18 octubre 2012

Lorenzo Silva

El lunes premiaron a Lorenzo Silva con el Planeta por su sexta novela con las andanzas de Bevilacqua y Chamorro, los guardiaciviles metidos a investigadores de crímenes. Mucho dinero para el escritor, pese al mordisco feroz que Hacienda les da a los seiscientos mil euros que acompañan al galardón. Me alegro por Silva, porque, vista la trayectoria del Planeta, uno siempre puede temerse lo peor. Y Silva no es lo peor, qué va.

He leído las cinco novelas anteriores con Bevilacqua y Chamorro como protagonistas. Pero desde 1998 todas las he ido sacando en préstamo de bibliotecas públicas. Lo mismo que espero hacer en pocos meses con esta próxima, La marca del meridiano. Silva escribe con fluidez, agilidad y viveza, y sus novelas son entretenidas, correctas, bien tramadas, con una buena dosificación de los elementos de la intriga. Pero al conjunto le falta densidad, profundidad, y le sobran, creo, los largos parlamentos, una cierta verbosidad discursiva en muchos fragmentos. Yo prefiero las novelas negras más secas, en las que el mostrar predomine netamente sobre el decir, aquellas en que el autor enseñe, y no explique tanto.

Tampoco le beneficia, creo, su empeño por reivindicar a la Guardia Civil. No lo digo porque haya una voluntad deliberada de embellecer y falsear la realidad del Cuerpo. Sobre esto no puedo decir nada. El problema es que esa intención del novelista, por muy ajustado que sea su retrato a la verdad cotidiana del instituto armado, lastra los resultados literarios, elimina factores que en la gran novela negra americana eran fundamentales: la ironía, el sarcasmo, la ambigüedad, una atmósfera moral turbia, a veces brutal y desquiciada, que envolvía no sólo a los criminales, sino también a los detectives y policías, y en general a todos los personajes supuestamente “inocentes”. Las novelas de Silva resultan en cambio, pese a los crímenes y a las ocasionales tramas corruptas que aparecen, mucho más planas, asépticas, buenistas.

Hace años que leo solo de ciento a viento novelas negras, policiales, criminales o como queramos llamarlas, y nunca he sentido ganas de volver a alguna de ellas. Me enganchan, las leo con avidez, con el mismo impulso que me puede llevar a ver una película mediocre en la tele o a comer almendras o patatas fritas. Pero pronto me empacho, casi nunca les encuentro entidad literaria, pronto les descubro las rígidas costuras y convenciones del género, y las abandono una buena temporada. En eso he cambiado. De joven leí a los que sigo considerando verdaderamente grandes, Dashiell Hammet o Raymond Chandler, y a muchos otros que, siendo inferiores, me obsequiaron con estupendos ratos. Robert Parker, por ejemplo, un americano muy prolífico que creó al gran detective Spencer, hasta en su peor novela me parece muy superior a escritores europeos como Silva. Incluso Vázquez Montalbán me parece que rayaba a gran altura en un par o tres de sus aventuras de Pepe Carvalho.

Admito que en parte mi alejamiento del género puede deberse a que no soy el mismo. Sin embargo, no puedo entender, por ejemplo, el prestigio de autores de moda como Don Winslow o de Henning Mankell, aunque también me hayan hecho pasar buenos momentos. Hace poco leí la última novela de John Verdon, y me pareció flojísimo. Sólo las novelas de una española, Marta Sanz (Black, black, black y Un buen detective no se casa jamás) me han parecido dignos intentos de jugar con las convenciones del género para ir más allá, bastante más allá.

07 octubre 2012

Secretos y mentiras

He leído, por motivos profesionales, el original de una biografía de Emiliana de Zubeldía que se publicará pronto. Pianista y compositora navarra nacida en 1888, Emiliana fue una mujer notable. Estudió en Madrid y París y a partir de 1927 recorrió varios países americanos, en los que trató a muchos músicos, compuso un buen número de obras y ofreció recitales pianísticos. A comienzos de los años cuarenta se estableció en México, y más en concreto, a partir de 1947, en Hermosillo, la capital del norteño estado de Sonora, donde desarrolló hasta su muerte,¡casi a los cien años!, una ingente labor en todos los terrenos de la actividad musical, y donde se convirtió en una personalidad.

La biografía que he revisado, escrita por una discípula mexicana de la compositora que tuvo con ella trato muy frecuente en los últimos veinte años de la vida de esta, es muy completa en el recuento de su actividad creativa, profesional y pública. Pero es muy parca en lo que respecta a su vida privada. En ese sentido, la biógrafa respeta el empeño de la propia señorita Zubeldía (así la llamaban en Hermosillo, o también Miss Zubeldía) por ocultar cualquier detalle de su vida que no perteneciera a su actividad creativa y profesional. En ese soterramiento, la compositora fue llamativamente obsesiva. Sin embargo, hay aspectos de su vida, y de su mismo proceder respecto a esa andadura casi centenaria por Europa y América, que incitan a reflexionar sobre el sentido del secreto, y acerca del relato que esta compositora, pero también mucha otra gente, quiere construir para contarse y contarnos, a despecho si es preciso de la verdad.

Lo primero que ocultó hasta el delirio Miss Zubeldía fue que había estado casada. En 1919, y en la Colegiata de Roncesvalles, se celebró su boda con Joaquín Fuentes, empresario, químico y director del Laboratorio Agrícola Provincial de Navarra. El matrimonio, saludado en la prensa de la época nada menos que como “las bodas entre la ciencia y el arte”, duró solo dos años. Emiliana huyó a París, y nunca volvió a ver a su marido, aunque él, durante varios años, mantuvo oficialmente la ficción de que “su esposa” vivía en la capital francesa solo porque allí podía continuar su formación.

Gracias a dos artículos (aquí y aquí) de Fernando Pérez Ollo —a quien tantos lectores de Diario de Navarra echamos en falta— he sabido que, a partir de su abandono de Europa en 1927, Emiliana de Zubeldía no solo ocultó episodios anteriores de su vida. Es que además, y esto es más interesante e inusual, se inventó elementos de una biografía fantástica.

Lo menos importante es que siempre engañara respecto a los años que tenía,y eso que llegó a declarar treinta menos de los reales. Más sorprendente es que se dijera nacida en Arnaiz, un pueblo imaginario; o que presumiera de ser “vasca por los cuatro costados”, para lo cual sustituyó su cuarto apellido, León, procedente de la localidad riojana de Cervera de Río Alhama, por el de Echeverría. Y también resulta fantasioso que se calificase como una emigrada política.

No, Emiliana no había recalado en América en 1927 por motivos políticos, ni muchísimo menos. Y, no residiendo en España desde tantos años atrás, pudo retornar en el franquismo más de una vez con toda normalidad, aunque de riguroso incógnito. En particular, vino a Navarra a comienzos de los años sesenta para visitar a uno de sus hermanos, ya muy enfermo, el sacerdote y conocido publicista religioso Néstor Zubeldía, que había oficiado su boda. Este canónigo mantenía asimismo relación frecuente con su antiguo cuñado, Joaquín Fuentes, el abandonado. Un día, cuenta Pérez Ollo, “Joaquín pasó a ver a su cuñado canónigo en la casa del Arcedianato, le acompañó buena parte de la tarde y se marchó sin saber que en la habitación de al lado estaba su mujer”.

Esta escena, los cuñados que pasan juntos más de tres horas mientras Emiliana, pared con pared, se oculta de su antiguo marido tiene, en mi opinión, una poderosa entidad dramática, como si formara parte de una obra de teatro repleta de secretos, mentiras y añejas querellas. Han pasado más de cuarenta años desde la boda en Roncesvalles, los protagonistas de entonces se han convertido en unos viejos, y cabría suponer que todas las pasiones de antaño, de cualquier signo, han perdido su vigor. Pero Emiliana de Zubeldía no quiere ni ver al que, siquiera dos años, fue su marido. Parece evidente que, a despecho del tiempo transcurrido, hay sentimientos poderosos que siguen vivos, antiguas heridas del espíritu que no se han cerrado. Aventuras, inventos y mistificaciones, podríamos decir a la manera barojiana, de una mujer que deja abiertas en nuestra mente varias preguntas.

04 octubre 2012

De Polonia a Codés

Leo a diario, casi siempre en cinco minutos, el Diario de Noticias, un periódico mediocre en el que abundan las noticias mal redactadas, las denuncias hilvanadas con pocos datos y los articulistas y periodistas que, como las cabras, tiran siempre al mismo monte. ¿Como todos los periódicos, dirá alguien, cada uno con sus intereses y su ideología? No exactamente, no todos exhiben el descaro panfletario que se gasta este.

El otro día encontré sin embargo un artículo que llamó mi atención. Una buena historia. A propósito de la para mí ignota «Novena a Nuestra Señora de Codés», el opinante comenzaba lamentando la atención pastoral que el arzobispado presta a la zona. Por lo visto, las misas de la Novena fueron celebradas casi todos los días por un anciano sacerdote «renqueante y lector inaudible de toda la misa». Y el último día, el domingo, llegó, «para quedarse» y «atender varios pueblos de la zona» un cura congoleño que, dice el articulista, «aterrizó en Codés sin ninguna presentación y (me temo) sin ninguna preparación ni adaptación». Eso sí, al menos es «alto, fuerte, con pinta de jugador de baloncesto». Su castellano es «aceptable», pero posee, dice el informante, «una mentalidad y teología (me temo otra vez) muy alejadas de nuestros pueblos».

Lo más llamativo, o sugerente, venía a continuación. Para subrayar la «degradación pastoral» de Codés y los pueblos que rodean el Santuario, el articulista recordaba que durante ocho años «ha estado de párroco Jean Borysowsky, sacerdote procedente de Polonia. Cuando apareció por Codés apenas podía comunicarse en castellano. Las misas eran leídas totalmente y era imposible entenderle nada». Y después de ocho años, y eso me sorprende, «cuando el pasado 25 de junio se despidió de Torralba del Río, apenas pudo decir unas palabras». El sacerdote, presume el articulista, se ha ido de la zona «porque no pudo adaptarse a la vida e idiosincracia de estos pueblos. No consiguió integrarse».

Aquí, en la historia de este clérico polaco que no se entiende con sus feligreses, hay materia para una buena narración, un nuevo Diario de un cura rural que, en la estela del de Georges Bernanos, contara las crisis que ha debido de vivir el cura en una tierra para él hostil. Ese relato podría abordarse en tonos muy diversos: humorístico o sainetesco, con anclaje en la literatura del absurdo más desaforado, pero también dolorido y melancólico. Aun sin conocer los pormenores de esos ocho años, a mí la figura del religioso perdido, muy perdido, en el remoto valle de Aguilar me inspira piedad. ¿Cómo se las ha apañado tanto tiempo en una tierra en la que se entendía fatal, y ello, además, en el doble sentido de la expresión: lingüístico, pero también mental, cultural?

Mi simpatía por este sacerdote se acrecienta cuando leo que «el verano era para él un verdadero suplicio». Y es que, cuenta el articulista, «en una ocasión me confesó que iba a hablar con el señor Obispo porque no podía con tantos pueblos y con tantas fiestas, sobre todo con tantas fiestas (hubo meses que tuvo que atender ocho o diez pueblos)». No me extraña, pobre Borysowsky, que sufriera tanto. Por motivos muy distintos, yo también padecí la pesadilla de las fiestas patronales, un invento que a estas alturas, cuando el río de la diversión se ha desbordado incontenible, anegando todos los días del año y cualquier lugar del mundo, resulta decididamente anacrónico, redundante, superfluo. Y me lleva a pensar que en algunas de las procesiones y misas que acompañé muchos años con mi música en los pueblos en fiestas, tal vez el cura anhelaba lo mismo que yo: que se acabe pronto esto, que se acabe de una bendita vez.