, muchos perros que parecen abandonados. Perros de pinta desaseada y cara de mucha hambre.

Llegamos al Ganbara. Vamos a comer en el pequeño sótano en el que caben apenas seis mesas. Arriba, en el bar, ocho camareros, que lo justo entran en la barra, pegados unos a otros, atienden a la gente hacinada ante el fastuoso despliegue de pinchos.

La comida del Ganbara es excelente, la compañía mejor, y el precio del cubierto digamos que como muy de San Sebastián. Cuando salimos, bien satisfechos, echando unas risas, una moza cubana o dominicana limpia con amoniaco, rodilla en tierra, la chapa que termina el mostrador junto al suelo, y que la gente ha manchado al poner los zapatos en la barra apoyapiés que sobresale a unos quince centímetros de altura y otros tantos del mostrador.

La tarde discurre limpia, luminosa, pero el viento norte desanima pronto a quienes se atreven a despojarse del jersey en la playa. Aunque, faltaría más, seis o siete mayores se bañan o toman el sol o hacen vigoroso ejercicio, desdeñosos siempre de las inclemencias metereológicas.

Me queda la visita a la librería Lagun. Recuerdo, ya desde antes de Zorroaga, mis estancias en el pequeño local que tenían en la Plaza de la Constitución. Allí compré, en 1979, por cincuenta pesetas, un ejemplar de Recuerdos y reflexiones, las memorias del teórico marxista del arte Ernst Fischer, que un atentando fascista había dejado maltrecho, con la cubierta quemada. Luego, ya se sabe, la librería de los Recalde-Castells-Latierro sufrió los repetidos atentados de las hordas etarras, hasta que el acoso los obligó a emigar a otra zona de la ciudad menos “liberada” por el socialismo nacional. En Lagun siempre estoy bien, entre otros motivos porque mantienen la vocación de librería de fondo, de librería abarrotada no sólo de novedades sino también de títulos aparecidos hace más tiempo, y que Ignacio Latierro tiene perfectamente almacenados en su memoria.

Hoy compro, entre otros, un libro de Karmelo Iribarren, un poeta donostiarra que escribe en castellano y que ha publicado casi todos sus libros en la editorial sevillana Renacimiento. Iribarren es un poeta al que se le entiende todo, tanto que en ocasiones se despeña por un prosaísmo chato. Pero de pronto consigue poemas que me interesan. A la vuelta, ya en casa, después de dejar ya cansados una ciudad que a las siete y media de la tarde tiene todas las calles atestadas, abro el libro y encuentro este, tan representativo de Iribarren, y, ay, tan áspero, en la escuela de la sospecha de los grandes moralistas franceses:

Pobres diablos

Aunque nos cueste admitirlo
cómo nos alegra
comprobar
que aquel viejo colega
—al que no habíamos visto
desde vete a saber cuándo—
tampoco ha llegado
a ningún sitio,

que en el fondo no es más
que un pobre diablo,
como nosotros,

y que el cabrón de él
se alegra de lo mismo.

El Nafarroa Oinez y los pobres de Zaragoza

Hace más de veinte años –pero la cosa duró mucho tiempo—, un numeroso sector de enseñantes de la red pública, no pocos de ellos profesores en euskera (modelo D), se encorajinaban cuando llegaba el Nafarroa Oinez. Se trata de una fiesta que, según quienes la organizan, reivindica y apoya económicamente a “EL EUSKERA”, así, a lo grande y sin más matices. Pero, quiá, lo que se monta cada octubre es la recogida de dinero para construir o mejorar el edificio de una ikastola privada, bien privada, un colegio que, por otra parte, tiene todas sus aulas concertadas con la Administración –o sea, pagadas generosamente por el Gobierno, como cualquier otro centro privado de Navarra—.

Hoy las críticas feroces que hacíamos a este montaje parece que han quedado en total sordina. Mucha gente se ha cansado de ir contra la corriente, y por otra parte no pocos profesores de la enseñanza pública, cuando sienten y deciden como padres y madres, cambian de registro: prefieren mil veces escolarizar a sus infantes en un centro privado, y además euskaldun y distinguido, más ahora que los centros públicos se han poblado de inmigrantes. Eso, y por supuesto que la enseñanza privada, sea en euskera, castellano o chino mandarín, le está ganando la batalla organizativa e ideológica a la pública. Signo triste de los tiempos, sobre el que habría mucho que hablar y escribir.

Pero lo de este año es muy fuerte. El Oinez de 2008 ayuda a las arcas de la ikastola Francisco de Jaso. Conozco a mucha gente que lleva sus hijos a Jaso. Personas incluso muy cercanas a mí, a las que me unen bastantes cosas. Gente de clase media tirando a muy acomodada, con un pasar mucho más que holgado. El otro día el director del centro dijo: “somos una ikastola de barrio”. ¿De barrio? ¿De qué barrio? ¿De qué barrio vienen todos los días los autobuses y coches particulares que en triple y cuádruple fila atestan las calles que rodean a la ikastola en las horas de entrada y salida del alumnado? Confieso que la maniobra del director, es decir, asociar Jaso a las connotaciones de sencillo, popular, cercano, entrañable, casi menesteroso, que vienen a la mente con la expresión “de barrio” me pareció una genialidad, una sutileza –o manipulación— lingüística que Orwell no hubiera mejorado.

Por eso, cuando hoy salgo de casa hoy y paso por el evento, y les veo trabajar para que, por encima del sostenimiento oficial de su colegio, les dé pasta EL EUSKERA, y la gente que ha venido de toda Euskal Herria, recuerdo el lema de un concierto que ciertos grupos rojeras aragoneses organizaron en la época ochentera de eclosión de los grandes eventos musicales de ayuda a Africa y a todas las nobles causas: Concierto de los pobres de Zaragoza a beneficio de los ricos de Nueva York.

05 octubre 2008

La verdad de las mentiras

1.- Me preguntaba el otro día el señor de Passy por mi opinión acerca del Dietario voluble de Enrique Vila-Matas, que he traído a colación en las dos últimas entradas de esta bitácora. Debo decirle que me ha interesado bastante más que sus novelas. Formo parte del grupo de los que piensan que el escritor de Barcelona (ciudad con la que, se ve en este libro, mantiene una relación cada vez más conflictiva) goza hoy día un prestigio exagerado en la sociedad literaria. Tengo en el recuerdo dos libros suyos de valor digamos que dudoso, Lejos de Veracruz y París no se acaba nunca, y otro, Bartleby y compañía, de tema apasionante (el de los escritores sin obra o recluidos en un voluntario silencio tras su fulgurante arranque), pero en el cual Vila-Matas hilaba el recorrrido casi ensayístico por esos “raros” con una trama novelesca que más que otra cosa molestaba. En cambio, en el Dietario voluble hay momentos excelentes, fragmentos que, cierto, conviven con otros más flojos, algo que también sucede en sus novelas. Pero esos desequilibrios, esas graves caídas, que en una novela pueden hundirla, en una dietario, variado y disperso por naturaleza, son más justificables. Me ha bastado aquí con encontrar un puñado de referencias a libros y autores que me interesan, unos pocos momentos de vida muy bien narrados, y un catálogo de indignaciones por la marcha del mundo que, se compartan o no (comparto la mayoría), revelan una personalidad poderosa y atrayente.

2.- Pero el libro de Vila-Matas, sobre el que poco puedo añadir a lo que se está escribiendo en muchos medios de papel y blogs, me ha hecho pensar en otro asunto. Hace días un amigo decía que el personaje Vila-Matas que aparece en este diario tiene poco que ver con el Vila-Matas de carne y hueso, que a saber cuánto ha inventado el escritor en las cuitas, manías y admiraciones que vertebran al protagonista del dietario, un personaje tal vez urdido como cualquier otro de los que pueblan sus novelas.

3.- ¿Importa esta cuestión? ¿Desmerece algo el libro si está trufado de invenciones, o al menos de retoques en sus peripecias? Mientras leía Dietario voluble, La Vanguardia publicó un artículo sobre David Carr, un periodista americano que ha publicado unas memorias de sus años salvajes de politoxicómano y maltratador. Lo llamativo del libro es que Carr, «como no se fiaba de sus recuerdos, decidió investigar su propia vida: durante más de dos años entrevistó a sus camellos, a sus colegas de farra, a sus novias y a los jefes que le despidieron, y consultó también archivos médicos y judiciales». Es decir, Carr «ha verificado todos los datos de su biografía, consciente de que sus recuerdos están llenos de lagunas, y de que las historias que se contaba sobre sí mismo se iban transformando cada vez que las recordaba, ‘hasta convertirse en poco más que quimeras’». El libro resultante de sus pesquisas se titula La noche de la pistola, título que viene de un episodio que le sucedió tras uno de los varios despidos que sufrió por sus adicciones. Ese día Carr se lanzó al desenfreno, y acabó intentando entrar en casa de un amigo suyo que quería quitárselo de encima. Harto del acoso, el amigo sacó una pistola. O eso es lo que recordaba Carr. Porque «cuando veinte años después entrevista al amigo, este le dice que que nunca ha tenido pistola».

4.- Volvemos a lo mismo. Yo no conocía a David Carr, y las historias que nutren su libro son totalmente privadas. ¿Qué le añade a la obra que nos garantice, como si dijéramos ante notario, que todo lo que cuenta es totalmente cierto, comprobado, cotejado, garantizado por testimonios cruzados de amigos y amantes? ¿Y a mí qué? La historia de la pistola, por ejemplo, igual no le sucedió. Pero seguro que le pudo pasar a otro toxicómano como él. En la vida, en la ‘realidad’, siempre sucede lo más extraño y raro que podamos imaginarnos. Y, sobre todo, y como tantos escritores han dicho –por ejemplo Vargas Llosa-: ¿no cabe una verdad más honda en la mentira que en la realidad mostrenca y notarial? ¿No podemos aprender algo más hondo y perturbador en una ficción sobre un toxicómano y maltratador que en la cotidiana crónica de sucesos?

5.- ¿Es tan importante saber si las cosas ocurrieron exactamente así en el caso de los recuerdos familiares o más íntimos de alguien? Un gran escritor, Tobias Wolff, no se ha cansado de repetir que en sus textos memorialísticos (Vida de este chico, o En el ejército del faraón), quiso ceñirse fielmente a sus recuerdos, sin maquillarlos, exagerarlos o insuflarles unos perfiles ‘novelescos’ que no poseían. Sin embargo, su empeño por marcar con claridad las normas del juego deja, diríamos que por fuerza, algunos cabos sueltos. Así, ya en los agradecimientos con que arranca Vida de este chico admite su resistencia a modificar en el texto final algunos puntos que otras personas recordaban de modo diferente, «porque éste es un libro de memorias, y la memoria tiene su propia historia que contar», con lo cual abre una puerta a las deformaciones del recuerdo o, quién sabe, a la irrupción de elementos ficticios. Pero ¿no puede esta posible deformación enseñarnos algo universal, algo que, aunque no le sucediera exactamente así a Wolff, nos muestra una verdad que nos atañe de manera muy directa?

6.- Testimonio en contrario: hace años, Arcadi Espada alertó sobre lo que, para él, era un grave peligro de los libros de recuerdos, de las memorias, y también, cabría decir, de dietarios como el de Vila-Matas: la ‘novelización de los hechos’, una ‘infección literaria’ que, según Espada, aqueja ya hoy al periodismo -el cual, apunta, tras A sangre fría, el célebre reportaje novelado de Truman Capote, ha sufrido mucho por esta enfermedad-. Arcadi reivindicaba una nítida distinción entre lo real y lo ficticio, una delimitación que consideraba nuclear en los periódicos. Pero, y esto es lo que nos interesa más ahora, Arcadi reclamaba asimismo esa clara demarcación en el género memorialístico y en cierto tipo de historias semiliterarias. Según él, que tomaba pie en Soldados de Salamina, de Javier Cercas, y en Vivir para contarla, las memorias de García Márquez, «es muy importante distinguir entre lo que es real y lo que no. ¿Cuándo sabemos qué ocurrió y qué no, dónde está la línea divisoria? Quiero que me digan dónde empiezan los hechos y dónde las ficciones».

Espada abominaba pues de la tentación de adornar o recrear nuestra vida, de la búsqueda del efecto dramático o de la invención del dato que redondee lo contado, que le confiera un orden y un sentido que la vida real, la vida que nos toca vivir, en su inacabamiento, en su carácter informe, no posee. El autor, claro que sí, en ocasiones se ve seducido por una lógica narrativa que regale brillo, orden o un final efectista a episodios vitales que no gozaron de tales cualidades.

7.- Y, sin embargo, yo creo que la exigencia de verdad no es de ningún modo la misma si pensamos en la vertiente pública, política, social, de ciertas las personas, que si leemos historias privadas o íntimas. No debemos pedir lo mismo si se nos cuentan las conversaciones con otros hombres públicos, o su actuación en sucesos de trascendencia política o social, que en el caso del recuerdo de alguien sin relevancia pública, alguien que nos cuenta la vida de su familia, o anécdotas sentimentales, o sus andanzas con el alcohol u otro tipo de drogas.

Nos gustaría, por ejemplo, que Santiago Carrillo hubiera escrito unas memorias más llenas de verdad que las que urdió, tramposas a más no poder. O no digamos Manuel Fraga, o muchos otros dirigentes políticos que han maquillado incontables episodios en los que tuvieron una actuación que ahora les interesa tapar o desfigurar. En casos así, no tengo duda de que hay que reivindicar la necesidad de la verdad. Como dice David Carr, y creo que es perfectamente aplicable y necesario a las memorias de personas con proyección socio-política, «la verdad es singular y las mentiras son plurales, pero la historia, los hechos tal como sucedieron, es a la vez inmutable y en gran parte imposible de conocer. Hay una camino no hacia la Verdad, sino hacia menos mentiras».


Coda (que tiene que ver más con anteriores entradas que con ésta): «Siempre sintonizaré más con un hombre perdido en el último muelle del último puerto del mundo que con un coro de hombres de acción tratando, por ejemplo, de cambiar la patria. ¡Los hombres de acción! ¡Los activos! Me acuerdo de lo que pensaba Flaubert de esa buena gente: ‘Hay que ver cómo se cansan los hombres de acción y nos cansan a los demás por no hacer nada. ¡Y qué vanidad más boba la que nace de una turbulencia baldía! ¿Qué ha quedado de todos los Activos, de Alejandro, de Luis XIV, etc.? El pensamientos es eterno, como el alma, y la acción es mortal, como el cuerpo’.» (Enrique Vila-Matas. Dietario voluble)