29 diciembre 2007

Con la sutileza de Jiménez Losantos

En un libro que pronto publicará la Universidad Pública de Navarra encuentro las cuartetas que reproduzco a continuación. Vieron la luz en enero de 1935 en El Mensajero de San Antonio. El colaborador de esta combativa revista católica quería contraponer su postura social y la que, supuestamente, mantenían “los socialistas” (no el PSOE, claro, sino en realidad cualquier laicista). Al margen de si tienen gracia o no, apenas encuentro diferencias importantes entre lo que quieren subrayar y muchas de las afirmaciones que vomitan ahora, día sí y día también, no pocos obispos y grupos católicos. Como dice Arcadi Espada en el periódico de hoy, “las religiones son un peligro (...) especialmente por la intolerable superioridad moral que exhiben sus fábulas”.

El Católico:

Quiero un pueblo que trabaje
y en su casa no se aburra,
que investigue, que discurra,
que lea y hasta que viaje.

Quiero un pueblo con labranza,
con industria y con caminos,
por donde anden sus vecinos
con holgura y sin holganza.

Quiero un pueblo con ciudades,
donde tengan sus recreos
institutos y museos,
sociedad y sociedades.

El Socialista:

Yo quiero un pueblo salvaje,
con los instintos de fiera,
que luche, que mate y muera,
coma, duerma y no trabaje.

Quiero un pueblo violador,
rebelado contra todo,
que esté metido en el lodo
para que huelgue mejor.

Quiero un pueblo sin ciudades,
con muchas selvas sombrías,
que coma todos los días
carne de obispo y abades.

03 diciembre 2007

Público y privado

"Yo no sabría separar mi vida privada, porque para mí ha sido mucho más importante. Para mí ha sido más importante mi vida particular, digamos, que cualquier otra cosa pública que me haya ocurrido. (...) Para mí el mundo afectivo ha sido más importante que nada. De hecho, la única cosa que de verdad me hace sufrir, que me angustia, es ver sufrir a las personas que quiero. Y desgraciadamente, como todo el mundo, sólo he hecho sufrir a las personas que quiero, es decir, tengo fama de buena persona en el sentido de que no me meto mucho con nadie, pero casi todo el mundo me es indiferente. Ser malo es prestar una enorme atención a la gente, y como yo no les presto atención, no suelo ser malo con casi nadie. Pero desgraciadamente, en cambio, es a las personas a las que quiero a las que puedo hacer sufrir y las que me hacen sufrir a mí. Y en ese sentido ése es el mundo que más me ha ocupado. De cada pensamiento público, cívico, que he tenido en mi vida, por cada uno de esos, he tenido trescientos relacionados con mis afectos".

Fernando Savater. Conversación con Remedios Ávila en la Universidad de Granada el 24 de abril de 2006

17 noviembre 2007

Paredes de hotel

Cuando llego a la espaciosa habitación 612 del hotel donde me alojaré unas noches, lo primero es ensayar, supongo que como todo el mundo, la reconstrucción de un simulacro de hogar. Saca uno de la maleta ropas, zapatos, objetos de aseo y, en mi caso, algunos libros, y lo dispone por armarios, perchas, mesas y encimeras. Mientras me atareo, compruebo que las paredes son de papel. En la habitación de al lado, distingo con nitidez, una pareja habla en inglés con estridencia, tanta que en un principio imagino que discuten. No, medio minuto más tarde su tono es cálido, de confianza y juego.

Más tarde, al volver de la cena, en la cual, como suele ocurrir habitualmente en los encuentros profesionales, le hemos dado vueltas jocosas a un amplio surtido de anécdotas y gajes del oficio que nos emparenta y cohesiona, me lavo primero los dientes. El baño es un cubículo que en realidad parece estar en la habitación contigua. Ahora el tono de mis vecinos parece mucho más íntimo, y dominan las risitas apenas contenidas y las frases susurrantes. Vuelvo a la habitación y pongo la tele. Unos minutos de Buenafuente no es que sean como los de mi siempre añorado Seinfeld, pero hay suerte: Berto, con su cara inexpresiva de recién levantado, sus pelos locos y sus comentarios simples y brutales, me hace reír con ganas.

En cuanto caigo en la cama y el silencio reina de nuevo, veo que me va a costar conciliar el sueño. En el entusiasmo de la conversación con los colegas he comido y bebido en demasía. Lo peor es que al día siguiente tengo que estar muy despierto. Mis vecinos de la 611 van a su bola y están en plena faena. Dedican un buen rato a follar o hacer el amor –que esto de las denominaciones va en gustos-, con gran aparato de gemidos, gritos, resoplidos y casi aullidos femeninos en los instantes postreros. La tarea dura, se alarga, se prolonga. Giro en la cama a izquierda o derecha cada minuto, reajusto la altura de la almohada sin cesar, y recuerdo con rabia el espléndido rioja que hemos trasegado con tanto entusiasmo que, seguro, por la mañana me va a doler la cabeza.

Muy pronto, después de ducharme, bajo a desayunar frugalmente –la gente desayuna en los hoteles como si arrastrara un hambre de posguerra y cartilla de racionamiento-. Me entretengo saludando a los del gremio que no vi por la noche. Subo de nuevo a mi habitación a coger los papeles que necesito y lavarme los dientes –está claro que giro entre cuatro labores: comer, beber, hablar y cuidar mi dentadura-. Al salir de la 612 me encuentro con la pareja inglesa. Son jóvenes, muy rubios, y hacen un gesto mínimo y mudo de saludo. Yo, además de comprobar que cruzan por mi mente pensamientos y sentires que pudorosamente omitiré, recuerdo, como me pasa tantas veces en los hoteles, un fragmento que Alejandro Rossi incluyó en su maravilloso Manual del distraído, un libro que siempre tendrá lugar de honor en mi canon más restringido. Lo acaban de reeditar en bolsillo, y en cuanto retorno a casa lo busco: “Cuántas veces me descubro pensando en las innumerables personas que hacen el amor en este preciso instante detrás de esas ventanas. Es un reconocimiento que nunca deja de asombrarme y que me hace sentir, al caminar por las calles, como si yo fuera el cuidador de un gigantesco burdel”.

04 noviembre 2007

La música me confunde

San Sebastián. Mañana de sábado. El día es limpio, espléndido, frío. La parte vieja no tiene todavía a estas horas, un poco antes del mediodía, la animación de txikiteo que ganará una hora después. Camino de la librería, me doy de bruces con un pequeño grupo de txistularis y trompetas que dirige, pequeño y enérgico, uno de los famosos payasos de la ETB (¿Txirri, Mirri? Txiribiton seguro que no: al desconocer el euskera, está condenado al silencio: es el que recibe las bofetadas). La banda suena muy bien. Como van en mi dirección, acompaso mi ritmo al suyo. Disfruto pegado a uno de los trompetas, mientras lanzo ojeadas a la pequeña partitura que lleva frente a sus ojos, cogida con una pinza al instrumento.

Justo al llegar donde la librería, la banda termina el pasacalles, y enseguida un hombre que les acompaña (¿del ayuntamiento?, ¿de alguna sociedad nacionalista?) comienza a repartir paquetes de hojas grapadas con letras de melodías populares vascas. En tres minutos se arremolina un pequeño gentío que apenas deja resquicios para que pase nadie. Nuestro payaso-txistulari, nariz aguileña y gestos de mando, indica en euskera el número del tema que vamos a cantar y marca la entrada a todos los que nos hemos hecho con las letras. A su señal, nos arrancamos, primero tímidamente y pronto con entusiasmo. Triste bizi naiz eta, hilgo banintz hobe (vivo triste, y ojalá muriera), entonamos a ritmo de tres por cuatro, bien apoyados en los músicos para no irnos de tono.

Nos engolfamos después con la deliciosa Ume eder bat, una de las que prefiero del bardo Iparaguirre. El orfeón ha crecido, porque han seguido parándose hombres y mujeres que acometen el estribillo a voz en grito. Los que no quieren ni mirarnos y sólo desean atravesar la masa que bloquea la angosta calle de Fermín Calbetón, son vistos con desprecio. Se trata sin duda de personas insensibles, inmunes al dulce y tibio entusiasmo que nos transporta cuanto más volumen ganamos.

Cuando llega la última canción en esta estación del viacrucis musical, el solemne Oi ama Euskal Herri, un quejido que Benito Lertxundi grabó incluso con orquesta sinfónica, ya me daría igual culminar gritando ¡Gora Euskadi Askatuta! o cosas mucho peores. Mi corazón rebosa nostalgia y añoranza de un mundo más cálido, y se desborda también de pena y gozo, de exaltación reivindicativa y de ganas de abrazar y besar a todos los que conmigo vibran cuando alcanzamos el éxtasis: Oi ama Eskual Herri goxua, zutandik urrun triste banua (Oh, dulce madre Euskal Herria, triste me alejo de ti).

Por la tarde, tras la copiosa y alcohólica comida con unas amigas queridas, inmóvil frente al mar con el sol como único compañero, y sin otro proyecto ni inquietud, me viene a la memoria Ernest Gellner. En el prólogo del libro póstumo de este gran filósofo y politólogo, Nacionalismo –texto implacable sobre esta teoría o religión política-, su hijo recordaba que Gellner, que aunque ciudadano británico era originario de Checoslovaquia, se emocionaba hasta las lágrimas cuando, de tanto en tanto, cantaba viejas canciones de Bohemia que él mismo se acompañaba diestramente con un acordeón. Empieza a hacer frío de verdad, y, como no sé qué hacer con tantos sentimientos encontrados, decido echar a andar a muy buen paso.

10 octubre 2007

Sólo los vi una vez (I)

El mes pasado murieron en muy pocos días dos hombres a los que sólo vi una vez en mi vida. Su recuerdo, sin embargo, volvió nítido, preciso y admirativo en cuanto leí la primera de las varias necrológicas que ambos merecieron en distintos medios. Hay personas que nos acompañan muchos años, familiares, amigos, amantes, y que son testigos y a veces actores decisivos en nuestro tránsito. Otras pasan muy fugazmente, pero dejan en nosotros un poso, algo que desafía nuestras mudanzas vitales más drásticas, y que resiste, por escondido y pequeño que sea, los cambios más violentos de ideas, de gustos, de escenarios. Algo, en suma, que igual no es más que un cierto estilo, una presencia y una voz, unos gestos, o la nostalgia de algo que en los cambios al correr del tiempo hemos perdido sin remedio pero no podemos dejar de añorar.

Pedro Espinosa. El curso 1977-78 repetí sexto de piano en el Conservatorio de Pamplona. En mi penúltima oportunidad de superar el curso, la de junio, me preparé, no sin muchos temores, para el examen final. Entonces era norma que el día señalado, en junio, nos juzgara un tribunal. Alcanzar ese nivel tan relativamente elevado en la carrera no significaba para mí gran cosa. Los cinco primeros cursos mi profesor había sido un hombre distraído, casi ajeno a nuestra suerte como ejecutantes. Le llamaban mucho más las menudencias de la ciudad, sobre las que inquiría en clase a cualquiera. Este hombre, olvidado de cualquier exigencia, toleró que mi técnica en el teclado se enfangara en el desastre mientras regalaba sobresalientes con alegría. La profesora que le sucedió en sexto aullaba ante mis vicios de posición.

En el claustro del Conservatorio había muchos curas y militares. Y casi todos los docentes, incluidas las señoras de avanzada edad que enseñaban piano y canto, tenían de la pedagogía musical una idea extraviada. Los castigos físicos eran habituales en el solfeo (¡a cuántos compañeros recuerdo de rodillas horas enteras!), aunque mucho más dañina resultaba la altanería y hasta el desprecio que diseminaban quienes se aburrían a muerte entre chavales. Por ejemplo, el santón de la Coral de Cámara de Pamplona, el notable (músico) Luis Morondo.

Para el examen de sexto, en junio de 1977, a trancas y barrancas había preparado las piezas que podían corresponderme en sorteo. El día de la gran prueba, el tribunal estaba presidido por Pedro Espinosa. Al pianista canario yo sólo lo había visto un par de veces en foto, nunca en clase ni siquiera por los pasillos del edificio. Pero su nombre no me era nada ajeno: sabía ya por entonces que se trataba de un músico extraordinario que, además, se arriesgaba con las composiciones más vanguardistas y endemoniadas.

¿Cómo es que había caído Pedro Espinosa por Pamplona? Supongo que, aparte de para ganarse la vida con una dosis de seguridad, la pequeña ciudad hacía de escalón en el acceso a conservatorios de más entidad. O bien, no lo sé, era amigo de Pascual Rodríguez Aldave, entonces director del centro (otro que tal, como Morondo), o conocía a don Fernando Remacha, el antecesor de Aldave en el cargo, que en 1977 vivía ya retirado, con el parkinson minándolo sin compasión. Pero la presencia de Espinosa en la escuela de música de una capital de tercer orden era llamativa, un punto estridente incluso. (El contraste entre su estatura artística y el hecho mismo de que tuviera que ganarse la vida en Pamplona no era nada, con todo, si pensamos en una escena que he recordado e imaginado con frecuencia en sus detalles: un músico como don Fernando Remacha viviendo y trabajando, en lo más tenebroso del franquismo, los años cuarenta y cincuenta, en la ferretería familiar de Tudela, después de haber exprimido en Madrid antes de la guerra su época más creativa e intensa. La etapa tudelana de don Fernando se me figura la versión más hirsuta del tantas veces mentado exilio interior.)

Aquel día de junio de 1977 yo temblaba pensando en lo inevitable de mostrar mis torpezas ante una autoridad como Espinosa. Él, alto, calvo, corpulento y muy amable, dijo algunas palabras más bien protocolarias y me invitó a sentarme ante el piano. Tras ejecutar sórdidamente las obras que me habían corrrespondido, me aparté del teclado imaginando que el mismo pianista canario, tan largo como era, se iba a incorporar para darme un bofetón por el brutal ataque a Bach y Debussy que allí se había perpetrado. Se limitó sin embargo a despedirme con una media y educada sonrisa. A los pocos días comprobé estupefacto que me habían aprobado con holgura.

¿Desinterés de Espinosa por nuestra suerte? ¿Deseo de no enemistarse con la profesora que había permitido que llegáramos hasta el final sin la suficiente preparación? ¿Convencimiento de que nuestras raquítica destreza en el piano no podía hacer mal a nadie, liberada como estaba de cualquier vanidad o ilusión de llegar a algo en ese camino?

Ahora Pedro Espinosa ha muerto, y he leído estos días muchas necrológicas donde se recuerda su enorme calidad interpretativa, su vocación pedagógica, su magisterio entre tantos músicos. Yo no volví a verlo en la ciudad tras aquel examen, y ni siquiera sé cuántos años continuó enseñando en Pamplona. Pero más de una vez he lucubrado sobre el sentido de su actitud aquel día, en aquel conservatorio en el cual no sé cuál era su lugar. Me quedó la duda, y también el recuerdo de su leve sonrisa tras mi examen, de la elegancia serena que transmitía el pianista obligado a juzgar a torpes jovenzuelos.

08 octubre 2007

Chéjov: La vida fracasada

En marzo de este año se estrenó en el teatro Gayarre de Pamplona un nuevo montaje de Las tres hermanas, tal vez el texto para el teatro más desolado y complejo de Anton Chéjov. La dirección, brillante, fue de Ignacio Aranaz. La obra, en la que amén de las instituciones navarras ha participado el Centro Dramático de Aragón, se está representado todavía en distintos lugares.

Fue idea de la gerente del Gayarre, Ana Zabalegui, repetir, tras los días de función, una experiencia ya ensayada después de las representaciones, hace dos años, de la lorquiana La casa de Bernarda Alba: que varios pintores, coordinados y animados por Pedro Salaberri, creasen una obra que tomara su punto de arranque e inspiración en lo que habían visto y oído. Para afinar el proyecto, y como es de rigor si se quiere soportar esta vida dignamente, fue preciso organizar una suerte de meriendacena, donde, entre chorizo, jamón y buen vino, y con la muy valiosa colaboración del propio Ignacio Aranaz, se habló del teatro de Chéjov, de su sentido e intenciones, de ciertos detalles traídos a colación oportunamente por el director, y de lo que la obra había sugerido, así, a botepronto, a los presentes. Se marcaron plazos y cada uno se fue a su casa a rumiar qué podía hacer a partir de Las tres hermanas.

Los cuadros producidos por los y las artistas que han participado en la propuesta (José Ignacio Agorreta, José Miguel Corral, Miguel Leache, Alicia Otaegui, Julio Pardo, Teresa Sabaté, Pedro y Pablo Salaberri, Sagrario San Martín) se encuentran ya expuestos en distintos lugares del Gayarre desde finales del mes pasado. Yo creo que sin ninguna duda merecen la pena, y que si uno se acerca al teatro a ver en estos meses un espectáculo debería dedicar algo de tiempo a contemplarlos. Chéjov está presente en todos ellos, aunque, es lógico, cada quien ha seguido libérrimamente su propio camino en la asunción de las cuestiones planteadas por el ruso.

En el vestíbulo del teatro podrá el visitante hacerse asimismo con un pequeño catálogo publicado por la Fundación Municipal Teatro Gayarre, y que reproduce las ocho obras, en algún caso junto a las explicaciones que los artistas han querido aportar sobre la suya. Figura además en ese folleto un texto, La vida fracasada, que he escrito sobre Chéjov, sus temas fundamentales y, muy en especial, estas Tres hermanas que, gracias al genial autor, no dejan de emocionarnos y entristecernos.

El texto es demasiado largo para reproducirlo completo en este blog, pero gracias a los buenos amigos de La casa de los Malfenti, una admirable revista literaria electrónica que ya está en su número 24, puede leerse
completo aquí. Como tantos otros, soy un apostol del teatro de Chéjov, y mi única pretensión es la de animar al mundo entero a que se adentre en unas obras maravillosas y radicalmente contemporáneas.

07 octubre 2007

Más sobre "Las Trece Rosas"

“Y las actrices tan contentas en el suplemento de El País del domingo 30 de septiembre. Las Trece Rosas utilizadas para promocionar moda. Qué indignidad”.
Susana Horcada (Pamplona). El País, 7 de octubre, en la sección El defensor del lector

Un poema de Cristina Peri Rossi

Hay detalles que me irritan en la actitud sostenida estos días por la escritora Cristina Peri Rossi, de la cual, ya saben, este curso, y por hablar en castellano, han prescindido en la tertulia de Catalunya Radio en que colaboraba. El primero, el más obvio: parece haberse caído ahora de un guindo. Tal vez debido a que, como declaraba el otro día en El Mundo, Cristina Peri Rossi no suele hablar de política porque sencillamente no le interesa –afirmación, como señaló en este blog Andrés Bazin, que provoca estupor a estas alturas de su pelea—, hasta el momento, treinta años después de llegar a Cataluña, no había reparado en cómo se las gastan los prebostes nacionalistas, que educadamente aplican en los despachos lo que les dictan esos energúmenos que escupían a Antonio Muñoz Molina el año pasado en Barcelona, con sus cuerpos a punto de implosionar, “Bilingüismo es fascismo”. Bien dictamina Carod Rovira que catalanes son los que hablan en catalán. Los otros, los castellanoparlantes, son en Cataluña, y deben serlo, como los turcos en Alemania.

Claro que si no hablas de política me temo que acabas pensando de ella con cierta simpleza. Entonces tus análisis son conducidos por los movimientos del ego. El mundo es tu pequeño mundo, poco más que un estado de ánimo. Y acabas derrapando y profiriendo enormidades. “En Cataluña hay miedo, como en la dictadura uruguaya”, afirma furiosa la Peri Rossi. La intensidad del miedo de cada cual es difícil de objetivar y medir, pero, pese a mi nula simpatía por los nacionalismos,¿cabe comparar, hoy por hoy, la actuación del nacionalismo gobernante en Cataluña con la de los milicos que torturaron y asesinaron con saña en el Uruguay de Bordaberri de los años setenta y parte de los ochenta? ¿Podemos hablar del mismo miedo provocado por situaciones objetivas análogas?

En fin, para qué seguir. Cristina Peri Rossi es una estupenda escritora, y creo que trae más cuenta quedarse con su literatura. Por ejemplo, con este poema, incluido en el volumen de poesías completas que hace poco dio a la luz Lumen.

Alegría de vivir

Me levanto
con la certeza
de estar sola:
bajo a la calle
silbo un airecillo
camino contra el viento
enciendo uno de los cigarrillos
que el médico me prohibió
—Estoy sola—
tan contenta
que empiezo a echar monedas
en la máquina del bar
gáname perra,
gáname, tragaperras,
el patrón me mira satisfecho
(Ríete, estúpido, dinero
es lo único que me puedes ganar)
cuando estoy contenta
soy espléndida
tan alegre de estar sola
que enseguida me pongo a conversar
con gente que no me interesa
(Nunca sabrán cuán contenta estoy)
escucho tonterías
no me afectan: tengo alegría interior
soy generosa: digo piropos
a gente que no se los merece
¿Qué voy a hacer si estoy contenta?
Con la felicidad no se puede hacer nada
No se puede escribir poemas
No se puede hacer el amor
No se puede trabajar
No se puede ganar dinero
ni escribir artículos de periódico
La felicidad es esto:
caminar contra el viento
saludar a desconocideos
no comprar comida
(la felicidad es el alimento)
ser espléndida
como el viento gratis que limpia la ciudad
como esta llovizna repentina
que me moja la cara
me resfriaré
pero a mí qué me importa.

02 octubre 2007

Política no, por favor

Personas que aprecio de verdad se extrañan de que meta entradas políticas en este blog. Es evidente que se refieren a las que de tanto en tanto dedico al azote nacionalista, en su variante terrorista o en la otra. No entraré en la historia del pensamiento con mis escritos, sin duda, pero al margen de que la política forme parte inextirpable de nuestra condición vital, y de que sospecho que alguno no me reprocharía lo mismo si los textos despreciaran a Aznar y la llamada derecha extrema, me sofoca una razón básica: a estas alturas ya no puedo con el silencio y la simulación. Sobre todo en los ámbitos públicos, como lo son los blogs.

De política, de esta vertiente esencial de la política, aquí, en navarraeuskadi, únicamente hablan los profesionales de los partidos, o bien las gentes corrientes pero sólo en ámbitos muy homogéneos y de total confianza, complicidad y sigilo –los blogs, con los seudónimos, han liberado energías, es cierto, aunque sean de todos los signos-. Es un tema además sucio, grasiento, tedioso a fuer de irresuelto y mal administrado, en el que la mayoría no se quiere manchar ni complicar la vida, o tener broncas o, en el peor de los casos, que le pase algo. Y por eso no se habla claro, o sencillamente no se habla. Parece incluso de mal gusto. Un ejemplo de ayer mismo: en un admirable blog que miro todos los días, y precisamente porque quien lo mantiene había introducido una espina de denuncia, alguien dejó este comentario: “tienes un blog espectacular, alucinante y original. No lo rebajes metiéndote en cosas que se salen totalmente de la excepcional línea en que lo haces”. ¿No lo rebajes?

No tengo intención de reñir con ninguna de las personas que trato en los diversos círculos de amigos, conocidos o compañeros de trabajo –todo lo contrario, por mi carácter aborrezco los enfrentamientos y adoro los finales felices, las películas de Frank Capra, los buenos sentimientos y la cordialidad-. Pero tampoco me apetece seguir alimentando la confusión ni el silencio cómplice en estos graves asuntos. Mi contribución es nimia, irrelevante, pero quiero mantenerla en tanto siga suspendido sobre nosotros el problema político en sí, y encima de él, como un efecto perverso, esa niebla de temor a la libre expresión, ocultación, pasividad y, a la postre, consentimiento del mal. El mal consentido, seguro que habrá que dar más vueltas a esta vertiente, aunque sea sin la brillantez y profundidad que gana en la reflexión de Aurelio Arteta.

01 octubre 2007

Las trece rosas de moda

El País semanal enseñaba ayer en doble cubierta su tema estrella del número: las llamadas trece rosas, un grupo de mujeres jóvenes fusiladas en agosto de 1939 por el naciente e implacable franquifascismo. Y es que se estrena película sobre aquellas chicas modestas, comunistas, valerosas y entregadas a la causa, gente de otra época y otros modos de vida. Al final del reportaje, en el que aparecen también las actrices que participan en la cinta, leemos los créditos de la historia: Giorgio Armani, Valentino, Amaya Arzuaga, Prada, Chanel, Louis Vuitton, Christian Dior, Carolina Herrera... Escupiré sobre vuestra tumba, escribió Boris Vian.

30 septiembre 2007

No siempre hay que hablar

Feria del libro viejo y ocasión. Abren las casetas el primer día y me abalanzo sobre los montones en venta. Maldita sea, al poco rato tengo a medio metro a una persona a la que suelo ver con frecuencia y agrado. De inmediato me acosa el temor de que reanude esa charla de mil y un asuntos que mantenemos en otros ámbitos. No es el momento, necesito mucha concentración para que no escape nada de interés. Pero el conocido me dirige un escueto holaquetal, tuerce la mirada ostensiblemente y sigue pesquisando. Es de los míos. El resto de la mañana está libre de encuentros peligrosos.

Los negocios de lo público

El nuevo periódico, Público, regalaba ayer un cedé con arias de ópera interpretadas por Luciano Pavarotti. Todo por un euro. Parece nada, pero esto del precio casi siempre acaba siendo relativo. El sonido del regalo es infame. Y la calidad del periódico por ahí anda. Páginas que te pringan los dedos de tinta y que aparecen atestadas de píldoras informativas o de opinión engarzadas en una composición mareante, de las de prensa gratuita y diseñador a la page. Y una ideología dizque de izquierdas sin sutilezas, matices o profundidad. Todo sueltos, breves, eslogans y sentencias sumarias. La buena conciencia del psoe servida con sencillez. Por favor, las gentes de izquierdas nos merecemos algo mejor (¿seguro?). “Público es como la hojita más o menos parroquial que dan en los cines progres”, decía el sábado Arcadi Espada. Pero es que lo importante no es la hojita, continuaba, sino la misa del negocio, del enorme negocio de la tele y los derechos del fútbol. A la larga, añado yo, el París (Cataluña, dicho sea sin metáforas) de las grandes operaciones empresariales bien valdrá incluso esa misa tan cara y relativamente poco rentable de la tele y, en un plano todavía mucho menos relevante, la inane vaselina ideológica del periódico.

25 septiembre 2007

Ni un pelo de tonto

Ayer pensaba hacer otras cosas, pero a media tarde me quedé pegado de nuevo, por enésima vez, a Ni un pelo de tonto, la película que Robert Benton dirigió apoyándose en la novela del mismo título de Richard Russo. Es una película decente, que se ve con mucho gusto, y en la cual un Paul Newman crepuscular borda su papel. Pero en mi caso su fuerza de atracción nace ante todo del recuerdo de la novela de Russo, una de las historias más cautivadoras que he leído. Yo no sé si es una gran novela, una de las que quedarán, y me da pereza ahora entrar en esa inquisición. Pero sé que pocas veces me he entretenido tanto como con las andanzas de Sully y la gente que le rodea en Bath, esa pequeña localidad del estado de Nueva York donde nieva mucho y las calles están casi intransitables.

Todo en esta extensa novela me parece feliz, y muy señaladamente los diálogos, soberbios, repletos de humor y viveza, y la trama envolvente, una sucesión de peripecias menores que divierten y emocionan. Pero es Sully quien nos atrapa desde el arranque. Como tantos antihéroes del cine y la narrativa americana, es un perdedor, un tipo que ha llegado a viejo con la rodilla hecha polvo, sin un dólar ni casa ni relación, al principio, con su exmujer e hijo, pero a quien acompañan una amante con la cual se lía cada vez menos y un pobre ayudante, Rub, un poco tonto pero incondicional de Sully y con el que éste trabaja para conseguir el dinero que le permita ir tirando en los bares con sus verdaderos semejantes. Hay dos bares esenciales en el libro. Allí se come, juega y bebe sin parar, entre bobadas mil veces repetidas, por más que a nosotros nos provoquen hilaridad. Pero, al igual que tantos otros antihéroes, Sully tiene un catálogo muy definido de conductas que ama y aborrece, un código ético más o menos agujereado, con el que ha trampeado más de una vez, pero que dota a sus actos de un precario espíritu de libertad y resistencia. Es un don nadie, pero como se tradujo el título, no tiene un pelo de tonto y ha tratado siempre de bandearse en la vida sin sentir vergüenza. De ese fondo insobornable, de su entereza y presencia de ánimo, brota el respeto ganado entre sus paisanos de Bath.

De Richard Russo hay traducidas varias novelas más, y me atrevo a recomendar asimismo Alto riesgo o Empire Falls –si bien ésta no satisfizo plenamente mis grandes esperanzas-. Pero Ni un pelo de tonto es otra cosa, la gracia delicada y absorbente de un escritor que teje una historia de la que no quisiéramos salir, una habitación maravillosamente oxigenada por el humor y la melancolía. Ayer lunes, entre la película y un buen rato revisitando fragmentos del libro, el día fue muriendo en paz. Qué más puedo pedir.

23 septiembre 2007

No me arrepiento de nada

Un libro que comienza así augura lo mejor. Es preciso hincarle el diente sin dilación.

“Los hombres, y no sólo los autores de memorias, suelen decir que a pesar de los fracasos, las penas, los errores y las decepciones o incluso de las fechorías que llenan su pasado, a fin de cuentas están contentos de un destino que ya ha quedado atrás y, si volvieran a empezar, no elegirían una vida distinta.

No pienso lo mismo de la mía. Sin subestimar lo que hay en ella, respectivamente, de inevitable y de accidental, sin que ninguna de ambas sea deseable, en mi memoria se acumulan las circunstancias, pequeñas o grandes, decisivas o triviales, en las que tenía la facultad de elegir y me equivoqué. Mi memoria me recuerda tan pronto una orientación crucial de mi existencia como un detalle fútil de mi conducta en un episodio sin importancia. Pero casi no pasa un día sin que, en la mesa, en la cama, por la calle, en la playa, no emita un ronco gemido de arrepentimiento y vergüenza. Es cuando me remuerde el recuerdo de una estupidez fatal, una reacción vulgar, una mentira degradante, una fanfarronada ridícula que cometí hace mucho, hace poco o anteayer”.

Jean-François Revel. Memorias. El ladrón en la casa vacía. Editorial gota a gota, página 13.

20 septiembre 2007

El diseño contra la lectura

En el buzón de casa encuentro un folleto que detalla los actos culturales previstos en mi pueblo hasta navidades. Peleo por enterarme de lo que pone pero, quiá, tampoco es plan dejar la vista en el empeño. Sospecho que nadie pensó seriamente en que pudiera leerse la información. El diseñador, temo que jaleado por los que lo contrataron, ha echado el bofe en virguerías y adornicos y en combinaciones de textos en distintas tintas. Pero el resultado es que su aliento supuestamente creador emborrona las páginas. No hay una normal, todas son desequilibradas, chillonas, mareantes. Peor: aquellas donde se informa de los eventos más importantes son las de lectura más penosa, al menos en castellano –porque en mi pueblo todos, absolutamente todos los anuncios oficiales son bilingües; pero vamos a orillar hoy ese respective-.

Trato a menudo con diseñadores gráficos. Algunos son excelentes, pero abundan los que piensan que cuanto más recargada esté la página, mejor. De modo que se aplican con entusiasmo a colocar, junto a los textos o como fondo de página, iconos más o menos originales, o figuras onduladas e irregulares que, a modo de aguas de diversa intensidad, recuerdan los papeles pintados de pared de hace años, o fotografías en distintos grados de nitidez, o líneas, filetes o dibujos en distintos colores y caprichosas formas. Una ristra de elementos que más de una vez saturan y hasta asfixian la página. En su afán pretendidamente artístico encuentran aliados entusiastas en muchos clientes que participan de idéntica opinión vulgar: que se note que hay un diseñador, que se gane la pasta que cobra, por tanto que la página rezume alegría y mucha frondosidad.

Sé que no son iguales las necesidades expresivas de un libro que las de un folleto publicitario o un cartel. Y que tampoco debe ser similar la disposición gráfica en un cartel que informa de las vacaciones del Inserso que el que avisa de un concierto de rock. Pero en todo caso debería respetarse un principio básico: que el texto aparezca limpio y claro y pueda leerse con comodidad. Muchas veces, sin embargo, el trabajo del diseñador tapa lo escrito, o lo desdibuja hasta tal punto, por mor de su impericia o de su concepción del conjunto, que obstaculiza gravemente su lectura. Hay una desatención hacia el texto, casi un desprecio, como si estuviéramos ante un elemento secundario, una mancha más en una composición que en realidad no habría que leer -desprecio que correlaciona con otros: muchos libros o folletos han costado un congo, por el diseñador, el papel especial, las muchas tintas en la impresión y el encuadernado de lujo, y no resisten una lectura: no sólo es que ésta sea fatigosa, es que nadie ha atendido a la corrección estilística y ortográfica de lo que pone-.

“Complicar es fácil; lo que es muy, muy difícil, es simplificar”, apuntó Bruno Munari. Intentando contar su estilo propio de amar esta máxima, recuerdo haber escuchado, por poner un ejemplo, a Jaume Vallcorba, propietario de la magnífica editorial El Acantilado, una disertación apasionada sobre la elección de los tipos y tamaños de letra para sus libros, de los márgenes de página y los espacios entre líneas, de los papeles apropiados, y de su control casi obsesivo del grado de entintado de la máquina impresora sobre cada clase de papel. Todo ello en pos de que, sin notarse, la legibilidad del texto en sus ediciones fuese máxima, de que el lector se sumergiera en cualquiera de los libros de El Acantilado olvidándose (o sin percatarse) de que se habían tomado previamente varias decisiones que buscaban que la lectura pudiera hacerse atendiendo sólo al texto, sin que la vista hiciese ningún esfuerzo adicional. Pues bien, como resume Lidia Mazzalomo, “un buen diseñador será aquel que interprete el texto del autor y la intención del editor de tal modo que, al traducirlo al lenguaje visual, su intervención pueda pasar inadvertida en el diálogo que se establezca entre el lector y su lectura”. Por favor, diseñadores, no molesten, que quiero enterarme de lo que dice sin echar a perder los ojos.

15 septiembre 2007

Desbarrando en la Diada

Los miércoles compro La Vanguardia. El suplemento Culturas, que viene encartado, incluye casi siempre, dentro de su irregularidad, algún artículo enjundioso. Pero esta semana el día de compra era el 12, y no pude por menos que deglutir además una extensa reseña de la celebración, el día anterior, de la Diada, el día “nacional” de Cataluña. Las celebraciones nacionales, comprobé de nuevo, son ocasión pintiparada para que los políticos disparen toda suerte de exabruptos, exageraciones, misticismos identitarios y baladronadas.

A la inmensa mayoría de los catalanes, que expresan su cabreo en las encuestas pero porque los servicios públicos tienden al desastre, las carnavaladas a destiempo, con todo, les traen al pairo. El ciudadano, reconoce el propio periódico “no se queda el fin de semana lamentándose o mirándose el ombligo, sino que aprovecha cualquier oportunidad para zambullirse en el Mediterráneo previa contratación de un vuelo barato pongamos que a la isla de Malta. Y a las penas, puñaladas”. Pero los políticos a lo suyo, a hinchar la vena y perorar sobre las grandezas y desgracias de la patria.

Y qué patria, válgame dios. El teólogo Jordi Pujol dejó sentado, nada menos, que “Cataluña es una realidad histórica, de materia y espíritu, de cuerpo y alma, de sentimiento e institución (...) que viene de lejos, de algo mucho más profundo”. ¿Cataluña nació entera y perfecta la semana de la creación del mundo? ¿Describe el Génesis este parto? Es lo que tienen los clarividentes nacionalistas, que dictaminan con desenvoltura que la nación lo es (este es tiene más carga metafísica que toda la filosofía de Heidegger) desde el origen, permanece sustancialmente idéntica a sí misma en el presente y así continuará hasta el día del juicio final. A los sujetos individuales, a los míseros cuerpos de los catalanes concretos y perecederos, sólo les queda asimilar esta verdad que mossén Pujol les recuerda y someterse a ella. Espíritu, alma, sentimiento...

El día reclamaba enormidades. No había que pararse en los ancestros. De modo que el sucesor de Pujol, Pascual Maragall, que es nacionalista mucho antes que socialista (¿qué diablos significa el término en estas exhibiciones de quién tiene más grande la identidad?), dobló la apuesta y defendió sin ambages la independencia de Cataluña, con estado y lo que sea menester. Sabíamos que Maragall puede decir una cosa y su contraria en cualquier momento, pero como ahora está, al alimón con Artur Mas, en temporada de defender que el nacionalismo catalán tiene que refundarse y conformar un nuevo partido, más allá de lo que ahora son los socialistas y CIU, pues qué mejor que ir ese día de más nacionalista que nadie y apelar a la necesidad de la rauxa (la desmesura un tanto enloquecida) frente a, dijo don Pascual, “la parsimonia”. Rauxa, y mucha, es la que tiene el ex molt honorable.

Ya puestos, escribe el periodista de La Vanguardia, “Maragall comparó la querella contra Jordi Pujol por el caso Banca Catalana con el asesinato de Ernest Lluch, lo que de hecho supone un reconocimiento de que el intento de juzgar al ex presidente fue una injusticia”. Hombre, no, el periodista yerra: su comparación lo que supone es el reconocimiento de que estamos ante un cretino y un miserable, o tal vez de que van a tener razón quienes dicen que es un dipsómano. Teniendo en cuenta la lozanía del Pujol que escuchaba a su lado este paralelismo, comparar el caso Banca Catalana y el asesinato de Lluch es como equiparar la tragedia irreversible de la muerte con una multa de tráfico.

Mientras, muy cerca, los más brutos del lugar, y tal vez porque les golpeaba el sol de pleno -no como a las primeras figuras, cómodamente a la sombra en la tribuna-, daban un paso adelante en la misma dirección que los ex presidentes. El actor Joel Joan (¿lo recuerdan en Periodistas?) hizo suyas las palabras de Xirinachs, que se declaró “amigo de ETA y de Herri Batasuna”, y dio paso a las palabras de un batasuno que había ido a Barcelona a lo suyo. Y, en otra vuelta de tuerca, independentistas de varios grupos minoritarios, los más plus del hipermeganacionalismo, llamaron “traidores” y abuchearon a los jóvenes de Esquerra Republicana, que por lo visto ya no tienen lo que hay que tener. ¿Alguien da más? El nacionalismo gana, ya ha ganado posiciones tan sólidas que sólo nos queda el pataleo.

10 septiembre 2007

Un robusto sentido de sí mismo

"(Traum) se amaba a sí mismo con un amor apasionado y completamente correspondido".

Vladimir Nabokov. La dádiva. Página 208 de la edición en castellano de Anagrama.

Infantilismo

“Me encantan los osos. Los osos panda, los osos polares, los osos pardos...”, comienza la carta de una lectora en El País de hoy. El propio periódico considera que es la más relevante o llamativa de las que publica. Me encantan... ¿Cómo puede una persona de más de ocho años pensar que le vamos a tomar en serio con ese arranque?

08 septiembre 2007

Funcionarios: en dias como estos

¿Tú sabes algo? Dicen que la van a echar, no se habla de otra cosa. Y ella como si nada, haciendo planes. En el café nos cascamos tres cuartos de hora dale que te pego: me han dicho, yo creo, seguro que no, pues sí que estamos bien, cada vez peor, que se joda el tipejo ese, siempre dando lecciones, parece que han ofrecido el puesto a varios, ese dijo que ni hablar, que él en todo caso quisiera una sinecura, buen sueldo y no más de dos horas al día, pero que chollos así quedan muy pocos hoy en día. Eso es relativo, a nosotras entre recados y cafés y el cumpleaños de cada día con las pastas se nos va la mañana en un voleo. Pues anda que ese otro pájaro, haciendo pasillos y ofreciéndose a todo cristo. Pero ¿tú crees que acabarán largando al que vegeta en canonjías y suministros? No lo sé, no me creo nada, me da igual, total, lo mismo ponen a un cerdo que va de rojeras y tiene carnet de Izquierda Unida pero resulta más trepa, seboso y autoritario. En cuanto llegó el nuevo consejero, y aunque es del partido como todos, dijo: a este y este no quiero ni verlos, que ya sé que son unos maulas que están todo el día viajando e intentando ligar en las reuniones “técnicas” esas que se celebran preferentemente en Canarias o Palma. Pero los tipos no son tontos, tirando de teléfono y de viejas relaciones han conseguido otro chollo. Y el cabrón eterno, qué me dices, pasó unos días horribles porque ya veía aquí a los del tripartito, pero anda ahora exultante, sobrao. Pues a mí me contaban el otro día las administrativas que sueñan con que el jefe vuelva a dar clases, que están hartas de que las trate como a sus chachas. Aunque ya sabes, en el sueldo me engañarán pero en el trabajo no, que no sé qué hago yo aquí perdiendo el tiempo con la de cosas que tengo que hacer en casa. Y como decía Eutimio, no me jodas que soy del partido y ahora mismo llamo a mi amigo, seguro que lo pillo en la sede.

“En España hoy desde luego es práctica rara que a un alto funcionario de nombramiento político se le nombre por su competencia, más bien los criterios básicos son los compromisos y equilibrios políticos, y también las presiones y recomendaciones del candidato y sus amigos. La conveniencia de los gobernados, que depende en primer lugar de la idoneidad del nombrado, es la última de las consideraciones”. (Gabriel Tortella en El País)

03 septiembre 2007

Conservar

1.- Pedro de Miguel murió hace poco. Yo era uno más en el nutrido grupo de fieles de su blog. Casi todos los días este escritor y periodista escribía una entrada, breve pero adornada con un toque sugerente, irónico y sabroso –y eso que su religiosidad militante me pillaba muy lejos-. En febrero falleció José Ramón Urío, amigo que alimentaba otra bitácora. Pensando en los textos de los desaparecidos, que permanecen varados en la red, me asalta la duda del ignorante: ¿cuánto tiempo estarán ahí? ¿Blogger, o Google, que no lo tengo claro, en todo caso el administrador del sitio web, los mantendrá indefinidamente?

2.- Asisto a un curso sobre revistas electrónicas, revistas a disposición de sus suscriptores en internet. La ponente habla de cómo las bibliotecas y otras instituciones, a diferencia de las suscripciones a las revistas editadas en papel, que llegan, se catalogan y quedan disponibles para los interesados, se ven ahora obligadas a pagar, más de una vez, únicamente para que los usuarios puedan consultar -leer en pantalla- artículos sueltos, o para que los impriman, pero sin posibilidad de transferir a los ordenadores del suscriptor el archivo completo de la revista. Estos cambios, en todo caso, y la misma existencia de revistas en internet, están exigiendo a las bibliotecas y centros de documentación nuevas disposiciones y acuerdos sobre la conservación de archivos electrónicos. En tanto esas publicaciones eran en papel no había problema, a lo sumo el del espacio físico disponible. Pero si sólo se compra el derecho a leer, y es la empresa editora la única que retiene todos los archivos, ¿no es lógico sentir una pizca de temor ante la eventualidad de que tales revistas acaben volatilizándose en el espacio virtual si la editorial desaparece o es absorbida por un gran grupo?

3.- Cambio de ordenador. Desde 1987 llevo comprados unos cuantos de estos caros y pronto obsoletos electrodomésticos –compárese la vida media de un ordenador con la de la más sofisticada lavadora doméstica, encima casi siempre más barata-. En los cambios me cuido de conservar lo que albergaba el disco duro, así que tengo, de estos veinte años, archivos en discos de cinco pulgadas y cuarto (aquellos disquetes grandes de plástico flexible), en disquetes de tres y medio, en cedés y en dvd’s. Están en distintos programas, muchos inencontrables hoy y a veces no compatibles (¿quién se acuerda de la serie Asistant de IBM, o del wordstar, o del wordperfect 5.1, o de aquella base de datos tan complicada, DBase?). Total, que la búsqueda y consulta de lo que guardo resulta más ardua que la de papeles. Y en lo que respecta a los correos electrónicos, el esfuerzo de archivarlos es, debido a mi impericia (¿dónde diablos se esconden en el disco duro?), un pequeño tormento. Sí, es verdad, hay gente muy diestra en la informática, y además tan sumamente organizada que estructura carpetas y etiqueta con pulcritud todos los discos de cualquier tamaño y formato. Pero me temo que mis problemas y dificultades de búsqueda y acceso no son tan inhabituales –a lo peor porque formo parte de la penosa cuadrilla de traperos obsesionados por guardar todo, sean átomos o bytes, y padezco ese síndrome de Diógenes virtual del que hablaba el otro día el señor de Passy-.

4.- “Antes, las personas, al morir, dejaban tras de sí un caos de objetos depositados en cajones y armarios. Ahora dejamos, sobre todo, una verdadera herencia electrónica, más amplia, rica y compleja, pero en una sola cosa este nuevo testimonio de nuestro paso por la vida no ha cambiado: es una herencia tan frágil e inestable, si no más, que la anterior” (Pedro Ugarte, este sábado pasado en El País).

29 agosto 2007

Las notas infelices

José Antonio Gabriel y Galán. ¿Quién se acuerda hoy de él? Pero en los años ochenta, hace como quien dice cuatro días, era un escritor elogiado y que publicó en editoriales de prestigio. Fue además, y entre otras cosas, director de una valiosa revista cultural, El Urogallo. De su poesía no puedo decir nada, pero de sus cinco novelas, que ahora sólo pueden encontrarse, y con suerte, en las bibliotecas, recuerdo haber leído con gran interés A salto de mata, relato de las andanzas de un delincuente de dieciséis años, y El bobo ilustrado, dignísima reflexión sobre un periodista culto, reformista, afrancesado y dubitativo que en la guerra contra los ejércitos de Napoleón en 1808 pasea su incomodidad entre las razones militares e ideológicas de los invasores y la resistencia de sus compatriotas, trabucaires y primitivos. Todos le exigen que se decante y él es incapaz, negado como está para el dogmatismo y las adhesiones incondicionales. Gabriel y Galán tuvo tiempo más tarde de ver premiada en América la que sin duda es su mejor obra, Muchos años después, inventario del naufragio de los sueños políticos y existenciales de tres personajes, uno de ellos jugador compulsivo en bingos y casinos. En 1993, cuando sólo tenía 52 años, Gabriel y Galán murió de un linfoma con el que convivía de mala manera desde 1980.

Ahora la Junta de Extremadura publica un diario que el escritor mantuvo con intermitencias en los trece años de su enfermedad, un ramillete de anotaciones no preparadas en su momento para la salida a la luz y donde saltan a la vista los saltos temporales y los silencios sobre algunos aspectos. Son notas que más parecen ocasión personal de rumia y desahogo terapéutico. Supongo, por otra parte, que de las hojas que dejó Gabriel y Galán su familia habrá censurado no poco, dada su naturaleza tan íntima. Pero lo que ha permitido que podamos leer muestra un carácter tan descarnado que inquieta y subyuga.

Un diario –incluso este, deslavazado- ofrece siempre entradas muy variopintas. Pero cabe entresacar aquí cinco hilos esenciales de los que tirar, y que dicen mucho sobre la intimidad de Gabriel y Galán. El primero, omnipresente, es la enfermedad. Las notas se inician cuando al escritor, que acaba de obtener un éxito con su adaptación para el teatro de La velada de Benicarló, de Azaña, se le diagnostica un linfoma. Tras un primer y duro tratamiento, se sucede al correr de los años el registro de los rebrotes del mal, las falsas alarmas, los durísimos tratamientos y sus efectos secundarios, las pasajeras euforias y en suma toda la panoplia de circunstancias que cosen la trama de un tenaz y desesperado combate contra la muerte. Una guerra que comienza con la indignación y sorpresa que le provoca al hombre el primer ataque, y que a los cuarenta años le pilla totalmente desprevenido: “Vivimos tan ajenos a la idea de la muerte que cuando esta se anuncia uno se siente sorprendido e injustamente tratado. Todo ello a pesar de que la muerte nos rodea con una asiduidad y una persistencia feroz. Pero nos han educado haciéndonos creer inmortales. Esta civilización construye estos escudos protectores que de repente se desmoronan estrepitosamente”.

El segundo hilo que seguir, todavía más poderoso que el primero, es el muy precario equilibrio psíquico en que se mueve Gabriel y Galán. Su existencia se edifica sobre la insatisfacción vital, la permanente sensación de vivir rodeado de angustiosas amenazas y, en consecuencia, una lacerante ausencia de calma y alegría. El autor se siente espantosamente solo, se marea con frecuencia y padece una incurable nostalgia de lo que no tiene y una urgente apetencia de lo que ha dejado. “Me desestabilizo con cualquier alteración psicológica de mi cuerpo, psíquica o ambiental. Esta alteración me produce miedo y con el miedo entro en el proceso angustioso (...) Esa obsesión es un cajón de sastre donde entran: sensaciones de marginación, frustración acumulada, inseguridad, aislamiento, vacío y toda una serie de secuelas psíquicas conducentes a una fase de ansiedad e intranquilidad agudas”.

Pero antes del linfoma, y aquí vamos hacia el tercer hilo, Gabriel y Galán ya había comprobado que el mundo no es el lugar cálido y seguro que imaginó en su primera juventud. Un abandono amoroso profundamente turbador aparece y reaparece en el diario. “Yo he pasado muchos años instalado en el dolor amoroso, el sufrimiento. Desde mi separación con Livja –año 68- yo he vivido ese dolor insoportable, cotidiano, minuto a minuto, y eso durante unos diez años. Ese dolor ha provocado una tensión psíquica continuada, que se ha traducido en numerosas crisis y que ha provocado una especie de ‘rompimiento de mi sistema nervioso’. ¿Cuánto tiempo puede uno soportar el sufrimiento amoroso, la pérdida de la amada, la nostalgia, la soledad, la no aceptación de esa pérdida? (...) Ese periodo de diez años ha sido un robo en mi vida (...) He luchado mucho contra ello, pero no lograba salir del infernal círculo de la obsesión”.

El cuarto eje de la vida interior de Gabriel y Galán es el resentimiento. Jorge Vigil, en su excelente Diccionario razonado de vicios, pecados y enfermedades morales, dice que el resentimiento es el “sentimiento penoso y contenido del que se cree maltratado, acompañado de enemistad u hostilidad hacia los que cree culpables del mal trato”. Esta descripción se ajusta como un guante a lo que nuestro escritor padece, aunque trate de contenerlo, domeñarlo y disimularlo. Y es que, en lo que se refiere a su consideración en la sociedad literaria, se ve “puteado, agredido, engañado, perjudicado” por casi todo el mundo: estudiosos, antólogos de la literatura española, críticos, colegas y responsables de suplemente literarios. Se siente víctima de una “marginación (socio-literaria), de injusticia, de escaso reconocimiento, de determinados fallos de amigos e instituciones”. Es ilustrativo a este respecto un encuentro con el escritor Vicente Verdú, entonces un poderoso cargo en El País. Gabriel y Galán quiere controlarse, racionalizar su situación, rebajarle grados a la queja. Pero apenas lo logra, y lanza sobre su amigo Verdú un copioso memorial de agravios. Por dentro está, ese día y otros muchos, como una olla a presión. Lo paradójico es que Gabriel y Galán reconoce desear con intensidad la fama y el reconocimiento generalizado de sus méritos literarios, pero al mismo tiempo, si ese éxito llegara, le gustaría poder decir no, mantener las distancias. “Es mi contradicción: si me invitan a un estreno, a un acto, a una presentación o cóctel, me molesta, digo que no. Pero si no me invitaran, me sentiría frustrado. En definitiva, [quisiera] ser famoso para mandar a la mierda a la fama”.

El quinto y penoso hilo de las notas es su adicción incontrolable al juego. El autor supo dibujar con precisión al protagonista de Muchos años después porque él mismo llevaba muchos años gastando el dinero que tenía y el que no tenia en bingos y casinos, acumulando deudas, rabia y tensión, y dilapidando muchas tardes en esa frenética carrera por ganar. No es raro que se lamente por sus pocas lecturas, toda vez que, reconoce, no le queda mucho tiempo para los libros, poseído como se siente por la pulsión incontrolable: “El problema del jugador es que no tiene posibilidad de pensar (...) El tiempo adquiere una nueva dimensión: la de la obsesión, y esta impide pensar; los días van pasando y el jugador no se da cuenta de que sus pensamientos, es decir, la realidad, va siendo aplazada por otra realidad vertiginosa y ficticia”.

No es extraño, vistos estos cinco ejes que articulan sus anotaciones, que la impresión que se desprenda de ellas sea de una negrura desazonante, hasta el punto de que parecería que toda la vida de Gabriel y Galán no hubiera sido más que un campo de dolor, miedo, angustia, resentimiento y ludopatía. Una vida que, él mismo escribe, “daría lástima”. Por suerte, en esos casi trece años hubo también trabajo, buenas novelas, un amor correspondido hasta el final de sus días, triunfos provisionales sobre la enfermedad, ciertos reconocimientos de la sociedad literaria, periodos intermitentes de plenitud. “Naturalmente, en las notas, diarios, etc. sólo están apuntados los momentos dramáticos. De ahí la monotonía patética”. Lo que sucede, no obstante, es que resulta perfectamente imaginable que Gabriel y Galán, en realidad como todos nosotros, mantuviera más de una vez algo parecido a una doble vida. La exterior, más controlada, industriosa y “normal”, esa de la que damos cuenta y podemos enseñar, y la interior, la vida íntima que aparece en el libro, y en la cual pululaban por su mente los ejércitos de la noche más oscura. Para conocer esta última, esa que en las relaciones sociales, amistosas y familiares nosotros, como el escritor, queremos ocultar con celo, este diario, escrito por alguien que se examina sin contemplaciones, tiene un impagable valor. Leemos y sentimos que estamos ante un semejante, alguien que planta un espejo para que podamos hurgar en nuestras propias torturas.

25 agosto 2007

El ala oeste

Me gusta mucho la televisión. Pero eso sucede “teóricamente hablando”. Porque mi interés, esa predisposición favorable, rastrea en busca en contenidos y no los encuentra. Así que puedo decir que me gusta ver la tele pero no me interesa casi ningún programa.

Una excepción: hace unos cuantos meses que trato, encantado, de reservar los viernes para ver a medianoche un nuevo capítulo de El ala oeste de la Casa Blanca. Es una serie que en España no ha tenido apenas suerte. La seguimos ocho raros. Desde que arrancó en 2003 a los adictos nos han forzado a estar muy atentos a sus apariciones guadianescas y a grabar en la madrugada temporadas enteras.

En El ala oeste no hay crímenes ni romances. Sólo hay asesores del presidente que se bandean entre congresistas, senadores, embajadores, periodistas y grupos de presión (los poderosos lobbistas). Esos fontaneros son todos, cosas de la idealización del espectáculo norteamericano, abnegados, honestos, eficaces, y enseñan a la menor su robusta convicción de que están sirviendo a la democracia. Nada que ver con lo que hemos leído más de una vez a propósito de quienes se mueven en ese entorno de los presidentes norteamericanos: gente muy lista y competente pero chanchullera, trapacera y si es preciso carente de escrúpulos a la hora de moverse en las alcantarillas, tender trampas a los rivales y urdir maniobras oscuras o delictivas. No, los asesores de El ala oeste son de muy buena pasta. Y, claro, sirven a un presidente demócrata tan perspicaz, bondadoso y enérgico que no pasa de ser una versión depurada del sueño de los Kennedy –el sueño, remarco, y no la realidad de la acción del Kennedy que mandó hasta su asesinato-. Nada que ver con individuos como los Bush o Reagan o, incluso, Clinton. Sólo recuerdo una excepción a esta visión embellecida: los capítulos en que se contó el diseño en el ala oeste del asesinato del heredero de un país islámico escorado hacia el radicalismo y la financiación de grupos terroristas.

Sin embargo, aun admitiendo las servidumbres y distorsiones con que carga la serie, nos enganchan al sofá los que llenan los pasillos del poder y participan en reuniones o conversaciones peripatéticas -que parecen durar sólo un par de minutos-. Sus charlas siempre versan sobre conflictos en los que hay que negociar acuerdos políticos, emplear el sentido de la oportunidad y de la anticipación, aplicar la razón de estado, o bien elegir la manera correcta de comportarse en dilemas o en situaciones angustiosamente problemáticas. Esas situaciones son servidas en unos diálogos brillantes, afilados, tensos, veloces y elusivos que exigen al espectador que permanezca muy atento para no perderse detalle.

Es verdad que A dos metros bajo tierra o Los Soprano han sido series maravillosas, puedo admitir que mejores que El ala oeste. Pero la primera me oprime el ánimo, me deja siempre hundido y con mal cuerpo. Tiene que ser una cosa de la edad. Y la segunda, admito, es soberbia, pero a estas alturas me fatigan los mafiosos y su violencia latente o brutal. Tengo un problema con el género, por mucho que en la serie le hayan dado una brillante vuelta de tuerca. En cambio, El ala oeste pertenece a otro rubro, el político, que si bien aquí aparece con limitaciones y americanadas, me es particularmente caro.

El ala oeste tuvo unas primeras temporadas fenomenales. Ahora estamos viendo ya el declive que precipitó su desaparición (además murió John Spencer, el inolvidable Leo MacGarry, jefe de gabinete del presidente, y sin él no era fácil imaginarse la historia). Abandonó la serie su creador, Aaron Sorkin, y se notó pronto en los guiones. Pero el nivel medio continúa mereciendo la pena, y mucho. Ayer, sin ir más lejos, vi un capítulo casi perfecto. Las promesas electorales que se lleva el viento, por cinismo o por efecto de los embates de la hirsuta realidad, los efectos reales y tangibles de la globalización y la deslocalización, la tentación del proteccionismo..., y detrás, como siempre, una visión de la política muy pegada al realismo -a veces demasiado-, una idea que, como dice Valentí Puig (y repito en este blog), reprueba los maximalismos y celebra lo posible, la reforma, el cambio que no olvida nunca la naturaleza imperfecta de lo humano.

23 agosto 2007

El tiempo

Lluvia y frío. Bendito mal tiempo de agosto. Nos libera de la ansiedad de disfrutar intensamente del verano. Las muchas obligaciones impuestas por el ocio pierden fuerza.

03 agosto 2007

Mucho cuidado con los de los platillos volantes

El periodista especializado en ciencia Luis Alfonso Gámez, indignado porque Televisión Española le hubiese encargado a J. J. Benítez, nada menos que para su primera cadena –se emitió encima en domingo-, el programa Planeta encantado, escribió en su blog dos entradas en las cuales, entre otras cosas, decía que era una lástima que TVE hubiese “seguido el juego a este inventor de misterios". “Programas como éste [estrenado en 2003] demuestran lo fácil que es que cualquier iluminado o estafador engañe a la población". Benítez, según el admirable Gámez, no dice más que sandeces, es un iluminado y basa su negocio en la mentira, el engaño público y la tergiversación.

Bueno, pues un juez ha considerado que comentarios de este tipo son un ataque al honor de Benítez y “tienen una sentido injurioso y vejatorio". ¡Qué pena que el periodista no hiciera como muchos parlamentarios y gentes de partido que califican de delincuente, tahúr, cuatrero o atracador a cualquier adversario, pero apostillan que lo son “políticamente hablando”. Como Gámez no guardó esa precaución, el juez lo ha condenado a pagar una indemnización de 6.000 euros al entusiasta de las astronaves extraterrestres y otras hierbas del pensamiento mágico. Y eso que el juez explica que, antes que el ahora condenado, mucha gente ha opinado y opina "cosas aún peores" de J. J. Benítez, y que estas expresiones "no se consideran tan demoledoras y difamatorias" porque los temas que durante años ha tratado Benítez tienen un alto contenido polémico y son susceptibles de herir, a su vez, sentimientos ajenos.

No entiendo nada, de verdad, dicho sea con temor, no vaya a ser que irrite al juez de primera instancia y al del caballo de Troya. Me guardaré muy mucho de considerar a un juez, como hace hoy Juan Luis Cebrián con el último que le ha tocada en suerte, “personaje siniestro, (que) se comporta como el niño bonito de la judicatura y sus actos menoscaban el prestigio de la democracia, pero no demuestra padecer vergüenza alguna por ello”. Sólo me atrevo a soñar con que la sentencia en el caso Benítez sea revocada en niveles superiores. Igual un miembro de la justicia situado en nivel superior tiene en cuenta que, como dice el mismo castigador en su sentencia, Benítez, que tiene bula en las editoriales más poderosas y en la televisión como si fuera lo que no es, un sabio, hiere sentimientos ajenos. Por ejemplo, y mucho, los míos.

Estos días he leído a ratos los dos últimos libros hasta el momento de la colección ¡Vaya timo!, que tan oportunamente publica la editorial Laetoli en colaboración con la Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico, y que destripan “la parapsicología” y “el yeti y otros bichos”. Mientras me entretenía con estos escépticos y me enteraba de muchos detalles, recordé los buenos ratos pasados en 2006 con uno de los primeros títulos de la colección, Los ovnis ¡vaya timo!, escrito con gracia, claridad y nutrida información por Ricardo Campo. En su breve obra, que por supuesto recomiendo, el autor saca a la palestra varias veces al ufólogo pamplonés, miembro notorio de la que él denomina “farándula platillista”, ese circo en el que, dice Campo, dan volatines “especuladores estúpidos, alucinados y charlatanes desvergonzados”. ¿Se me permite asentir sin reservas a estas palabras si se aplican a individuos como J.J. Benítez, el autor de bestsellers Javier Sierra o el televisivo Iker Jiménez? Ojalá fuera cierto, aunque lo dudo, lo que dijo un productor americano de televisión sobre los platilleros y su juego: “todo el mundo sabe que es sólo entretenimiento”.

30 julio 2007

Goleada

«Ya sabéis que en nuestra tierra, en un partido de fútbol, cuando un equipo va ganando 5-0 sus hinchas todavía cantan eso de Todos queremos más», dicen que dijo Arnaldo Otegi en la última de las reuniones celebradas entre los socialistas vascos, el PNV y Batasuna en el otoño de 2006.

Su frase pretendía «aligerar la tensión», cuentan los periódicos dentro de un relato de las conversaciones que a estas alturas, si atamos cabos, resulta decididamente creíble. Pero pocas veces ha estado más acertado el batasuno. Su equipo iba ganando 5-0.

Simplemente la lista de cuestiones de que se habló esos dos meses, y todos y cada uno de los cinco puntos de las Bases para el diálogo y el acuerdo político allí redactadas, aun si damos por supuesto que después se hubieran introducido muchos matices, ya determinaban una victoria del nacionalismo vasco por goleada. Cinco puntos, cinco goles. ¡Esa es la idea que el comentarista del Diario de Noticias tiene de lo que significa «aproximar posiciones»!

Los tres partidos consensuaron además algo que los propios voceros del periódico califican eufemísticamente de “curioso”: que el «único ejemplar del acuerdo definitivo» (¡como si se tratara de las tablas de la ley enviadas por el Altísimo!) «fuese depositado en el Vaticano de manera oficial. Se trasladaría así a la Iglesia la custodia del documento que podía poner punto final al conflicto». Mecagüentó, canta Georgie Dann, qué tropa.

22 julio 2007

Mañana de sábado

Miguel Leache nos lleva a Pedro Manterola y a mí a ver “Nostalgia del suceso”, la exposición que ayer inauguró en Aoiz/Agoitz. La mañana es ventosa y llena de nubes, sólo muy remotamente veraniega. Como Miguel conduce despacio, disfrutamos en el trayecto del modesto e insípido paisaje, que nos gusta mucho, y que no varía, dice, hasta que bastante más arriba de Aoiz confluyen los ríos Irati y Urrobi. Las grandes -por calidad y tamaño- acuarelas de Miguel pueden contemplarse en la Casa de Cultura / Biblioteca (dígase en euskera también, por favor), un edificio muy amplio, moderno y muy reciente construido donde antes estuvieron el juzgado y la cárcel del pueblo. ¿Hay muchas dotaciones levantadas en Aoiz y pueblos cercanos a modo de compensación por el “sacrificio” y las afecciones que ha exigido el Pantano de Itoiz? Lo digo porque a la entrada del pueblo he visto también un Centro de Salud de última generación. La pregunta queda en el aire, aunque Miguel alude de pasada los seísmos que cada dos por tres sacuden a la zona y a las grietas que les van abriendo a las casas.

En la sala de exposiciones/erakusketak la empleada, una chica joven, como no hay nada ni a nadie que vigilar aprovecha el tiempo para leer, absorta, ayudándose de una interna diminuta que recorre velozmente las líneas. La figura que compone es muy hermosa. Cuando la moza abandona un momento la sala, mi curiosidad vence a la educación y me acerco a ver la cubierta del libro que la tiene enganchada: uno de Barbara Wood, autora angloamericana de novelas de misterio con gotas de divulgación histórica y mucha pasión amorosa. “En las librerías ahora todo es Nefertiti”, dirá más tarde Pedro. “Y templarios”, añado.

Las acuarelas de Miguel me parecen muy valiosas, y varias de ellas extraordinarias. Además, veo que se ha internado por caminos nuevos, que prueba y arriesga, que esta exposición es distinta y hermosa. Pero como me da pánico hablar o escribir de arte una sola palabra, prefiero deleitarme escuchando el diálogo entre los pintores sobre las dificultades de la técnica de la acuarela, la prehistoria e historia de la realización de éstas que tenemos enfrente y, en particular, acerca del motivo que vertebra el proyecto, el tiempo, la distinción entre el acontecer y el acontecimiento, el tiempo como acontecer sin sucesos frente al tiempo que de pronto explota en acontecimientos, en sucesos que marcan nuestra vida para bien o para mal. ¿Qué sería la nostalgia del suceso? ¿Es que necesitamos sin remedio que nos sucedan muchas cosas, intensas, maravillosas, que nuestra vida esté repleta de acontecimientos? Recuerdo que un día Pedro Manterola nos dijo que para él la única forma de escaparse del tiempo era la rutina. “Agarrarse, abrazarse a la rutina como un desesperado, que nada cambie, que no exista ni un solo acontecimiento en mi vida”.

En la sala, además de ver las acuarelas de Miguel, uno puede colocarse auriculares y escuchar fragmentos de una conversación sobre estos espinosos negocios del tiempo, el suceso y el acontecer (al fondo, la muerte, claro) que mantuvieron unos individuos que conoce el artista. El montaje de pequeños fragmentos de aquella charla es muy solvente, pero los que hablan, no sé, deben de ser de esa clase de hombres a los que uno no invitaría ni a un fanta de naranja. Pedro sostiene que las acuarelas de Miguel valen por sí mismas y no le acaba de convencer la posible complementariedad o interacción entre lo que las obras dicen o sugieren y lo que largaron los de la charleta. Miguel en cambio está satisfecho con esto que sale de los auriculares.

Cuando dejamos Aoiz/Agoitz el conductor desvía unos minutos el coche para ver (he venido mil veces a Aoiz y nunca he hecho esta levísima incursión) lo que queda del pequeño conjunto de naves del Aserradero, una empresa muchos años próspera que trabajaba la madera traída por los almadieros. El Aserradero quebró hace tiempo y el conjunto, que incluía varias casas para empleados, es ahora un conjunto lógicamente desolado, en avanzado estado de descomposición y semiderribo, una triste muestra de arqueología industrial.

Mientras volvemos a Pamplona, yo sentado atrás, disfruto con la conversación variada del conductor y el copiloto. Recuerdan a familiares y conocidos que trabajaron en Aoiz, y luego charlan algo sobre el nacionalismo y sobre cierto artista notable que pasó por Pamplona hace poco, un hombre al que Pedro disecciona con brillante crueldad. Qué bien estoy así, pienso, sólo escuchando y ocasionalmente preguntando. Y se me ocurre que tengo que escribir algo sobre esta mañana fresca de verano. Lástima que deje de lado, por ignorancia, lo más importante, el análisis del objeto de la excursión, esas acuarelas de Miguel Leache que se merecen un comentarista más competente.

21 julio 2007

Uniforme

Fui un rato a las dantescas fiestas de San Fermín. Una simple mirada alrededor cuando llegué al parque temático en que se convierte esos días el centro, y caí en que mi atuendo, pantalón oscuro que serviría también en invierno y camisa a cuadritos, formalica, como de cuñado, me emparentaba con esos hombres cetrinos que el día seis acuden a vender caballos en las afueras de la ciudad desde Novallas, provincia de Zaragoza, o desde Espartinas, por la parte de Sevilla. Aunque también me unía con ciertos sujetos que uno suele ver montando las barracas en lo que antes llamaban el Real de la Feria. Junto a mí todo el mundo iba de blanco nuclear, y por supuesto con faja y pañuelico. Todos y todas, faltaría más, que las mujeres tienen mucha más andadura en lo de someterse a las modas, a cualquier moda.

Tanta unanimidad me da un poco de miedo, me ubica de pronto en una película de terror. ¿Es que a nadie le resulta humillante o por lo menos algo vejatorio seguir de pe a pa la norma, una norma además, como quien dice, de hace cuatro días? ¿No se supone que las fiestas pamplonicas son el paraíso de la libre explosión y de la subjetividad desaforada, el paréntesis loco en el manso discurrir de la levítica ciudad? A este paso muy pronto reprenderán y amenazarán a los que no vamos de nada -y no por ganas de incordiar, sino porque ni siquiera nos acordamos de la cada día más férrea regulación vestimentaria-.

20 julio 2007

Aceptación de lo imperfecto

"Al pasar del siglo XX al siglo XXI una constatación elemental acredita la desaprobación de las utopías y honra la asunción de lo imperfecto. El siglo XX aprobó las revoluciones más maximalistas –el comunismo y el nazismo— en demérito de lo posible, de la reforma, del cambio que atiende a la naturaleza imperfecta de lo humano. Incluso la posibilidad de un retorno de lo religioso está por ser tenida en cuenta si constatamos que somos lo que somos y no lo que, en nombre de una ideología abstracta, debiéramos ser. En el siglo XX las guerras, las hecatombes y los genocidios alcanzaron su punto histórico más álgido porque operaban de espaldas a la realidad finita de lo humano, a las especificaciones de –pongamos por caso— el Sermón de la Montaña. No es una mera especulación del pragmatismo: la entrega ideológica impugnaba la concreción del amor, los postulados de la piedad, la tangibilidad del otro como semejante y no como enajenamiento colectivizado. Ésa es la apuesta por un futuro imperfecto que puede asumir todos los avances tecnocientíficos y todas las evoluciones sociales sin esperar que el mundo logre su acabado lineal y abstracto. Mejoran o empeoran las instituciones, en la medida de lo practicable, pero el ser humano, el animal humano de Darwin, no resulta ser más bueno ni tiene por qué ser más malo. En definitiva, el mal es inextinguible y el hombre es como es en ese futuro, imperfecto. Nadie ha impuesto a la realidad intramundana –dice Ortega en Una interpretación de la historia universal— la obligación de terminar bien, como es obligatorio en las películas norteamericanas: nadie tiene el derecho de exigir a Dios que prefiera hacer de la historia humana una dulce comedia de costumbres en vez de dejarla ser una inmensa tragedia. Dicho de otro modo: el hombre es un sistema de deseos imposibles en este mundo".

Valentí Puig
Por un futuro imperfecto
Los retos políticos en el umbral del siglo XXI

Páginas 25-26
Editorial Destino

Las perlas de la desinformación

El País del domingo 15 venía con una página entera elaborada por Carlos E. Cué, uno de los redactores importantes del medio, de los que firman habitualmente en las páginas de política. Su texto (al cual, desde donde estoy, lástima, no puedo enlazar) recogía, bajo el supuestamente gracioso e impactante título de “Aznar o la reserva moral del PP”, algunas ideas enunciadas por participantes en unas jornadas de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES).

Dejemos de lado ahora que el escrito de Cué ejemplificaba muy bien una de las lacras intrínsecas del periodismo, su dificultad (tal vez imposibilidad) para sintetizar en poco espacio, sin traicionar ni vulgarizar, planteamientos trabados, complejos y extensos sobre problemas de amplio alcance. Esa es una limitación del periodismo muy visible en la página de Cué, pero también en otras muchas que podemos leer en mil medios. Lo peor de la deposición del redactor, lo más irritante, era su tonillo omnipresente de “miren ustedes qué cosas tan raras y tan fachas andan diciendo estos amigos de Aznar”.

Por lo que el mismo Cué señalaba, los asistentes a las jornadas de la FAES hablaron sobre cuestiones tan delicadas como, por ejemplo, la integración de los inmigrantes en las sociedades avanzadas y la respuesta multiculturalista que muchos han defendido, el islam realmente existente y los desafíos conflictivos que suscita, o el relativismo axiológico y sus orígenes y consecuencias. Son asuntos acerca de los cuales se han escrito miles de páginas con ideas que, por muy ideologizados que estemos, no resulta nada fácil encasillar –más bien es ridículo y absurdo- en un modelo binario y simple de izquierda y derecha políticas, y no digamos en un esquema PP-PSOE. ¿Son de izquierdas los que defienden el multiculturalismo? ¿Son de derechas forzosamente los que abominan de Marx o de Freud o defienden la herencia cultural cristiana o le dan vueltas al nihilismo o al relativismo ético? Yo creo que esas simplificaciones son un disparate y no sirven verdaderamente más que para evitarse el duro expediente de pensar. Incluso si nos adentramos en problemas más coyunturales, ¿puede decirse que son forzosamente de izquierdas los que están encantados con la evolución de los acontecimientos en Irlanda del Norte, otro asunto abordado en las jornadas? ¿No es y ha sido cierto no sólo en Irlanda sino en otros muchos sitios que, aunque a veces nos repugne, como dijo un ponente “los asesinos de hoy son los líderes políticos del mañana”? O todavía en un campo más doméstico: ¿Quién sabría decir si la política con los inmigrantes (las políticas, mejor, porque ha habido en estos años cambios dictados por los sondeos de opinión), ejecutada por Consuelo Rumí y el PSOE es mucho más justa, acertada y progresista que la que llevaron a cabo los gobiernos del PP, los cuales actuaron también de muy diversos modos y en buena medida empujados por una realidad que, como a los socialistas, también les sobrepasaba?

Yo no conozco respuestas claras e rotundas a estas y otras cuestiones, y no creo que, salvo los infectados por la pasión partidista, sea fácil hallarlas. Leo, pienso, les doy vueltas porque me interesan muchísimo, pero el repertorio de dudas que acumulo supera con mucho al de certezas. Por supuesto que todo lo que en esas jornadas se dijo puede y debe discutirse y admitiría muchas matizaciones o impugnaciones. Estos mismos días, sin ir más lejos, y por eso me fijé en el reportaje de Cué, he leído un libro de otro de los asistentes a las jornadas, Valentí Puig, Por un futuro imperfecto. Los retos políticos en el umbral del siglo XXI, que recomiendo sin dudar, y me he visto con frecuencia debatiendo mentalmente lo que me encontraba, echando en falta ciertos factores en su análisis, y en otros momentos asintiendo sin ningún reparo.

Cué, en cambio, tan feliz e indocumentado, fue al encuentro de la FAES, oyó a varios intelectuales y políticos hablar y, como piensa, en línea con la empresa en que trabaja, que todo lo que tiene que ver con Aznar y las organizaciones del PP se ubica en la “derecha extrema”, pues yuxtapuso algunas frases más o menos llamativas (él las llama “perlas”: el matiz peyorativo apesta) y se quedó tan ancho. Claro, él no pretendía informar, sino hacer propaganda inquisitorial.

¿Es necesario repetir, al margen de todo ello, que la figura política de Aznar me resulta muy antipática y lejana? Me temo que sí, que hay que decirlo para que a uno no lo etiqueten erróneamente. Pero, por favor, que un periódico como El País tenga más cuidado con vicios intelectuales como el que Cué perpetró el domingo y a página completa.

11 julio 2007

El cine, ¿pasión de juventud?

El otro día alquilé El ciclo Dreyer, una película de Alvaro del Amo que, con el gélido desdén del público, pasó por las salas como una exhalación hace siete meses. Yo creo que en mi ciudad ni se estrenó. Pero me animé a llevármela a casa porque, amén de haber leído con provecho durante años y en varias revistas textos sobre cine de Alvaro del Amo, me cautivó su anterior obra, Una preciosa puesta de sol, conjunto de diálogos y gestos muy bien medidos de una abuela, su hija y su nieta, tres mujeres que se quieren como es usual en las familias, con una mezcla inextricable de cariño solícito y repentinos y estruendosos estallidos de rencor, mezquindad y memoria envenenada.

El ciclo Dreyer presenta a cuatro jóvenes, uno de ellos nada menos que un sacerdote, que en las semanas en que se proyectan y comentan en un cineforum varias películas del genial director danés son sacudidos por seísmos emocionales bien trufados de culpa, escrúpulos religiosos, conciencia del deber, angustia e indecisión. Como se ve, una constelación de sentimientos y creencias que guardan una relativa analogía con la que alberga el mundo de Dreyer. La película de Alvaro del Amo es irregular, tal vez fallida, pero su ambición y algunas de sus escenas la elevan sin ninguna duda muy por encima de la media de lo que se nos ofrece habitualmente en las salas, al menos en las de Pamplona, y merece un pase.

Alvaro del Amo ubica la trama en los años sesenta, lo que ha calculado muy bien para que los amores y desamores tortuosos contengan dosis precisas de verosimilitud. Porque estamos hablando de universitarios burgueses en quienes contendían entonces a brazo partido una formación católica entreverada de ideales heroicos y banales ortodoxias -en un paisaje donde no podían faltar curitas jóvenes, dinámicos y proféticos como de novela de Martín Vigil-, y por otro lado unas urgencias feroces, al menos en algunos, de reventar el sólido y sórdido cuadro familiar y social y experimentar una plenitud sentimental y sexual -y tal vez política- liberada de los mil enconsertamientos que su clase les había ceñido al cuerpo y a la mente. Al fondo, el cambio económico, cultural y moral que, aun dentro del franquismo, ganaba terreno en el país, y la añoranza de una Europa libertina y democrática atiborrada de tesoros intelectuales (como ese ejemplar de Cahiers du Cinéma que dos protagonistas se pasan en la película como una valiosa mercancía).

Y el cine, claro, el cine como valor en sí pero también como emblema y vehículo de algo más, por muy censurado que llegara: cenáculo para conocer nuevas ideas, costumbres y personas, ocasion para pensar y hablar (a veces, por la época, en clave, crípticamente), ventana abierta al mundo y sus tentaciones en el casposísimo y tenebroso solar patrio, lugar de encuentro con gentes afines, y siempre la promesa que la fábrica de sueños ha abierto y sigue abriendo desde los tiempos de Melies y Lumiere, pero con la tonalidad particular que la época, católica, burguesa y dictatorial -pero protorrebelde- imprimía.

Sé de lo que hablo. En 1971, casi en la época en que se cuenta El ciclo Dreyer, yo era un adolescente que comenzaba a acudir con enorme interés y timidez al Cine Club Lux, un invento de los jesuítas me parece que de los años cincuenta pero que alcanzó su edad de oro y su primacía absoluta en el reino de los cineclubs pamploneses poco antes de que yo lo conociera, y las sostuvo hasta que la democracia del 77 lo hirió de muerte y vació sin remedio el gran salón del colegio, de más de mil localidades. Este se llenaba sólo en la denominada Semana del Cine, siete películas especiales presentadas por forasteros prestigiosos que paladeábamos a finales de enero como un evento de primera magnitud (lo era asimismo en la ciudad, algo ahora inconcebible). Ahora bien, el resto del curso, en las proyecciones de los viernes, las más concurridas (las de los sábados eran, no sé, como de menor rango), podían juntarse perfectamente más de trescientas personas para algo que hoy –en, por ejemplo, el admirable intento que conozco de un amigo querido- no convoca más de diez forofos: deglutir filmes franceses, italianos, alemanes, rusos, polacos, húngaros, checos, suecos, japoneses y a veces, pocas, norteamericanos, la mayoría en versión original subtitulada –supongo que este último detalle gracias a que algunos distribuidores alimentaban no sólo los cineclubs, sino especialmente, a partir de 1967, las llamadas salas de arte y ensayo, una modalidad de exhibición complementaria pero paralela-.

En el Lux, además de la presentación a veces muy extensa de la cinta, tenía lugar un coloquio tras ella al que nos quedábamos no menos de cincuenta locos del cine para perorar sobre el fondo y la forma en André Delvaux, los mensajes ocultos o explícitos en el polaco Wajda o en el primer Milos Forman, el compromiso en Pasolini o Visconti, el humor surrealista del inigualable Buster Keaton o, claro, la densidad metafísica de Ingmar Bergman, la estrella de los cineclubs de la época. Nos daban fácilmente las once de la noche en la ceremonia, me parece que no del todo laica. En ella la mayoría de las ocasiones ni la claridad conceptual ni el humor ni la ligereza eran plantas muy lozanas, pero nuestra pasión por lo que allí estaba en juego no mermaba ni un gramo.

Yo no pasaba de ser un advenedizo en ese mundo. No era de familia bien, no estudiaba en los jesuítas y, al menos los primeros años que asistí sin fallar un solo viernes, no hubiera podido pagarme la entrada –menos mal que un familiar favorecía, digamos, mis propósitos-. Pero, eso sí, en esa primera juventud convivían en mí y en tanta otra gente una avidez inaplacable de saber y una presencia difusa y confusa, la del fantasma de la religión -y aquí retomo el cabo de El ciclo Dreyer-. Bueno, en mí y en el cineclub, y no únicamente a causa de que el alma y motor primero del Lux fuera el incombustible y verborreico jesuíta Padre Ciriano. Recuerdo a muchos otros directivos-presentadores del cineclub, antiguos alumnos del colegio, que dejaban adivinar en sus gestos y palabras una formalidad y moderación que desprendían un inocultable tufillo a congregación de cristo, por muchas “inquietudes” que les acuciaran. Uno de los más conspicuos, sin duda un sólido estudioso del cine al que yo escuchaba con reverencia, en pocos años se ordenó, y creo que por ahí anda, de párroco.

Pero ni la religión ni nuestras limitaciones ni miedos ni perplejidades empequeñecían la intensidad emotiva e intelectual del evento de los viernes. En el decorado miserable e ineludible del franquismo, agredida nuestra pasión, no hay que olvidarlo, por la odiosa censura que prohibía tantas películas y mutilaba las que autorizaba, unos jóvenes se sumergían hasta el cuello en el cine y lo sorbían con delectación, y hablaban sobre él, al modo de los protagonistas de El ciclo Dreyer, poniendo en el empeño una cuota adicional de interés y ansiedad. El cine oficiaba de motor de la conciencia crítica, de dispositivo de sublimación de otras carencias y frustraciones, en fin, de camino prestado por el que transitaban y se calmaban o exacerbaban pasiones multiformes.

La mezcla de todo ello en cada persona era, insisto, muy confusa, y muy diversas las dosis de cada elemento. Es verdad que junto a los modosos y conservadores directivos del cineclub andaban por allí personas con ideas más claras y firmes. Sin ir más lejos, casi siempre aparecía Montxo Armendáriz, lanzado ya entonces a la militancia antifranquista clandestina. Pero la mayoría necesitó más tiempo hasta que se despejaron ciertas nieblas de la juventud, la religión desapareció de nuestro corazón o al menos se resituó en él, la situación política cambió y nuestro acceso al cine no estuvo tan mediatizado por ella, y, en suma, para que nuestras vidas adquiriesen los rumbos que han ido tomando con los años. La cinefilia se depuró con todo ello y adquirió un peso más ajustado en esas trayectorias adultas.

El cine, una pasión de juventud, escribió cierto escritor francés. No, no debería ser así, sería una pena, y aunque ahora nos expulsen de las salas los nuevos modos de diversión y un nutrido puñado de antropomorfos que no cesan de producir sonidos de toda índole mientras las películas transcurren, tenemos ya (¡y los que vamos a tener en el futuro!) nuevos y benéficos modos de conocer muchos filmes ajenos al circuito comercial y que disfrutaremos en una relajada privacidad. Pero lamento que, al menos para mí, maldita madurez, el cine no tenga ya la potencia y la particular calidad moral y sentimental que ganó en aquellos años convulsos, cuando toda la semana aguardaba con ilusión la sesión del viernes y sorbía hasta la última gota de las palabras que escuchaba en unos coloquios que, poco a poco, la gente iba abandonando. Y es que hacía mucho frío en un salón que nunca se acababa de calentar bien y, la verdad, la discusión se estaba liando.

09 julio 2007

Sartre, por Annie Cohen-Solal

He leído la pequeña monografía de Annie Cohen-Solal sobre Jean-Paul Sartre que publicó en castellano Anagrama hace año y pico. De la misma autora ya devoré en el año noventa su gran biografía del pensador francés, muy rica en detalles y en brío narrativo, y que hace poco reeditó Edhasa. Pero este librito, perteneciente en su versión original a la magnífica colección Que sais-je?, es capaz en 130 páginas de dibujar la zigzagueante trayectoria de un hombre y un escritor que logró fascinar a tantos en el mundo entero durante más de cuarenta años. Da un mucho de vergüenza decir algo a estas alturas sobre un gigante al que se han dedicado tantísimos libros. Sólo diré que el de Cohen-Solal permite recordar que Sartre fue un especialista en entusiasmos que, como buen grafómano, le empujaban al papel, pero sobre todo en rupturas y broncas. Un tipo que, entre otras varias adscripciones, fue sucesiva o simultáneamente un individualista de un pesimismo sin resquicios, anarcoide y ensimismado, un resistente mediano frente al nazismo, un célebre compañero de viaje de los comunistas y luego fustigador radical de ellos, un anticolonialista implacable al que odiaron por ello tantos franceses, un maoísta en el 68 y al final, simplemente, un lúcido enfermo y ciego abandonado al escrutinio cruel de Simone de Beauvoir. Un hombre que nunca aguantó muchos años en ningún lugar ideológico, un provocador, un incómodo que a veces de puro revolucionario resultaba de un oficialismo de jefe de estado, aunque indefectiblemente acabara abominando de lo que antes había defendido. Sartre, sobre el que se cebaron casi todos los intelectuales tras su muerte, fue toda su vida, creo, un auténtico tocapelotas en perpetua reacomodación, un equivocado genial, un feroz debelador de la familia y los amores convencionales y un adelantado en la defensa de los homosexuales, los inmigrantes y los pueblos que se sacudían en la segunda mitad del siglo veinte la dominación colonial (aunque luego acabaran padeciendo regímenes tan brutales y corruptos como el del colonizador expulsado). Y fue, muy especialmente, para lo que ahora nos queda como lectores, un prolífico increíble que manchó miles de páginas en todos los géneros y formatos, unas de circunstancias pero otras muchas inolvidables.

Annie Cohen-Solal ha sido tildada de poco objetiva en su relato del devenir sartriano, y en este mismo librito se reproduce en apéndice un artículo de Xavier Antich que considera que su magna biografía está lastrada "en exceso por la fascinación ante el personaje y sus historietas”. No estoy seguro de que este juicio sea muy justo. Cohen-Solal simpatiza abiertamente con su biografiado, cierto, pero es lo suficientemente honesta como para ofrecer tanta y tan variada información sobre él que coloca al lector en situación de forjarse su propio juicio. Y en esta breve monografía hay, entre otras muchas páginas valiosas, un capítulo que es modelo, creo, de objetividad y de cuidado en el matiz: el relato de las opuestas actitudes ante la guerra de descolonización de Argelia que mantuvieron Camus (“autóctono, sensibilizado, desgarrado, perfectamente consciente de la realidad”, paulatinamente silencioso y ausente) y Sartre (“el metropolitano, el extranjero, el teórico”, el intelectual de izquierda simbólico, el profeta de la guerra, el principal apoyo intelectual en Francia de los argelinos rebeldes).

De todo eso y mucho más se habla en las pocas páginas del libro, a través del cual aparece un Sartre que la autora considera “en primer lugar un modelo, una práctica, antes que una doctrina o una obra”. Sartre sigue siendo “perturbador para algunos por su permanente labor de zapa, saludable para otros y, más que nunca, brújula ética.”

Por cierto que, muy animado por este pequeño volumen, me he asomado también una buena ración de horas a El siglo de Sartre, de Bernard-Henry Lévy (se salda ahora en muchos sitios, ¡ay!, a tres euros este interesantísimo libro), y a Sartre y Beauvoir, de Hazel Rowley, otro estudio de los líos amorosos y sexuales de la pareja que quiso ser transparente y distinta. Los dos libros tienen partes muy recomendables. Pero desde que leí el primer libro de Annie Cohen-Solal, esta autora pasó a ser mi acompañante preferida en los merodeos por la vida y obra de Sartre.

06 julio 2007

Soberbia del viajero

Los españoles asesinados el otro día en Yemen, ¿eran turistas o aventureros? Si esto último -y parece que al menos los dos vascos, los guías, vivían poseídos por el nomadismo arriesgado-, lo sucedido sería sólo uno de los avatares posibles. Los aventureros saben que la muerte forma parte, con naturalidad, del abanico de opciones abierto por su pulsión vital.

En todo caso, unos viajeros que han sido advertidos del gran peligro que corren (y que hacen correr a otros: nadie habla estos días de los yemenís muertos), pero deciden arriesgarse, eso sí, escoltados por militares del país, ¿no enseñan una de las muchas caras de la soberbia colonialista que tanto se denosta de boquilla? ¡Menudos aventureros! ¿Es que nuestro afán de vivir experiencias “intensas” e inolvidables no tiene límite ni prudencia, y es el único legislador moderno que reconocemos? ¿No estamos ante la enésima versión del “divertirse hasta morir”, convertido en el primer mandamiento del occidental, y más del progre acomodado?

No, no es verdad que estos turistas y aventureros sean, como dice un lector en El País, “luchadores contra el aislamiento, el miedo y la ignorancia”. Viajar no garantiza, en sí mismo, ni más inteligencia o sentido solidario, ni más amplitud de miras o de conocimiento, ni mayor rigor vital ni analítico. Se me agolpan en la mente ejemplos vivientes que contradicen este tópico.

Una variante del lugar común reza que “el nacionalismo se cura viajando”. Mentira. Sin ir más lejos, y por lo que he leído estos días, me temo que ni los mismos aventureros vascos asesinados, ni muchos de los que han manifestado su pesar e incluso se han manifestado en la calle contra el crimen, han entendido nada de lo que pasa en su mismo país con el terrorismo etarra y han aplicado un rasero moral muy diferente al que aplican ante la muerte cercana. ¿Que lecciones básicas de humanidad han consolidado en sus periplos por el remoto mundo, si la primera y elemental se les resiste obstinadamente?

25 junio 2007

Fiesta de fin de curso

Viernes 22. Once de la mañana. Colegio público de infantil y primaria en mi pueblo. Último día lectivo antes de las vacaciones. Los maestros y especialmente las maestras han organizado una fiesta en el patio. No sé qué actos habrá habido ya, salvo, por los restos que se ven aquí y allá, el almuerzo para los críos de bocadillos de chistorra o panceta preparados por docentes y conserjes. Los chavales aguardan a que, en el escenario montado en un extremo, comience el karakoke. Irán subiendo las distintas clases. Un par de hombres agitados y sudorosos hacen pruebas de sonido. Hay alumnos de muchos países, aunque predominan las caras morenas. Los de aquí ya no son mayoría rotunda, ni mucho menos. Suena en los altavoces del colegio música sanferminera.

Espero y en muy pocos minutos comienzan las actuaciones. Suben críos de educación infantil o de primero de primaria y berrean Me gustas mucho, el corrido que popularizó Rocío Dúrcal hace casi treinta años. El animador, el mismo que antes probaba sonido y que ha dejado la camioneta al lado, dentro del recinto, trata de guiar al grupo para que se acompase algo a la música, pero no hay manera. Tarde o temprano seré tuya, y mío tú serás, canta para intentar que aquello tenga algún sentido. Al mismo tiempo varias crías de diez u once años han formado parejas y bailan la pieza con modos todavía poco maduros, y otros chavales más pequeños corren y pelean, totalmente ajenos a lo que acontece en el tablado. Las verjas que circundan el centro se han poblado de padres, madres y hermanas de los alumnos. Siguen la fiesta así, desde fuera.

El día, muy cambiante, no acaba de ser veraniego, y varias maestras llevan chaqueta. Charlan en grupos pero no dejan de vigilar el orden de turnos para la actuación de sus tutorizados. Hay maestros grabando retazos del evento con pequeñas y modernas cámaras, y otros que pasean en solitario, mitad vigilando, mitad esperando a que acabe la mañana de una bendita vez. Las maestras que veo, y conozco a varias, están entre los cuarenta y cinco y los sesenta años. Todas, y todos, con los pelos un poco revueltos por el viento desapacible, no son precisamente un modelo de lozanía física. Lo anoto con toda la comprensión del mundo, porque yo estoy mucho peor. Cuando nos conocimos, hace muchos años, teníamos otra presencia.

El conjunto desprende una menesterosidad profunda, una grisura tediosa e irremediable. Sin embargo, la conducta del profesorado, el hecho de que sigan organizando esta clase de actos, despide al mismo tiempo una grandeza cercana al heroísmo. Con la que está cayendo, con las crecientes exigencias de unos padres blandos y comprensivos hasta el delirio con sus retoños pero abusivos y desnortados con los enseñadores, con la mutación de conductas en los críos y adolescentes, con la progresivamente asfixiante “juridificación” de las relaciones (los abogados empiezan a tener en los habituales e inevitables conflictos escolares un yacimiento mayúsculo de posibilidades laborales), y sometidos a una administración que dicta una ley general cada cuatro años y ensalza teorías pedagógicas extravagantes o absurdas, en fin, con todo eso y mucho más, el esfuerzo de ser maestro se me antoja más agotador y muchas veces improductivo que el que se veía obligado a ensayar Sísifo empujando la piedra monte arriba.

Sé de lo que hablo porque yo también estuve en el patio en otros tiempos, y además grité demasiadas tonterías sobre la educación. Entonces esas maestras me aburrían y exasperaban con cierta frecuencia. Lo dejé, con no poca suerte, y mis ganas de volver son nulas. Pero hoy, mientras enfilo hacia casa y oigo a los críos ejecutar sórdidamente otra vieja pachanga, pienso: suerte, compañeras y compañeros, que os vaya muy bien. Alguien tiene que estar ahí, en el peor y más delicado lugar de un sistema educativo. Dentro de vuestras posibilidades, lo hacéis de maravilla y ayudáis al menos, teniendo a los críos guardados y vigilados, a que el sistema productivo funcione. Felices vacaciones, ahora llegan dos meses para olvidar.

24 junio 2007

Epistolario apresurado

En 1983, Juan López-Morillas, un hispanista tan reputado que, entre otros muchos cargos, ha llegado a ser el presidente de la Asociación Mundial del gremio, y autor de estudios decisivos sobre el krausismo o sobre escritores como Machado y Galdós, conoce a sus setenta años a un poeta de treinta de Jaén, Manuel Ruiz Amezcua, que ejerce en Baeza como profesor de Instituto. López-Morillas, nacido en Jódar, en la provincia jiennense, en 1913, ya antes de la guerra civil comienza su carrera académica en los Estados Unidos, donde, cuando conoce a Ruiz Amezcua, está a punto de jubilarse tras una carrera plena de honores en universidades como Brown y Austin (Texas). Arranca entonces una correspondencia esporádica entre los dos hombres que se prolongará hasta la muerte de López-Morillas en 1997. El gran hispanista ha decidido a comienzos de los ochenta dedicar los años que le queden de vida sobre todo a dos ocupaciones: viajar por el mundo con su esposa y traducir al castellano buena parte de las grandes obras de la literatura rusa del siglo XIX, aquellas que alcance a culminar de Dostoievski, Tolstoi, Chejov o Turgueniev. Las veinte traducciones que pudo finalizar, modélicas, pueden disfrutarse en la (antes) gran colección de bolsillo de Alianza. Yo, de hecho, que ando leyendo y releyendo a Chejov, he llegado al personaje intrigado por un suelto que leí cuando murió y que reseñaba esa esforzada labor de senectud.

Las cartas que en esos años López-Morillas envió a Ruiz Amezcua pueden leerse en El vuelo de las palabras, un libro que editó la Diputación de Jaén y que he conseguido, cómo no, gracias a internet. Ya se ha dicho que el hispanista es un hombre muy ocupado, que cuando no viaja traduce en jornadas de más de diez horas y es requerido desde múltiples lugares para todas suerte de congresos y conferencias. Lo cierto es que, sea por esas causas o porque, sencillamente, no tiene ganas de más, sus cartas al poeta de Jaén son breves, corteses, un tanto de cubrir el expediente, escritas, seguro, en pocos minutos. Muchas de ellas no sobrepasan el estadio de un acuse de recibo de los libros de poemas que le envía regularmente el profesor de instituto. Porque, eso sí, López-Morillas es un hombre meticuloso y muy educado que se impone a rajatabla la obligación del acuse de recibo de todos los libros y artículos que recibe. Las misivas de Ruiz Amezcua, en cambio, no aparecen en el libro, pero colegimos por las indicaciones mínimas de López-Morillas en sus respuestas que son mucho más extensas y personales, y que en ellas se deslizan constantes peticiones al hispanista de que redacte comentarios críticos (favorables, claro) sobre los libros de poesía que le manda, los cuales quiere emplear luego el profesor de instituto como textos promocionales. Le ruega asimismo al casi anciano que efectúe gestiones ante la editorial Cátedra para que sea posible que él logre publicar una antología de sus versos en la prestigiosa colección de Letras Hispánicas. López-Morillas acepta interceder ante sus poderosos colegas José Manuel Blecua y Francisco Rico –sin resultado, al menos hasta hoy-, pero se niega a reclamar lo mismo a Gustavo Domínguez, director de la editorial, dado que ni siquiera sabe quién es. En cuanto a sus comentarios sobre los versos de Ruiz Amezcua, el hispanista sólo los escribe muy breves, el más extenso de menos de dos páginas, y en ellos (el libro reproduce uno de pocas líneas) los elogios suenan a generales, bienintencionados, amables y poco comprometidos.

El tira y afloja, cortés pero muy desequilibrado, entre el viejo hispanista y el joven e insistente poeta es lo que dejan ver las cartas de López-Morillas a un lector atento, frio y desprejuiciado. No lo es el editor del volumen, Dámaso Chicharro, me temo que muy amigo de Ruiz Amezcua, quien se empeña machaconamente en hacernos creer, en páginas y más páginas, y contra la evidencia, que las cartas de López-Morillas son extraordinarias, afectuosas, largas, repletas de sabiduría –y que por tanto merecen unas notas que, sobre repetitivas, resultan más de una vez incluso ridículas a fuer de hiperbólicas; además, y como tantos otros eruditos, Chicharro es un maestro en remachar en cientos de notas lo que con frecuencia no necesita explicación-. No, a despecho de los esfuerzos patéticos del editor del libro, lo que incluso traslucen las cartas del hispanista es impaciencia, una pizca de agobio ante los requerimientos del joven, una sensación cortés pero firme de que su tiempo es muy valioso y escaso, que sabe muy bien en qué emplearlo y que la cuota que puede dedicarle no pasa de unos minutos cada mucho, mucho tiempo.

Sin irse a otras lenguas, lee uno, por ejemplo, las cartas de Juan Valera, Pedro Salinas o Julio Cortázar, y se maravilla de la viveza narrativa y potencia reflexiva que sus autores pusieron en el género epistolar. Pero se leen estas de López-Morillas, que hoy hubiese mandado sin duda correos electrónicos, y asoman sentimientos muy diferentes, comenzando por una cierta melancolía, la que provoca una relación desigual en múltiples sentidos. No sólo en el talento, también en el interés, en la disponibilidad. Se me ocurre que aquí tiene un tema perfecto un novelista a la manera de Henry James. El maestro lejano y cortés, avaro de su tiempo vital ya escaso, el joven tesonero que, a lomos de la admiración, busca abrirse camino con denuedo en la sociedad literaria, y el estudioso que envuelve la materialidad modesta de unos textos en una construcción interesadamente fantasiosa.