25 noviembre 2008

Debatir en la red

Desde hace tres años estoy suscrito a Apuntes, una lista de correos (electrónicos) donde se debaten cuestiones de lenguaje. Es la más conocida y veterana en este ámbito, me parece, y fue creada por la agencia Efe, aunque ahora la mantiene y modera la Fundación para el Español Urgente, Fundéu, que nació a partir de la agencia, con dinero del BBVA, y que ofrece servicios de asesoramiento lingüístico a particulares, empresas e instituciones. En estos momentos unas cuatrocientas personas podemos enviar y recibir correos en Apuntes (subscribirse es muy fácil, no se exige ningún requisito, pero los moderadores pueden expulsar a quien burle con descaro los objetivos de la lista). En la práctica son muchos menos quienes plantean dudas y aportan sus criterios u opiniones. La mayoría intervenimos muy esporádicamente; nos limitamos a leer, con más o menos atención, los correos que circulan, y que pueden ser diez los días más silenciosos y sobre cincuenta los de mayor calor participativo.

En Apuntes he asistido a polémicas largas y encarnizadas sobre, sin ir más lejos, el uso de las maýusculas —la mayusculitis, convertida en una plaga del lenguaje administrativo y pomposo, tal vez es la enfermedad que más dudas y enconos suscita en Apuntes—, la introducción en el castellano de vocablos o giros provenientes del inglés, el sentido diverso de determinadas palabras en España y en los países americanos, la mejor forma de verter al castellano expresiones de otras lenguas, el empleo pertinente de cada preposición, e incluso sesudos debates sobre el subjuntivo o los complementos directos e indirectos. En todo caso, Apuntes me permite conocer con frecuencia opiniones muy bien argumentadas, correos espléndidos con los que he aprendido algo de sutilezas lingüísticas, o de lo que es correcto e incorrecto en la lengua que usamos a diario. Apuntes reúne a personas de un montón de países (España, Argentina o México, pero también Finlandia, Canadá o Italia), enzarzadas en un debate riguroso y animado.

En Apuntes, como en cualquier grupo de discusión presencial o virtual, hay criterios con más peso que otros, opiniones que según de quién vengan son aceptadas o comentadas con más o menos respeto. No tiene la misma audiencia, por fijarnos en un ejemplo extremo, un correo de José Martínez de Sousa, el santón de todos los que trabajamos en labores editoriales, que el de un chico que se inicia como traductor freelance con 25 años. Eso es normal, porque, en efecto, la manera de argumentar de Sousa y del joven no poseen habitualmente el mismo rigor, o no están sustentadas por la misma cantidad y calidad de información. Como también es lógico hasta cierto punto que algunos lingüistas o periodistas latinoamericanos hayan abandonado la lista, al advertir en varios de sus pesos pesados (ligados a la RAE o a Efe), con razón o sin ella, un signo muy castellanista, muy defensor de la norma del castellano de España frente a sus variedades americanas.

Pero lo que más me llamó la atención en Apuntes fue, desde el principio, el modo en que si bien se trata de una lista “poco conflictiva”, hay personas en ella con una habilidad portentosa a la hora de esparcir discordia con sus mensajes. Antes que Apuntes, conocí Editexto, otra lista para correctores y locos del lenguaje, organizada por personas que habían desertado, enfadadas, de la lista de Efe. Pero en Editexto brotaron enseguida, junto a intervenciones notables, conflictos y roces que la llevaron a morir por abandono de muchos de sus mejores elementos. Y es que en ella mandaban correos, y además con una asiduidad elevada, gentes que, por encima o debajo de su indudable saber, incluso de su brillantez descollante, introducían frases tan despreciativas hacia el discrepante, marcas o detalles de tal agresividad o desdén, que provocaban con presteza respuestas dolidas, airadas o insultantes, o sencillamente la huida de la lista de los atacados. A la manera del protagonista de Reunión, el cuento de John Cheever que cité aquí hace menos de dos meses, su manera de dirigirse a los demás, en este caso por escrito, envenenaba cualquier intercambio intelectual.

Recuerdo, por dar un ejemplo relativamente conocido, a Carlos Manzano, excelente traductor al castellano de autores como Proust, Celine, Henry Miller, Giorgio Bassani et al, pero autor de correos tan despectivos, agrios y dogmáticos que, triste fama la suya, ha sido expulsado de todas las listas en las que ha querido colocar sus opiniones. Manzano, o la misma coordinadora de Editexto, Silvia Senz, una verdadera experta en trabajos editoriales, u otros más, eran con frecuencia adictos al correo destemplado o brutal. Y no se trataba, me interesa distinguir, de que enviaran mensajes hirientes porque habían caído presas de ese calentón que el correo electrónico facilita por su misma inmediatez, y que constituye un verdadero peligro en las relaciones laborales o personales. No, en ellos era algo más asociado a su manera habitual de afrontar cualquier debate intelectual. Cuando Editexto desapareció, varios de estos belicosos retornaron a Apuntes, pero pronto volvieron las broncas, así que fueron expulsados nuevamente por los moderadores o abandonaron motu proprio.

Menos mal, insisto, que en Apuntes hay aspectos mucho más aprovechables. Por ejemplo, siempre he admirado los correos de un tal Vazman, que no sé quién es ni falta que me hace. Son mensajes muy bien trabados, de indudable vigor argumentativo. Pues bien, este Vazman alimenta, hace un tiempo, otro blog, Historias de Hispania, donde da rienda suelta a su saber histórico (él dice que de puro aficionado). Ahí firma como Juan de Juan. El otro día Vazman-JdJ colgó un post gigantesco, un texto que en PDF ocupa 96 páginas, sobre los últimos meses de Franco y su régimen, con especial atención al mes y medio agónico y final. Me parece que, sin decir nada nuevo, el texto de Vazman es un resumen sobresaliente del mundo postrero y grotesco del dictador.

19 noviembre 2008

Justicialismo

“El juez Baltasar Garzón ha fracasado en su intento de escarnecer treinta años de democracia haciendo resonar las trompetas del Juicio Final a la dictadura de Franco.

El objetivo de la altisonante causa general contra el régimen militar y nacionalcatólico era claro. Se trataba de presentar a los líderes políticos de la transición, y a los que han venido después, como unos cobardes incapaces de ajustar cuentas con la tiranía. Sin riesgo alguno, puesto que ninguno de los autores del golpe de estado del 18 de julio de 1936 sigue con vida, se trataba de contraponer dos categorías, dos estaturas morales: el nervio de un juez sin fronteras frente a la necesaria imperfección y provisionalidad del compromiso histórico. La eterna y obsesiva peregrinación en pos de lo absoluto ante la accidentalidad de la política democrática.

Esa es la clave del moderno justicialismo: el empequeñecimiento de la política en beneficio de una nueva alianza entre la judicatura y la opinión pública. Una mediática refundación de la antiquísima figura romana del tribuno de la plebe (…) Como todo moralismo exacerbado, el justicialismo tiene gran capacidad de perforación social. Pero la historia de España, densa, trágica, compleja y contradictoria, es dura de roer. Su simplificación no es nada fácil. La política imperfecta ha triunfado esta vez y ello es una buena noticia ante los tiempos ásperos que se avecinan”.

"Tropieza el justicialismo". Enric Juliana. La Vanguardia, 19 de noviembre

16 noviembre 2008

La memoria de las nietos

A mi abuelo lo mataron en la guerra. No era un hombre de partido, ni siquiera estaba afiliado a la UGT. Pero sí era, de una manera elemental y entusiasta, un hombre de izquierdas. Y era además concejal de su pueblo, Larraga. Huyó en cuanto comenzó la sublevación y estuvo escondido un mes, hasta que lo detuvieron, casi seguro porque lo había denunciado alguien de su mismo pueblo, o puede que de su familia. Lo trajeron a Pamplona, y en la cárcel permaneció hasta la primera semana de noviembre. Entonces lo liquidaron, con otros, en una cuneta cerca de Ibero.

Esta es la versión que he ido construyendo a lo largo de mi vida. Hay datos comprobados, como el fusilamiento en Ibero, porque a principios de los años ochenta los restos de ese grupo de asesinados fueron exhumados y los huesos de mi abuelo están ahora enterrados en Larraga. Pero de su huida del pueblo y del mes que estuvo escondido me faltan todos los detalles, y lo que conozco lo he sabido de mala manera, porque no era un asunto del que se hablara mucho en casa. Las familias, ya se sabe, están llenas de silencios, conversaciones veladas y alusiones.

Tenía cinco hijos. Mi madre, la mayor, tuvo que ponerse a servir con diez años, y por supuesto ninguno de sus hermanos tuvo posibilidad de estudiar. No sé cuál hubiera sido la situación económica de la familia con el padre vivo; pero lo cierto es que, sin él, vivieron años de enorme estrechez. Mi madre pasó los años cuarenta en Olite, en una casa de gente con más ínfulas que posibles y generosidad. A mí me parecía un milagro (pero suele ser un milagro bastante habitual en los seres humanos) que cuando hablaba de aquellos años contase penurias y resignación, pero también muchos momentos de alegría, de disfrute, pese al mucho trabajo, la pobreza y el alejamiento de su familia; que hablase, pese a todo, de placeres básicos, de las ilusiones modestas que nadie pudo arrancarle ni entonces ni después.

Mi abuela, la viuda, nunca hablaba de la guerra o la posguerra, y no tenía conciencia política. Pero sí la recuerdo pesarosa por un detalle que marcó sus últimos años: al haber sido su marido “paseado” por rojo, no tenía pensión de ninguna clase. Y cuando abandonó el pueblo, porque todos los hijos e hijas ya habían tenido que buscarse la vida en Pamplona y Bilbao, no le quedó más remedio que estar muchos años alojada de casa en casa, siempre sin dinero propio. Murió pocos meses antes que Franco.

Si la dictadura franquista no hubiese durado tanto, las reparaciones se habrían hecho en su verdadero momento, cuando tenían pleno sentido y la memoria auténtica, la personal, la de cada viuda o represaliado, estaba en carne viva porque se hallaba vinculada directamente a los destrozos sufridos. Si al acabar la segunda guerra mundial, o cinco años más tarde incluso, el régimen hubiera sido derribado con ayuda internacional, habrían podido restituirse a su debido tiempo derechos, libertades, propiedades, cadáveres. Pero nada de eso sucedió. Por el contrario, Franco siguió controlando sin piedad ni especiales sobresaltos la situación, los años fueron pasando, muchas viudas e hijas, muchos detenidos o depurados, fueron haciéndose viejos y muriendo, y el país fue cambiando. No es que los tormentos de la represión se olvidasen por entero, claro que no, pero la memoria del horror y los crímenes, dentro del conjunto de preocupaciones que se tenían en 1975-77, ya no tenía el mismo peso ni sentido que en 1939, 1945 o 1950. ¿No es comprensible que el tiempo hiciera una labor de zapa implacable y al mismo tiempo misericordiosa? ¿Cómo va a ser lo mismo lo simbólico, lo de segunda o tercera mano, que lo real? Más en concreto: ¿cómo va a ser igual la memoria de los protagonistas que la de los hijos o nietos, la que se guarda o se construye muchos años después?

Cuando llegó la transición, yo sí quería un ajuste de cuentas implacable con los franquistas, y entre ellos, claro, con quienes habían participado, como ejecutantes o delatores, en los crímenes de Larraga. Pero mi radicalidad no había brotado de influencias familiares, ni de una memoria lacerante asociada a la peripecia de mis abuelos o mi madre. Era una radicalidad ligada a lo que yo conocía y me sublevaba en esos estertores del franquismo e inmediato posfranquismo, y a mi ideología marxista leninista de entonces –tan sectaria y poco compasiva, por otra parte-.

Mi familia, en cambio, no quería saber nada de ajustes de cuentas, ni de resucitar aquellos hechos o luchar por una justicia reparadora. Eso sí, nada de votar a la derecha. Fueron, la mayoría, votantes del PSOE. Y por supuesto que recordaban lo que había sucedido. Pero no estaban dispuestos a involucrarse en ningún contencioso que pusiese en peligro el relativo bienestar adquirido en los últimos años del franquismo, por modesto que fuera. La mirada hacia atrás podía ser triste, dolorida, incluso indignada. Pero no era una mirada que condujera a reivindicaciones políticas, a sumarse a un programa de castigo o de justicia penal por los crímenes del pasado. Ni siquiera creo que hubiera un especial afán en la tarea, que en Navarra se hizo a su debido tiempo, de exhumar tumbas y recuperar huesos. Cuando los restos de mi abuelo pasaron de la cuneta de Ibero al cementerio de Larraga, no se produjo ninguna convulsión emocional en la familia. Leo ahora lamentos doloridos de personas casi obsesionadas por desenterrar e identificar los restos de sus antepasados, y me invade cierta perplejidad. ¿Era muy especial mi familia, muy poco representativa? Yo creo que no.

Yo sí quería bronca. Pero la transición se hizo con la relación de fuerzas políticas y sociales que había, que no era ni por el forro tan favorable a los demócratas radicales como nos hubiera gustado. Quisiera haber contemplado los juicios a los jerarcas franquistas que vivían, que aún eran muchos, y que se hubiera compensado económicamente a los represaliados o sus familiares directos. Y por supuesto me hubiese gustado ver, con el final del franquismo, una investigación pública, encargada por el poder democrático, para determinar con la máxima claridad lo que había pasado, quiénes habían muerto o desaparecido, dónde estaban enterrados. Pero no se pudo hacer. Yo creo que con buen criterio se abordaron en esos años cosas mucho más útiles para los que vivíamos en 1977, y no en 1936. Y la amnistía libró a todos los franquistas -que había muchos, por cierto- de cualquier rendición de cuentas.

¿Es justo lo que se hizo? No, claro que no. Pero nadie ha dicho que la historia, lo que sucede efectivamente, tenga nada que ver con la justicia, o con nuestros deseos, casi peliculeros, de que las cosas acaben con un final feliz y reparador. En la realidad, muchas historias no acaban, o tiene finales chapuceros, deshilachados, de componenda o resignación. Una justicia limpia y cortante pocas veces se da en la historia, y muchísimo menos se podía dar en España cuando Franco había muerto en la cama después de mandar durante cuarenta años, sin que nadie lo hubiera echado del poder, y el franquismo político y sociológico, por interés propio y sólo en cierta parte por una presión social, se estaba haciendo el harakiri. La desaparición del entramado de la dictadura no fue, al menos de manera decisiva, producto de ningún movimiento popular incontenible y radical. En esos cuarenta años, muchas víctimas de la guerra habían muerto, incluso ya muchos de sus familiares, y el país había ido cambiando. Y, dentro del campo de fuerzas y posibilidades que se abría, se cambió en esos años de la transición lo que se pudo, tanto con la UCD como con Felipe González -que no fue poco en absoluto-.

La transición se hizo razonablemente bien teniendo en cuenta lo que entonces llamábamos la correlación de fuerzas. Y no sólo, quede claro, porque Franco hubiese muerto en la cama. Es que gran parte de las gentes de España lo que quería era un cambio de signo inequívocamente democrático, una reforma (más profunda conforme pasaban los años), y no la ruptura radical que deseábamos algunos. No había suficiente mayoría social que luchara por otra cosa, no había unas fuerzas populares rupturistas mayoritarias, y no había ningún apoyo del ejército, algo que sí hubo en Portugal, para el corte quirúrgico con el que soñábamos los militantes de la extrema izquierda.

Ahora, ya no cuarenta años después, sino setenta, vuelve al primer plano mediático una lucha que persigue, según quién hable, objetivos muy distintos, lo cual está dando lugar a una auténtica ceremonia de la confusión. Porque, ¿de qué se trata en este momento? ¿De reabrir un proceso penal, por genocidio, por crímenes contra la humanidad, a los responsables del franquismo que todavía se pille vivos? ¿De reabrir todas las fosas y tumbas para establecer la verdad en este ámbito y cerrar la herida con nuevos enterramientos, según la voluntad de los descendientes? ¿De indemnizar económicamente a esos familiares? ¿De dictar sentencias que inviertan las firmadas en la guerra y la posguerra, y por tanto de “ganar” la guerra ahora, imaginariamente, al menos en el terreno jurídico? ¿De que al menos se cierre simbólicamente el franquismo con alguna declaración solemne en un acto protocolario? ¿Qué valor tendría tal declaración, más allá de lo proclamado enfáticamente en la ley de Memoria Histórica?

La pelea más viva, la línea de fuerza más llamativa en la confusión actual, es la que se centra en la exhumación de los restos que quedan en tumbas anónimas, colectivas. Pero ya he dicho que no comparto en absoluto el fetichismo de los restos. La memoria de los muertos puede mantenerse muy viva aunque no se visite nunca un cementerio, y aunque no se sepa dónde está enterrado el abuelo. Me resulta difícil entender el complejo esfuerzo que puede suponer el rastreo que quiere activarse con las actuaciones del juez Garzón. En ese ambiente frenéticamente exhumatorio, hoy mismo he leído un artículo de Benjamín Prado en el que reclama que vuelvan a España los restos de Antonio Machado y de Manuel Azaña, supongo que para montar actos a los que acudan las fuerzas vivas junto a intelectuales como él. ¿Pero es necesario, útil, valioso, hacer estos montajes, en más de un caso contra la opinión de los propios herederos? ¿Para qué organizar más actos simbólicos? ¿No es infinitamente más valioso leer a los dos autores que Prado trae a colación, aprender de sus obras, facilitar que circulen sus testimonios?

En Larraga, en fin, y por terminar con un detalle penoso, el otro día una asociación títere de Batasuna, Ahaztuak, organizó un homenaje a los fusilados republicanos y de izquierdas (nunca nacionalistas) del pueblo en esos años, el recuerdo sectario rendido por aquellos que llevan años aplaudiendo los paseos de hoy, los que nos ha tocado vivir y sufrir en los últimos cuarenta años. No creo que merezca la pena ensuciar esta pobre reflexión dedicando más líneas a la impostura que tal ceremonia supuso.

“De ordinario, las políticas de la memoria son parte de peleas más o menos desapacibles y resultaría difícil imaginar que llegasen a ser otra cosa. En general constituyen venganzas incruentas encaminadas a invertir simbólicamente el pasado, haciendo de las derrotas victorias morales y de los triunfos fracasos aplazados. A veces dichas políticas son guerras de papel o de juguete (una bendición al lado de las de verdad) que evitan males mayores. (…) Desenterrar muertos quizá sea un buen medio, al fin y al cabo, para no tener que apresurarse a enterrar a otros nuevos. Como procedimiento justiciero de rectificación del pasado –y en particular de las guerras civiles- la memoria histórica es, desde luego, más recomendable que el desencadenamiento de nuevas guerras, civiles o no, aunque eso no la convierte en una operación muy desinteresada ni demasiado piadosa. La memoria histórica puede servir de cura homeopática de ciertos odios, pero avivarla cuando éstos ya habían llegado a extinguirse es una iniciativa temeraria que, lejos de buscar el descanso de los muertos, hace de ellos deslumbrantes trofeos y afilados proyectiles” (Antonio Valdecantos. Nietos de verdugos).

10 noviembre 2008

Dos hombres al sol

Esta mañana de sábado paso por los Golem y me fijo en un puñado de gente agolpada en el vestíbulo de los cines o ya en la calle. No han visto en preestreno ninguna película. Así de golpe reconozco a varios cargos de Batasuna, como la alcaldesa de Mondragón, o el exalcalde del mismo pueblo, veterano miembro de sus mesas nacionales. Incluso anda por allí, tan contento, un individuo patilludo que cada semana dispara en Pásalo, el programa de ETB, su justificación del abertzalismo terrorista.

Al lado, dos hombres del grupo que acaba de salir de la reunión (no tengo ni idea de para qué se han juntado) charlan con gran relajo. Uno es dirigente de Batasuna. El otro es viejo militante nacionalista, antes del PNV y luego de EA. Incluso tiene ahora un cargo institucional en representación de Nafarroa Bai. Mientras se fuma un purito, atiende con calma y simpatía a las palabras del amigo de los justicieros altruistas. La actitud entre ambos indica que perfectamente podrían ser compañeros de partido, colegas. No sólo han venido a la misma cita, hay entre ellos afinidades más hondas.

El otro día los amigos del dirigente de Batasuna, a los que este hombre defiende siempre y en todo lugar, estuvieron a punto de causar una matanza en la universidad privada de la misma ciudad donde ahora él departe al sol con el de EA. Pero ese asuntillo, entre tantos otros que podrían citarse, al dirigente de EA-Nabai no debe de importarle gran cosa, ni le provoca ninguna repugnacia que impida la charla cordial, a juzgar por la actitud con que habla y escucha mientras sigue dando caladas a su purito.

Está claro que la comunidad nacionalista es una comunidad de sangre, y que en esa comunidad de lazos tan “animales” la discrepancia en los métodos es puramente adjetiva. El nacionalismo terrorista no hubiera podido sobrevivir tantos años sin el apoyo personal, afectivo y político constante, la colaboración en múltiples ámbitos y la justificación doctrinal básica que le ha prestado y le presta el otro nacionalismo vasco.

En fin, hoy es sábado, luce un sol muy agradable, y todos los asistentes a la reunión, incluidos estos dos sujetos en los que me he fijado, se dirigen a los muchos bares de la zona a tomar un pote, que tampoco va a ser todo trabajar. Qué hermosa es la camaradería.

03 noviembre 2008

Montaigne en Tudela

Los miércoles doy una clase en Tudela. Mis alumnas (todos los años las mujeres son una abrumadora mayoría; los hombres no sé dónde andan) son mayores, alegres, participativas, inquietas. Han leído poco, y por ello hay que elegir con cuidado los objetivos de la asignatura, los contenidos y hasta el mismo tono. Pero sus ganas de estudiar, aprender y leer ilusionan a cualquiera –al menos a cualquiera a quien enseñar y aprender no le resulten tareas tediosas o rutinarias-. Aborrezco conducir, y más en invierno y de noche, y llego a Tudela cansado, bien cargado de cafés para evitar distraerme en la autopista. Pero las dos horas que pasamos juntos desdeñan las incomodidades, resultan provechosas y estimulantes, para ellas y para mí.

Desde el principio decidí que, junto a los literatos de los siglos XVI, XVII y XVIII que marca el programa oficial de la materia, iba a dedicar un día a Los ensayos de Michel de Montaigne, lo cual no sé si es muy ortodoxo en un programa en el cual debemos hablar de novelas, poemas y dramas. Pero ese escrúpulo me parece irrelevante, entre otros muchos motivos por lo pertinente que resulta conocer el ensayo, lo que de específico posee esta forma de escritura. Además, Montaigne, lo he comprobado, ejerce un poderoso efecto sobre mis alumnas, aunque sólo lleguemos a él en unos pocos fragmentos. Y es que, como apunta Antoine Compagnon en el prólogo de la magnífica edición que publicó El Acantilado, “junto al Montaigne de la escuela, el Montaigne de los profesores, hay otro Montaigne que cuenta más, el de los lectores capaces. Éstos lo comprenden a su manera, aunque, en el fondo, lo que todos buscan, generación tras generación, no sea más que un poco de ‘sabiduría humana’, una ética de la buena vida, una moral de la vida pública así como de la vida privada”.

Los escritos de Michel de Montaigne no son tratados perfectamente cerrados. El de Burdeos no fue un pensador sistemático; además estaba radicalmente en contra de la jerga, las reglas estrictas, la grandilocuencia y la afectación. Son escritos en los que habla mucho de sí mismo, y pone en cuestión lo que otros dan por cierto, y hace todo tipo de digresiones. Son, y se nota, el intento del autor de captarse a sí mismo en el acto de pensar y escribir: ofrecen el progreso del pensamiento más que sus conclusiones. Por eso Montaigne los llamó ensayos: esfuerzos, tentativas, experiencias.

Los ensayos de Montaigne están atestados de citas, cerca de mil cuatrocientas, que convocan ejemplos, pensamientos de otros, fragmentos cogidos aquí y allá, en especial en los clásicos latinos, a los que Montaigne veneraba -es más, hubiera preferido vivir en la época gloriosa de Roma que en la Francia que padeció, dividida por sangrientas guerras de religión-. Claro que las citas, reconoce Compagnon, “igual que los añadidos, distienden los razonamientos al acumularse; enturbian el pensamiento porque algunas veces lo confirman, pero otras también lo impugnan y lo desorientan. El lector actual ya no sabe muy bien cómo comportarse frente a esas citas. El lector común –yo mismo— tiene tendencia a saltarse las citas, como si no formaran parte del pensamiento del autor, como si constituyeran una sobrecarga”.

Pero ya digo que lo que nos interesa de Montaigne en clase es la ‘sabiduría humana’, su moral de la vida pública y privada. Y como ejemplo vigoroso de su pensamiento hemos leído el ensayo sobre la soledad, incluido en el libro primero. Para no distraernos, suprimo en la versión que les entrego las citas y simplifico algo más, muy poco, la traducción de Jordi Bayod aparecida en la editorial El Acantilado. Lo que ha quedado, lo esencial de la indagación de Montaigne, llena de estoicismo, de defensa de una vida guiada por la razón que busca la serenidad gustosa, da lugar, tras una lectura cuidadosa del texto, a una viva discusión. ¿Hasta qué punto el discurso de Montaigne es necesario, o conveniente? ¿Es posible alcanzar tal estado de autarquía y calma vital? ¿Qué peso tienen en nuestra vida las pasiones y las relaciones con los demás? ¿Cuál es el sentido que otorga Montaigne a la soledad?

Las dos horas no agotan, por supuesto, los interrogantes que brotan. Pero no importa. Y tampoco me da miedo haber incurrido en el pecado de la simplificación de un ensayo, el de Montaigne, lleno de matices y sinuosidades. Vuelvo de nuevo a Antoine Compagnon: “Un gran texto sobrevive a los azares de sus lecturas. Se ha leído todo lo que se ha querido en Los ensayos, y está muy bien así: es una prueba de la fuerza de la literatura. Si dejamos de discutir a propósito de su sentido y de su contrasentido, quiere decir que se nos vuelve indiferente. No seré yo, pues, quien se lamente del uso ni del abuso que se hace de Los ensayos, a menudo a pesar de su contexto. Me inquietaría más que se dejara de interpretarlos en contra de ellos, porque esto significaría que ya no nos hablan. La mejor defensa de la literatura es la apropiación, no el respeto estremecido”.

Postdata: “Es inevitable que el alma se recoja y se asile en sí misma: tal es lo que constituye la soledad verdadera, que puede gozarse en medio de las ciudades y de los palacios, pero que se disfruta, sin embargo, con mayor comodidad en el aislamiento. Y pues tratamos de vivir solos, prescindiendo de toda compañía, hagamos que nuestro contento dependa únicamente de nosotros. Desprendámonos de todo lazo que nos sujete a los demás; ganemos conscientemente el arte de vivir conforme a nuestra satisfacción.

Tenga quien pueda, y en buen hora, mujeres, hijos, bienes, y sobre todo salud. Mas no se ligue a ellos de tal suerte que en su posesión radique su dicha. Es necesario reservar una trastienda que nos pertenezca por entero, en la cual podamos establecer nuestra libertad verdadera, nuestro principal retiro y soledad. En ella precisa buscar nuestro ordinario mantenimiento moral, sacándolo de recursos propios, de tal suerte que ninguna comunicación ni influencia ajenas alteren nuestro propósito. Hay que discurrir y reír como si no tuviéramos mujer, hijos, bienes ni criados, a fin de que cuando llegue el momento de perderlos no nos sorprenda su falta. Tenemos un alma que puede replegarse en sí misma; ella sola es capaz de acompañarse; ella sola puede atacar y defenderse, puede ofrecer y recibir. No temamos, pues, en esta soledad, que la ociosidad fastidiosa nos apoltrone”.

“Retírate en tu interior, pero primero prepárate para acogerte. Sería una locura confiarte a ti mismo si no te sabes gobernar. Uno puede equivocarse tanto en la soledad como en la compañía. Hasta que no te hayas vuelto tal que no oses tropezar ante ti, y hasta que no sientas vergüenza y respeto por ti mismo, ten siempre a la vista ejemplos reales de virtud. Sin apartar la vista de ellos examina tus actos; si éstos no son rectos, la reverencia de aquellos varones te conducirá al buen camino. Ellos te sostendrán en la dirección verdadera, que no consiste sino en contentaros de vosotros mismos, en no buscar nada que de vosotros no provenga, en detener y sujetar vuestra alma en el recogimiento, donde pueda encontrar su encanto”. (Montaigne. Los ensayos)