24 julio 2013

Gratis total

Escucho este último mes con insistencia Lobos sin dueño, una antología en tres cedés de los mejores temas de Pablo Guerrero. Disfruto con este cantautor desde hace cuarenta años, cuando, preadolescente -un poco raro, la verdad-, conocí el LP que incluía el mítico A cántaros, un vinilo que machaqué tanto que dejé para el arrastre. Ahora, a sus casi sesenta y siete años, la voz de Pablo Guerrero es apenas un hilo ronco, un hilo que se quiebra con frecuencia y tiene vedados muchos registros. Así que el músico Luis Mendo, en funciones de arreglista, ha optado en esta selección por respetar, en muchísimos cortes, la voz del cantautor extremeño tal como se recogió en las grabaciones de estos cuatro decenios, y mezclarla ahora con nuevas bases instrumentales. Este compromiso limita las posibilidades de Mendo. Impide, sobre todo, que las canciones más antiguas sean renovadas radicalmente, cantadas de otros modos o con otros ritmos. Pero peor hubiera sido forzar a Pablo Guerrero a interpretarlas con su voz actual, que da para muy poco, y que sólo se acomoda bien a sus últimas composiciones, ideadas ya en función de sus posibilidades vocales presentes.

30 euros me ha costado el estuche de Pablo Guerrero. Los he pagado con gusto, porque algo de ese dinero, espero, terminará llegándole al músico y (magnífico) poeta. El mundo de la cultura vive tiempos terribles, y me temo que a Guerrero le saldrán ahora muy pocos recitales. Así que, más en esta situación, piratear su música, bajármela gratis, me hubiera parecido como robarle a un músico callejero el dinero que la gente le ha ido echando en el estuche de su instrumento. Bien sé que Warner, la disquera que distribuye este recopilatorio, retendrá un buen porcentaje. Pero quiero que cobren algo Guerrero y todos aquellos que han intervenido, empezando por el gran Luis Mendo, el viejo músico de Suburbano. Y el todo gratis instalado hoy en el acceso a la música grabada no veo cómo puede ayudar a estos artistas a que obtengan algún ingreso por su esfuerzo. ¿Están obligados muchos músicos viejos, para sobrevivir, a subirse a un escenario aunque les fallen las fuerzas, ya que nada deben esperar de sus grabaciones?

Todo gratis, acceso universal y libre a la cultura. Engañiflas, bellas palabras que encubren la pillería del que, simplemente, puede arramblar gratis con algo y lo hace, al margen de cualquier otra consideración. Muchos quieren teorizar este proceder, y por tanto justificarlo. Ya.

22 julio 2013

Kate Atkinson

Para las vacaciones, por pocos días que sean, uno fabula grandes planes. Mientras se trabaja siempre falta tiempo para leer con calma y profundidad. Pero entonces se transita de un libro a otro de forma nada conflictiva. Los hay que resultan maravillosos y los hay que resultan un fiasco. Normal. Pero en vacaciones uno quiere acertar de pleno, y hacerlo además con esos libros densos, incluso físicamente voluminosos y pesados, que no pueden leerse tirados sobre un sofá o hamaca, sino sobre una mesa, y que durante el año han sido relegados en favor de lecturas más breves (que no más ligeras, o no siempre).

Cuando llega el momento de la verdad las cosas no son tan sencillas: hace demasiado calor, la pausa vacacional siempre la manchan algunas pejigueras domésticas, brotan las dudas, uno no sabe qué leer primero, y puede que justo en ese momento los libros más extensos y duros se resistan, o se empiece con ellos pero a lo peor se hagan cuesta arriba.

En ese estado de ánimo un tanto desazonante, un día de muchísimo calor y tras dos arranques de ensayos que no acababan de engancharme, choqué con una novela comprada hace tiempo a sugerencia de mi amiga B. Ella trajo a colación un día el nombre de Kate Atkinson, novelista inglesa que no me sonaba de nada.

Descubrí que casi todos sus libros —que no son muchos— estaban traducidos, incluidos los cuatro que ha escrito sobre policías, detectives y asesinos (los dos primeros en la editorial Circe y los más recientes en Lumen). Son novelas criminales, estas cuatro, de lectura adictiva, pero con una altura literaria que desborda las fronteras del género. En todas ellas la autora mueve a muchos personajes, urde varias historias entre las que poco a poco descubriremos sus conexiones. Y en todas el pasado de los personajes continúa invadiendo su presente. Porque en los tiempos pretéritos sus familias fueron cualquier cosa menos felices, y hay demasiados muertos reales y metafóricos mal enterrados en la memoria, niños que quedaron marcados de varias maneras, dolores antiguos que siguen atravesando las pieles más resistentes, asuntos que no se cerraron o lo hicieron en falso y que en el presente de la historia se convertirán en bombas que acaban explotando.

En las cuatro novelas el hilo conductor es el detective Jackson Brodie. Pero un rasgo que distingue las tramas de Atkinson de las de otros cultivadores del género es que Brodie no coloniza todas las historias. Al contrario: su presencia casi nunca es decisiva, o lo es sólo en momentos muy específicos. El detective se integra en el tapiz narrativo como uno más en el vasto mundo de conflictos afectivos y sociales al que accedemos. A Brodie, que aporta sus propios traumas y perplejidades, las cosas no le salen muy bien, y su imagen dista mucho de la del detective omnipresente y sagaz que protagoniza tantas novelas negras.

De las cuatro novelas, la mejor es, creo, la primera que he leído, Esperando noticias. Pero las otras tres, Expedientes, Incidentes, y la última, publicada este mismo año, Me desperté temprano y saqué al perro, se inscriben igualmente en la mejor tradición inglesa de las novelas psicológico-policiales, una rama literaria en la que, en tiempos, aprecié mucho ciertos títulos de Ruth Rendell, autora muy prolífica pero en sus mejores momentos nada menor.

He vuelto al trabajo. He dejado sobre la mesa libracos que deberán seguir esperando, al menos hasta agosto, cuando pueda pillar más días de asueto. Pero no me arrepiendo de haber dedicado una semana a las novelas de Kate Atkinson. Ricas, complejas, llenas de detalles inteligentes, de personajes poderosos y muy bien matizados —los niños, por ejemplo, siempre son magníficos—, de conflictos nada sencillos, de referencias a ese pasado inglés de los sesenta y setenta que tanto me interesa… Bueno, al final no han sido días desperdiciados, qué va.

02 julio 2013

Remordimiento

El sentido de un final, de Julian Barnes, cuenta la historia de un hombre nada especial. Anthony (Tony) Webster es relativamente culto y ha tenido en la vida un buen pasar, pero él mismo se conceptúa como no demasiado brillante ni perspicaz. En su primera juventud, años sesenta, sufrió por su torpeza con las mujeres. Ese tiempo, para él igual que para muchos más, no fue el de gran liberación, sino todavía el de las dificultades de relación y la penuria sexual. Por suerte, Tony no ha sido un hombre arrebatado, de extremos emocionales. Lo ha protegido su robusta capacidad para sortear grandes decepciones y tormentos, para desenvolverse en las zonas templadas del sentimiento, al abrigo de dolores intensos. Pero en la jubilación debe padecer la rememoración parcial, confusa, intrigada y a la postre preñada de remordimientos de ciertos episodios de aquella lejana juventud.

Dos motivos recorren este narración y desencadenan la aflicción y el malestar del protagonista: la escasa fiabilidad de nuestra memoria y la deficiente comprensión de lo que nos sucede. En la primera parte Tony Webster resume los hechos esenciales de su juventud, incluidos aquellos que, pasados cuarenta años, comprobaremos que exigen una revisión. Porque ni la memoria acredita una gran solvencia ni, lo que es más grave, Tony interpretó adecuadamente las relaciones con sus amigos o con su novia de entonces y la familia de ésta. Un joven inseguro, acomplejado, resentido y torpón difícilmente podía captar con justeza el entramado de relaciones en que vivía, y por tanto mal podía responder con la suficiente amplitud de miras.

El problema es que la imagen que se ha forjado Tony Webster de sí mismo como alguien moderadamente dichoso, tranquilo, al que nada conturba en demasía, salta por los aires al enfrentarse a su conducta de cuarenta años antes, cuando enseñó ante su novia y el amigo más admirado un rostro «agresivo, celoso y maligno». Tal vez sofocado por el resentimiento y la inseguridad, escribió cosas que ahora le remuerden vivamente y le hacen reconocer que «mi yo más joven había vuelto para abochornar a mi yo más viejo con lo que aquel había sido, o era, o en ocasiones era capaz de ser». Con el agravante de que Tony comprende que entonces sus palabras no pudieron ser más hirientes y premonitorias. Y esa constatación lo desestabiliza: «La misma acción de nombrar algo que posteriormente sucede —de desear un mal específico, y que ese mal acontezca— produce todavía un escalofrío de otro mundo». De ahí su intenso remordimiento.

Reconocer que en la historia que se había contado de su propia vida (a sí mismo y a los demás) había «astutos cortes» produce en Webster otro grado de remordimiento más corrosivo y hondo. Y es que le obliga a repensar la versión plácida, abundante en pequeños placeres y carente de grandes dolores, que se había construido de su propio acontecer. El resultado del nuevo examen no puede ser más desolador: «Yo renuncié a la vida, desistí de estudiarla, la tomé como venía. Y así, por primera vez, empecé a sentir un remordimiento más general —algo entre la compasión y el odio a mí mismo— por toda mi vida. (…) Había querido que la vida no me molestara demasiado, y lo había conseguido; y qué lamentable era. (…) Una medianía era lo que había sido desde que dejé el colegio. Una medianía en la universidad y el trabajo; una medianía en la amistad, la lealtad, el amor; un mediocre, sin duda, en el sexo». No es extraño que Anthony Webster termine su historia hallando en sí mismo «desasosiego, un gran desasosiego».

He leído con pasión esta novela de Julian Barnes. Me he dejado llevar por su serena fluidez, por su agudeza a la hora de interpretar nuestros motivos y actos. Barnes es un grande de la novela —he admirado muchas suyas anteriores—, pero navega también con comodidad por el ensayo y la filosofía, y en sus novelas (buenas historias, eso siempre) tal unión de registros está muy bien engastada.

Pero hay algo más importante y profundo. Por encima o debajo de cualquier examen de sus méritos literarios, todos los lectores encontramos de tanto en tanto novelas que nos tocan algún nervio vital. Esta ha sido para mí una de ellas.