07 mayo 2014

Relatos de plomo

Llevo unos días revisando originales del que será segundo volumen de Relatos de plomo. Historia del terrorismo en Navarra. El libro saldrá en los próximos meses y recordará la acción terrorista en Navarra entre 1987 y 2011, dando fin de este modo al esfuerzo editorial que ya dio lugar al volumen que narraba lo acontecido entre 1960 y 1986.

Como me sucedió en el primer volumen, asfixia y conmociona la lectura de las barbaridades que se narran aquí con el detalle preciso y fluido de los buenos periodistas, esos buenos periodistas que han sido dirigidos por la mano sabia de Javier Marrodán. Presumo que al tratarse de libros muy extensos, con gran número de crónicas y entrevistas, muchos lectores leyeron o leerán estos libros por partes, saltando de un episodio a otro al compás de su interés selectivo o sus recuerdos. Pero yo he debido hacer una lectura profesional de principio a fin, atenta y demorada, y creo que ese recorrido ordenado y completo multiplica la pena y la rabia del lector, lo abruma, lo hunde en la monotonía del horror, en el delirio provocado por quienes no conocen la piedad, por la frialdad metódica que no vacila en provocar desastres como sea, en socializar el sufrimiento (expresión de la propia “izquierda abertzale”) sin tregua ni duda. Cuanto más dolor, mejor; vale decir: cuanto peor, mejor, como ha calculado en todo momento el movimiento terrorista y totalitario que es Eta, tirando de la cuerda, poniendo muchos cadáveres y destrozos sobre la mesa, buscando doblegar a cualquier enemigo, sea el Poder (así, con mayúsculas), sea un ciudadano cualquiera —al que es fácil inocular el miedo.

Tantas cosas podrían decirse sobre estos libros tan necesarios… En esta nota quiero fijarme sólo en tres aspectos relativamente secundarios, o colaterales, que me han golpeado o llamado la atención mientras leía Relatos de plomo. El primero es que la historia de cincuenta años de plomo, enriquecida en el libro con entrevistas hechas ahora a víctimas o familiares, permite entender lo que ha sido la extensión temporal del horror hasta hoy mismo, saber qué ha pasado después de “aquello”, de tal o cual acción terrorista. Los asesinados o mutilados allí quedaron, pero los efectos de lo de entonces condicionan gravemente el presente de la mayoría de las viudas, hijos, hermanos o padres de aquellos asesinados. Víctimas o familiares de víctimas vieron alteradas de modo radical sus vidas, se atiborraron de fármacos, enfermaron de insomnio para muchos años, vegetaron tiempo y tiempo como zombis, se hundieron en la pobreza, tuvieron que irse de Navarra porque tras el crimen no cesó el escarnio, la ofensa implacable infligida por los amigos de los asesinos. Nos enteramos de que hay víctimas que todavía siguen encadenadas a lo que sucedió, o luchan contra el recuerdo porque aún las desequilibra violentamente. Eso por no hablar de los casos, pudorosamente entrevistos en estos volúmenes, en que el dolor ha desunido familias, porque cada sufriente camina en un sentido que no siempre coincide con el de su marido o mujer, hermano o cuñado. Familias enfrentadas, desarticuladas, hijos con vidas a la deriva, muchos dolientes que se abisman en el silencio. Y, en el extremo del túnel, algunos suicidios: la viuda navarra de un comerciante asesinado en Santurce (su delito: tener entre sus clientes a la Guardia Civil) que a los tres meses del crimen se tiró desde un sexto piso, o el hermano de José Luis Hervás, el guardia civil al que mató un etarra en la Foz de Lumbier, y a quien después de dos años de depresión no se le ocurrió otra salida para terminar con su angustia.

Desazona, en particular en el primer volumen, recordar la gran cantidad de policías asesinados que eran extremadamente jóvenes. Algunos, además, acababan de llegar a Navarra cuando su vida se acabó, y sus viudas huyeron de inmediato de esta tierra, rotas y estupefactas. En aquellos finales de los setenta y primeros ochenta, esas mujeres también muy jóvenes fueron abandonadas por el Estado, tuvieron que buscarse la vida en trabajos penosos, todas con hijos muy pequeños, y pasaron bastantes años hasta que recibieron compensaciones más o menos dignas. Este gran capítulo de los guardias jóvenes, sobre quienes casi nadie en Navarra atendió ni un minuto a su nombre o a su historia personal y familiar, es el que más acusadoramente me ha incomodado recordar.

Un último apartado: el primer volumen de Relatos de plomo ya estaba lleno de momentos grotescos, desopilantes, que moverían a la risa si no estuvieran nadando en sangre y terror. Quiero traer a colación tres relativamente menores. No sé cómo calificar, por ejemplo, que, tras destrozar en 1981 el camión de un trabajador autónomo que, entre otros, hacía trabajos de transporte de madera para Renfe, ETA militar justificase el bombazo por su voluntad de combatir “la indiscriminada tala de árboles en Navarra”.

Otro momento sublime se produce cuando en el mismo año comandos de ETA político militar secuestran a tres cónsules de diversos países para "informar" a la comunidad internacional de que en Euskadi hay un “conflicto”. En Pamplona, los etarras, antes de llevarse de su casa al cónsul de Uruguay, Gabriel Biurrun, hurgan en su amplia discoteca y eligen poner música de Vivaldi mientras toman café y licores durante horas y le explican que no le van a hacer daño, pero que, eso sí, lo van a tener secuestrado unos quince días (luego los secuestrados padecieron “sólo” nueve días de cautiverio). Esas horas de los terroristas con Vivaldi de fondo mientras beben en la casa de quien van a llevarse a punta de pistola podrían haber sido buena materia de una película de Buñuel.

Y, en fin, con el terrorismo también vinieron la picaresca y la mangancia de algunos de los que debían dedicarse a combatirlo. Cabe aquí recordar que el industrial guipuzcoano Saturnino Orbegozo, a quien tuvo secuestrado dieciséis días un comando de ETA político-militar octava asamblea (el grupo al que pertenecía Arnaldo Otegui y que acabó integrándose en ETA militar, la ETA que todavía hoy, en 2014, se resiste a disolverse), fue liberado por la Guardia Civil a finales de 1982. Pues bien, merece la pena, creo, reproducir tal cual lo que los autores de Relatos de plomo escriben sobre una derivada de este secuestro: “el periodista pamplonés José María Irujo, que destapó el “Caso Roldán” cuando trabajaba en Diario 16, publicó con los también periodistas Jesús Mendoza y José Macca un libro titulado Un botín a la sombra del tricornio en el que se cuentan todos los entresijos de la turbulenta biografía del que fuera delegado del Gobierno en Navarra y director general de la Guardia Civil. Allí se explica que R.E., la persona que proporcionó la información que hizo posible la liberación de Orbegozo, era “un informador valioso y leal” a quien se decidió recompensar con dos millones de pesetas. El dinero se tomó de los fondos reservados que gestionaba el Ministerio del Interior y viajó secretamente a Navarra, pero nunca llegó a su destino: años después, cuando se supo a qué se había estado dedicando Luis Roldán mientras era delegado del Gobierno en la Comunidad foral, se concluyó con cierto fundamento que aquellos dos millones bien podían estar en su caja de seguridad en Suiza o en algún paraíso fiscal del Pacífico”.

02 mayo 2014

Mortalidad

No sé si éramos amigos, pero la noticia de su muerte me ha golpeado esta mañana desde el periódico, tiñendo de pena el desayuno, y eso que ya se podía barruntar, por su silencio en los últimos meses, que las cosas del cáncer no iban bien. Sólo estuvimos juntos unas horas, el día de verano de 2012 en que al fin nos vimos las caras en su pueblo para charlar de mil asuntos. Pero antes y después de ese único encuentro, en los últimos treinta meses intercambiamos más de doscientos correos, algunos muy extensos, y hablamos mucho por teléfono, desde aquel octubre de 2011 en que me llegó el archivo de una novela que había escrito y que, claro, quería que le publicáramos. No lo hicimos, pero pronto comenzó una relación de muchas palabras y progresiva confianza, que incluía mi lectura y revisión de buena parte de lo que él enviaba a los periódicos y revistas donde colaboraba. Era un columnista rápido, eficaz, siempre ameno, pero en su velocidad se incluía también cierto descuido, expresivo pero también de datos, que yo ayudaba a veces a paliar, siempre deprisa y corriendo, porque las urgencias de los medios lo imponían y porque él era de natural un ribero impaciente, agitado. Así se fue reforzando nuestro curioso y virtual vínculo, más cercano que muchos con gente que veo a diario.

Tenía un historial notable como periodista de radio, en especial por su ejecutoria en el final del franquismo y la transición. Entonces ganó dos premios Ondas y fue una de las voces que, en una cadena Ser todavía no adquirida por el grupo Prisa con los beneficios que fluían de El País, ofrecía un periodismo muy necesario en la frágil democracia. Luego pasó bastantes años en la Cope, y acabó dirigiendo una revista religiosa, algo lógico en un miembro del Opus Dei desde principios de los setenta. Curiosamente, los “suyos” no lo trataron profesionalmente todo lo bien que él creía merecer, y me habló con poco entusiasmo de muchas estrellas de la radio de los noventa y de algunos jefes, mientras añoraba los tiempos de la transición y a sus compañeros de la Ser, que hacían entonces una radio bien lejana de la de algunas voces actuales de esta cadena, mentirosas por demagógicas. (Si bien especímenes similares trafican con la verdad en otras cadenas, y de los tertulianos, de casi todos los tertulianos de cualquier emisora, mejor no hablar.)

Éramos bastante diferentes: en edad, en carácter, en ideas políticas (las suyas muy firmes, las mías más movedizas), y sobre todo en algo que él ponía en el centro de su vida: las creencias religiosas. Pero salvo en alguna frase suya que me irritó levemente por su condescendencia -la propia de quien, desde la paz del más absoluto dogmatismo, siente pena por el increyente, por el extraviado-, creo que los dos supimos movernos con comodidad y tacto en los acordes y desacuerdos. Le sobraba para ello saber estar, cordialidad, nobleza.

Su mayor decepción conmigo nació de mi escaso aprecio por sus novelas. Bien jubilado, se había lanzado con entusiasmo a la ficción, y aplicaba en este ámbito la misma determinación y apresuramiento que en su hacer periodístico. Él no quería dedicar años a una novela, no tenía paciencia para construirla con morosidad. Quería escribirlas en pocos meses y verlas publicadas enseguida. Lo entiendo: a su edad, setenta y pico años cuando se lanzó, tenía prisa, casi urgencia. Y además le movía una intención moralizante que afectaba a todo el edificio novelesco. Había que predicar mensajes con las historias. Por eso tenían que ser novelas muy periodísticas, sencillas de estructura, con personajes de psicología simple, buenos y malos nítidos, y las enseñanzas que se transmitieran tenían que estar muy claras. Pero una buena novela es un artefacto muy complejo, y no consiente, casi nunca, las simplificaciones de la columna o el artículo de prensa escrito a la carrera.

Como las dos novelas que leí me parecieron malas y reclamaba mi opinión con vehemencia antes de su publicación, se la expliqué por escrito en distintos momentos; eso sí, con mucha cautela, empleando términos amables pero blandos, casi gaseosos. Él no era tonto, por supuesto, y mis palabras reticentes, lo sentí con claridad en el ritmo de correos, llamadas y silencios, no le gustaron. Buscó otros apoyos y elogios en el amplio círculo de sus contactos profesionales y religiosos -o las dos cosas al mismo tiempo-. Tuve la convicción, sin embargo, por lo que me iba contando y dejando leer, de que también en esos ámbitos todos se andaban con mucho cuidado y gestos educados, obvio como era que sólo estábamos ante un novelista voluntarioso pero de resultados deficientes. Aun y todo, me quedó la duda, y ahora la desazón, de si no debería haber sido todavía mucho más prudente y delicado en mis juicios.

Le apremié con sincero ahínco para que escribiera sus memorias de periodista, llenas como podían estar de datos sabrosos, de perfiles de gente que había tratado o de reflexiones sobre el viejo y el nuevo periodismo. Conservo un par de correos donde mostraba su disposición para afrontar el empeño. Pero sus últimos mensajes, cuando la enfermedad, entiendo ahora, avanzaba sin piedad, anunciaban una tercera novela, temo que tan poco prometedora como las anteriores. En esos correos todavía me pedía que le revisara artículos, y recuerdo uno muy interesante y extenso de diciembre, el penúltimo que me envió, sobre el asesinato de Carrero Blanco.

Ni entonces ni en febrero se quejó por los efectos de los tratamientos contra el cáncer. No había nada lúgubre en sus mensajes, sólo planes, ilusiones de escritura, referencias a las críticas que su segunda novela había recibido y a las ventas y tratos con librerías. Después, silencio. No puedo saber qué sentía en los últimos tiempos, con la muerte ya tan cerca, ni aventurar en qué medida (espero que muy grande) su fe religiosa confortó su vida y su agonía. Pero en mi recuerdo, el que guardo de un hombre alegre, enérgico, repleto de proyectos, no puedo dejar de recordar unas palabras que escribió Christopher Hitchens en su libro Mortalidad cuando supo que se enfrentaba a un cáncer muy avanzado: me oprime terriblemente la persistente sensación de desperdicio. Tenía auténticos planes para mi próximo decenio y me parecía que había trabajado lo bastante como para ganármelo. JJ, apenas nos vimos, pero no sabes cómo siento tu muerte.