Ahora que de nuevo sólo fulge el fútbol, en Pamplona, en el Estatut y pronto en el mundo entero, dentro del eterno retorno de la murga, me vienen a la memoria los tiempos en que fui forofo. No espectador, aclaro, que eso lo es cualquiera, ni siquiera aficionado, sino forofo. Mis recuerdos carecen de grandeza y glamour, porque el Osasuna de mi infancia y adolescencia, el que me subyugaba en el flamante Sadar de 1969, era tan gris rata como el resto de mi vida y, si me apuran, de la realidad. Pero vibraba en nosotros idéntica pasión que si hubiéramos rivalizado con el Manchester o el Milan.
Sería necesaria la capacidad de Ignacio Aranaz, otro volumen de su Pamplonario, para dibujar cabalmente la ciudad de entonces. Pero recuerdo que ésta terminaba al sur con el destartalado barrio de la Milagrosa, y desde allí hasta el flamante campo de fútbol uno se aventuraba un buen pedazo por descampados que muchos domingos la lluvia convertía en barrizales, o por la pequeña elevación que custodiaba la espalda del Oberena, una grada natural para ver gratis, aunque sólo medio terreno, los partidos de este equipo que incluso llegó a jugar en tercera con Osasuna. En el trayecto bordeábamos también galpones y naves vigiladas por perros fieros, o sucios talleres dedicados a la ferralla o a confusas industrias. La carretera, modesta, flanqueda por árboles, sin líneas de señalización y pésimo asfalto que se cortaba en los bordes abrupta e irregularmente, recibía pocos coches, y no hay ni que decir que los aparcamientos de tierra eran otro lodazal invernal en el que los valientes estacionaban a la buena de dios.
Osasuna inauguró el Sadar en segunda división pero pensando en ascender, y con fichajes tan campanudos como el del negro Jones. La desastrosa temporada lo hundió sin embargo en tercera, donde sus rivales al año siguiente eran potencias como el Utebo, el Binéfar o el Barbastro. Luego retornó a segunda y pasaron por aquí aguerridas escuadras, sin ir más lejos el Onteniente o la Cultural Leonesa, pero volvió a subir y bajar, en un tobogán que terminó en 1980, cuando mi vida se había ido por otros derroteros más alegres y había ingresado en la categoría de espectador intermitente, y además televisivo, cosa que no tiene nada que ver. Pero en mi final de infancia frecuenté hasta los entrenamientos de agosto, y vi a los jugadores ensayar fabulosos lanzamientos, jugar partidillos y hacer tablas de gimnasia y pruebas de resistencia. Más de una vez presencié broncas entre el entrenador (por ejemplo Juanito Ochoa, un malaleche) y los adultos que por allí holgazaneaban y juzgaban en voz alta rendimientos y tácticas, mientras los chavales espiábamos junto al vestuario los gestos y palabras de nuestros héroes: Osaba, Ciáurriz, Iparaguirre y Mantecón.
Dice Vicente Verdú que el espectador de fútbol “puede salir indemne del suceso, pero el forofo está afectado e infectado: es un tifoso”. Así que los domingos sufríamos. Mucho, intensamente. Apostados los infantiles entre graderío sur y grada lateral, veíamos al pequeño Santamaría subir indesmayable la banda para que a la postre ni Ostívar ni Osaba materializasen. O nos burlábamos de Pita, el gallego chaparro que trotaba la banda como un correcaminos pastillero. Menos mal que conservo algún recuerdo perfecto: Ederra consiguió en el último minuto un gol contra el San Andrés de Gramanet que supuso el ascenso a segunda en 1970. En cambio, pocos años después la derrota en la promoción contra el Hércules que precipitó otro descenso fue uno de los peores tragos de mi vida. De normal uno mitigaba la desazón observando a los adultos emborracharse, pelear y caer al suelo como muñecos, o con implacable frecuencia aprendiendo rebuscadas maneras de injuriar –nunca he escuchado tantas y tan sexuales palabrotas- y hasta de “cagarse en la columna del sagrario”, rugido que expulsaba un hombre diminuto a mi lado, ataviado siempre con un impermeable dugan, si alguna de aquéllas había molestado su visión de un lance. Siempre cabía asimismo echar un vistazo al marcador simultáneo, ese en el que no te enterabas de nada si no sabías que aquel domingo Calcetines Ferrys representaba al Athletic de Bilbao-Elche o Muebles Jaucasa al Barcelona-Valencia.
El forofo nunca calma su sed de fútbol. Así que del campo nos íbamos al cuarto de estar de casa, a la tele en blanco y negro, para seguir la retransmisión a las siete y media del partido de primera en el Pasarón pontevedrés o en la Condomina murciana. Eran esos encuentros, dice también Verdú, “espejos de la insalvable decadencia dominical”. Partidos invernales, con jugadores bregando en el barro, gradas con pequeños grupos de hombres rodeados de vacío, “primeros planos de condenados que saludan a sus allegados con grotescas simulaciones de encontrarse bien, débiles gritos de aliento que transmiten los micrófonos llamados de ambiente, la iluminación eléctrica cuasisuburbial y la pobreza de los resultados, la indolencia en la voz del locutor-funcionario y la repetida repetición de las jugadas más interesantes”. Uno empezaba a ser adolescente, todo eran confusiones y miedos, pero ya atisbaba que el mundo, como esos partidos, era una ruina, “una enfermedad de hospital interminable”. La televisión daba, en directo, “los intestinos de una realidad transfutbolística, simbolizada”. Y todo de la misma calidad.
Esta mañana los alrededores del campo del Sadar, próximo a donde trabajo, rebosan basura que hay que sortear. Toda clase de envases, sobre todo latas y vasos, papel de plata y restos de bocadillos convertidos en un engrudo vomitivo. Anoche Osasuna se clasificó para la Champions y esta zona y parte del centro de la ciudad han disfrutado de un macrobotellón. Pero mi alegría por el triunfo rojillo no pasa de inconsistente y efímera. Es lo que tiene no ser forofo.
1 comentario:
¡qué le vamos a hacer!
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