29 marzo 2006

Una juventud en Argentina

Este viernes 24, cuando se cumplían treinta años del golpe militar en Argentina que dio paso al asesinato de veintidosmil militantes y simpatizantes izquierdistas y peronistas, me acordé de Enrique Lynch. El pasado junio me contó, una mañana casi veraniega, retazos de su juventud en Argentina, cuando fue militante radical y clandestino.

Hablando en una terraza por encima de las sórdidas melodías que a tres metros ejecutaba un cruel acordeonista («acordeón: instrumento en armonía con los sentimientos de un asesino», escribió Ambrose Bierce), rememoró Lynch su adhesión revolucionaria juvenil a una ensalada de nacionalismo, peronismo, castrismo y unos bocados de cristianismo. Y glosó las habilidades adquiridas por él y tantos otros jóvenes, muchos de ellos de menos de veinte años («preparar bombas y espoletas de tiempo y de alivio de presión, asaltar una comisaría, reventar coches, clavar una bayoneta de modo que la víctima no grite, quemar papel sin que haga humo ni deje ningún rastro, escribir con tinta invisible e inventar y procesar claves, armar y desarmar una pistola Colt 45 con los ojos cerrados y memorizar incontables números de teléfono»). No es extraño, visto este elenco de destrezas, que Lynch se refiriese en varias ocasiones a la fascinación por las armas, los fierros, que pervive hoy mismo en tantos activistas de entonces.

Lynch cree que en ese tiempo fue «muy competente, muy serio, nada liberal y nada demócrata». Pero abandonó al ver que se estaba convirtiendo «en un militante profesional, sin convicción en lo que estaba haciendo», y que además «la ‘praxis revolucionaria’ era una vorágine descontrolada, un auténtico disparate». Simplemente, se cansó de todo aquello. Como me dijo, no hizo cosas imprudentes o asesinas, pero perdió diez años.

Para entender mejor el terrible punto de inflexión que supuso el 24 de marzo de 1976 viene a cuento recordar que en los primeros años de lucha, todavía adolescente, Lynch perteneció al Comando Camilo Torres, «un pequeño grupo de militantes muy decididos, que se habían adherido a la teoría foquista, es decir, intentaban crear un foco de conflicto armado para generar un movimiento de liberación nacional que desencadenase una situación revolucionaria, lo que supuestamente habría de permitir el asalto al poder». Lynch lo abandonó para ingresar en uno más moderado, las Juventudes Revolucionarias Peronistas, pero varios de sus compañeros, poseídos por la creencia foquista, se convirtieron en el núcleo originario de los Montoneros, el grupo guerrillero más potente y feroz de la Argentina anterior al golpe militar.

De hecho, en un apasionante libro sobre esos años, Galimberti, que reconstruye la época tomando como eje al personaje de ese nombre, un aventurero, admirador de Lenin y de José Antonio Primo de Rivera, que comenzó en los años sesenta organizando su propio grupo, saltó luego a la dirigencia de las juventudes peronistas y terminó en los montoneros, se lee que los militares habían precisado sus planes golpistas en un documento, Orden de Batalla del 24 de marzo, ¡distribuido seis meses antes de tal fecha! Pues bien, ese texto, y otros que detallaban el plan de exterminio de la guerrilla, eran conocidos por los montoneros. Pero, señalan los autores, «Montoneros omitió el alerta sobre el golpe de Estado porque empezó a buscarlo. Creía que con los militares en el poder, el pueblo iba a desenmascarar a su verdadero enemigo. Y cuanto más intensa fuera la violencia hacia el pueblo, mayor sería la conciencia de éste para combatirlo. El golpe iba a acelerar la estrategia de guerra revolucionaria. Cuanto peor, mejor».

Este cálculo no pudo ser más erróneo. Los Montoneros, el Ejército Revolucionario del Pueblo, las Fuerzas Armadas Revolucionarias y otros grupos más reducidos, llevaban años enfebrecidos con lo que ellos mismos consideraban una guerra. Pero cuando llegó el 24 de marzo se toparon con la realidad de la absoluta desigualdad de fuerzas. Además, para «buena parte de la sociedad civil, la misma que cuatro años antes había recibido con simpatía a los guerrilleros, el golpe de Estado supuso un alivio y una esperanza: la de que los militares pudieran imponer el orden y la paz sobre un territorio minado de cuerpos baleados y torturados, con bombas y secuestros cotidianos» (Galimberti).

Según Lynch, «hay algo de injusto en cargar las culpas exclusivamente sobre los militares argentinos; no porque no hayan sido en efecto una banda de asesinos genocidas, sino porque la verdad es que toda la sociedad argentina fue cómplice de aquel crimen de Estado: la Iglesia, los partidos políticos, los sindicatos, las organizaciones de empresarios y muchísimos intelectuales, incluso algunos de los que años después figuraron en la Comisión que investigó los crímenes. Todo el mundo sabía lo que estaba pasando, y como querían que el ejército acabara con la guerrilla, hacían como que miraban para otro lado».

Peronismo, montoneros, guerra popular y revolucionaria, nacionalismo, foquismo, ejecuciones y desapariciones, torturas, mal consentido al mirar para otro lado... «Argentina fue desollada», escribió Alberto Manguel.

23 marzo 2006

Novela y venganza

Compré en Moyano a mitad de precio La segunda mujer, novela de Luisa Castro que ha obtenido un suculento premio. Mientras la leía pensé en lo justo que había sido pagar la mitad. Atendiendo al valor literario de la novela me la tenían que haber regalado, y además un paquetito de bombones, pero como ejercicio vengativo y ocasión para volver a las turbias relaciones entre la verdad y la ficción, trae cuenta pagar nueve euros.

En La segunda mujer Luisa Castro cuenta, dicen, el nacimiento, paraíso e infierno de su relación sentimental con Xavier Rubert de Ventós, conspicuo filósofo pero también personaje muy relevante en la política catalana en los últimos años en su calidad de intelectual orgánico del tripartito catalán y consejero áulico o muñidor del príncipe Maragall. Para los que no sepan quién es la novelista ni su ex-marido, el juicio que les merezca el libro podrá atender sólo a criterios literarios. Pero en el corto ciclo que este libro va a tener, antes de que el olvido haga su trabajo, es significativo, y no se puede desdeñar en aras a una supuesta autonomía del texto, el empeño vengativo, el dolor y la rabia que ha puesto la autora en su retrato de Gaspar-Rubert.

Luisa Castro ha repetido en todas las entrevistas, claro, que no es verdad lo que parece, que ni ella es Julia Varela, la joven enamorada y luego asqueada, ni el crítico Gaspar es Rubert. Pero este empeño parece más que otra cosa un ardid, a juicio de gente que conoce a ambos, o una manera nada fina de tirar la piedra y esconder la mano, o una argucia incluso para sortear posibles quejas. (Hace unos años Carlos Barral tuvo serios quebrantos judiciales por culpa de sus ataques a un tal Gracia, un ejecutivo que le amargó un tiempo su vida editorial y al que hizo aparecer en su seudonovela Penúltimos castigos. Por cierto, tras sufrir pleitos y condenas, Barral, que siempre defendió el estatuto novelesco del libro, convirtió prudentemente a “la hiena” Gracia en García.)

Arcadi Espada señaló hace tiempo que «es muy importante distinguir entre lo que es real y lo que no. ¿Cuándo sabemos qué ocurrió y qué no, dónde está la línea divisoria? Quiero que me digan dónde empiezan los hechos y dónde las ficciones». El asunto parece, así, en general, tremendamente peliagudo, y habrá que volver sobre él. Pero aplicada la reclamación a este caso creo que es pertinente. Porque si se emplea una estructura novelesca para ajustar cuentas, la ficción acaba contaminando fatalmente a la realidad. Y los lectores avisados, y en Cataluña parece que son muchos, es lógico que lean La segunda mujer y se pregunten: ¿cuánto de Rubert hay en Gaspar?; ¿de verdad es así el exquisito intelectual?; ¿es tan mezquino, pusilánime, manipulador e incluso delincuente y maltratador de su propia hija como la escritora lo presenta? ¿O es todo o parte sólo una invención? No lo sabemos, y siendo algunos de los cargos materia de código penal, no creo que la confusión sea baladí.

Casi al final del libro me asaltan de nuevo las dudas. Esto, me digo, tiene que ser una novela. Y es que leo que Julia Varela, la sufrida escritora protagonista, es «la mejor escritora de su generación». No, imposible, esta Julia no puede ser Luisa Castro, la cual, si es la mejor escritora de su generación, que venga dios y lo vea.

Escepticismo

¿Pero de verdad ha llegado el tiempo de la ilusión? ¿No estamos un poco tontería? ¿No contribuimos a engordar a los medios de masas, que necesitan, con desesperación, construir cada día un «acontecimiento histórico»? Menos mal que Telecinco mantiene la serenidad y no nos arrebata la enésima repetición de las historietas crueles de Camera café.

Hoy mismo escribe Florencio Domínguez que «una característica singular de estas situaciones es la forma en que se retuerce la lógica cotidiana a la hora de interpretar los movimientos del terrorismo, de tal forma que nunca podemos estar seguros de si estamos contemplando la realidad o su reflejo en un espejo deformante».

No, ojalá me equivoque, pero no creo que estemos ni de lejos en una paz con justicia. Contra el barullo, otra cita, traída aquí gracias a Aurelio Arteta, a quien tanto admiro. Recordaba Aurelio el otro día a Günter Anders, quien denunció que, en procesos como el que ahora parece que va a tomar velocidad hay un peligro cierto: «al final nadie asume responsabilidad alguna, y lo único que queda es la tierra carbonizada de las víctimas y la radiante buena conciencia de los necios».

La ópera, en casa

Uno escucha en casa ópera, en cedés o en la radio (magnífico El fantasma de la ópera, todos los sábados en Radio Clásica) y se lo pasa tan ricamente. El sonido es excelente, los cantantes nunca fallan y no hace falta prestar la menor atención a lo que dicen. Lo único que importa es la música, la calidad de las voces y, con suerte, la maravilla de la conjunción entre ellas.

Pero una ópera en un teatro o auditorio es otra cosa. Muchos de los argumentos que sostienen músicas bellísimas son, y no nos habíamos dado cuenta, dramones infumables, pastiches inverosímiles o tragedias risibles a fuerza de hiperbólicas. Así que, al igual que sucede en el teatro moderno, cada día es más frecuente que los directores de escena hagan de las suyas y traten de animar el espectáculo trasponiendo la acción a épocas más cercanas, introduciendo decorados rompedores y efectos visuales llamativos, y peleando por insuflar más movilidad a unos actores-cantantes que tienden al hieratismo, a la solemnidad y rigidez que el esfuerzo vocal requiere casi intrínsecamente -y que al tiempo muestra su poco talento actoral-.

Confieso mi escaso entusiasmo ante el resultado. Los desajustes entre el original del siglo dieciocho o diecinueve y la versión contemporánea chirrían, y el resultado, salvo excepciones, no pasa de un quiero y no puedo, o de un plato con sabores mal casados. Además, preferiríamos no leer el texto en pantallas: mejor ignorar qué dicen los cantantes.

Ambrose Bierce escribió, en su inagotable Diccionario del diablo, que la ópera es una «obra dramática que representa la vida en otro mundo cuyos habitantes no hablan sino que cantan, no se mueven sino que hacen aspavientos y no tienen opinión sino actitudes». Bierce no conoció los nuevos medios de grabación y reproducción. Con ellos rescatamos lo único que, a la postre, salva la ópera: la música. Y como en casa en ningún sitio, a ser posible con buenas versiones, marcando nosotros los tiempos de audición y perdiendo el miedo a seleccionar o eliminar fragmentos.

16 marzo 2006

Homenaje a Gabriel Zaid

Más estanterías en casa. Con estas flamantes, agoto las posibilidades de ocupación. Cuando las baldas estén abarrotadas, no cabrán más libros en ninguna estancia. Sólo los baños serán zona liberada. Al contrario que el protagonista de La casa de papel, el libro sobre enfermos de libros del uruguayo Carlos Domínguez, que “había dejado de bañarse con agua caliente para evitar el vapor”, yo no creo que pueda habituarme nunca al agua fría.

Estoy en la pesadilla de Los demasiados libros, que diría Gabriel Zaid, el ensayista mexicano que siempre deja caer pequeñas perlas a su paso. Uno ama los libros de tal modo que sueña con tenerlos todos. Pero la lectura no es el amor al libro como objeto, ni mucho menos el coleccionismo del que atesora ejemplares valiosos como otros sellos o monedas: es una singladura con su propio ritmo, y que en mi caso tiende a la morosidad. Melancolía: me moriré sin haber leído muchos de los que tengo y de los que seguirán entrando —no sé a dónde—.

Además, y como les sucede incluso a los lectores más dedicados, de vez en cuando sufro punzadas de duda angustiosa. ¿La vida está en otra parte? Ello sin contar con que, como tituló Martín Vigil una novela indescriptiblemente mala, pero de imborrable recuerdo adolescente, la vida sale al encuentro: la vida de las pejigueras y las mojigangas, las molestias inaplazables y los requerimientos sociales –que al mismo tiempo uno busca con gusto y a veces con ansiedad—.

El bibliómano que además es lector no tiene ninguna gana de dar el pego o alardear. “Tener a la vista libros no leídos es como girar cheques sin fondos: un fraude a las visitas”, dice Zaid. No, no. Creo más bien que, “toda biblioteca personal es un proyecto de lectura” (Gaos). Sólo que el empeño del lector bulímico se topa con la realidad, y el proyecto, fatalmente, queda, como el personaje de Calvino, demediado.

14 marzo 2006

El eslabón perdido

Escribía el otro día en el periódico Rafael Conte (pronto, dicen, entrará con sus puritos malolientes en la Real Academia representando a los críticos literarios) que la nueva edición castellana de Edad de hombre, de Michel Leiris, publicada por la editorial Laetoli, recupera “la espléndida traducción del gran escritor chileno que fue Mauricio Wazquez”. ¿Espléndida? ¿Ha leído Conte esa traducción de 1979? ¿Sabe de qué habla? Wacquez fue un novelista apreciable, pero su traducción de Leiris es infame, tanto que cabe sospechar que en realidad firmó algo subcontratado a un ignorante en cualquier lengua viva o muerta, aunque eso sí, todavía peor pagado que él. Y el editor de entonces, me temo, apuntaló el desastre con erratas de grueso calibre. La edición de Laetoli, en cambio, es modélica, pero sé que lo es por los desvelos del editor, que se propuso enmendar el chandrío que tenía entre manos, y sobre todo gracias al anónimo corrector (no consta en la página de créditos), quien ha hecho una labor espléndida de acicalamiento de aquel texto seudocastellano. Mauricio Wacquez continúa figurando como traductor, pero el editor y el corrector son los artífices de una publicación que, ahora sí, nos regala al verdadero Leiris.

Se ha convertido en un lugar común entre las gentes del libro lamentar la desaparición en el sector de figuras como los revisores técnicos o de traducciones, o los correctores de estilo o de pruebas, que antes aseguraban al menos la pulcritud de los textos publicados. La extensión implacable de un modo de actuar guiado sólo por la lógica financiera merma la calidad de los productos que compramos en las librerías.

Conozco a algunos de estos mediadores, que compensan las frecuentes carencias del autor o traductor. Son revisores y correctores que poseen saberes enciclopédicos, y capaces de enmendar disparates sintácticos, de encontrar el nombre correcto de alguien a quien el autor citó a la buena de dios, de advertir incongruencias en fechas, de poner signos de puntuación en su sitio y no como si el autor los hubiera espolvoreado sobre el texto. Pero son personas condenadas a cobrar tarifas ridículas, pese a lo cual las editoriales (sobre todo los grandes grupos) prescinden cada vez más de sus servicios, confiando en las nuevas tecnologías como si de una pócima mágica se tratara. Un eslabón esencial del proceso editorial está desapareciendo, y eso se nota en muchos libros.

Pero todo no está perdido, ni mucho menos. Quedémonos con el rigor y excelencia con que sellos como Laetoli afrontan su producción. Lo primero de todo el texto, siempre el texto.

09 marzo 2006

El sótano

Nuestra tertulia sobre un libro se celebra, más o menos quincenalmente, en una cafetería céntrica, un comercio se supone que con clientela fiel y nutrida pero anclado, calculo, como poco en los años sesenta del siglo pasado (qué raro resulta tener que escribir esto del siglo pasado; siento aún que acabamos de empezar éste). Es una cafetería con espeso olor a serrín, humedad y aceites muy usados en la que se pueden ver deportes televisados a todas horas. Fútbol, pero también otros más improbables: billar, tenis de mesa, patinaje sobre hielo, triatlón o arrastre de camiones, esto último siempre a cargo de robustos australianos o leñadores de Montana.

El local tiene además un sótano que conserva el mismo mobiliario que conocí hace más de treinta años, cuando endulzábamos nuestra ilusión adolescente, de amistad y primeros amores, con tostadas de nata y mermelada y mucho schweps de naranja. Hay mesas bajas y sillas de cuero sin tapizar, que recuerdan por su asiento y respaldo a las de tela que emplean los directores de cine en los rodajes, y además, cerca de las paredes, otras mesitas diseñadas por un liliputiense, con sillas igualmente diminutas y muy bajas en las cuales el cliente se hunde y pierde la dignidad sin remedio. En este sótano y en estas sillas tomamos algo y hablamos de libros.

Todavía pasea por el sótano la misma camarera ceñuda de mi juventud, pero sus funciones actuales se asemejan a las vagas y protocolarias de una reina madre. El que de verdad atiende a los clientes es un joven que cojea ostensiblemente. Es un profesional con años de experiencia, se ve, salvo en el detalle de que calcula los precios de modo aproximativo, en función de un criterio cambiante y propio. Pero su esforzada, casi dolorosa inestabilidad al caminar carga la atmósfera de una expectación ominosa. Se acerca lentamente con las consumiciones pedidas, se agacha para depositarlas sobre la bajísima mesita y contenemos el aliento y la palabra, a medias avergonzados por nuestro acaloramiento sobre las virtudes o defectos del libro, a medias temerosos de que los cafés y las cervezas vuelquen sobre nuestras piernas con estrépito de líquidos y vidrios. Cuando todo ha quedado dispuesto en el reducido espacio, hay un suspiro de alivio que inyecta nuevos bríos a nuestras discrepancias sobre los engaños de la primera persona narrativa y el estilo libre indirecto.

Por lo demás el sitio es perfecto. Podemos levantar la voz sin miedo a molestar, bien porque en muchas ocasiones nadie más se ha aventurado a descender a esta céntrica catacumba, bien porque nuestras esporádicas acompañantes son señoras que componen tertulias mudas mientras saborean las tostadas y sandwiches de antaño. No nos miran, pero nosotros sí cavilamos sobre sus motivos para llegarse a este remoto agujero. Un día vimos a una joven y arrullante pareja ocupar sillas como las nuestras. Pero sentarse a veinte centímetros del suelo obliga a las piernas a flexiones inverosímiles, y así no hay manera, la pasión topa con serios obstáculos.

Algún miembro de la tertulia insiste cíclicamente en que debemos explorar otros lugares de conversación. Pero las tentativas se han saldado hasta el momento con sonados fracasos. El horror al silencio hace muchos años que alcanzó a los bares y las gentes, y en casi todos la música y el griterío español obligan a un esfuerzo auditivo que descentra y aburre. Pero el día que nos internamos en un centro cívico, nuestros propios decibelios soliviantaron a los jubilados. A hurtadillas, con miradas graves, levantaban las gafas de los periódicos y teclados para mostrar su censura por la estridencia con que uno despreciaba los libros de Javier Marías y otro aseveraba que después de Faulkner la novela se quedó exhausta allá en la cima.

Un día, me temo, nos vamos a encontrar con el sótano clausurado, porque ni para pagar la luz compensará tenerlo abierto. Pero antes, más miedo me da, el camarero y su bandeja acabarán abalanzándose sobre nosotros, y su azoramiento y el nuestro, juntos y multiplicados, disolverán por el camino de la vergüenza esta frágil convivencia intermitente.

05 marzo 2006

Extraña forma de vida

“El ideal es éste, claro: una vida muy austera, el amor imprescindible, buenos amigos escogidos, mucho estudio, mucha concentración y pocos entretenimientos. Pero la civilización de nuestros días no favorece esta clase de vida, avanza en el sentido opuesto: la nuestra es una época de puro divertissement, en el peor sentido de la expresión. Todo el mundo procura distraerse, es decir, no concentrarse en sí mismo. Los recién casados, por ejemplo, se embarcan en viajes al remoto Oriente en vez de empezar a conocerse a fondo en la soledad de los hayedos. Ocurre entonces que la gente muere sin saber siquiera hasta qué punto puede llegar a ser digna una vida, tanto la solitaria como la compartida. Esta furia por los viajes exóticos, por mover el cuerpo en las discotecas, por salir a cenar y tomar una copa (antes sólo las tomábamos en Navidad, cosa muy razonable), por vestirse fashion, y patrañas de este estilo, todo esto son cosas por las cuales, yo por lo menos, no experimento ningún interés”.

Si uno cree que no tiene que distraerse, que debe concentrarse, pues lo hace, y esto da sentido a su vida. (...). Recuerde lo que decía Agustín en las Confesiones: “Los hombres van a admirar la altura de las montañas, la enorme agitación del mar, la anchura de los ríos, la inmensidad del océano y el curso de los astros; pero se olvidan de sí mismos”. Quiero decir que ya es totalmente improbable que alguien me encuentre jamás en las playas del Caribe o de safari en Kenia. No estoy por tonterías ni tengo ganas de perder el tiempo. Quiero estar en casa –lugar del que me muevo tan poco como me resulta posible—, quiero leer con calma el periódico cada día, frecuentar y cuidar a los amigos, dar las clases lo mejor que pueda, mimar a mi equipo de profesores de la Universidad de Barcelona, escuchar tanta música como pueda, ahora que todavía oigo, procurar no sentir envidia por nadie, dosificar la animadversión que me despiertan ciertas personas, aumentar mi biblioteca, contemplar escaparates iluminados, pasear tranquilamente por las calles cuando hace buen tiempo y, como decía aquél, comerme un buen bistec de vez en cuando".
Jordi Llovet

01 marzo 2006

Lejos de la lectura

Turno para renovar el carnet de identidad. Como también se expiden pasaportes, muchos inmigrantes, y en conjunto una mezcolanza popular, macilenta, contaminada por lo funcional y sórdido del lugar. Recuerdo la primera vez que saqué el DNI, todavía en el franquismo y el antifranquismo. Temor, toda la prevención del mundo, la sensación de que los policías nos vigilaban, y la sospecha de que las “funcionarias” que atendían, con aire de mujeres excesivas, eran amantes de los subinspectores, o hijas del cuerpo, o se ganaban un sobresueldo como confidentes. Eran otros tiempos.

Hoy, en la espera, nada mejor que un libro. Son diez minutos sólo, pero por suerte uno se aleja del lugar y se asoma felizmente a las sutiles conversaciones de aristócratas ingleses. El placer se acrecienta, además, por lo exiguo de las posibilidades. Y es que en los sitios de espera uno siempre ha sentido que no puede hacer más que eso, leer, y esa constricción proporciona una concentración suplementaria y deliciosa a poco que el libro merezca la pena.

La funcionaria que me atiende hace notar que ahora, en la cola, casi nunca ve a alguien leyendo. Antes no era extraño, dice, pero hoy en día lo habitual es abismarse en la minipantalla del móvil, que alberga, por lo visto, petróleo comunicativo. Ella, que se confiesa también adicta a la lectura, me habla como si perteneciéramos los dos a una logia masónica, una hermanda de raros condenada a la extinción.

Desde hace poco tiempo está comenzado a organizarse en Pamplona un congreso sobre la lectura. Pero basta pasarse por aquí, o por cualquier consulta médica o estación o aeropuerto, para ver que el personal ocupa, no ya su tiempo de ocio, sino también estos tiempos forzadamente dispuestos, en otras cosas. Aquí hay materia de estudio, y mucho hueco para la melancolía. Decía el otro día el editor Antonio Ventura, en una reunión preparatoria del evento, que no cabe esperar que la lectura nos haga más buenos o felices. Yo creo que sí, según y cómo, y a veces. Pero, Ventura dixit, sin lectura no hay pensamiento simbólico que valga. Y eso se va a acabar notando hasta en los manuales de instrucciones más elementales.

La voz de Truman Capote

Capote. No sabe uno si admirar más el guión, tan redondo, o el ritmo que el director le ha dado al fluir de ese fragmento de la vida del escritor. Un fragmento en el que está todo: su inteligencia literaria -un afilado cuchillo en la mantequilla de la realidad-; su egotismo desaforado, su talento para la manipulación de quienes le rodeaban, su gusto compulsivo por el chisme y la frivolidad cruel, su dolor macerado en alcohol, su necesidad de esconderse ante los problemas.

Al final me quedo con la voz. Philip Seymour Hoffman, el actor, le ha dotado al personaje de un tono que permanece en el recuerdo. Capote aún debía de ser más chillón, pero en la película ese inglés arrastrado, amanerado y lánguido, informa muchísimo sobre Capote, una loca sin complejos. No hace falta entender una palabra de inglés para captar todas las raras cualidades que vienen con la voz.

Curiosidad por las vidas ajenas

Sólo los falsos aseguran que la vida privada de los demás no importa. Sólo los desconfiados rehúyen los chismes. Sólo los mentirosos dicen: prefiero no saberlo. Esto escribía el otro día Elvira Lindo en los papeles. Completamente de acuerdo. Hombre, quedaría más elegante apoyarse en la autoridad de Goethe o Thomas Mann, pero uno encuentra sus asideros donde saltan, y además me juego el cuello a que los citados aplaudirían sin reservas el dictamen de Elvira Lindo.

Y es que uno se encuentra mucho mejor, y más cómodo, en compañía de quienes muestran un genuino interés por las vidas de los demás, por sus peripecias sentimentales y laborales, por sus gustos, gestos y manías, por sus deseos y aflicciones. El desinterés, el olímpico desdén del discreto, no suele encubrir más que hipocresía o egolatría hipertrofiada hasta el autismo.

Además, no entiendo cómo se puede ser amante de la literatura sin ese interés primero, sincero, directo, claro y sin tapujos por las incidencias vitales de otras personas. La literatura, casi toda la literatura, sólo es apta para curiosos, para gente a la que le interesa las andanzas muy particulares del projimo. Gente a la cual, por qué no, le gustaría mirar por el ojo de la cerradura, enterarse de lo que pasa en la intimidad, gente empeñada en entender su propia vida, y a la que le va mucho, por ello, en conocer los deseos, dolores, gustos y sueños de otros y otras.

Y no se trata sólo de la literatura. Leemos también memorias, autobiografías, biografías o diarios porque satisfacen ese mismo impulso natural y saludable, y porque pensamos que de ahí sacaremos ejemplos y contraejemplos útiles para nuestra propia existencia, el saber de vidas paralelas, o muy poco paralelas, que despejará nuestra confusión, o al menos nos regalará el triste consuelo de la identificación dolorosa sin salida.

Es cierto que en la literatura, o en el cine, hay ejemplos excelsos de empleo del silencio, del secreto, de lo inexpresado y sólo sugerido, del laconismo, de lo no dicho o apuntado muy veladamente, de la discreción y la reserva extrema sobre las incidencias particulares. Pero para andar por el mundo prefiero mil veces la curiosidad, y en correspondencia, la expresión franca de lo que pasa, de aquello que nos sucede, alegra o acongoja.

Evidentemente, no todas las incidencias particulares provocan idéntica curiosidad. El mundo está lleno de conversaciones de grado cero en las cuales las palabras sólo transportan la trivialidad más chata y tediosa. Y, por otra parte, ¡claro!, la curiosidad debe ir acompañada de un uso prudente de la discreción. Ser curioso no es ser chismoso sin discriminación. Pero esto es una obviedad.

Basta de teatro

Teatro. Dos jóvenes actrices en un escenario. Parecen sufrir y alegrarse en demasía. Pasan de la risa al llanto sin solución de continuidad, de la agitación frenética al susurro (relativo, en el teatro todo se dice en un volumen excesivamente elevado). Gritan, bailan, corren, lloran, pelean, se reconcilian, se tiran tartas, se pintarrajean, se desnudan, se duchan... Las pobres tienen que acabar agotadas. Al término de la representación el escenario semeja un paisaje después de la batalla. Charcos, restos de nata y pintura por todas partes, sillas volcadas, ropa interior lastimosamente abandonada.

El espectador no capta el sentido de tanta agitación, el conflicto dramático no es verosímil y, en cualquier caso, no guarda proporción con la intensidad de las convulsiones a que obliga a las actrices. Todo el meneo parece fatigosa gimnasia. Así que el poco implicado asistente aplaude forzadamente al final, incómodo para más inri por la presencia de la autora, que asiste a la representación (¿vendrá a todas?), vigila a los asistentes y evalúa –la mirada no deja dudas- su nivel de entusiasmo. El choque de miradas entre algunos presentes y ella, a la salida, es fugaz y huidizo. Encima, puede leerse en el vestíbulo, tras un cristal, la fotocopia ampliada de una crítica en la cual el del ramo manifiesta el deseo de que un día las actrices lleguen a ser tan buenas actuando como ahora son bellas... Arsénico caballeroso con compasión. ¿No habíamos quedado en que sólo se cuelgan en lugares así críticas favorables?

Se podrá pensar que todo ha sido cuestión de mala suerte. Esta obra es mala, pero hay otras buenas o muy buenas. Sí, algo de justicia hay en esta simple distinción. Pero, aparte de que uno ya está harto de muchísimos montajes de este jaez, en los cuales se somete a los actores a una trabajera inhumana y sin objeto dramático consistente, tengo para mí que el teatro, todo el teatro, tiene en sí unas limitaciones que lo lastran irremisiblemente. O tal vez es que el cine ha transformado sin remedio nuestra visión y ha mostrado a las claras el margen de primitivismo que la representación “en vivo” tiene casi siempre. La obligación de forzar el tono y volumen de voz, la carencia de distintos planos de visión, la exageración gestual impuesta por la distancia, y en suma la visión sólo a grandes rasgos son elementos que empobrecen el espectáculo y lo dotan, paradójicamente, de una artificialidad e irrealidad que no se ve compensada por la presencia de los actores allá arriba.

Casi nunca prefiero una película a la novela en que se basó el guión. Por el contrario, nunca echo de menos una obra de teatro cuando veo un film del que surgió. El pasado año disfruté con Closer, y no necesito para nada ver la obra teatral original. Incluso prefiero mil veces Vania en la calle 42, la película de Louis Malle, a cualquier representación que se pueda ver de la genial pieza de Chejov. Uno ha leído textos de teatro maravillosos. Pero cuando los ha visto sobre las tablas, la verdad..., ha pensado: qué película haría un gran director de cine con este material.