11 octubre 2010

De memorias (IV). Una juventud pamplonesa

Rafael García Serrano. La gran esperanza. Leí estas memorias cuando salieron, en 1983, animado por la excelente crítica que les dedicó inmediatamente José María Romera en el periódico Navarra Hoy (y que conservo, amarillenta, entre las páginas del volumen). Sin esa incitación nunca me habría acercado al libro, y mucho menos en aquel momento, cuando el ruido de sables aún podía oírse, porque yo sabía que García Serrano, columnista diario de El Alcázar, no sólo era un falangista orgulloso: era también un propagandista del golpe de estado, de cualquier golpe —militar, por supuesto— que implantara un régimen fascista, limpio de parlamentos, partidos, comunistas, demócratas, maricones y rompespañas.

Todo ello se confirmó leyendo La gran esperanza. Seguidor entusiasta de José Antonio sin haber cumplido veinte años, García Serrano mantuvo los ensueños nacionalsindicalistas hasta la muerte, en 1988. Su mundo era el de la revolución pendiente y la democracia orgánica, un territorio de heroísmos, correajes y pistolas, cara al sol con la camisa nueva. Consecuentemente, el libro está plagado de lamentos por tanta traición a España de los que abdicaron de los sueños fascistas, y de rabia porque un caballero español tuviera que ver gobernando, a poco de la muerte de Franco, a reconvertidos oportunistas, blandengues de centro y, ay, gentuza de izquierdas.

Pero este libro tiene, también, otras dimensiones. En especial, la evocación, en un estilo vibrante, de gran escritor, de una Pamplona de la que yo quería saber lo más posible, la Pamplona de los años treinta, ultraconservadora y clerical, bien nutrida de esa gente que tanto hizo para que la guerra civil “acabara bien”. Sobre esa Pamplona mayoritaria, y más específicamente sobre el reducido círculo de los falangistas (ya se sabe que los carlistas eran muchos más, y más organizados, pero a García Serrano no le entusiasmaban, pese a su alianza guerrera), este libro aporta datos bien sabrosos y no pocos nombres.

Al hablarnos de la ciudad, del medio social e ideológico en que se movía, García Serrano escribe páginas muy brillantes: sobre su familia, sus amigos, sus compañeros de estudios, pero también acerca de su educación sentimental, o sobre las costumbres de aquella levítica ciudad. Y sobre todo el autor recuerda, nostálgico y emocionado, a sus conmilitones joseantonianos, que, en la vejez del autor, son dibujados con cariño y admiración, en estampas llenas de viveza y detalles que ayudan a conocer mucho mejor qué pasó en Navarra a mediados de los años treinta, y quiénes y cómo eran los que tuvieron algunos papeles importantes en la siniestra obra. Para eso, y para ver en acción a un escritor de verdad, estas memorias son de inapreciable valor.

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